miércoles, 28 de abril de 2021

HUMBERTO AK'ABAL, EL CANTOR QUE CUENTA

Entre las amistades más enriquecedoras que me ha regalado mi ya larga dedicación a la poesía, se encuentra, sin duda, la de Humberto Ak’abal, a quien conocí personalmente en junio de 2001, cuando vino a Carmona para presentar Todo tiene habla, amplia antología de sus versos, aparecida en la colección de libros de la revista Palimpsesto, que Chari, mi mujer, y yo dirigimos desde 1990 en esta pentamilenaria ciudad sevillana. A partir de aquella publicación, nuestro llorado poeta maya colaboró asiduamente en la revista con poemas, relatos y artículos. A la creciente admiración de su obra por estos lares, contribuyeron los inolvidables recitales y conferencias que, durante la primera década de este siglo, ofreció en los distintos eventos literarios a los que tuve la feliz oportunidad de invitarlo, como en el segundo y tercer encuentro Sevilla, Casa de los Poetas, celebrados en la capital andaluza en noviembre de 2005 y octubre de 2006, donde, junto a maestros de la talla de Eugenio Montejo, Carlos Germán Belli, Félix Grande, Antonio Gamoneda u Óscar Hahn, su presencia brilló con luz propia.

      Esta sostenida relación poética y humana, refrendada por un indesmayable intercambio epistolar, ahondó nuestro mutuo afecto, solo interrumpido por su fulminante e inesperada muerte. Nuestro entrañable trato de casi veinte años me reveló a un hombre siempre atento, cordial, afable, pudoroso y comunicativo a un tiempo, que, fuera de sus textos, nunca aireó su enorme sufrimiento.

      Pero, cuando leí, por primera vez, unos pocos poemas suyos –muy breves– en un número de la bogotana Revista Casa Silva, no sospeché, ni por asomo, que eran en realidad autotraducciones del maya k’iche’ ni que adquirían su cabal sentido en el conjunto de una obra arraigada con tenaz ahínco en los mitos y tradiciones de su cultura indígena, al punto de convertirse –pese a su delicada intimidad– en la voz y la memoria de un pueblo zarandeado por los violentos vientos de incesantes avatares históricos. Sin embargo, no debemos confundir la condición étnica de Humberto Ak’abal –como por desgracia le sucede a una parte de la crítica– con los valores estéticos de su escritura. Aquella nos interesa solo en la medida en que nutre el lenguaje y los temas más propios de este genuino poeta de dos lenguas y un mundo. La sutileza y deliberada ingenuidad que encontré entonces en esos poemas me animaron a buscar de inmediato a su autor y, tras familiarizarme con su creación poética, proponerle la antología ya referida.

      Mientras la elaboraba, me di cuenta de que estaba entrando en un mundo tan personal como intransferible, hecho de esas recurrentes correspondencias que urden la coherencia interna de toda obra auténtica. Además, me confirmó que la fidelidad del poeta guatemalteco a sus registros formales y temáticos es tal que, a diferencia de esos autores que necesitan crear un clima distinto en cada libro, los suyos conforman uno solo, cuyo despliegue es hacia dentro y no hacia adelante, como reflejo de su noción circular de la existencia. Sin embargo, al entreverar la sencillez del tono conversacional con el más depurado lirismo, la gama de matices de esos registros ―que van del amago humorístico al sentencioso, pasando por el detalle descriptivo y el diálogo directo― lo salvan, sin romper la unidad de fondo, de la monotonía o el estancamiento.

      La condición bilingüe de Ak’abal no se queda en el hecho de que él mismo tradujo sus poemas, sino que determina la perspectiva desde donde los escribió. Poemas como «Sombras» o «Rija―La casa» no tendrían sentido en su lengua materna: se atienen a una fórmula verbal híbrida, donde la intención didáctica se convierte también en un recurso estético para dar a conocer, a quienes no pertenecemos a la cultura maya, el espíritu de imbricación del k’iche’ con los seres naturales, elementos y ámbitos cotidianos:

 

Sombras

 

La sombra de una casa,

de un árbol,

de un muro

o de una roca…,

en nuestra lengua se dice mu’j

 

La sombra de uno

se llama nonoch’,

es la compañera,

la que uno trae cuando nace

y la que se lleva cuando muere

 

      Toda la poesía de Ak’abal, de un modo más o menos soterrado, guarda este afán pedagógico y supone, en primera instancia, un tapiz de personajes, costumbres y creencias tan verazmente tejido que lo que pudiera parecernos incluso mera superstición, lo aceptamos como signo primordial, heredado de una larga experiencia de esa realidad que el poeta recuerda o vive. Una realidad imbuida de una dimensión sagrada en la que, según sus palabras, «todo tiene habla»[1] y los seres animados e inanimados encuentran su sentido, adverso o favorable, dentro del flujo temporal que comunica al pasado, al presente y al futuro entre sí, en una cosmovisión llena de señales.

      La autenticidad de estos poemas nace, en gran medida, de la actitud comprensiva y entrañable ―pero no complaciente― con que Ak’abal se refiere a cualquier aspecto de su entorno y, en consecuencia, de la falta de conclusiones o afirmaciones tajantes ―salvo salpicados poemas de corte aforístico o denuncia social― que pudieran llevarlo al pintoresquismo o, peor aún, al exotismo de cartón piedra. Ak’abal casi nunca opina: presenta hechos, situaciones, sensaciones y personajes, dejando el silencio justo para que lo no dicho flote en lo dicho como un temblor sobreentendido y sugerente. Es este despojamiento el que le da a su poesía su carácter íntimo e individual. El poeta habla, en última instancia, de su mundo para reconocerse y, a través de esos hábitos y vestigios ancestrales, hacernos sentir su inquietud y las incertidumbres de su propia vida. Así sucede en poemas como «Viento de hielo» o «La cuerda del silencio», donde los espantos ―suerte de indicios premonitorios, presencias intuidas o enmascaradas, a la vez físicas e imaginarias― son, en palabras de Ak’abal, «maneras de comprender lo inexplicable con su contexto de símbolos»[2]. Los espantos suspenden de súbito el curso normal de las cosas hasta recoger, con la fuerza de una imagen elemental, la inocencia primigenia del miedo. Esta misma inocencia ―que es simple reconocimiento del misterio de todo― hace de su poesía un modo acogedor de estar en el mundo, sin imponerse a nada.

      La onomatopeya cumple una función central en la obra de Ak’abal porque le permite oír a los seres y a las cosas y, por tanto, entenderlos y atenderlos. La onomatopeya nunca es aquí gratuita: se integra en el fraseo de un poema para completar su significado, no para reiterarlo, añadiendo una sensación física que el nivel semántico no alcanza a transmitir, como por ejemplo en la canción de cuna «Kitanatana»:

 

Kitanatana, kitanatana, kitanatana;

nuyuj, nuyuj, nuyuj;

dormite, mijito, dormite.

Kitanatana, kitanatana, kitanatana;

dormite, dormite.

Si llorás

se van a despertar

los pajaritos

y ellos de noche no cantan.

Kitanatana, kitanatana, kitanatana;

nuyuj, nuyuj,

nuyuj...

 

La máxima expresión de este recurso aparece en «Cantos de pájaros» o en «Voces del agua», poemas sostenidos enteramente por la regular repetición de grupos silábicos para recrear, en el primero, el concierto polifónico de las aves y, en el segundo, la variada gama de sonidos de la lluvia, del río, del estanque, o de la charca. Sonido y sentido, pues, como aspiraba Valéry, se funden. Ak’abal no nos cuenta qué dicen las cosas: nos las pone al oído, y quizá los poemas onomatopéyicos ―que lograban su plena belleza cuando el poeta los recitaba en público con una suave entonación salmódica― supongan la total decantación de su espíritu animista.

      Esta riqueza espiritual no excluye la conciencia de la pobreza material. Ambas constituyen las dos caras de una moneda, cuyo borde sería la forma breve de casi todos estos poemas. La brevedad casa tanto con el silencio contemplativo o el sentimiento más delicado como con la evidencia de la precariedad, donde una imagen, en ambos casos, basta para decirlo todo, sin insistencia alguna. Por ejemplo, «La luna en el agua» se acerca a la inasible fulguración de un haiku:

 

No era bella,

pero la sentía en mí

como la luna en el agua

 

      mientras que «Solot», a la áspera intemperie de una copla flamenca:

 

Yo me peinaba con un peine

hecho con un manojo de raíces

de un arbusto llamado solot,

mi espejo era un charco color de lodo.

 

      Este mismo don de la brevedad ―que calla más que afirma, que muestra más que insiste― lo posee, a pesar de su inusual extensión en esta escritura, «La carta», cuyas dotes narrativas apuntan a la dramática indefensión de algunos relatos de Humberto Ak’abal, ya implícitas en muchos de sus poemas más cortos como «El pedidor», «La muñeca de paja», «El puente» o «Mi vecino», no exentos de un incipiente desarrollo argumental.

      La brevedad y la ingenuidad dan a estos versos un aire de apuntes sin pretensiones, como salidos de un tirón. Sin embargo, una y otra son el resultado de un orden expositivo que reparte, con audacia técnica, los elementos formales y temáticos que conviene resaltar, en cada momento, para no caer en lo anecdótico. Esto explica la tendencia al equilibrio estrófico y la sensación de no estar leyendo unos poemas traducidos, unos poemas que nacen, según el poeta maya, de «la mirada de un niño en las palabras de un hombre»[3].

      La poesía de Ak’abal, mediante expresiones orales de su pueblo y las bien dosificadas repeticiones, echa sus raíces tanto en el canto como en el cuento, hasta enlazarlos en una suerte de sortilegio en que el nostálgico presente convoca al armonioso pasado de sus ancestros con tal fuerza revitalizadora que todo parece estar aún en su sitio, aunque el tiempo de hoy sea otro, descreído y corrupto. De ahí que, en «El juramento», escuchemos esta súplica de sus mayores a los dioses:

 

No permitan que el ayer

se vaya lejos.

 

      En definitiva, el aprendizaje del castellano en sus pocos años de escuela primaria, lo puso en contacto con las culturas de todos los tiempos y, a la larga, tras un arduo periplo intelectual, lo devolvió a su lengua materna con plena conciencia de su significado y posibilidades creadoras. Sin el dominio del castellano –en el que practicó sus primeras tentativas poéticas, con rima y métrica clásicas incluidas–, no hubiera logrado recrear en k’iche’ los mitos y tradiciones de su pueblo con los que su mundo interior se identifica. Es por ello que sus poemas los pensara en cualquiera de las dos lenguas y que, en un momento dado, ambas, según sus palabras, «se funden en mí, alimentándose una a la otra»[4] hasta hacer de él un poeta de confluencias, gracias a este íntimo entrevero idiomático.

      Humberto Ak’abal es hoy un extraordinario ejemplo de superación y una figura imprescindible en la que se reconcilian la América precolombina y la América hispana.

FRANCISCO JOSÉ CRUZ



[1] «A un lado del camino», incluido en Todo tiene habla, antología poética de Humberto Ak’abal (col. Palimpsesto, Carmona, 2000). Págs. 15-18.

[2] «El otro que está allí», epílogo a El pájaro encadenado de Humberto Ak’abal (Talleres K'ururup, Guatemala, 2010).

[3] «Un fuego que se quema a sí mismo» (Palimpsesto n.º 21, Carmona, 2006). Págs. 41-43.

[4] «Una poesía de confluencias», prólogo a Las palabras crecen de Humberto Ak’abal (Biblioteca Sibila-Fundación BBVA, Sevilla, 2009). Pág. 6.

Publicado en Trilce nº 41 (Concepción, Chile, marzo de 2021)

 







lunes, 26 de abril de 2021

Lectura de Eugenio Montejo en el III Encuentro Sevilla, Casa de los Poetas (26 octubre de 2006)

El poeta venezolano Eugenio Montejo ofreció una lectura de sus poemas el 26 de octubre de 2006 en el III Encuentro Sevilla, Casa de los Poetas, "Fronteras fecundas", dirigido por Francisco José Cruz, bajo los auspicios del Ayuntamiento hispalense, siendo delegado de Cultura Juan Carlos Marset.


Casa de la Provincia de Sevilla, 26 de octubre de 2006


martes, 13 de abril de 2021

Francisca Aguirre, un pulso a la desgracia

 Paca Aguirre y Fran Cruz en el hotel Casa de Carmona, septiembre de 2014. © Chari Acal

Francisca Aguirre, a sus nueve años, acompañada por sus padres y sus hermanas, una lluviosa noche de finales de enero, atravesó en penosísimas condiciones la frontera hacia Francia, camino del exilio, junto a miles y miles de personas despavoridas y derrotadas, entre las cuales, según lógicos indicios, se encontraría seguramente Antonio Machado. Ella refiere en su poema «Frontera» esta verosímil coincidencia de una niña –ajena a tan dramática circunstancia– con el viejo poeta que moriría en Colliure casi un mes más tarde. Con su familia, tras esperar infructuosamente en el puerto de El Havre semanas enteras un barco que la trasladara a alguna parte civilizada del mundo, no tuvo más remedio que volver a España para soportar incalculables humillaciones por ser hija del pintor Lorenzo Aguirre, quien, al formar parte del gobierno de la República, fue asesinado a garrote vil en 1942. Ni siquiera las súplicas de Francisca y sus hermanas, en insólita visita al palacio de El Pardo, un 16 de julio a la hija de Franco, niña también como ella, aprovechando que era su santo, evitaron la muerte de su padre.

      Marcada, pues, por la miseria moral y económica de posguerra, no cedió nunca, sin embargo, a las tentaciones del rencor o la venganza, sino que, muy al contrario, siguiendo el conmovedor consejo de su abuelo materno, se metió dentro todo su dolor y lo puso a trabajar a favor de la vida. Con esta disposición generosa, fue haciendo suyos los principios humanistas de la Institución Libre de Enseñanza, heredados de su familia e inspiradores de la obra machadiana. Ellos le han permitido comprender a fondo las maravillas y los horrores de nuestra especie, hasta darse cuenta de que solo la piedad, la educación y la cultura son capaces de enfrentar la barbarie y darnos algo de felicidad. En este afinamiento de la sensibilidad, descubrió en su adolescencia la poesía de Antonio Machado, cuyo conocimiento ahondó y compartió de manera decisiva, ya en su juventud, con los poetas Félix Grande –su marido–, y Luis Rosales, quien la colocó junto a él en el Instituto de Cultura Hispánica, donde trató a grandes autores hispanoamericanos de la segunda mitad del siglo XX, como Julio Cortázar, Octavio Paz, Juan Carlos Onetti, Ernesto Sábato o Juan Rulfo. En este estimulante ambiente, pese a la cerrazón política de aquellos momentos, Antonio Machado no dejó de ser su referencia más luminosa, aunque su carácter pasional, expansivo y elocuente, a la vez compasivo y enérgico, parezca oponerse al talante abstraído y silencioso del poeta sevillano. De todos estos aspectos de su vida habló Francisca Aguirre en el Palacio de los Briones de Carmona, el 26 de septiembre de 2014, cuando Francisco Hidalgo, director de la sede de la Universidad Pablo de Olavide de esta ciudad, aceptó mi propuesta de invitarla para dar una conferencia en el 75 aniversario de la muerte de Antonio Machado. Acompañada de su hija Lupe, aquellos dos memorables días que pasamos juntos, donde no paramos de conversar, fue la segunda y última vez que la vi.

      Durante mucho tiempo, Francisca Aguirre solo fue para mí el nombre de una poeta y la mujer de Félix Grande, con quien me unió una larga y estrecha relación desde que, a comienzos de los 90 del anterior siglo, empezó a pedirme colaboraciones críticas para los Cuadernos Hispanoamericanos. Al principio, mi trato con Paquita era esporádico y anecdótico, limitándose a afectuosos saludos cada vez que ella atendía el teléfono para, inmediatamente, pasarme con Félix. Pero el hecho de que a veces él no estuviera, daba pie a que Paquita y yo cruzáramos más palabras de las consabidas y nos enredáramos en estimulantes charlas, las cuales me iban descubriendo su pasional elocuencia y extraordinaria memoria para recitar versos oportunos a la conversación de esos momentos. Así pues, cuando por fin Chari y yo, acompañados del poeta mexicano Antonio Deltoro, la visitamos en su casa de casi toda la vida para conocerla personalmente a finales de octubre de 2010, tuve la típica e inequívoca impresión de haber estado allí antes con ella y haber atravesado el interminable pasillo que conduce a la salita, atestado de libros, como un superpuesto muro de defensa contra la adversidad y el desánimo.

      Esos miles de volúmenes señalan el largo y fructífero periplo intelectual de Paca y Félix y, al evocarlos ahora, imagino también ese mismo pasillo vacío, cuando en su infancia lo recorría Paquita, según cuenta en su escalofriante libro de recuerdos Espejito, espejito. Estas páginas resumen y revelan la lacerada intimidad de alguien que, teniendo todo en contra, salvo el amor de su familia, ha sabido echarle, con insólita tozudez, un pulso a la desgracia. Ya el reiterado diminutivo del título sugiere dicha intimidad y la decisión de afrontarla sin tapujos, de no engañarse lo más mínimo, como el espejo no miente nunca a la madrastra de Blancanieves, por mucho que le repita la pregunta. Espejito, espejito es ese oscuro pasillo interior en donde poesía y vida se encuentran para consolarse mutuamente. De ahí que, al margen de las valoraciones literarias, los textos en prosa y verso de Francisca Aguirre sean, ante todo, un impagable testimonio de coraje y bondad en medio de una época miserable que, como cualquier época así, nos hace dudar de la razón de ser de nuestra especie.

      Esta voluntad de comprensión a fondo, a pesar de las humillaciones y carencias cotidianas, de las aberraciones padecidas en carne propia y en la ajena –que a veces es lo mismo– nace, a mi juicio, de una autenticidad a prueba de bomba, cuya fuente nutricia –en término de Emilio Miró al prólogo del recopilatorio Ensayo general– es el binomio «desolación y lucidez». Ambos estados, al complementarse (si responden más a las experiencias vitales que al fijo carácter), en lugar de paralizar el espíritu, lo reaniman y fortifican, hasta irradiar de la obra y la persona de Paca Aguirre una actitud antidogmática y un flujo afectivo conmovedores. Por esto, según el memorable verso de su poema «La espera», «nada ayuda tanto como la realidad» porque –como nos insinúa con amable ironía– es lo único que tenemos y no es poco. Además, la realidad no es solo algo dado o impuesto, sino que, en la medida de lo posible, podemos rehacer gracias a la cultura y la imaginación creadora. Así, la liberadora dimensión estética se convierte en la gran experiencia de la vida, al punto de darle su verdadero sentido a todas las demás. Si bien esto que digo es perceptible en toda la trayectoria de Francisca Aguirre, se culmina y depura, a mi gusto, en su poema «Nana de los libros viejos», en el que sentimos, con estremecedora ternura, debido a la despojada y natural belleza de su tono, cómo la lectura resulta un escape esencial a la pobreza que, sin escamotearla ni siquiera maquillarla, la hace soportable y digna.

      Dicho poema pertenece a su libro Nanas para dormir desperdicios, escrito en su vejez, cuya fuerza, entusiasmo y calado imaginativo nos previenen, una vez más, de la excesiva atención que se presta hoy en día a los poetas jóvenes por el hecho de serlo –como si la juventud fuera condición sine qua non de verdad o calidad poética–, cuando, salvo excepciones, solo el paso del tiempo y la manera de vivirlo hacen necesaria y singular una obra. En este orden de cosas, no estaría mal poner de moda la expresión poesía de madurez, como la que escribió desde sus tardíos comienzos Paquita Aguirre que nos ha enseñado con su vida y sus poemas a echarle un pulso a la desgracia. 

Francisco José Cruz

Publicado en Palimpsesto nº 35 (Carmona, 2020)