martes, 23 de noviembre de 2021

PALIMPSESTO 35 y 36. Lectura de María Gómez Lara

Fran Cruz, María Gómez Lara y José Portillo (concejal de Infraestructuras y Medio Ambiente) ©Fernando Romero  

VÍDEO

PALIMPSESTO 35 y 36

Cada vez que sufrimos una desgracia personal o colectiva, atendemos como nunca la voz del Arte. En ella encontramos siempre algunos versos, trazos o notas que parecieran premonitorios de nuestras adversidades, cuando en realidad son recuerdos de calamidades pasadas los que refrendan las nuestras. El poeta, pues, lejos de ser un vidente, según creían los antiguos, guarda, en sus ritmos y rimas, remota memoria de la especie.
      Escribió Montaigne que «es la belleza cosa de gran interés para el trato entre los hombres; es el primer medio de conciliación de los unos con los otros, y no hay hombre tan bárbaro ni correoso que no se sienta de algún modo influido por su dulzura». Al margen de tantas crispaciones diarias, la belleza, precisamente, nos reúne hoy aquí para borrar por un rato nuestras diferencias a favor del placer común de la poesía.
Tras la forzada pausa provocada por los estragos del coronavirus, presentamos por fin los dos últimos números de Palimpsesto hasta la fecha, correspondientes al año en curso y al pasado.
      
El nº 35 recoge sendos homenajes al poeta guatemalteco Humberto Ak’abal y a la española Francisca Aguirre, en el primer aniversario de sus muertes, con reveladores textos del escritor austríaco Erich Hackl y de la profesora uruguaya Martha L. Canfield sobre el primero; y jugosas evocaciones críticas del poeta Juan Vicente Piqueras y la dramaturga Margarita Sánchez sobre la segunda. Ambos mundos poéticos, pese a ser tan distintos entre sí, echan sus raíces en la experiencia común de la pobreza, la humillación y el esfuerzo titánico por cultivarse en el amor a los libros, dentro de una visión a la vez compasiva e inconformista de la realidad.
Además del puertorriqueño José Luis Vega, la hondureña Kris Vallejo y el carmonense José Luis Blanco Garza –cuyo tono de tierno desengaño ante la vida dialoga en voz baja con versos de sus poetas predilectos hasta integrarlos en los suyos propios–, las páginas centrales ofrecen una significativa muestra de los poemas intimistas de la chilena Eliana Navarro (1920-2006), introducida por su compatriota Óscar Hahn.
      Extraídas del extraordinario archivo de Manuel Herrera Rodas, las obras que ilustran este número pertenecen al polifacético Francisco Moreno Galván, mediante las cuales, junto a algunas de sus letras, dan una nueva visión estética del flamenco. Alejada del costumbrismo, su pintura, de raigambre picassiana y trazo vigoroso, plasma retratos, bodegones y escenas del cante, del toque y del baile en los que proyecta su propia vivencia del arte jondo.
      El nº 36 se abre con nuevos versos, escritos durante el confinamiento, del poeta argentino, ya nonagenario, Antonio Requeni, acompañados de una amplia entrevista donde aborda, entre otras cuestiones, su ascendencia valenciana, su entronque literario con las formas tradicionales de la lengua, la relación entre su poesía y el periodismo, que ejerció durante más de medio siglo, y los achaques de la vejez, a la que Caballero Bonald –el primer autor entrevistado de Palimpsesto, allá por 1990–, calificó como «una maldita sucesión de pérdidas». Entrañable recuerdo dejó Antonio Requeni, en la primavera de 2017, con la lectura que dio en nuestra pentamilenaria ciudad.
      El otro extenso bloque lo acapara la poeta mexicana Isabel Fraire (1934-2015), tan injustamente olvidada en su país como desconocida en el nuestro, cuya poesía, de inquietante y rara transparencia, viene avalada por los artículos de Ernesto Lumbreras y Fabio Morábito, a quien Chari y yo debemos su descubrimiento, al insertar un poema de ella en su última novela, El lector a domicilio.
      Destacan también las páginas dedicadas a Rosella di Paolo, de la que, junto a algunas composiciones suyas, se publica su discurso de recepción del premio Casa de la Literatura Peruana a su trayectoria literaria.
      Las ilustraciones pertenecen a Leo Matiz, uno de los grandes innovadores de la fotografía en Colombia y del fotoperiodismo del siglo xx. Cedidas altruistamente por su hija Alejandra, presidenta de la Fundación que lleva su nombre, forman parte del ciclo de Aracataca, el Macondo de García Márquez, y plasman, en palabras de Gerald Martin, «no solamente la resistencia y dignidad de los habitantes de la costa colombiana, sino también cierto halo mágico que los relaciona con su entorno de una manera muy específica y especial».
      Completan el número su compatriota María Gómez Lara, nuestra invitada de hoy —con unos bellísimos y actuales monólogos de personajes del Quijote—, los españoles Lola Mascarell y David Leo García, además de la palestina Asmaa Azaizeh, traducida por Frances Simán. Esta joven traductora generosamente nos ha abierto la puerta, tan escondida, de la poesía de su país, Honduras.
      Gracias a su indesmayable labor mediadora, sumamos dos nuevos libros a nuestra colección: El ladrido de los pájaros de José González y Papeles del solo de Rigoberto Paredes. Se trata de los primeros volúmenes antológicos editados en España de estos maestros de la lírica hondureña. Unidos por su sesgo irónico, los distinguen, sin embargo, sus estilos y enfoques. La poesía de José González, desconcertante e imaginativa, crea un mundo intransferible, trenzado por el sueño y la memoria. La de Rigoberto Paredes, más sombría y ácida, se caracteriza por un lúcido desencanto, de gran riqueza formal.
      En definitiva, como los jóvenes personajes del Decamerón de Boccaccio que, encerrados en una villa idílica a las afueras de Florencia, se defienden de la peste de 1348 contándose cuentos unos a otros para aliviar sus penas y sus miedos, estos dos números de Palimpsesto son un modesto empeño por tender puentes en medio del gran aislamiento de la pandemia y, por ende, un refugio espiritual más necesario que nunca.
©TVCarmona


LA VOZ AGÓNICA DE MARÍA GÓMEZ LARA

©Chari Acal  
No solo en la música o la pintura surgen artistas precoces, también en la poesía, como es el caso de María Gómez Lara quien, a punto de cumplir 32 años, cuenta ya con tres libros publicados, dos de los cuales –Contratono y El lugar de las palabras– llaman la atención por su madurez humana y audacia literaria. Sus circunstancias personales, sin duda, habrán contribuido a ellas. Hija de un ex-ministro de Justicia de su país y de una renombrada periodista política, desde niña llevó guardaespaldas a todas partes y hace cuatro años fue operada de un tumor cerebral. Ambas experiencias le dieron muy pronto sensación de peligro, inseguridad e incertidumbre, que sus versos asumen sin tapujos:

                    Nadie nos quita la muerte

                    la llevamos en los huesos en la sangre
                    se nos cuela en los recodos de la piel

                    y se sienta a esperar
                    el momento de arrastrarnos

      Antes de leer sus poemas, los escuché en su propia voz cuando, en octubre de 2020, clausuró on line las Jornadas de Poesía en Español de Logroño, dirigidas por Paulino Lorenzo, en las que yo también tuve el honor de participar. Como comprobarán ustedes ahora, la fuerza declamatoria de María se acompaña de una intensa expresividad física que, al menos a mí, me retrotrae, según los imaginé siempre, a antiguos juglares. Las modulaciones de la voz, sus cambios de tono, de volumen e, incluso, el dinamismo gestual, potencian la actitud agónica de esta poesía, agónica en el sentido etimológico de lucha, de esfuerzo titánico por transmutar el dolor en arte. Al leer sus poemas, me di cuenta de que, en aquella lectura riojana, nuestra joven poeta interpretaba una partitura hecha de versos largos y cortos, ajenos a las medidas clásicas, cuya flexible alternancia recoge los más sutiles sentimientos encontrados. Me refiero, especialmente, a El lugar de las palabras, su último libro hasta la fecha, concebido como un sui generis diario de la enfermedad, donde ella registra el proceso de sus altibajos anímicos anteriores y posteriores a la operación del tumor. Y lo hace con el habla de todos los días, a tumba abierta y el miedo a flor de piel. De ahí la extrema desnudez de esta escritura que, descargada de figuras retóricas, desprovista de mayúsculas y signos de puntuación, lo fía todo al ritmo de su afán comunicativo, en el que la alta temperatura emocional se templa un poco con las objetivas informaciones médicas, intercaladas en el discurso. Por esto, lúcida siempre ante la angustia que la embarga, nos confiesa:

                    yo

                    que tanto necesito explicaciones
                    trato de quedarme en lo concreto

      Pero El lugar de las palabras no es solo un libro sobre el padecimiento de una grave enfermedad, sino también una reflexión sobre el lenguaje y el temor a perderlo. El carácter polisémico de este título alude tanto a la razón de ser de la poesía misma como al espacio que las palabras ocupan en el cerebro. Por consiguiente, si el lenguaje forma parte física del cuerpo, resultará tan frágil como este.
      Contratono, su libro anterior, contiene poemas breves, de visos simbólicos y, por ende, menos narrativos. Sin embargo, ambos comparten esta aguda consciencia de la precariedad del cuerpo y de la materia entera:

                    recuerda que tienes cuerpo
                    porque la piel estalla
                    la cabeza se quiebra
                    y las manos tiemblan solas sin que puedas controlarlas

      Se diría que el decidido desengaño de Contratono abona el terreno al realismo demoledor de El lugar de las palabras.
      Heredera de la mejor corriente conversacional de Colombia, representada entre otros por Mario Rivero, Elkin Restrepo, Darío Jaramillo o María Mercedes Carranza, la poesía de María Gómez Lara está, como reza este verso suyo:

                    escrita con los huesos con la sangre

Francisco José Cruz

©Chari Acal

©Isabel Pulido

©Fernando Romero
Celebrando en el restaurante Molino de la Romera con unos amigos, 
fieles lectores de Palimpsesto, la noche de María Gómez Lara. ©Fernando Romero

Aula Maese Rodrigo, Carmona, 19 de noviembre de 2021

viernes, 29 de octubre de 2021

UN ROMANCE PARA UNA PREMIO NOBEL por Francisco José Cruz

De jovencito, cada segundo jueves de octubre, aguardaba expectante el fallo del Premio Nobel de Literatura, en la esperanza de que se lo dieran a un poeta, cosa infrecuente. Con los años, he perdido casi por completo este interés, aunque me alegro cuando se lo otorgan a un escritor apreciado por mí. A mi juicio, este magno galardón adquiere pleno sentido si me descubre autores desconocidos de valía, como, por ejemplo, Elias Canetti, Joseph Brodsky o Wisława Szymborska. De esta última, no tuve noticia alguna hasta no ser reconocida en 1996 con tan prestigiosa distinción. En realidad, al menos en el ámbito hispánico, su nombre y su obra eran ignorado del todo por no existir, en aquel momento, traducciones en nuestra lengua. Recuerdo aún con emoción la primera lectura que, junto a Chari, mi mujer, hice de su poesía, gracias a las versiones castellanas de Ana María Moix, publicadas meses más tarde de la concesión del premio en la editorial Lumen. Fue tal el entusiasmo provocado por aquellos poemas –tan claros como penetrantes en su factura, donde la sutil ironía gradúa hábilmente la meditación metafísica– que, movidos ya por el fervor a este mundo poético, encargamos al mexicano Gerardo Beltrán, avezado en la lengua polaca, que nos tradujera algo de esta admirable autora para el número 16 de Palimpsesto, aparecido en 2001. Él, de manera altruista, aprovechando que andaba traduciendo su poesía completa para el Fondo de Cultura Económica, nos cedió veintidós poemas –inéditos por entonces en español–, bastantes de ellos pertenecientes a sus primeros libros, los cuales, pese a no representar aún su visión y tono más propios, nos permitieron remontarnos a sus inicios creadores y, ante todo, supusieron un gran honor para una revista tan modesta como la nuestra.
      La lucidez de Wisława Szymborska aborda con peculiar talento los problemas contemporáneos, conectándolos con el hombre de siempre, a través de la historia. Muchos de sus poemas parecen filmados con una cámara de cine al presentar, antes que un discurso, una situación determinada, un clima. Su capacidad de sugerir más allá del hecho concreto que el plano semántico expresa, con tal de que el pensamiento vaya por debajo, como una voz en sordina, guio mi apremiante necesidad de callarme a tiempo en mi libro A morir no se aprende (2003), aunque pronto intuí que perseverar demasiado en este camino me llevaría a un callejón sin salida, donde los silencios significativos correrían el riesgo de ir en detrimento de la intensidad efusiva. No obstante, siento que, de un modo u otro, siempre asomará en mis versos algo de su inquietante perplejidad, pues, según ella misma declaró en su discurso de recepción del Premio Nobel, «el poeta, si es un verdadero poeta, tiene que repetirse perpetuamente “no sé”», ese «ser y no saber nada y ser sin rumbo cierto» de nuestro Rubén Darío.
      Así pues, cuando me enteré de la muerte de Szymborska el 1 de febrero de 2012, me propuse escribir un ensayo sobre su obra, del que de inmediato me disuadió mi impotencia para acceder a las formas y expresiones originales en polaco, de modo que me limité a reconocer las deudas de mi poesía con la suya en esta carta póstuma, escrita en romance, una de nuestras estructuras poéticas más viejas y, sin embargo, perdurables, tan afín a la tradición popular como a la culta. Además, también el hecho de que Szymborska, en sus Lecturas no obligatorias, dedicara un breve artículo al Cantar de Mío Cid, me inclinó decididamente por el romance para manifestarle, aunque ella ya nunca se entere, mi profunda gratitud por su poesía.

Carta póstuma a Wisława Szymborska

Ahora que ya te has ido
para siempre en pleno sueño,
aunque no me conociste,
me animo a hacerte unos versos.

Qué bien te entiendo yo siempre
a través de tus silencios,
silencios que en tus poemas
dicen aún más que los verbos.

Como no sé cómo suenan
en polaco tus desvelos,
tu sentido del humor
–tan inquietante y perplejo–,

los imagino en mi lengua
a través de esos silencios
que en español o polaco
muestran los mismos misterios.

Estupor e incertidumbre,
esos hermanos eternos,
parecen entre tus líneas
encontrarse en su elemento.

Tus palabras se conforman
con dar el tono concreto
para que hablen por sí solos
las situaciones, los hechos.

Ahora que ya te has ido,
con gratitud te confieso
que he tratado de callarme
a tu manera en mis versos,

callarme con otros ritmos,
otra métrica, otros ecos,
no los tuyos, y nombrar,
sin nombrar, mi desconcierto.

Qué bien me entiendo a mí mismo
cada vez que te releo.

                                                                                Francisco José Cruz
                                                                                                            Carmona, 24 de octubre de 2021
   https://prodavinci.com/un-romance-para-una-premio-nobel/


viernes, 1 de octubre de 2021

Entrevista a Francisco José Cruz por Jorge Valbuena

Entrevista a Fran Cruz en torno a su trayectoria poética, en la que, además de leer poemas suyos, también se conmemoró los 200 años del nacimiento de Charles Baudelaire. Nuestra más profunda gratitud a Jorge Valbuena, Aura García y todo el equipo del Centro Cultural Bacatá de la ciudad de Funza (Cundinamarca, Colombia), que tan generosamente le dedicaron su tiempo.
https://fb.watch/8m7LLvNp_8/ 
https://www.facebook.com/watch/?extid=WA-UNK-UNK-UNK-IOS_GK0T-GK1C&v=2104489819698040

Centro Cultural Bacatá, Funza, Cundinamarca, Colombia, 30 de septiembre de 2021                                 
 

domingo, 15 de agosto de 2021

FABIO MORÁBITO, EL PASTOR ENTRAÑABLE

Aunque la conciencia del viaje, desde diversos y paradójicos enfoques, constituye el núcleo de toda la escritura de Fabio Morábito, es su poesía la que deja ver más directamente la relación íntima entre experiencia personal y creadora. Esta relación se aclara aún más si leemos sus poemas bajo la luz apacible del último ensayo publicado hasta la fecha, ya que es el más abarcador de los suyos y el que, desde un plano racional y sistemático, completa el significado de sus poemas al recoger algunos aspectos de una tradición literaria ajena en apariencia a esta poesía. Quien haya leído Los pastores sin ovejas, ensayo de Fabio Morábito sobre el mundo bucólico y su variado influjo en personajes reales y ficticios, le resultará difícil leer la obra de este autor sin tener en cuenta este libro. No hace falta haberse dedicado al estudio de la novela pastoril para ver el personal enfoque sobre el tema que desarrolla el poeta y comprender que, tantos sus relatos como sus poemas, son una ambigua reacción a algunas características bucólicas expuestas en tal ensayo. La fundamental, ya que de ella se derivan las demás, es la necesidad de fuga. El pastor es un ser errante que vaga casi por inercia, sin meta ni propósito. Se diría que su razón de ser está en la marcha constante, al margen de una especie de ley de gravedad que lo familiarice con un suelo y entorno determinados. Al respecto de esta vital carencia de asidero escribe Morábito : “Nadie puede viajar sin detenerse nunca. Porque es en las detenciones donde el hombre adquiere conciencia de su origen, de sus antepasados, de su lengua y de su muerte ; [...] Ser hombre significa ser ante todo sedentario”[1]. Este párrafo expresa una convicción que la poesía de Morábito no mantiene. Más bien, “en algún punto entre el sedentarismo y el nomadismo se encuentra el centro de gravedad”[2] de su poesía. Sin embargo, dicho centro no señala un difícil equilibrio entre la tendencia de huir y la de afincarse. Creo que la segunda no pasa de ser una tentación que, aunque recurrente, supone sólo un impulso instintivo. Al contrario, toda la obra de este autor está escrita desde el desarraigo, que es el que pesa en la balanza a la hora de considerar el mundo. “El desarraigo como condición de lucidez”[3], no a manera de sentimiento nostálgico por la falta de unas señas de identidad bien demarcada. Uno de sus rasgos de identidad consiste, precisamente, en asumir dicha falta, en hacer de ella una actitud vital que lo oriente en el mundo y empiece a definir su situación personal que, en el fondo, es la de todos: Mi verdadero lujo es este: haber nacido donde no he de volver jamás (“Yo vine al mundo”, El buscador de sombra, 1997) Esta asunción desmarca la poesía de Morábito del vagabundeo pastoril. Su desapego es una toma de conciencia, propiciada por su experiencia vital, y no un dejarse ir sin propósito. El desapego, al implicar una postura moral, se presenta como el modo de vigilar esporádicas apetencias sedentarias: Y en carretera, rodeado por el campo, a veces descubrimos ese pedazo de naturaleza que todo lo contesta, aunque de nada sirve detenernos, porque sin la distancia y la velocidad ese pedazo vuelve a hundirse en lo nativo, en lo insípido. (“El clima más idóneo”, De lunes todo el año, 1992) Si esta manera de vivir el desarraigo evita la nostalgia, intensifica, en cambio, el sentimiento de provisionalidad, sentimiento menos relacionado con el paso del tiempo que con el momento en que se vive: entro en la nueva casa tratando de entender, es más, viendo por dónde habré de irme. (“Mudanza”, De lunes todo el año, 1992) Incluso los poemas escritos en tiempo pasado y referidos a hechos de la infancia son abordados más con la intención de ordenar la vida que con la de lamentar su pérdida. En una poesía de la no permanencia, la fuga del tiempo, en cambio, no es protagónica. Por esto, la sensación de provisionalidad acaba siendo, antes que un daño irreparable, una enseñanza más de la vida que el poeta aprovecha: A fuerza de mudarme he aprendido a no pegar los muebles a los muros, a no clavar muy hondo, a atornillar sólo lo justo. He aprendido a respetar las huellas de los viejos inquilinos [...] aunque me estorben. (“Mudanza”, De lunes todo el año, 1992) Así pues, la experiencia de lo provisional no supone una carencia, sino la posibilidad de habitar la intemperie. La intemperie no es sólo una condición intrínseca de la existencia con la que hay que conformarse. Entrar en ella requiere un esfuerzo, es una decisión: Voy a quedarme aquí despacio, nativo y pobre, viendo el terreno cómo es, no imaginando nada, ni un muro ni un ladrillo, a oírlo todo hasta saber dónde ha de doler menos una casa (“Dueño de una amplitud”, De lunes todo el año, 1992) Morábito se alía a la intemperie. La conciencia de estar en ella aligera su sentimiento de indefensión ante el mundo, hasta el punto de construirla en vez de esperarla. Poesía que se desprende del lastre del origen, del de la permanencia, e incluso del de ser demasiado uno mismo: Ser exterior en todo, librarme de mis inclinaciones (“El mapa de Chile”, El buscador de sombra, 1997) Pero no estamos ante una poesía de la metamorfosis o transformación profunda. Se trata más bien de amortiguar los rasgos excesivos de la personalidad y de las cosas, de evitar que algo resalte sobre lo demás. Por esto, no es la metáfora, sino la comparación y la metonimia dos de sus figuras básicas. El cómo de la comparación es un puente que permite al objeto ser otra cosa sin dejar de ser lo que era. La poesía de Morábito no saca conclusiones y esquiva las frase rotunda, sentenciosa. De ahí la frecuencia de partículas y construcciones dubitativas. “La visión metonímica [...] es una visión serial y acumulativa que siempre está abordando el objeto desde un nuevo ángulo porque no está segura de haberlo captado íntegramente [...] Es pues una visión eternamente insatisfecha”[4]. En efecto esta es una poesía que no está segura de nada, pero es que tal vez prefiera no estarlo. Más que insatisfacción, la duda de estos poemas resulta un alivio por no tener que decidir: Yo a veces ya no tengo ganas de crecer sino de zambullirme, poseer la justa dosis de alteridad y de letargo, y conformarme con el verde de los hechos, nada más. (“Rebaños” De lunes todo el año, 1992) ¿No estamos cerca del abandono, de la inconsistencia que atribuye Morábito al pastor? Esta inconsistencia es la que convierte al pastor en un cantor autómata, que hace de sus quejas amorosas una especie de argumento teatral en la que el paisaje idílico, como telón de fondo, lo acompaña. “El procedimiento metonímico rige la forma más típica del lenguaje pastoril, la confesión o recuento de las propias penas”[5]. Una confesión, sin embargo que, debido a su inclinación fingidora, pretende menos comunicar que perorar. La poesía de Morábito es confesional, pero, a diferencia de la del pastor, comunicativa. Morábito nos habla de su propia vida para pensarla y, al pensarla, transmitirnos una visión del mundo. Poesía que no rehuye la anécdota diaria pero que, en vez de rebajarla a un rosario de datos anodinos, la ahonda y le da un sentido nuevo dentro del poema. En Lotes baldíos (1985), donde Morábito aún no ha encontrado del todo su mundo ni el lenguaje propio para expresarlo, sí hay poemas que son meras anotaciones, finos apuntes sin desarrollo que, con frecuencia, se apartan de la realidad más íntima suya, esa a la que se refiere De lunes todo el año. Poesía de la realidad cotidiana que nos incumbe a todos y en la que nos reconocemos sin dificultad alguna, pero expuesta y mirada de tal modo que nos parece nueva. Poemas que nos hablan de quien los escribe y, al mismo tiempo, de su deseo de pasar desapercibido. Quizá, por esto, “no pierde su escritura ni un momento la existencia del otro y, sin embargo, [...] es casi un diario”[6]. Este carácter de diario se observa también en el presente de indicativo, tiempo en que muchos poemas están escritos. Algunas vivencias del ahora conducen a veces a un recuerdo concreto, como ocurre en “Atrás del vidrio” (De lunes todo el año), donde la contemplación de una mujer a cierta distancia desemboca en una escena familiar parecida a la que ve, ocurrida hace tiempo. Esta primera experiencia pierde su aspecto de simple impresión al centrar y justificar la vivida años antes. Así mismo, los poemas que parten de la memoria y, por tanto, escritos en tiempo pasado, alumbran el presente, son poemas orientadores , no nostálgico. Poesía del tiempo y espacio en que se vive. Por esto, el otro es el que está ahí a nuestro lado, pero no con nosotros. Morábito no nos habla de una convivencia, sino de una soledad con rumor de fondo. Se trata de saber que alguien está ahí, pero que no se note demasiado su presencia. Consentir que no se está solo, basta: No quiero nada grueso que me impida oír que hay otros que desean de mí que no haga ruido y que a través de las paredes que nos unen y dividen escuchan mi silencio y lo agradecen (“No quiero, pese a todo”, El buscador de sombra, 1997) Rozamos aquí el aislamiento bucólico y su intención de rebajar la intensidad de la vida. Sin embargo, frente a los contactos furtivos y sin consecuencias afectivas del pastor, los demás, en esta poesía, son sentidos de manera entrañables. Estar entre la gente, aunque no con ella, permite al poeta no estar consigo mismo a la vez que pasar inadvertido, integrándose a un ritmo anónimo y urbano: El tráfico no cansa, nos cansarían las calles anchas, despejadas, [...] Uno se deja transportar por otras decisiones, [...] apenas se desvía de un tronco, otro lo absorbe, poniéndolo al corriente. [...] Nadie se queda solo con sus argumentos, nadie se pierde. (“El tráfico no cansa”, De lunes todo el año, 1992) “Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo, / sentirse bajo el sol entre los demás, impedido, / llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado /[...] Y era el serpear que se movía / como un único ser” (“En la plaza” Historia del corazón, 1954). Estos versos de Vicente Aleixandre también expresan el deseo de formar parte de un ritmo común. Sin embargo, “En la plaza” toma un sesgo solidario de cariz social que la poesía de Morábito no proclama. Ella es la voz de un solitario , no la de un solidario. El poema de Aleixandre invita al individuo a pertenecer a una masa y superar así su insignificante condición de sujeto. Por esto el verso repta y se alarga hasta ser casi prosa. En “El tráfico no cansa”, el poeta no aspira a ser más de lo que es, sino a guarecerse de sí mismo. Por esto, se deja llevar por la corriente del tráfago diario y el verso se acorta hasta casi no serlo. Esta brevedad métrica, como veremos más adelante, también busca la prosa. La tendencia a huir y la de perderse en un oleaje común son dos maneras de desaparecer. A esta actitud bucólica le da Morábito una dimensión moral basada en la necesidad de apartarse del exhibicionismo y de no llamar la atención. Así, a una manera de vivir discreta, sin gestos heroicos ni victimistas, le corresponde una poesía sin alardes. El don de lo inadvertido lo recoge la estructura formal de cada uno de estos poemas. Hay en ellos una aparente pobreza de recursos, incluso frecuentes asonancias. Esta pobreza, sin embargo, lejos de suponer un desaliño, potencia el significado, lo airea y no resta naturalidad a las imágenes. Los elementos del poema mantienen entre sí una férrea correspondencia de fondo para preservar la unidad del discurso y hacerlo necesario. Su música se oye en lo que Roberto Juarroz llamó “música del sentido” y no del sonido. Cada verso justifica al siguiente, se necesitan unos a otros, aislados no sobrevivirían. Su ritmo entrecortado les obliga a juntarse. Por esto, “el encabalgamiento es inmejorable para amortiguar el brillo de los versos, porque inyecta una saludable ración de prosa que impide que el poema se convierta en música vacía”[7]. Se diría que el hecho de que su lengua materna no sea el español ha facilitado esta estrecha relación entre fondo y forma, ya que no adopta los patrones rítmicos más frecuentes de la tradición poética española. Se logra así que el poema, al evitar inercias acentuales, sea un cuerpo vivo y no una simple reunión de elementos más o menos acertada. Versos que no admiten el fraseo porque casi no los son y, sin embargo, al leerlos no se tiene la sensación de tartamudez o frenado que cierto uso intencional del encabalgamiento pretende a veces. Poemas “más narrados que cantados y más conversados que narrados”[8]. Sin embargo, su tono coloquial no se basa en el uso indiscriminado de palabras jergales, insertas en ritmos clásicos. La brevedad e irregularidad métricas de De lunes todo el año y El buscador de sombra no admiten el soniquete ni la melodía pegadiza[9]. “En sus versos hay como una reticencia a oírse a sí mismos”[10]. La naturalidad expresiva se logra aquí a través de las enumeraciones, donde cada una de ellas añade algo al poema; de versos que se repiten con la intención de retomar una idea o precisarla mejor. Estas repeticiones son la apoyatura rítmica fundamental y contribuyen al aire de conversación que transmiten, conversación sustentada también sobre oraciones subordinadas, frecuentemente de relativo que, sin embargo, no enmarañan ni alargan el discurso, sino que le infunden un vago aspecto de rodeo, propio de toda charla sin pretensiones. Estos recursos, que definen inequívocamente la poesía de Morábito, no aparecen del todo en Lotes baldíos, ya que la mayoría de sus poemas se ordena sobre un esquema métrico y estrófico dado: versos heptasílabos dentro de cuatro estrofas compuestas por tres versos las tres primeras y de cuatro la última. Esta estructura “revela, más que su apego a una tradición , la mesura de su voz. [...] Aunque Morábito sea estricto, su mesura no es una rigidez. No quiere subrayar una formalidad sino deslizarse por una forma”[11]. Ya en algunos poemas este amago de formalidad desaparece, hasta el punto de anticipar el tono de su segundo libro: Hoy no mido mis versos, no disciplino mi corazón, dejo picotearme las manos por las gallinas hambrientas, doy de comer a los burros, [...] Hoy mi corazón es un gallinero sin alambrado, [...]
a él acuden los versos como estas gallinas acuden a mis manos de ciudad (“Hoy no mido mis versos”, Lotes baldíos, 1985) La poesía de Morábito, al contrario de lo que ocurre con muchas poéticas llamadas cotidianas, nos recuerda que la naturalidad es una técnica y no un producto de la ocurrencia espontánea. De esta elaboración nace la hondura de su contenido y la frescura de su acento, tan personal como poco llamativo . Morábito no necesita innovar y, sin embargo, jamás incurre en la vuelta a una tradición trillada, a un clasicismo mal entendido, cuya falta de autenticidad pretende corregir sin conseguirlo ciertas extravagancias innovadoras con el uso de tópicos gastados. Con su sigilo y pudor inconfundibles esta obra cumple con la necesidad creativa que tiene este fin de siglo de aunar discreción y pensamiento, intimidad y, antes que una visión propia del mundo, una manera personal de estar en él. Cada vez resulta más difícil y menos creíble hacernos una idea unitaria de la realidad; de ahí que Morábito rehuya cualquier tipo de discurso sobre ella y adopte algunas actitudes que al menos le ayudan a reconocer su entorno en su propio mundo interior. Morábito nos enseña que no hay que inventar siempre para no repetirse. Poesía que, a través de la atención, desarrolla una poética de la no sorpresa. Atención que significa esperar a que la vida nos diga cosas, antes que decirlas nosotros: ...los versos no se inventan, los versos vienen y se forman en el instante justo de quietud que se consigue cuando se está a la escucha como nunca. (“Para que se fuera la mosca”, El buscador de sombra, 1997) Esta humildad decisiva que alienta en todos estos textos, parece susurrarnos que hemos llegado a un punto de la vida humana en que el mero afán de conocimiento es hoy menos urgente de satisfacer que la necesidad de desprendernos de un exceso de sabiduría inútil. Esta obra nos invita a buscar un modo menos ambicioso de conocimiento. Conocer sería entonces estar cerca de, dejarse ir sin perder una lucidez última que nos salve del gregarismo y la inconsciencia. La sabiduría entendida como un estado de conformidad afectiva antes que de exigencia intelectual. Cada poema de Morábito es una aceptación, no un sobresalto. De ahí la búsqueda de la normalidad y el deseo de que la corriente diaria no se interrumpa: En la mañana oigo los coches que no pueden arrancar. A lo mejor entre los árboles, hay pájaros así, que tardan en lanzarse al diario vuelo, y algunos nunca lo consiguen. [...] Qué hermoso es el ruido del motor, la realidad vuelta a su cauce. (“Oigo los coches”, De lunes todo el año, 1992) La rutina es aquí más una señal de vida que de muerte. Mejor que no ocurra nada inesperado con tal de no correr el riesgo de un peligro irreparable. Poesía de la huida pero no de la aventura. Este sentido de la normalidad conecta con la monotonía bucólica, monotonía que, sin embargo, crea un espejismo de novedad consistente en vagar por espacios iguales pero no estrenados, casi no pisados por el pastor. Contra esa impresión de novedad reacciona Morábito con una actitud atenta y acogedora. La atención separa a esta poesía de la realidad pastoril y la compromete con lo que dice. Poesía de la huida pero de visión adherente. La mirada no resbala por las cosas: se humaniza en ellas y las humaniza. A su vez, el trato familiar con las cosas, más que borrarlas, nos las revela de modo entrañable. De ahí que “el encanto de ver algo como si lo viéramos por primera vez es que, justamente, no es la primera vez que lo vemos. Es más, yo creo que la primera vez, en rigor, no vemos nada.[...]Y el terreno que a mí me interesa es ese, precisamente, el de las cosas segundas y usadas”[12]. Por este motivo, esta es “más una poesía de cimentación que una aérea”[13]. Así que, si parte de la conciencia y el deseo de desarraigo, la memoria y la cordialidad la protegen de la indiferencia bucólica. En su corriente afectiva lleva sus raíces la poesía de Fabio Morábito.
FRANCISCO JOSÉ CRUZ
_____________ [1] Fabio Morábito, Los pastores sin ovejas (Ediciones del Equilibrista, México,1995). [2] Antonio Deltoro, “De lunes todo el año de Fabio Morábito” (en Vuelta, nº 187, México, junio de 1992). [3] “Algunas preguntas a Fabio Morábito para saber un poco menos” por Francisco José Cruz (en Fabio Morábito, El buscador de sombra, Col. Palimpsesto, Carmona, 1997). [4] Fabio Morábito, Los pastores sin ovejas, opus. cit. [5] Fabio Morábito, Los pastores sin ovejas, opus. cit. [6] Antonio Deltoro, opus. cit. [7] “Algunas preguntas a Fabio Morábito...”, opus. cit. [8] Aurelio Asiaín, “Lotes baldíos de Fabio Morábito”( en Vuelta nº 101, México, abril, 1985). [9] Sólo dos poemas de De lunes todo el año se organizan en estrofas regulares. El primero, “Dime tú si no es cierto”, cierra su segunda parte y repite la forma dominante de Lotes baldíos, forma que constriñe algo su discurso, acercándolo más a dicho libro que al que pertenece. El segundo, “Iré a Sao Paulo un día”, es un largo poema que ocupa toda la tercera parte de las cinco en que se divide De lunes todo el año. Cada una de sus estrofas se compone de cinco versos. Esta regularidad le da aire de balanceo y refuerza su posición central en el libro. Sin embargo, no se atiene al rigor métrico del heptasílabo. Esta mayor soltura formal sí recoge de lleno las claves expresivas y temáticas de Morábito. Estos dos poemas son amorosos. De ahí que ya desde su estructura externa nos insinúen una armonía conseguida. [10] Conrado Tostado, “Fabio Morábito : ser juntos” (en revista Textual nº 10, El Nacional, México, febrero 1990). [11] Aurelio Asiaín, opus. cit. [12] “Algunas preguntas a Fabio Morábito...”, opus. cit. [13] Antonio Deltoro, opus. cit.

Publicado en Palimpsesto 17 (Carmona, 2001-2002), pp 65-74 y en la revista colombiana DesHora n.º 7 (Medellín, abril de 2001), pp 52-62.

lunes, 14 de junio de 2021

"Eugenio Montejo, humilde pastor de pabras" por Francisco José Cruz

Al cumplirse el cuarenta aniversario de la primera edición de El cuaderno de Blas Coll, he releído la intensa correspondencia epistolar que, durante los últimos dieciséis años de su vida, mantuve con Eugenio Montejo, teniendo la extraña sensación de que estaba aquí todavía entre nosotros. Cartas manuscritas, mecanografiadas y cibernéticas, incluidas esporádicas postales desde cualquier parte del mundo, iban y venían afianzando una intachable amistad que nunca fue en detrimento de la exigencia literaria. A través de confidencias, consejos y opiniones de todo tipo, ellas reflejan plenamente el desarrollo de una fecunda relación personal y poética en la que, entre otras tantas cosas, advierto ahora su condescendencia con el impetuoso joven que yo era y, por ende, mi paulatina madurez a la sombra de su discreto magisterio. Naturalmente, en este rico compendio de misivas, no faltan extensos comentarios sobre lecturas propias o ajenas ni el reiterado empeño por su parte de difundir mi poesía en Venezuela como el mío de hacer lo mismo con la suya en España. En este sentido, cuando ya estaba en imprenta el nº 5 de Palimpsesto, cuya separata dedicamos a poemas de Adiós al siglo xx[1] –anticipándonos así en cinco años a su edición completa–, el 7 de enero de 1992 le comento sobre su Blas Coll que «es difícil hallar un libro tan fresco, atrevido y rico». El 24 del mismo mes, Eugenio me expresa su deseo de «encontrar un editor español para una tercera edición, que llevaría el añadido de una serie de fragmentos inéditos». Sin pensármelo dos veces, movido por el entusiasmo de complacerlo, le envié una fotocopia del Cuaderno a Manuel Borrás, director de la editorial Pre-textos, a quien tuve el gusto de conocer durante un almuerzo que la Residencia de Estudiantes de Madrid dio en honor a Roberto Juarroz a finales de febrero de 1991. La respuesta de Borrás, con su distinguida cortesía, no tardó en llegarme, pero, en contra de lo esperado, él prefería, con lógico criterio, dado casi el total desconocimiento de la obra de Montejo por estos lares, publicar una antología poética suya antes que las locuras del viejo tipógrafo de Puerto Malo[2], quien, en un rapto autodefinitorio con ecos de epitafio, anotó en su Cuaderno: «Humilde pastor de pabras, así quisiera ser recordado algún día». En este nostálgico apunte de Blas Coll subyace también su radical aspiración a rebajar toda palabra, incluso la voz palabra, al menos a dos sílabas.

      Más allá de constituir un atractivo artificio literario, siempre me ha costado entender a fondo las razones últimas que justifican el fenómeno de la heteronimia. Sin embargo, el hecho de que lo cultiven autores de la talla de Rilke, Pessoa, Machado Álvaro Mutis, Félix Grande o el propio Montejo, entre otros muchos, avala la existencia de una tradición de este género muy rica en estilos y propuestas temáticas. Sin salirme del ámbito de nuestra lengua, son también dignos de mención, tanto por ser menos conocidos como por el calado de sus visiones, el peruano Alonso Ruiz Rosas (1959), con su singular libro La enfermedad de Venus[3], cuyas composiciones amorosas testimonian el romance de un autor anónimo con Carmela Docampo a finales de los años veinte del siglo pasado en la entonces pacata Arequipa. Al conjunto de veintiún poemas, de apretado y ambiguo simbolismo, Vicente Hidalgo, su supuesto descubridor, añade observaciones críticas y datos biográficos para hacer de sus exhaustivas elucubraciones una parodia del alarde erudito y subrayar la distancia que hay entre la formulación poética y la intensidad de la vida. O el cubano José Manuel Poveda (1888-1926), quien creó el personaje femenino Alma Rubens, cuyos poemas en prosa, escritos, según Poveda, originalmente en francés y traducidos por él mismo al castellano, fueron apareciendo en distintas revistas de la isla, entre 1912 y 1923, década en que también surgieron los principales heterónimos pessoanos. Tuve la fortuna de rescatar estas olvidadas joyas verbales en la colección Palimpsesto[4]. En ellas, el refinamiento expresivo y el suntuoso erotismo se alían contra el rancio provincianismo cubano de aquel momento.

      En «Los emisarios de la escritura oblicua», ensayo de El taller blanco, Eugenio Montejo achaca esta rara necesidad de ser otro al influjo del cine mudo, del psicoanálisis y de la teoría de la relatividad que, junto a ciertas filosofías orientales, han socavado la firmeza del yo. Si se tratara exclusivamente de un fenómeno provocado por dichos descubrimientos contemporáneos, ¿cómo explicar la existencia de Tomé de Burguillos, personaje con biografía y estilo propios, creado por Lope de Vega, quien lo presentó en las justas poéticas de 1620 en honor a la beatificación de San Isidro? Hasta 1634, un año antes de morir, no publicó el prolífico dramaturgo estas variadas composiciones humorísticas de su alter ego, bajo el título de Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos, donde incluye la fábula burlesca «La Gatomaquia» y se parodia los tópicos amorosos de la poesía de la época. Merece la pena leer estos párrafos, a modo de prólogo, del «Advenimiento del señor lector» para darnos cuenta de que estamos ante un auténtico heterónimo de Lope de Vega:

 

«Cuando se fue a Italia el licenciado Tomé de Burguillos, le rogué y importuné que me dejase alguna cosa de las muchas que había escrito […] y solo pude persuadirle a que me diese la “Gatomaquia. […] Animado con esto, inquirí y busqué entre los amigos algunas rimas […] de suerte que se pudiese hacer, aunque pequeño, este libro, que sale a la luz como si fuera expósito, por donde conocerá el señor lector cuál es el ingenio, humor y condición de su dueño […] Y se sabrá también que no es persona supuesta, como muchos presumen, pues tantos aquí le conocieron y trataron, […] aunque él se recataba de que le viesen, más por el deslucimiento de su vestido que por los defectos de su persona; y así mismo en Salamanca, donde yo le conocí y tuve por condicípulo, siéndolo entrambos del doctor Pichardo, el año que llevó la cátedra el doctor Vera. […] Parecía filósofo antiguo en el desprecio de las cosas que el mundo estima».

 

      Al comienzo de este volumen, en calidad de secretario del rey, consta la «Aprobación de don Francisco de Quevedo Villegas», quien declara que

 

«por mandato de los señores del Supremo Consejo de Castilla he visto este libro cuyo título es Rimas del licenciado Tomé de Burguillos […] El estilo es, no solo decente, sino raro, en que la lengua castellana presume vitorias de la latina, bien parecido al que solamente ha florecido sin espinas en los escritos de Frey Lope Félix de Vega Carpio, cuyo nombre ha sido universalmente proverbio de todo lo bueno, prerrogativa que no ha concedido la fama a otro nombre».

     

      La perspicacia crítica de Quevedo, supiera o no el juego lopesco, ya vincula los versos de Tomé de Burguillos al autor de Arte nuevo de hacer comedias, quien era también un consumado narrador. Prosistas fueron, así mismo, Antonio Machado a través de Juan de Mairena o Fernando Pessoa en sus proyecciones de Bernardo Soares y Antonio Mora, teórico este del neopaganismo lírico de Ricardo Reis y Alberto Caeiro. Al margen de posibles conflictos de personalidad y de postulados filosóficos, sospecho que la razón de ser última de la heteronimia la determina una vocación narradora en ciernes. De ahí, la necesidad ineludible de crear un personaje con su fisonomía, sus circunstancias y su carácter. La realidad nos demuestra que, sin este fantasma literario, no hay estilo ni mundo distintos a los del autor que los inventa. Según me refirió varias veces en sus últimos años, Eugenio Montejo alentaba la idea de escribir una novela ambientada en Puerto Malo y protagonizada por Blas Coll y sus colígrafos, intención que confirma Óscar Marcano en un pulcro y pertinente ensayo[5], aparecido en la revista Palimpsesto. A la luz de su propósito novelesco, sin olvidar su relato «Las velas» firmado por Tomás Linden, se podría interpretar esta respuesta que el poeta venezolano dio a una de mis preguntas: «Creo que la opción de la escritura oblicua, como la he llamado, proporciona la ocasión de desembarazarse de la tiranía del yo y acceder a nuevas perspectivas creadoras. […] Al recurrir a un heterónimo, el poeta se vale, más que del yo, de lo que convendría llamar el poliyó»[6]. La relación de Montejo con sus yoes acaso debió ser la misma que cualquier novelista sostiene con sus personajes, en los que siempre hay algo de sí mismo en ellos.  

Al comienzo de la charla que Montejo impartió en Sevilla sobre Blas Coll y sus colígrafos, en octubre de 2006[7], afirmó que «mi desvelo por el idioma está en la base de mi proyecto heteronímico». Este escrupuloso cuidado, naturalmente, se halla en toda su obra, aunque sus preocupaciones y conciencia teórica en torno al lenguaje las desarrolle en cierta medida el viejo tipógrafo con el que comparte Montejo, fuera de sus disparatadas extravagancias o exageraciones, una obsesiva necesidad de ligereza y rigor expresivos. En esta línea identificativa, por ejemplo, la concepción temporal del humilde pastor de pabras se lleva a la práctica en muchos poemas firmados por Montejo. Anota Coll en su Cuaderno: «La estructura lineal presente-pasado-futuro a que cada discurso se halla forzosamente constreñido, es una pervivencia de la mente arcaica que traba el verdadero conocimiento de la realidad. De allí se origina el falso espejismo de la fragmentación espacio-temporal que gobierna, como las leyes de la perspectiva en la pintura, la forma de todo discurso. Es hora de mentar lo pasado en lo futuro, tal como la vida a diario nos lo impone y como ya tratan de hacerlo ciertos aventajados novelistas».

      Percepción flexible del tiempo que, de algún modo, corresponde a los diversos mundos de los colígrafos, con los que Montejo abarca las tres grandes tradiciones poéticas: la culta, la popular y la experimental. La primera de ellas la representa el conjunto de sonetos titulados El hacha de seda, atribuido a Tomás Linden, a quien Blas Coll, como si se tratara de un consejo de Eugenio Montejo a cualquiera de nosotros, le recomienda que «parta Vd siempre de un plan y un sentimiento. Sin plan previo, se cae en el titubeo y la incerteza. Sin sentimiento resulta todo bastante gratuito y superficial». En este afán de encontrar concomitancias entre la poesía ortónima y heterónima de Montejo, hay poemas de este que dialogan con sonetos del sueco de Patanemo. Así ocurre, por ejemplo, con «El duende» y «El ángel», al abordar el viejo tema de la inspiración; o con los titulados «Setiembre», donde en ambos poemas el mes otoñal se personifica mediante una idéntica depuración lírica. Siempre recuerdo la emoción con que recibí de parte de Eugenio, aún inédito, el precioso ramillete de sonetos de El hacha de seda y la carta interminable en que yo se los comentaba uno a uno con insólito atrevimiento, sin ahorrarme elogios ni reparos. El 31 de abril de 1994, le escribo: «Me comentaste en casa que la necesidad del soneto vino dictada por el sentimiento de opresión vital que te embargó durante un tiempo y que la estructura cerrada del soneto reproducía adecuadamente esta sensación carcelera. Sin embargo, una vez leído, el soneto se adecúa, más bien, a la búsqueda de armonía de Linden, a su destello de plenitud […] y a la íntima evolución biográfica de Linden que, viniendo de la vanguardia, opta, como otros muchos en su madurez, por la seguridad que le brinda el rigor de ciertas formas, ya consolidadas».

      El polo opuesto a esta tendencia clásica en homenaje al Siglo de Oro, lo representan los experimentos reductores de Lino Cervantes quien, a su modo, cumple a rajatablas el ideal monosilábico de su maestro Blas Coll. Su procedimiento consiste en restar, paso a paso, sílabas a un único verso de gran sugestión lírica, frecuentemente alejandrino, hasta desposeerlo por completo de su sentido. El 18 de mayo de 2005, Eugenio Montejo me escribe que «como podrás observar, Lino lleva al extremo las propuestas del maestro, pues construye una forma que, como él mismo dice, concreta una persecución del silencio sagrado». Y el 26 de este mismo mes, le respondo: «¿No habría también en los coligramas de Cervantes una oscura afinidad o, al contrario, una oculta parodia de la teoría de la deconstrucción, tan deshumanizadora y criticada, sin paliativos, por Steiner? Sin embargo, nada más humanos y entrañables que estos versos sueltos, hijos del fragmentarismo moderno». Versos sueltos, tan cerca de la sensibilidad ortónima de Montejo como, por ejemplo, estos dos chispazos, de gran belleza: «Sin maldecir al viento mi vela alumbra y tiembla» o «Adiós, milenio oscuro: yo ya cambié de música».

      A mi juicio, una variante mucho más fructífera de los juegos lingüísticos, donde lejos de diluirse la significación en meros sonidos, estos potencian aquella, la expresa Chamario[8], un puñado de poemas infantiles firmados por Eduardo Polo. La delicia de estos divertimentos imaginativos reside en el hábil contraste que hay entre sus estrofas cerradas de metro y rima y la vivificante libertad de sus hallazgos lúdicos en el nivel fónico. Al respecto de estos juguetes poéticos, construidos con elementos clásicos y experimentales, Montejo me escribe el 18 de junio de 2004: «Cuando se ha crecido en la época que siguió al vanguardismo extremado de comienzos del siglo xx, nos precavemos contra las invenciones mentales más o menos fáciles. En la escritura del poema infantil ya es otra cosa, pues se entra en el idioma que los niños suelen trastocar para oponerse a la rigidez verbal del mundo codificado de los adultos. Con los años, he pensado que fue la invención de mi Blas Coll la que me puso a salvo de la llamada antipoesía, un término que nunca ha sido de mi agrado».

      Si Eugenio Montejo, mediante los malabarismos verbales de Eduardo Polo, nos recuerda ese componente aleatorio de todo idioma en que cualquier vocablo podría sonar de otra manera a como suena sin menoscabo de su sentido, las coplas de Guitarra del horizonte[9], compuestas por Sergio Sandoval, se resuelven en una apretada síntesis significativa, refractaria al mínimo cambio expresivo. Estas cuartetas asonantadas depuran el espíritu poético de la tradición oral y algunas de ellas resumen ciertas perspectivas montejianas concernientes, por ejemplo, a su noción del tiempo:

 

La guitarra está en el árbol,

no ha nacido todavía,

pero cuando sopla el viento

se escucha su melodía.

 

¿No estamos aquí en el estado prenatal, a punto de llegar a ser, tan familiar a los versos de nuestro poeta? En una carta del 14 de julio de 1997, al hilo de mi selección de coplas flamencas anónimas, Poesía de la intemperie[10], Eugenio me comenta que «lo que allí dices de la seguidilla gitana, en su versión de tres versos, me confirma en la creencia de que es en la copla popular, como argüía Sergio Sandoval en Guitarra del horizonte, donde pueden encontrarse en nuestra lengua el equivalente del haiku japonés, y no en las imitaciones directas de esta condensada forma oriental». Confieso que nunca estuve convencido del todo de esta aseveración suya. Es cierto que el haiku y la copla se asemejan en su sugerente brevedad, pero mientras el primero tiende a la silenciosa fulguración de una imagen, la segunda, a la efusión emotiva e incluso a la sentencia. Condicionados por sus respectivas tradiciones, tan distintas, el haiku, pura iluminación, se desprende del yo; la copla, nacida del sentimiento de una canción, parte de él. Hay, no obstante, poemitas en Nuevas canciones de Antonio Machado que sí comparten, hasta cierto punto, esta desnudez contemplativa de la naturaleza, tan afín al haiku:

 

En el aire claro,

los alamillos del soto,

sin hojas, liras de marzo.

 

      En definitiva, las incipientes aspiraciones narradoras de Eugenio Montejo ampliaron sus registros líricos, y el hecho de que los colígrafos, salvo Lino Cervantes, opten por formas cerradas de la tradición, revela el deseo del poeta (quien, a mi juicio, no las usó con su propio nombre por un vago temor anacrónico a quedarse demasiado fuera de su época) de no alejarse del todo de los orígenes poéticos de la lengua, cual si fuera él también un humilde pastor de pabras.



[1] Eugenio Montejo, Adiós al siglo xx, precedido de «El taller blanco». Contiene una entrevista de Floriano Martins e ilustraciones de Pablo del Barco (Col. Palimpsesto, Carmona, 1992).

[2] Años más tardes, tras editar varios libros de poemas de Eugenio Montejo, Pre-textos publicó El cuaderno de Blas Coll y dos colígrafos de Puerto Malo (con prólogo de Miguel Gomes, Valencia, 2007). Las citas de Blas Coll y Lino Cervantes están tomadas de este volumen.

[3] Alonso Ruiz Rosas, La enfermedad de Venus (Ediciones Copé, Lima, 2000).

[4] José Manuel Poveda, Poemetos de Alma Rubens y otros poemas (prólogo y selección de Milena Rodríguez Gutiérrez, Col. Palimpsesto, Carmona, 2016).

[5] Óscar Marcano, «Montejo narrativo», incluido en la revista Palimpsesto nº24 (monográfico dedicado a Eugenio Montejo al año de su muerte, Carmona, 2009).

[6] Francisco José Cruz, «Entrevista a Eugenio Montejo», incluida por primera vez en Hablar/Falar de Poesía, revista hispano/portuguesa nº 5 (Badajoz-Lisboa, 2002).

[7] Entre máscaras. Conferencias de Félix Grande y Eugenio Montejo. Coloquio moderado por Antonio Deltoro. III Encuentro Sevilla, Casa de los Poetas, 25 de octubre de 2006. https://www.youtube.com/watch?v=EFfHWsIoNxk&feature=youtu.be

[8] Eduardo Polo, Chamario (prefacio de Eugenio Montejo e ilustraciones de Arnal Ballester. Ediciones Ekaré, Caracas, 2oo4). Existe una bellísima grabación musical de estos poemas infantiles a cargo de El Taller de los Juglares, dúo compuesto por Andrés Barrios y Bartolomé Díaz (Universidad Metropolitana/Sonofolk, 2012).

[9] Sergio Sandoval, Guitarra del horizonte (prefacio y selección de Eugenio Montejo, Alfadil Ediciones, Caracas, 1991; edición aumentada y corregida, Col. Palimpsesto, Carmona, 2009).

[10] Poesía de la intemperie, selección de coplas flamencas (prólogo y selección de Francisco José Cruz, con ilustraciones de Antonio Sosa, Col. Palimpsesto, Carmona, 1995; edición aumentada y corregida, Col. Palimpsesto, 2010).

PRODAVINCI https://prodavinci.com/eugenio-montejo-humilde-pastor-de-pabras/?fbclid=IwAR1y-QE5iwVIEvJROAeoqK3FKGM0VB0DH-OeOsmjKZwMSgphcKJpekhFc-M

Texto recogido en Sibila 63, revista de Arte, Música y Literatura (enero de 2021) y en el espacio digital Prodavinci (13 de junio de 2021).