«Sobre un
período de más de cinco mil años se extiende la historia del libro». Esta
afirmación de Svend Hahl, director de la Biblioteca Real de Copenhague a
comienzos del siglo pasado y experto en el tema que nos convoca, podría
aplicarse casi literalmente a nuestra ciudad: sobre un período de más de cinco
mil años se extiende la historia de Carmona. Tan remota coincidencia
cronológica bastaría para justificar un evento como este, si no fuera porque
nace, quizá, en el momento de mayor apogeo cultural carmonense, al menos de la
época moderna. Hoy, respaldados por consolidadas instituciones, proliferan
actos de todo tipo. Pero cuando Chari y yo, con el exclusivo patrocinio
municipal, fundamos Palimpsesto hace ya treinta y dos años, no existían
aún ni la Oficina de Turismo ni la Biblioteca Pública ni la sede de la
Universidad Pablo de Olavide, y las pocas actividades que había entonces, por
heterogéneas que fueran, se organizaban en la Casa de la Cultura. Soy, pues, un
viejo y agradecido testigo de la paulatina transformación externa e interna
que, dentro de las lógicas limitaciones y necesarias mejoras, ha tenido Carmona
en las tres últimas décadas, de la que es una prueba significativa esta I Feria
del Libro, cuyo auténtico sentido solo se lo dará la continuidad en el tiempo.
Sin desmerecer el cariz de intercambio
comercial que conlleva, una feria del libro supone, ante todo –cosa que por la
costumbre nos pasa inadvertida–, la periódica celebración del vehículo
civilizador más duradero y decisivo hasta nuestros días. Desde la tableta de
barro a la electrónica —pasando por el hueso, la concha de tortuga, el papiro,
el pergamino, la seda o el papel—, el libro, con sus diversos formatos, nos ha
ido separando poco a poco de la horda, la tribu y la masa, hasta hacernos
individuos, tan complejos como contradictorios, polémicos e inconformes con la
vida. A través de la lectura concentrada, silenciosa y solitaria, ingresamos en
un mundo insospechado por la tradición oral, que basada en el ritmo repetido de
las estaciones y la memoria común, siempre da vueltas sobre sí misma, al
contrario del despliegue en múltiples direcciones de la cultura escrita.
Este salto cualitativo, sin retorno, de
la palabra escuchada a la leída no lo dio la persona ciega, sino en 1825,
cuando el francés Louis Braille, con 16 años, ideó el sistema de lectoescritura
que lleva su nombre, simplificando al máximo arduos métodos anteriores. A nadie
se le escapa que su figura es de capital importancia para la plena integración
de quienes carecemos de vista en las sociedades contemporáneas. No en vano, sus
restos se encuentran en el Panteón de hombres ilustres de París. Ni siquiera
los audiolibros, ahora tan de moda, sustituyen este indispensable invento que
pone al ciego en igualdad de condiciones con cualquier lector.
Vengo de una familia de empresarios y
tenderos que, con perseverante esfuerzo, me dio una infancia acomodada, no
exenta de caprichos y consentimientos. Mi rama paterna tenía una línea regular
de autobuses, aunque mi padre, durante algunos años, montó un negocio de venta
de coches usados. Si él hubiera leído poesía, se habría identificado con la
admiración del futurista Marinetti por la belleza de los automóviles, que tanto
le fascinaban. Mi rama materna regentó en Alcalá del Río, mi pueblo natal, un próspero
comercio de tejidos y calzado hasta la llegada de los grandes almacenes
capitalinos. El niño que alguna vez fui convirtió los largos tubos de cartón
para enrollar metros y metros de tela en ilusorios micrófonos o en armas
arrojadizas contra los perros callejeros. Cuando íbamos en verano a la playa de
Sanlúcar de Barrameda, cualquier neumático de los autobuses, ya inservible, era
entre las olas una enorme e ingobernable barca circular desde donde me lanzaba
al agua para volver, no sin trabajo, a subirme en ella. Pero los juguetes por
antonomasia de aquel niño temerario fueron los balones de fútbol. Esta reciente
cancioncilla, hasta ahora inédita, trata de expresar esos momentos plenos de mi niñez:
CANCIONCILLA DEL BALÓN DE FÚTBOLBalones de fútbol
llenaron mi infancia
de inocente júbilo.
Balones de fútbol
con que tantas veces
di la vuelta al mundo.
Balones de fútbol,
de goma o de cuero,
más blandos, más duros.
Balones de fútbol,
lisos, de lunares,
casi siempre sucios.
Balones de fútbol,
pinchados, perdidos
para mi disgusto.
Balones de fútbol
botaban, volaban,
según el impulso.
Balones de fútbol,
redondez del tiempo
que olvidó su curso.
Balones de fútbol,
en ellos al niño
encuentra el adulto.
Balones de fútbol
rodaron rodaron
hasta el fin del mundo.
Balones de fútbol,
cuando yo y mi hermano
jugábamos juntos. En verdad, tanto jugué en la infancia
como poco leí. Excepto el tío Enrique, hermano de mi madre, casi nadie leía en
mi familia. Empedernido lector de filosofía e historia, mi tío fue un hombre
culto, modesto, de cariñoso y delicado trato, con quien, desde adolescente,
conversé mucho. Recuerdo haber leído algunos libros con él, entre ellos, Las
nubes de Aristófanes, detrás del mostrador de su mercería, mientras yo
deseaba que no apareciera ningún cliente para no interrumpir la lectura.
Crecí, pues, rodeado de mimos, no de
libros, pese a lo cual, mis padres nunca descuidaron mi educación. Por ello, a
los seis o siete años, en contra de mi voluntad, no tuvieron más remedio que
internarme en el colegio de ciegos San Luis Gonzaga de Sevilla, donde me costó
Dios y ayuda adaptarme. Me pasé casi toda la primaria, incapaz de atender a
nada, solo a la espera de que llegara el fin de semana para volver a casa y
salir de aquel agobiante cautiverio que de lunes a viernes me asfixiaba. Esta
especie de parálisis trajo como consecuencia un deficiente rendimiento escolar
durante algunos cursos hasta que, casi por arte de magia, ya al borde de la
pubertad, algo se desatascó en mi interior y empezó a fluir una corriente
impetuosa de interés en todo, alimentada por jóvenes maestros y algunos
compañeros de estudio, atraídos por la cultura. En este ambiente, evoco a don
Antonio Alves, nuestro profesor de mecanografía convencional –no en braille–,
que no tardó en darse cuenta de mi incorregible torpeza manual y, librándome de
la tortura de la máquina de escribir, me llevaba a su mesa para leerme, con su
voz grave, cálida y pausada, sugestivos artículos de periódicos, mientras los
demás tecleaban rítmicamente sus olivettis. De esta manera tan generosa,
al tocar mis fibras más sensibles, me hizo sentirme útil en sus clases y me
subió la autoestima. El señor Alves, como le decíamos, ejercía también de
bibliotecario y, a veces, cómplice de mi ansiedad lectora, me pasaba algunos
libros prohibidos entonces para los alumnos, como la escabrosa historia de La
familia de Pascual Duarte de Camilo José Cela, que yo leía a escondidas por
las noches en mi cama hasta que me descubrieron. Desde aquellos excitantes
días, la discusión, la curiosidad y el hambre de saber no han dejado de
llevarme en volandas. A mis 60 años tiendo a creer que aquella explosiva mezcla
de angustia y entusiasmo, incubada en el colegio, ha hecho hoy de mí un lector
y un poeta.
El resorte que, como una iluminación
súbita, me despertó al verso, a partir del cual intuí que podía desentrañar el
sentido de un poema, fue el comentario de texto a un soneto de Miguel
Hernández, donde la metáfora del rayo que no cesa representa el dolor. A estas
alturas de mi vida, dudo mucho de la eficacia de las campañas de promoción de
la lectura si no van unidas a una sólida formación humanista, capaz de dotar a
los alumnos de las herramientas adecuadas para relacionar las obras entre sí e
interpretarlas en su contexto, sin perversiones ideológicas. Al margen de
estériles estadísticas, el arte de la lectura, comparado con otras actividades
menos exigentes, siempre será minoritario. Lo que garantiza la salud espiritual
de una época no es su cantidad de lectores, sino la calidad de los mismos. Lo
grave sería que ellos desaparecieran. Mientras unos pocos no se aburran de
prestar atención a unas páginas bien escritas, hasta los que no leen se
beneficiarán de quienes entregan su tiempo a la lectura. Es ella, por cierto,
gracias a su activa concentración y a su acompasado ritmo meditativo, la base
del conocimiento estético, ético e incluso científico.
El paso de la escuela primaria al
instituto de bachillerato Miguel de Mañara, en San José de la Rinconada, me
puso en las manos las Odas elementales de Pablo Neruda. Su sencillez y
libertad creadora me impulsaron a escribir sobre cualquier cosa de la vida
diaria, tuviera o no prestigio literario. Siento que la frecuente presencia de
objetos en mis versos, aunque ajenos a la audacia metafórica nerudiana, nace en
las Odas. Tras ellas, me zambullí de lleno en el surrealismo de Vicente
Aleixandre, cuyas poderosas imágenes me autorizaban a desentenderme, sin
sujeción a ley alguna, de la realidad inmediata. Para mí, la única válida era
la imaginada en el poema. Mi primer libro, Prehistoria de los ángeles,
publicado a mis 22 años, está empapado de los flujos irracionales del autor
sevillano. Hoy, al cabo de tanto tiempo y tantas lecturas, me resulta increíble
mi juvenil interés por la escritura inconsciente, pues me siento muy lejos de
ella.
Pero en medio de los muchos e indecisos
tanteos, entre decepciones y hallazgos, permanece inmutable en mí, desde que me
lo aprendí de memoria en la adolescencia, el insuperable soneto trunco de Rubén
Darío, «Lo fatal», cuyo demoledor pesimismo, con su despojada precisión, ha
marcado mi concepto del mundo y, por ende, los derroteros de mi poesía:
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!...
Por la misma época, la delicada nostalgia
de «El viaje definitivo», poema polícromo, polimétrico y monorrimo de Juan
Ramón Jiménez, me dio muy pronto, antes que mis propias vivencias personales,
conciencia del paso del tiempo:
…Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará nostáljico…
Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…
Y se quedarán los pájaros cantando.
Estos dos poemas, hijos de la ignorancia
y fugacidad, me enseñaron cómo el dolor, mediante la belleza, se transforma en
placer. Por esta razón, el arte en general nos alivia del peso de la
existencia, al enriquecerla. A diferencia del erotismo, con el que comparte
algo de su refinada intensidad, el placer de la lectura demanda –a cambio de
ser más duradero– esfuerzo, hábito y conocimiento suficiente de los recursos
técnicos para ir más allá del plano semántico y paladear a fondo, en todos sus
niveles expresivos, cualquier pieza artística. Esta suerte de complejidad, en
la que tantos elementos intervienen de manera simultánea con el fin de alcanzar
un completo deleite, distingue esta lectura de otras meramente lúdicas. Creo,
además, que el lector de poesía, debido al manejo de ciertas claves
específicas, inexistentes o no habituales en otros géneros, aventaja al lector
de prosa en el afinamiento de la sensibilidad comprensiva. Prueba de ello es
que muchos lectores de ensayo o narrativa no se sienten capaces de leer poemas.
En cambio, es muy raro el lector de versos que no lo sea también de prosa.
En mi ya dilatada trayectoria, me han
guiado poetas y novelistas de muy distintos estilos y visiones, los cuales, en
mayor o menor medida, han reforzado mi búsqueda formal y temática. Reconozco mi
impagable deuda con el lirismo narrativo del Romancero, la turbadora desnudez
de algunas coplas flamencas, la honda elegancia asonantada de Gustavo Adolfo
Bécquer, la calma meditativa de Antonio Machado, la ausencia de fronteras
espacio-temporales en Eugenio Montejo, la sutil ambigüedad onírica de Pedro
Lastra, la amalgama de elementos actuales y anacrónicos dentro de la simetría
estrófica en Carlos Germán Belli, la versátil transparencia imaginativa de
Óscar Hahn, los expresivos silencios de José Manuel Arango, las inquietantes
perplejidades de Wislawa Szymborska o las estructuras totalizadoras en las
novelas y ensayos de Mario Vargas Llosa. Pero, más allá de autores determinados
u obras completas, son situaciones, personajes y poemas sueltos los que, a la
chita callando, me han acompañado siempre. En este sentido, me conmueven Don
Quijote –ya Alonso Quijano– en su lecho de muerte, mientras su fiel Sancho, con
lágrimas en los ojos, le ruega que no se muera; el simio kafkiano de «Informe
para una academia», explicando a un grupo de científicos su asombroso proceso
humano; o Peter Kien, el delirante sinólogo de Elias Canetti, protagonista de
su novela Auto de fe, llevando dentro de su cabeza los miles de
volúmenes de su biblioteca. Tampoco puedo olvidarme de la «Canción 8» de Rafael
Alberti, tantas veces recitada a coro con Chari y nuestra hija Alicia, cuando
era pequeña. Su dinamismo de espacios superpuestos, efectos aliterativos y
repeticiones potencian al máximo su significado. Compuesta en el exilio
argentino, frente al río Paraná, su extraordinaria plasticidad nos retrotrae a
la casa gaditana del poeta:
Hoy las nubes me trajeron,
volando, el mapa de España.
¡Qué pequeño sobre el río,
y qué grande sobre el pasto
la sombra que proyectaba!
Se le llenó de caballos
la sombra que proyectaba.
Yo, a caballo, por su sombra
busqué mi pueblo y mi casa.
Entré en el patio que un día
fuera una fuente con agua.
Aunque no estaba la fuente,
la fuente siempre sonaba.
Y el agua que no corría
volvió para darme agua.
Cuando ya, en mi primera juventud, las
tareas literarias me absorbieron casi por entero, alternaba la lectura en
braille con la que amigos o familiares me brindaban, tal era mi deseo de estar
al tanto de las últimas novedades no transcritas al sistema de puntos. Esta
doble experiencia de lector, la solitaria y la acompañada, la directa o
indirecta, por decirlo así, amén de agudizar mis reflejos perceptivos, me ha
demostrado, después de tantos años, que oír un texto sin conocer el braille no
es lo mismo que conociéndolo. En el primer caso, estaríamos aún en el terreno
de la oralidad; en el segundo, en el de la tradición escrita, pues mientras
oímos el texto, en cierto modo lo vemos reproducido en nuestra mente. Quién
sabe si mi costumbre de leer a media voz cada vez que lo hago solo, me viene de
esta práctica compartida, como si le leyera –en palabras de Juan Ramón– a «este
/ que va a mi lado sin yo verlo». He tenido, pues, la fortuna, en todas las
etapas de mi vida, de contar con personas que, en este sentido, han facilitado
mi vocación poética, entre ellas mi madre, quien, sin ser aficionada a la
lectura, me leyó cuanto necesitaba el febril adolescente que yo era. Su
abnegación me ha infundido una responsabilidad y una exigencia absolutas en el
ejercicio de la poesía.
Pero hasta que no conocí a Chari, no
descubrí mi visión de las cosas ni mi manera de expresarlas. Sin sus
fundamentales observaciones, sugerencias e ideas, yo no sería el poeta que soy.
Su precocidad lectora me ha abierto puertas –o sea, libros– a las que yo no
hubiera llamado nunca. Juntos hemos creado un mundo propio, al servicio de la
poesía, la nuestra y la de los demás. De ahí la importancia decisiva de Palimpsesto
en mi madurez de poeta y de lector. Tal vez el siguiente romance, incluido en
mi libro Un vago escalofrío, donde evoco nuestro amoroso encuentro en
Sanlúcar de Barrameda, dé al menos una idea aproximada del grado de
compenetración o, mejor, de íntima simbiosis que Chari y yo hemos alcanzado
como pareja de lectores:
DESDE ENTONCES
Como leemos juntos
desde hace tanto tiempo,
ya tu voz son mis ojos
y al oírte hasta veo
los espacios en blanco
y la pausa final de cada verso.
Así, de línea en línea,
como en lúcido sueño,
nos fundimos en uno
durante todo el texto
hasta oírme en tu voz
y tú callarte en mi absorto silencio.
Una noche de agosto,
frente al mar sanluqueño,
sacaste de tu bolso
un librito de versos
de Juan Ramón Jiménez,
cuyas hojas aún las mueve el viento.
Me leíste –leímos–
un rato en el paseo
marítimo. Esa noche
la carne se hizo verbo
o el verbo se hizo carne
y desde entonces vivimos completos._______
"Palabra de lector" es la versión ampliada y corregida del pregón que dio Francisco José Cruz en la I Feria del Libro de Carmona, el 21 de mayo de 2022, publicada en Sibila, revista de Arte, Música y Literatura n.º 69 (Sevilla, enero de 2023).