martes, 19 de noviembre de 2024

DELFINES Y TÓRTOLAS: DE LA CANCIÓN A LA CANCIÓN por Antonio Deltoro

1 «SI LOS DELFINES…»

Hace algunos años, menos de diez y más de cinco, me ha dado por frecuentar las canciones anónimas que recoge la antología de la poesía española de la edad media y de la poesía tradicional de Dámaso Alonso. Quizás mi canción predilecta es esta:

Si los delfines
mueren de amores,
¡triste de mí!,
¿qué harán los hombres
que tienen tiernos
los corazones?
¡Triste de mí!,
¿qué harán los hombres?

El que los delfines mueran de amores es una verdad poética en la que creo a pie juntillas y en la que seguramente muchos hombres y mujeres creían. No me interesa, por ahora, averiguar si tiene bases científicas. Tampoco dudo que los hombres mueran de amores, ni que las víctimas del amor sean blandas de corazón. De delfines conocen los marineros y los enamorados, frecuentadores de aguas peligrosas pero ricas en pesca.

La canción es de una sencillez muy refinada. Dice mucho del sentimiento y no abunda en la anécdota; dice muy poco de la personalidad del enamorado, de las circunstancias de su enamoramiento y de las causas de su mala fortuna amorosa y muchísimo de la belleza de un sentimiento que con pudor calla tantas cosas. Es anónima y repite, en sus ocho versos, dos veces, dos versos que funcionan como dos estribillos («¡Triste de mí!» y «¿Qué harán los hombres»), además repite dos de las palabras más usadas por el lenguaje poético: amores y corazones. Lo que la hace memorable es justamente su sencillez, en donde las repeticiones no son un lastre sino las aletas que nos llevan a calar muy hondo; nos seducen y nos convencen; nos las creemos porque van muy por el alma, hermanando, en penas de amor, a delfines y a hombres, además de que sentimos detrás de ellas («Triste de mí» y «Qué harán los hombres») el dolor de un enamorado de carne y hueso a punto de morir de amor: de alguna manera adivino su edad; me lo imagino en los primeros veinte y no adolescente o mayor y quejándose a la orilla del mar, de un mar contemporáneo a la conquista de América: es un mozo del siglo XVI.

Este poema tan humilde y al mismo tiempo tan fino es anónimo, seguramente no fue escrito por ningún poeta célebre, es una unidad mínima de poesía y nos dice que la poesía puede surgir en cualquier parte como esas flores silvestres delicadas y pequeñas, que nacen en medio de un pedregal o en el asfalto y que son las afirmaciones más sutiles de la vida.

La elegancia de esta canción se manifiesta ya con el «si» condicional, que es la primera palabra del verso primero. No es que se dude que los delfines mueran de amor; este «si» es una premisa para que imaginemos el dolor de un enamorado al compararlo con los delfines. Desde la antigüedad, los delfines se han relacionado con los hombres y siempre han tenido la fama de compasivos e inteligentes. En las mitologías, son hombres trasformados en peces por los dioses. En la griega acompañan a Poseidón, pero ¿se suicidan en las costas y mueren con los corazones rotos?

Nuestra canción, un lamento, tiene la forma de una endecha canaria, pero está dicha en primera persona; habla de la muerte sin patetismos (quizás el enamorado la desea), pero con lágrimas tan saladas como el mar de los delfines. Las endechas canarias se pueden transcribir en versos decasílabos o pentasílabos, nuestra canción, en la antología al menos, es pentasílaba, sin ir más lejos: ese «triste de mí» es un verso en clave mínima y es quizás por eso, un gran verso, imposible como verso, en otro metro: nos da, en su soledad, al enamorado tierno de corazón que compara hombres y delfines. «Triste de mí» es el tercer verso, parece, si olvida-mos, por un instante el «si» con el que comienza el poema, que el origen de esa voz de dolor sea por los delfines, pero no, es por los hombres y él mismo que tiene tierno el corazón. Ese «triste de mí», que es una interrupción lógica, potencia sen-timentalmente la segunda noticia: los hombres tienen tiernos los corazones. La primera es que los delfines mueren de amores.

No dudo que estos ocho versos de cinco sílabas sean lo que haya quedado de un todo mayor en el recuerdo de la lengua. Quizás, como en el romance del conde Arnaldos, la memoria haya hecho de alambique y filtro poéticos. Pero puede ser que su tamaño sea el ideal conseguido anónimamente por todos sus repetidores. No se puede reducir más este poema. Si prescindimos de las repeticiones quedaría:

Si los delfines
mueren de amores
¿Qué harán los hombres
que tienen tiernos
los corazones?

Queda telegráfico y aforístico, frío y huérfano de sentimiento; lo asesiné mutilándolo de versos que se podían pensar no esenciales; quitándole la resonancia cordial.

El enamorado sufre como los delfines de amor no correspondido, pero con mayor dolor. En la canción viene quejándose hace cuatro siglos y viene muriéndose de amor todavía como los delfines siguen encallando en las playas.

Esta canción es una pequeña obra maestra de sonoridades decibles, de consonantes y vocales combinadas de tal modo que no ofrecen dificultades a la lengua y penetran en el corazón; justo entre la exclamación «¡Triste de mí!» y la pregunta: «¿qué harán los hombres?»; entre la primera persona y el género humano en su conjunto, está el amor, con los delfines como fondo de belleza marina. Con los delfines del primer verso y la noticia del segundo, casi ya está escrito el poema; con esta verdad poética en el estado más puro de belleza casi cualquier poema sería magnífico, pero la conclusión diminutiva, íntima, de la segunda parte, está a su nivel: «¿qué harán los hombres / que tienen tiernos / los corazones».

El poema como la mayor parte de canciones recogidas en esta antología no tiene título y comienza por el primer verso de los delfines. Creo que en las canciones la falta de título es algo afortunado: la canción se deshace del título como de los versos ociosos en el olvido y entra ofreciendo un verso memorable, para ver si nos quedamos con ella. En esta antología hay otras, por ejemplo «Los comendadores» o «Endechas a la muerte de Guillén Peraza», cuyo título lo marca un acontecimiento y es puesto por los oyentes, o como «La serranilla de la Zarzuela», un lugar que se menciona en el poema, pero la mayoría, las más pequeñas y apegadas a un sentimiento universal no tienen título.

En esta época escribir sobre unas cuantas canciones ―algunas de hace cuatro siglos― es un llamado a no olvidar un tipo de belleza pequeña, o por lo menos, capaz de vivir en unos cuantos versos de arte menor, que en medio de la fealdad y la fanfarronería grandilocuentes, nos puede ayudar a vivir. Tal tipo de belleza que, concediendo a los amantes del espectáculo, llamé pequeña, es en realidad muy fuerte porque está muy arraigada; ya lo he dicho: es como una flor entre las peñas, que apenas necesita tierra, que sobrevive al rigor de las estaciones y que nos da testimonio de una belleza delicada, pero resistente. Curiosamente las canciones que parecen, e incluso lo son, muy leves ayudan a enfrentar épocas pesadas y tan densas como esta, de una manera mucho mejor que los himnos y monumentos.

¿En qué puede ayudar a vivir a un joven del siglo XXI conocer algunas canciones del siglo XV o XVI? A mí, joven del siglo XX y viejo de este, me rejuvenecen, me parece que despliegan sentimientos juveniles (en toda la sección dedicada a las canciones anónimas no hay ninguna de tema ni de tono senil). ¿Es posible una frescura así de despierta hoy en día, como la que estas canciones trasminan? Creo que sí, pero no abunda. No creo que hubiera menos peligros ni que fuera menos ominosa esa época que la nuestra, basta abrir por cualquier parte esta antología de Dámaso Alonso, dedicada a la poesía medieval y de tipo tradicional, para darse cuenta de que en cantidad de violencia y de conflicto era equivalente o mayor, pero algo había diferente, si leemos las canciones encontramos más frescura y vitalidad y menos dinamismo, banalidad y soberbia. Hay canciones que tratan de terribles venganzas, de muchachas cristianas vendidas a los moros, de mujeres mal casadas, de monjas lúbricas, etcétera, pero todas parece que afronten las desgracias, con lágrimas, pero sin pesantez ni solemnidad. 


2 «TÓRTOLAS TURCAS»

A cuatro siglos de distancia, pero espiritual, métricamente y, quizás, incluso geográficamente muy cercano a la canción anónima de los delfines está este poema de tórtolas de Francisco José Cruz, poeta habitante de Carmona y contemporáneo. Su poesía, cercana a lo tradicional refinado, a lo popular inteligente, ignora lo frívolo y su gemelo, lo solemne. Es una poesía rigurosa, con una forma de decir seca, con la gracia muy cerca del hueso, gracia que a veces roza lo festivo, pero siempre se aleja de lo vulgar y lo pesado:

TÓRTOLAS TURCAS

    Tórtolas turcas
   por todas partes
    por los tejados
   y viejos parques 

   Tórtolas turcas
   mañana y tarde
    con un zureo
       inalterable

   Tórtolas turcas
      así me traen
la insomne ausencia
  de Miguel Ángel

   Tórtolas turcas
 que nunca oí antes
  de que él muriera
   ay qué desastre

   Tórtolas turcas
 van por la sangre
  de sus hermanas
   y de su madre

   Tórtolas turcas
      infatigables
     colonizando
 campos ciudades

 

Este poema es hermano, y no deshonra a su familia, de las canciones anónimas del siglo XVI, pero tan auténtico como es, recoge un episodio de nuestra época. También está escrito en pentasílabos (rimados asonantemente los pares) y es una endecha esbozada: es una elegía que lamenta una catástrofe de tipo universal y una desgracia de tipo personal, sin alejarse para nada del doble suelo de la tradición y de la geografía, que en este poema son uno solo. Aunque tiene título, su título prácticamente no lo es y, además, podría pasar como anónima; su título es su primer verso y estribillo. Se asocian en esta canción el cambio climático, que fomenta la migración de las especies, que hace que aparezcan en zonas en las que eran hasta hace unos pocos años desconocidas, que es anuncio de una catástrofe, y la muerte de un ser querido y necesario. Como la canción de los delfines, en él conviven el lamento con una música seductora: quizás caracterice a la endecha el con-traste entre la velocidad y alegría del ritmo y el carácter fúnebre del poema. «Tórtolas turcas», como la canción de los delfines, parece muy sencilla, es muy natural y sonora y parte de una especie animal simpática al hombre, pero es melancólica y fúnebre.

El primer verso y el título: «Tórtolas turcas» es un pentasílabo; parece que estas dos palabras estaban predestinas en castellano a juntarse, para nombrar a las tórtolas procedentes de Turquía, pero también parece que quien las unió fue un poeta, o sea alguien que se dio cuenta de que hacían juntas un verso, que podía ser el primero de una canción que diera cauce a una tristeza. La lengua hablada dice inconscientemente versos admirables que se pierden si no está por allí el oído de un poeta, en estos casos el poeta es un descubridor y no un inventor. Las dos palabras comienzan con una «t» muy fuerte porque va seguida de una vocal obscura acentuada. La primera palabra (tórtolas) reitera el sonido y termina en una sílaba rotunda (las); la segunda (turcas) reitera el mismo sonido pero ahora más ululante (tur) y finaliza el verso en una sílaba más rotunda todavía (cas), en la que resuena el «cras» que hace el cuervo en el verso 1532 de El libro del buen amor (el cuervo visto como ave de carroña, mensajero de la muerte y este sonido «cras» son temas de un ensayo del Libro de quizás y de quien sabe de Eliseo Diego).

«Tórtolas turcas» suena exótico y sin embargo habla de una realidad no demasiado atractiva: una invasión de aves hasta hace poco desconocidas en Andalucía; que pueblan el aire, los árboles y tejados, que se presentan después de la muerte de un ser querido: un hijo y un hermano. No son, aunque lo suene, tórtolas de ficción literaria, tórtolas púrpuras, por ejemplo, son reales y trágicas. Y sin embargo en estas dos palabras unidas hay tanta poesía, como en ese verso de Góngora que se refería a los halcones de origen escandinavo como «los raudos torbellinos de Noruega». El cambio climático, que es un desastre, propicia a veces la belleza: pájaros de climas cálidos cantan en tierras nórdicas canciones tropicales; mariposas dejan sus territorios milenarios y se dirigen a territorios nuevos con la misma temperatura en invierno; las tórtolas zurean cantos asiáticos entre palomas aburridas y locales.

La repetición en la «t», durante casi todo el poema lo hace algo ominoso, hipnótico, marcial, amenazante. «Tórtolas turcas» (ojalá no me linchen unos y otros), también me recuerda a «infame turba de nocturnas aves» (por cuestiones acentuales y volátiles, pero además por ser esas tórtolas, pese a su belleza, aves de mal agüero). Con la diferencia, claro, que lo primero nombra a unas tórtolas, que contra su costumbre y la nuestra, vienen de Turquía y lo segundo es una creación mitológica y lingüística absoluta: las aves de Polifemo. Decía Borges respecto a otra invención lingüística; el título de un libro, La cuarta dimensión, que dio nombre al concepto: «No importa lo que quiso comunicar, lo memorable es el contacto genial de esas dos palabras antes no combinadas». Por lo menos en español de Andalucía, no creo que estas palabras juntas (tórtolas turcas) se hayan oído tanto. Así «Tórtolas turcas» también me recuerda, de una manera no forzada, ya lo he dicho, lo de «los raudos torbellinos de Noruega»; no obstante que «Tórtolas turcas» está en las antípodas del Góngora del Polifemo y Las soledades. Misterios de la lengua y del oído: son parientes la expresión recogida en Carmona, a principios del siglo en curso, y los versos inventados en Córdoba a principios del XVII. Creo que en este poema, como en todos los suyos, el oído de Francisco José Cruz tiene un sentido musical que no pierde «la música del significado». De esta música trata un ensayito de Eliseo Diego sobre otra canción anónima del siglo XVI:

En Ávila, mis ojos,
dentro en Ávila.

En Ávila del Río
mataron a mi amigo,
dentro en Ávila.

Este ensayo de El libro de quizás y de quién sabe, junto al poema, lo he leído innumerables veces: no saben cómo quisiera que lo lean, hablando como hablamos de canciones y de endechas y del arte de «atender con toda la pureza».

Volviendo a Francisco José Cruz, a «la música del significado» y al «arte de atender con toda su pureza» que «Tórtolas turcas» supone, el poeta sevillano no hizo más que atender a un pentasílabo prodigioso y vincularlo sentimentalmente en una endecha, en una elegía, en un planto, en una canción en suma.

Aparentemente lo único moderno de este poema, además del asunto reciente de las tórtolas turcas, es la falta de signos de puntuación, aunque no se echan de menos ya que no hay ningún encabalgamiento.

En las dos primeras estrofas, el denso protagonismo de las aves asiáticas es absoluto. Están por todas partes y en toda la jornada diurna, hasta tal punto que me imagino que se debe bendecir la noche en la que las tórtolas callan. En la tercera aparece el fondo sentimental del poema: una ausencia con nombre: «la insomne ausencia de Miguel Ángel». En la cuarta, las tórtolas turcas dividen un antes y un después: su aparición coincide con la muerte del verdadero protagonista del poema; infatigables aves invasoras separan a los vivos de los muertos; Miguel Ángel no las alcanzó a oír y después de su muerte se hicieron omnipresentes: sus zureos fechan la desgracia. En la quinta, el canto de las tórtolas circula por la sangre de los deudos. En la sexta y final, las tórtolas turcas ―una invasión de aves, tiernas y poéticas en pequeñas dosis; ominosas en grandes números― se hacen terribles como en Los pájaros, la película de Hitchcock. «Tórtolas turcas» tiene un oído en la endecha y el otro en nuestra época: es una canción íntima y apocalíptica. 


3. CONTAGIOS E INFLUENCIAS

Mucho tiempo después del descubrimiento de la canción de los delfines y casi simultáneamente al de «Tórtolas turcas», no recuerdo si antes o después, francamente, me vino esta canción cercana a la endecha, que es, a su manera, una ora-ción, íntima y apocalíptica:

CANCIÓN

Suerte en la noche
es mi deseo
al despedirme
de los que quiero…

y que amanezcan
de buenos sueños
y que anochezcan
de días buenos.

Suerte en la noche
es mi deseo…
y que amanezcan
vivos y enteros.

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Publicado en Sibila. Revista de Arte, Música y Literatura n.º 54 (Sevilla, enero de 2018) 






viernes, 18 de octubre de 2024

Presentación de la web PALIMPSESTO con Carlos Granés y Alonso Ruiz Rosas

No hace aún ni dos meses de la muerte del gran poeta peruano y, por ende, de la lengua, Carlos Germán Belli, a punto de cumplir 97 años. Asiduo colaborador de Palimpsesto, visitó un par de veces Carmona; la segunda, en 2008, dio una lectura en el Parador de Turismo, donde antaño se ubicó el Alcázar del rey Pedro I. Su poesía de aquí y de allá, tan arcaizante como ultramoderna, representa, quizá como ninguna otra, el espíritu que anima a Palimpsesto en pos del mutuo conocimiento de la poesía española y americana. En Belli, ciertos modos expresivos del Siglo de Oro se entreveran con audacias experimentales del siglo XX y diversos giros autóctonos de su país en una insólita amalgama creativa sin parangón. Su Hada Cibernética, uno de los símbolos centrales de esta obra, se anticipó en décadas a la llegada de la era digital e inspira ahora la flamante página web de nuestra revista.

      Ella recoge al completo los 37 números de Palimpsesto y los 37 libros de nuestra colección, editados entre 1990 y 2022. Además de los PDF, en los que puede leerse cada número de principio a fin, la web nos permite la búsqueda de un autor determinado y, por añadidura, comprobar las veces que ha participado en la revista. A esta red de interconexiones virtuales, se añaden los vídeos con los actos de presentación u otros de corte literario, avalados por Palimpsesto, y una extensa galería de fotos, donde Carmona tiene una constante presencia con aquellos autores que de alguna u otra manera han enriquecido nuestra dilatada trayectoria. Así pues, gracias a la varita mágica de la informática, podemos volver atrás en el tiempo para ver y oír a grandes maestros de ambas orillas del Atlántico, recitando sus poemas en emblemáticos edificios de la ciudad o posando en calles y plazas carmonenses.

      El motivo que nos impulsó a fundar Palimpsesto en 1990, bajo los imprescindibles auspicios municipales, fue la perentoria necesidad de saber qué escribían los poetas de América de distintas generaciones y tendencias, no editados en estos lares. Desde nuestros entusiastas inicios, la manera más personal de acercarnos a ellos, la única ante tan precario panorama, era descubrirlos e invitarlos a publicar. Con los años, número a número, acorde con la paulatina madurez de quienes la dirigimos, Palimpsesto ha ido ampliando nuestros gustos mediante los hallazgos y recomendaciones hallados en el camino. En este orden de cosas, maestros de referencia en sus respectivos países –dejado de lado inexplicablemente por las editoriales españolas– nos han suscitado un creciente interés. Nuestra experiencia nos ha revelado, además, que la revista, sin proponérselo, se ha erigido también en un espacio de encuentro entre autores de diversas zonas hispanohablantes del nuevo continente que se ignoraban entre sí. Así mismo, las páginas de Palimpsesto recogen numerosos poetas de otras lenguas, tanto occidentales como orientales, vertidos al castellano por expertos en las tradiciones literarias a que pertenecen.

      La evolución de este rico friso temático, lleno de guiños y vasos comunicantes, está en consonancia con los diversos diseños que la han sostenido, el último de los cuales, y el más duradero, se debe a Carmen Herrera, responsable de la ilustración de muchas portadas de los libros. Dentro de este campo visual, Palimpsesto ha ido mejorando sus ilustraciones de interior, firmadas por prestigiosos escultores, pintores o fotógrafos.

      Después de más de tres décadas de ininterrumpida singladura –la mitad de nuestras vidas– Chari y yo desistimos de continuar con las ediciones impresas de Palimpsesto. Al tratarse de una aventura literaria tan personal, cualquier aspecto de su elaboración recaía sobre ambos, desde plantear los contenidos hasta corregir pruebas, pasando con frecuencia por la elección de los textos o puntuales tareas extraliterarias, que en principio no nos incumben. Así, casi sin respiro, nada más presentar un número, teníamos que pensar en el siguiente. Resulta, pues, lógico que aquella juvenil voracidad lectora acabara por saciarnos, provocando en nosotros cierto desgaste físico e intelectual, amén de que cada vez nos acaparaba más tiempo la revista en detrimento de nuestra propia obra, aunque Palimpsesto forme parte decisiva de ella. Con tal de no abandonar del todo algo tan nuestro, propusimos al alcalde Juan Ávila y al concejal de Cultura Ramón Gavira, quienes siempre están dispuestos a complacernos, la creación de una página web, que, de algún modo, constituya una segunda etapa de la revista. Concebida como un archivo virtual, donde puedan entrar lectores de cualquier parte del globo para recuperar números agotados o mal difundidos en su momento, esta web, en el apartado CIBERPALIMPSESTO, seguirá ofreciendo sin periodicidad temporal alguna, nuevos contenidos, ya sean poemas, ensayos, cartas o entrevistas. A este respecto, damos como novedades el último poema de Pedro Lastra, escrito a sus 92 años; la entrevista que el poeta argentino Antonio Requeni le hizo en 1979 a Eugenio Montejo para el diario La Prensa de Buenos Aires, hasta ahora perdida en las hemerotecas; y el cruce epistolar que mantuve entre 1996 y 2002, año de su muerte, con mi admirado poeta colombiano José Manuel Arango, en torno a sus colaboraciones en Palimpsesto.

      Para celebrar con el realce que merece esta flamante aventura digital, es un honor recibir en Carmona al magnífico antropólogo colombiano Carlos Granés, quien analiza en sus libros, con inusual agudeza, entre otros temas, las complejas relaciones de los intelectuales con el poder totalitario, las sucesivas metamorfosis de las vanguardias históricas durante el siglo XX hasta nuestros días o el peligroso intercambio de papeles entre el político y el artista de hoy. De esta y otras cuestiones, como el influjo de las revistas culturales y, por ende, poéticas en el ámbito hispánico, el poeta peruano Alonso Ruiz Rosas y yo conversaremos con él. Tanto Granés como Ruiz Rosas han publicado en Palimpsesto, y este, además, dio una bella lectura de sus poemas, disponible en nuestra web, en este mismo patio del Museo de la Ciudad, en junio de 2018. En 2020, en plena pandemia del coronavirus, creó Quipu virtual, boletín que viene apareciendo, semana tras semana, en las redes, dedicado a difundir la literatura, la historia y las artes del Perú de ayer y de hoy.

      Pero, antes de entrar en materia con nuestros invitados, no me resisto, pese a ser mi señora, como dirían los trovadores del amor cortés, alabar sin tapujos el constante, sensible y riguroso trabajo que, junto a la indispensable ayuda técnica de Adrián Santos, desarrollador de esta web, ha realizado Chari durante este último año. Ella, al organizar, diseñar y revisar pormenorizadamente todos los textos, vídeos e imágenes, es en verdad el Hada Cibernética de Palimpsesto. 
FRANCISCO JOSÉ CRUZ

Alonso Ruiz Rosas, Fran Cruz y Carlos Granés







Casa Palacio Marqués de las Torres
Carmona, 4 de octubre de 2024

lunes, 22 de abril de 2024

PALABRA DE LECTOR por Francisco José Cruz


«Sobre un período de más de cinco mil años se extiende la historia del libro». Esta afirmación de Svend Hahl, director de la Biblioteca Real de Copenhague a comienzos del siglo pasado y experto en el tema que nos convoca, podría aplicarse casi literalmente a nuestra ciudad: sobre un período de más de cinco mil años se extiende la historia de Carmona. Tan remota coincidencia cronológica bastaría para justificar un evento como este, si no fuera porque nace, quizá, en el momento de mayor apogeo cultural carmonense, al menos de la época moderna. Hoy, respaldados por consolidadas instituciones, proliferan actos de todo tipo. Pero cuando Chari y yo, con el exclusivo patrocinio municipal, fundamos Palimpsesto hace ya treinta y dos años, no existían aún ni la Oficina de Turismo ni la Biblioteca Pública ni la sede de la Universidad Pablo de Olavide, y las pocas actividades que había entonces, por heterogéneas que fueran, se organizaban en la Casa de la Cultura. Soy, pues, un viejo y agradecido testigo de la paulatina transformación externa e interna que, dentro de las lógicas limitaciones y necesarias mejoras, ha tenido Carmona en las tres últimas décadas, de la que es una prueba significativa esta I Feria del Libro, cuyo auténtico sentido solo se lo dará la continuidad en el tiempo.

      Sin desmerecer el cariz de intercambio comercial que conlleva, una feria del libro supone, ante todo –cosa que por la costumbre nos pasa inadvertida–, la periódica celebración del vehículo civilizador más duradero y decisivo hasta nuestros días. Desde la tableta de barro a la electrónica —pasando por el hueso, la concha de tortuga, el papiro, el pergamino, la seda o el papel—, el libro, con sus diversos formatos, nos ha ido separando poco a poco de la horda, la tribu y la masa, hasta hacernos individuos, tan complejos como contradictorios, polémicos e inconformes con la vida. A través de la lectura concentrada, silenciosa y solitaria, ingresamos en un mundo insospechado por la tradición oral, que basada en el ritmo repetido de las estaciones y la memoria común, siempre da vueltas sobre sí misma, al contrario del despliegue en múltiples direcciones de la cultura escrita.

      Este salto cualitativo, sin retorno, de la palabra escuchada a la leída no lo dio la persona ciega, sino en 1825, cuando el francés Louis Braille, con 16 años, ideó el sistema de lectoescritura que lleva su nombre, simplificando al máximo arduos métodos anteriores. A nadie se le escapa que su figura es de capital importancia para la plena integración de quienes carecemos de vista en las sociedades contemporáneas. No en vano, sus restos se encuentran en el Panteón de hombres ilustres de París. Ni siquiera los audiolibros, ahora tan de moda, sustituyen este indispensable invento que pone al ciego en igualdad de condiciones con cualquier lector.

      Vengo de una familia de empresarios y tenderos que, con perseverante esfuerzo, me dio una infancia acomodada, no exenta de caprichos y consentimientos. Mi rama paterna tenía una línea regular de autobuses, aunque mi padre, durante algunos años, montó un negocio de venta de coches usados. Si él hubiera leído poesía, se habría identificado con la admiración del futurista Marinetti por la belleza de los automóviles, que tanto le fascinaban. Mi rama materna regentó en Alcalá del Río, mi pueblo natal, un próspero comercio de tejidos y calzado hasta la llegada de los grandes almacenes capitalinos. El niño que alguna vez fui convirtió los largos tubos de cartón para enrollar metros y metros de tela en ilusorios micrófonos o en armas arrojadizas contra los perros callejeros. Cuando íbamos en verano a la playa de Sanlúcar de Barrameda, cualquier neumático de los autobuses, ya inservible, era entre las olas una enorme e ingobernable barca circular desde donde me lanzaba al agua para volver, no sin trabajo, a subirme en ella. Pero los juguetes por antonomasia de aquel niño temerario fueron los balones de fútbol. Esta reciente cancioncilla, hasta ahora inédita, trata de expresar esos momentos plenos de mi niñez:

CANCIONCILLA DEL BALÓN DE FÚTBOL

Balones de fútbol
llenaron mi infancia
de inocente júbilo.

Balones de fútbol
con que tantas veces
di la vuelta al mundo.

Balones de fútbol,
de goma o de cuero,
más blandos, más duros.

Balones de fútbol,
lisos, de lunares,
casi siempre sucios.

Balones de fútbol,
pinchados, perdidos
para mi disgusto.

Balones de fútbol
botaban, volaban,
según el impulso.

Balones de fútbol,
redondez del tiempo
que olvidó su curso.

Balones de fútbol,
en ellos al niño
encuentra el adulto.

Balones de fútbol
rodaron rodaron
hasta el fin del mundo.

Balones de fútbol,
cuando yo y mi hermano
jugábamos juntos.
 

      En verdad, tanto jugué en la infancia como poco leí. Excepto el tío Enrique, hermano de mi madre, casi nadie leía en mi familia. Empedernido lector de filosofía e historia, mi tío fue un hombre culto, modesto, de cariñoso y delicado trato, con quien, desde adolescente, conversé mucho. Recuerdo haber leído algunos libros con él, entre ellos, Las nubes de Aristófanes, detrás del mostrador de su mercería, mientras yo deseaba que no apareciera ningún cliente para no interrumpir la lectura.

      Crecí, pues, rodeado de mimos, no de libros, pese a lo cual, mis padres nunca descuidaron mi educación. Por ello, a los seis o siete años, en contra de mi voluntad, no tuvieron más remedio que internarme en el colegio de ciegos San Luis Gonzaga de Sevilla, donde me costó Dios y ayuda adaptarme. Me pasé casi toda la primaria, incapaz de atender a nada, solo a la espera de que llegara el fin de semana para volver a casa y salir de aquel agobiante cautiverio que de lunes a viernes me asfixiaba. Esta especie de parálisis trajo como consecuencia un deficiente rendimiento escolar durante algunos cursos hasta que, casi por arte de magia, ya al borde de la pubertad, algo se desatascó en mi interior y empezó a fluir una corriente impetuosa de interés en todo, alimentada por jóvenes maestros y algunos compañeros de estudio, atraídos por la cultura. En este ambiente, evoco a don Antonio Alves, nuestro profesor de mecanografía convencional –no en braille–, que no tardó en darse cuenta de mi incorregible torpeza manual y, librándome de la tortura de la máquina de escribir, me llevaba a su mesa para leerme, con su voz grave, cálida y pausada, sugestivos artículos de periódicos, mientras los demás tecleaban rítmicamente sus olivettis. De esta manera tan generosa, al tocar mis fibras más sensibles, me hizo sentirme útil en sus clases y me subió la autoestima. El señor Alves, como le decíamos, ejercía también de bibliotecario y, a veces, cómplice de mi ansiedad lectora, me pasaba algunos libros prohibidos entonces para los alumnos, como la escabrosa historia de La familia de Pascual Duarte de Camilo José Cela, que yo leía a escondidas por las noches en mi cama hasta que me descubrieron. Desde aquellos excitantes días, la discusión, la curiosidad y el hambre de saber no han dejado de llevarme en volandas. A mis 60 años tiendo a creer que aquella explosiva mezcla de angustia y entusiasmo, incubada en el colegio, ha hecho hoy de mí un lector y un poeta.

      El resorte que, como una iluminación súbita, me despertó al verso, a partir del cual intuí que podía desentrañar el sentido de un poema, fue el comentario de texto a un soneto de Miguel Hernández, donde la metáfora del rayo que no cesa representa el dolor. A estas alturas de mi vida, dudo mucho de la eficacia de las campañas de promoción de la lectura si no van unidas a una sólida formación humanista, capaz de dotar a los alumnos de las herramientas adecuadas para relacionar las obras entre sí e interpretarlas en su contexto, sin perversiones ideológicas. Al margen de estériles estadísticas, el arte de la lectura, comparado con otras actividades menos exigentes, siempre será minoritario. Lo que garantiza la salud espiritual de una época no es su cantidad de lectores, sino la calidad de los mismos. Lo grave sería que ellos desaparecieran. Mientras unos pocos no se aburran de prestar atención a unas páginas bien escritas, hasta los que no leen se beneficiarán de quienes entregan su tiempo a la lectura. Es ella, por cierto, gracias a su activa concentración y a su acompasado ritmo meditativo, la base del conocimiento estético, ético e incluso científico.

      El paso de la escuela primaria al instituto de bachillerato Miguel de Mañara, en San José de la Rinconada, me puso en las manos las Odas elementales de Pablo Neruda. Su sencillez y libertad creadora me impulsaron a escribir sobre cualquier cosa de la vida diaria, tuviera o no prestigio literario. Siento que la frecuente presencia de objetos en mis versos, aunque ajenos a la audacia metafórica nerudiana, nace en las Odas. Tras ellas, me zambullí de lleno en el surrealismo de Vicente Aleixandre, cuyas poderosas imágenes me autorizaban a desentenderme, sin sujeción a ley alguna, de la realidad inmediata. Para mí, la única válida era la imaginada en el poema. Mi primer libro, Prehistoria de los ángeles, publicado a mis 22 años, está empapado de los flujos irracionales del autor sevillano. Hoy, al cabo de tanto tiempo y tantas lecturas, me resulta increíble mi juvenil interés por la escritura inconsciente, pues me siento muy lejos de ella.

      Pero en medio de los muchos e indecisos tanteos, entre decepciones y hallazgos, permanece inmutable en mí, desde que me lo aprendí de memoria en la adolescencia, el insuperable soneto trunco de Rubén Darío, «Lo fatal», cuyo demoledor pesimismo, con su despojada precisión, ha marcado mi concepto del mundo y, por ende, los derroteros de mi poesía:

Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,

¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!...

      Por la misma época, la delicada nostalgia de «El viaje definitivo», poema polícromo, polimétrico y monorrimo de Juan Ramón Jiménez, me dio muy pronto, antes que mis propias vivencias personales, conciencia del paso del tiempo:

…Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará nostáljico…

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…
Y se quedarán los pájaros cantando.

      Estos dos poemas, hijos de la ignorancia y fugacidad, me enseñaron cómo el dolor, mediante la belleza, se transforma en placer. Por esta razón, el arte en general nos alivia del peso de la existencia, al enriquecerla. A diferencia del erotismo, con el que comparte algo de su refinada intensidad, el placer de la lectura demanda –a cambio de ser más duradero– esfuerzo, hábito y conocimiento suficiente de los recursos técnicos para ir más allá del plano semántico y paladear a fondo, en todos sus niveles expresivos, cualquier pieza artística. Esta suerte de complejidad, en la que tantos elementos intervienen de manera simultánea con el fin de alcanzar un completo deleite, distingue esta lectura de otras meramente lúdicas. Creo, además, que el lector de poesía, debido al manejo de ciertas claves específicas, inexistentes o no habituales en otros géneros, aventaja al lector de prosa en el afinamiento de la sensibilidad comprensiva. Prueba de ello es que muchos lectores de ensayo o narrativa no se sienten capaces de leer poemas. En cambio, es muy raro el lector de versos que no lo sea también de prosa.

      En mi ya dilatada trayectoria, me han guiado poetas y novelistas de muy distintos estilos y visiones, los cuales, en mayor o menor medida, han reforzado mi búsqueda formal y temática. Reconozco mi impagable deuda con el lirismo narrativo del Romancero, la turbadora desnudez de algunas coplas flamencas, la honda elegancia asonantada de Gustavo Adolfo Bécquer, la calma meditativa de Antonio Machado, la ausencia de fronteras espacio-temporales en Eugenio Montejo, la sutil ambigüedad onírica de Pedro Lastra, la amalgama de elementos actuales y anacrónicos dentro de la simetría estrófica en Carlos Germán Belli, la versátil transparencia imaginativa de Óscar Hahn, los expresivos silencios de José Manuel Arango, las inquietantes perplejidades de Wislawa Szymborska o las estructuras totalizadoras en las novelas y ensayos de Mario Vargas Llosa. Pero, más allá de autores determinados u obras completas, son situaciones, personajes y poemas sueltos los que, a la chita callando, me han acompañado siempre. En este sentido, me conmueven Don Quijote –ya Alonso Quijano– en su lecho de muerte, mientras su fiel Sancho, con lágrimas en los ojos, le ruega que no se muera; el simio kafkiano de «Informe para una academia», explicando a un grupo de científicos su asombroso proceso humano; o Peter Kien, el delirante sinólogo de Elias Canetti, protagonista de su novela Auto de fe, llevando dentro de su cabeza los miles de volúmenes de su biblioteca. Tampoco puedo olvidarme de la «Canción 8» de Rafael Alberti, tantas veces recitada a coro con Chari y nuestra hija Alicia, cuando era pequeña. Su dinamismo de espacios superpuestos, efectos aliterativos y repeticiones potencian al máximo su significado. Compuesta en el exilio argentino, frente al río Paraná, su extraordinaria plasticidad nos retrotrae a la casa gaditana del poeta:

Hoy las nubes me trajeron,
volando, el mapa de España.
¡Qué pequeño sobre el río,
y qué grande sobre el pasto
la sombra que proyectaba!

Se le llenó de caballos
la sombra que proyectaba.
Yo, a caballo, por su sombra
busqué mi pueblo y mi casa.

Entré en el patio que un día
fuera una fuente con agua.
Aunque no estaba la fuente,
la fuente siempre sonaba.
Y el agua que no corría
volvió para darme agua.

      Cuando ya, en mi primera juventud, las tareas literarias me absorbieron casi por entero, alternaba la lectura en braille con la que amigos o familiares me brindaban, tal era mi deseo de estar al tanto de las últimas novedades no transcritas al sistema de puntos. Esta doble experiencia de lector, la solitaria y la acompañada, la directa o indirecta, por decirlo así, amén de agudizar mis reflejos perceptivos, me ha demostrado, después de tantos años, que oír un texto sin conocer el braille no es lo mismo que conociéndolo. En el primer caso, estaríamos aún en el terreno de la oralidad; en el segundo, en el de la tradición escrita, pues mientras oímos el texto, en cierto modo lo vemos reproducido en nuestra mente. Quién sabe si mi costumbre de leer a media voz cada vez que lo hago solo, me viene de esta práctica compartida, como si le leyera –en palabras de Juan Ramón– a «este / que va a mi lado sin yo verlo». He tenido, pues, la fortuna, en todas las etapas de mi vida, de contar con personas que, en este sentido, han facilitado mi vocación poética, entre ellas mi madre, quien, sin ser aficionada a la lectura, me leyó cuanto necesitaba el febril adolescente que yo era. Su abnegación me ha infundido una responsabilidad y una exigencia absolutas en el ejercicio de la poesía.

      Pero hasta que no conocí a Chari, no descubrí mi visión de las cosas ni mi manera de expresarlas. Sin sus fundamentales observaciones, sugerencias e ideas, yo no sería el poeta que soy. Su precocidad lectora me ha abierto puertas –o sea, libros– a las que yo no hubiera llamado nunca. Juntos hemos creado un mundo propio, al servicio de la poesía, la nuestra y la de los demás. De ahí la importancia decisiva de Palimpsesto en mi madurez de poeta y de lector. Tal vez el siguiente romance, incluido en mi libro Un vago escalofrío, donde evoco nuestro amoroso encuentro en Sanlúcar de Barrameda, dé al menos una idea aproximada del grado de compenetración o, mejor, de íntima simbiosis que Chari y yo hemos alcanzado como pareja de lectores:

DESDE ENTONCES

Como leemos juntos
desde hace tanto tiempo,
ya tu voz son mis ojos
y al oírte hasta veo
los espacios en blanco
y la pausa final de cada verso.

Así, de línea en línea,
como en lúcido sueño,
nos fundimos en uno
durante todo el texto
hasta oírme en tu voz
y tú callarte en mi absorto silencio.

Una noche de agosto,
frente al mar sanluqueño,
sacaste de tu bolso
un librito de versos
de Juan Ramón Jiménez,
cuyas hojas aún las mueve el viento.

Me leíste –leímos–
un rato en el paseo
marítimo. Esa noche
la carne se hizo verbo
o el verbo se hizo carne
y desde entonces vivimos completos.

_______
"Palabra de lector" es la versión ampliada y corregida del pregón que dio Francisco José Cruz en la I Feria del Libro de Carmona, el 21 de mayo de 2022, publicada en Sibila, revista de Arte, Música y Literatura n.º 69 (Sevilla, enero de 2023).

sábado, 29 de abril de 2023

Presentación en Carmona de FLAMENCOS. VIAJE A LA GENERACIÓN PERDIDA de Manuel Herrera Rodas

Presentación de Flamencos. Viaje a la generación perdida, libro póstumo de Manuel Herrera Rodas. Intervienen en el acto: Francisco José Cruz y Carmen Herrera, hija del autor, con la actuación de Antonio Ortega Hijo (al cante) y Manuel Fernández Peroles (al toque). 
Sede Olavide en Carmona, Casa Palacio de los Briones, 21 de abril de 2023.



lunes, 6 de marzo de 2023

El Excmo. Ayuntamiento de Alcalá del Río otorga a Francisco José Cruz el Premio VIVE de Cultura por su trayectoria literaria (28-febrero-2023)

Palabras de Francisco José Cruz, al recibir el Premio VIVE de Cultura a su labor literaria, otorgado por el Excmo. Ayuntamiento de Alcalá del Río, su pueblo natal. El acto, presentado por Esperanza Bravo, delegada de Seguridad Ciudadana y Bienestar Social, se celebró en el Teatro Municipal, el 28 de febrero de 2023, Día de Andalucía.

                                                                                                           © Alicia Cruz Acal

                                                                                 © Carlos Díaz Cruz

Al recibir el Premio VIVE de Cultura
otorgado por el Ayuntamiento de Alcalá del Río


Mis padres

Están aquí conmigo.
No sé cómo probarlo. Me acompañan.
Están aquí conmigo,
apoyando su ausencia
común en estas líneas y aferrados,
como pueden, a los rasgos filiales
de mi insomne genética.
Están aquí, tratando de apuntarme
algo que yo no he escrito todavía.
Están aquí, sin siquiera el atisbo
ambiguo de sus sombras.
Pero velan por mí,
a pesar de que yo los niegue ante mí mismo
y me empeñe en creer que son menos que nada.

                                                            © Chari Acal
Con este poema, al menos hoy ante ustedes, deseo evocar no solo a mis padres, sino
a quienes de manera entrañable y decisiva contribuyeron también a que desde chiquitito me integrara plenamente en la vida del pueblo, pese a mis limitaciones. Me refiero, entre otros ausentes, a mi tía Cloti, mi tío Enrique, mi abuelo Misael y, sobre todo, a mi hermano, verdadero ángel tutelar de mis correrías infantiles por estas calles.
      Mucho me honra esta distinción, que ni siquiera imaginé cuando empezaba a esbozar mis primeros versos en la memoria o en mi ya vieja máquina Perkins, la misma que desde mi adolescencia, me acompaña hasta hora.
      Llevo, fuera de Alcalá, treinta y un año viviendo en Carmona, donde con el imprescindible y permanente apoyo de Chari, mi mujer, he escrito mis poemas más personales y, entre otros menesteres literarios, dirigido la revista de creación Palimpsesto durante más de tres décadas. Pero la primera mitad de mi vida la he pasado aquí. En contraste con el infierno que padecí de niño los primeros años de internado en el colegio San Luis Gonzaga de la ONCE, Alcalá del Río fue mi paraíso terrenal. No obstante, desde que tuve sentido crítico, nunca comprendí que uno pudiera estar orgulloso de su lugar de nacimiento por el mero hecho de serlo. El acto de nacer es fortuito, ajeno a nuestra voluntad, y el orgullo bien entendido tiene que ver con el esfuerzo y los méritos alcanzados. Por esto, más que orgulloso, me siento agradecido de ser alcalareño. Agradecido porque aquí se forjó mi carácter, cobré conciencia de la importancia vital de la cultura y, en infinitas conversaciones con algunos amigos de entonces, compartí mis incipientes inquietudes existenciales. Además, en el n.º 2 de la calle Ilipa Magna, o sea La Laguna, donde viví con mis padres y mis hermanos casi hasta que me casé, escribí mis dos primeros libros de poemas, Prehistoria de los ángeles y Bajo el velar del tiempo. Aunque hoy no me identifico con ellos en absoluto, sí fueron en mis comienzos, ya lejanos, el gran acicate para encausar mi destino de poeta.
      Frente a mi casa, en la Plaza de España, cuando todavía era de albero y los días de lluvia la encharcaban, mi hermano y yo nos encontrábamos con otros niños para jugar a lo que se nos ocurriera, casi siempre al fútbol. Años más tarde, siendo un muchacho, y estando ya la plaza asfaltada, muchas veces me paseaba ensimismado de la baranda que da al río hasta el Ayuntamiento y viceversa, aprendiéndome de memoria poemas como «Lo fatal» de Rubén Darío o «El viaje definitivo» de Juan Ramón Jiménez, que, junto a algunas experiencias fundamentales, han marcado desde entonces mi visión de las cosas y, por ende, de mi escritura. En esa época, con la ansiedad del adolescente, ya alternaba mis lecturas en braille con los libros que me leían mi tío Salvador, mi tío Enrique, mis hermanas –Gema y Mari— y, sobre todo, mi madre, cuya abnegación ha infundido en mí una gran exigencia y autenticidad en el arte de hacer versos. Uno de los pocos libros que a mi madre le gustó leerme fue Lejos de África de Isak Dinesen. En él, la escritora danesa cuenta cómo los masáis, con mudo asombro, la rodeaban mientras escribía. Ellos consideraban cualquier texto escrito algo sagrado, incapaz de mentir. Parecido fervor sentía yo entonces cada vez que tenía un libro entre mis manos.
      En fin, la poesía ha hecho de mí la persona que soy, dándome todo lo que uno puede pedirle a la vida. Agradezco de corazón a David Ruiz, quien propuso mi nombre, y a los demás miembros del jurado por concederme el premio VIVE de Cultura del Ayuntamiento de Alcalá del Río, premio que dedico a mi hija Alicia y a mis sobrinas y sobrinos, aquí presentes, para que nunca olviden el valor humano de la Poesía. Celebro que este reconocimiento me haya traído de nuevo a mi pueblo natal junto a mi familia alcalareña, mi familia carmonense y amigos entrañables, que también son mi familia, y me haya permitido asomarme a mis raíces, ese vértigo del tiempo que, desde la mirada del niño que fui, he tratado de expresar en esta canción:

Canción

Cómo iba yo a imaginarme,
cuando era chico,
que mi abuelo antes que abuelo,
solo era un niño
que jugaba a la pelota
con otros niños
en una calle sin coches
o en un baldío.

Cómo iba yo a imaginármelo,
cuando era chico,
dando sus primeros pasos
entre dos siglos,
de la mano de su madre
o ya solito.

Cómo iba yo a imaginarme,
cuando era chico,
a mi abuelo en una cuna
recién nacido.

Cómo iba yo a imaginarme
lo que imagino.

Francisco José Cruz
Alcalá del Río, 28 de febrero de 2023

 

                                                                      Con familiares y amigos © Fernando Romero

   Al fondo, la torre mudéjar de Alcalá del Río © Carlos Díaz Cruz
                            Chari y Fran, brindando ©Fernando Romero



El poeta Francisco José Cruz reconocido en su pueblo natal, Alcalá del Río https://gatropolis.com/literatura/poeta-francisco-jose-cruz-reconocimiento/