jueves, 20 de febrero de 2020

HUMBERTO AK'ABAL, EL CANTOR QUE CUENTA


Cuando leí, hace casi dos décadas, unos pocos poemas de Humberto Ak’abal –muy breves– en un número de la Revista Casa Silva, no sospeché, ni por asomo, que eran en realidad autotraducciones del maya k’iche’ ni que adquirían su cabal sentido en el conjunto de una obra arraigada con tenaz ahínco en los mitos y tradiciones de su cultura indígena, al punto de convertirse –pese a su delicada intimidad– en la voz y la memoria de un pueblo zarandeado por los violentos vientos de incesantes avatares históricos. Sin embargo, no debemos confundir la condición étnica de Humberto Ak’abal –como por desgracia le sucede a una parte de la crítica– con los valores estéticos de su escritura. Aquella nos interesa solo en la medida en que nutre el lenguaje y los temas más propios de este genuino poeta de dos lenguas y un mundo. La sutileza y deliberada ingenuidad que encontré entonces en esos poemas me animaron a buscar de inmediato a su autor y, tras familiarizarme con su creación poética, proponerle una antología de su obra en la colección de libros de la revista carmonense Palimpsesto, que yo mismo llevaría a cabo en el año 2000.         
      Mientras la elaboraba, me daba cuenta de que estaba entrando en un mundo tan personal como intransferible, hecho de esas recurrentes correspondencias que urden la coherencia interna de toda obra auténtica. La antología me confirmó que la fidelidad del poeta guatemalteco a sus registros formales y temáticos es tal que, a diferencia de esos autores que necesitan crear un clima distinto en cada libro, los suyos conforman uno solo, cuyo despliegue es hacia dentro y no hacia adelante, como reflejo de su noción circular de la existencia. Sin embargo, al entreverar la sencillez del tono conversacional con el más depurado lirismo, la gama de matices de esos registros ―que van del amago humorístico al sentencioso, pasando por el detalle descriptivo y el diálogo directo― lo salvan, sin romper la unidad de fondo, de la monotonía o el estancamiento. 
      La condición bilingüe de Ak’abal no se queda en el hecho de que él mismo traduce sus poemas, sino que determina la perspectiva desde donde los escribe. Poemas como «Sombras» o «Rija―La casa» no tendrían sentido en su lengua materna: se atienen a una fórmula verbal híbrida, donde la intención didáctica se convierte también en un recurso estético para dar a conocer, a quienes no pertenecemos a la cultura maya, el espíritu de imbricación del k’iche’ con los seres naturales, elementos y ámbitos cotidianos:


Sombras

La sombra de una casa,
de un árbol,
de un muro
o de una roca…,
en nuestra lengua se dice mu’j

La sombra de uno
se llama nonoch’,
es la compañera,
la que uno trae cuando nace
y la que se lleva cuando muere

    Toda la poesía de Ak’abal, de un modo más o menos soterrado, guarda este afán pedagógico y supone, en primera instancia, un tapiz de personajes, costumbres y creencias tan verazmente tejido, que lo que pudiera parecernos incluso mera superstición, lo aceptamos como signo primordial, heredado de una larga experiencia de esa realidad que el poeta recuerda o vive. Una realidad imbuida de una dimensión sagrada en la que, según sus palabras, «todo tiene habla»[1] y los seres animados e inanimados encuentran su sentido, adverso o favorable, dentro del flujo temporal que comunica al pasado, al presente y al futuro entre sí, en una cosmovisión llena de señales.
      La autenticidad de estos poemas nace, en gran medida, de la actitud comprensiva y entrañable ―pero no complaciente― con que Ak’abal se refiere a cualquier aspecto de su entorno y, en consecuencia, de la falta de conclusiones o afirmaciones tajantes ―salvo salpicados poemas de corte aforístico o denuncia social― que pudieran llevarlo al pintoresquismo o, peor aún, al exotismo de cartón piedra. Ak’abal casi nunca opina: presenta hechos, situaciones, sensaciones y personajes, dejando el silencio justo para que lo no dicho flote en lo dicho como un temblor sobreentendido y sugerente. Es este despojamiento el que le da a su poesía su carácter íntimo e individual. El poeta habla, en última instancia, de su mundo para reconocerse y, a través de esos hábitos y vestigios ancestrales, hacernos sentir su inquietud y las incertidumbres de su propia vida. Así sucede en poemas como «Viento de hielo» o «La cuerda del silencio», donde los espantos ―suerte de indicios premonitorios, presencias intuidas o enmascaradas, a la vez físicas e imaginarias― son, en palabras de Ak’abal, «maneras de comprender lo inexplicable con su contexto de símbolos»[2]. Los espantos suspenden de súbito el curso normal de las cosas hasta recoger, con la fuerza de una imagen elemental, la inocencia primigenia del miedo. Esta misma inocencia ―que es simple reconocimiento del misterio de todo― hace de su poesía un modo acogedor de estar en el mundo, sin imponerse a nada.
      La onomatopeya cumple una función central en la obra de Ak’abal porque le permite oír a los seres y a las cosas y, por tanto, entenderlos y atenderlos. La onomatopeya nunca es aquí gratuita: se integra en el fraseo de un poema para completar su significado, no para reiterarlo, añadiendo una sensación física que el nivel semántico no alcanza a transmitir, como por ejemplo en la canción de cuna «Kitanatana»:

Kitanatana, kitanatana, kitanatana;
nuyuj, nuyuj, nuyuj;
dormite, mijito, dormite.
Kitanatana, kitanatana, kitanatana;
dormite, dormite.
Si llorás
se van a despertar
los pajaritos
y ellos de noche no cantan.
Kitanatana, kitanatana, kitanatana;
nuyuj, nuyuj,
nuyuj...

      La máxima expresión de este recurso aparece en «Cantos de pájaros» o en «Voces del agua», poemas sostenidos enteramente por la regular repetición de grupos silábicos para recrear, en el primero, el concierto polifónico de las aves y, en el segundo, la variada gama de sonidos de la lluvia, del río, del estanque, o de la charca. Sonido y sentido, pues, como aspiraba Valéry, se funden. Ak’abal no nos cuenta qué dicen las cosas: nos las pone al oído, y quizá los poemas onomatopéyicos ―que logran su plena belleza cuando el poeta los recita en público con una suave entonación salmódica― supongan la total decantación de su espíritu animista.
     Esta riqueza espiritual no excluye la conciencia de la pobreza material. Ambas constituyen las dos caras de una moneda, cuyo borde sería la forma breve de casi todos estos poemas. La brevedad casa tanto con el silencio contemplativo o el sentimiento más delicado, como con la evidencia de la precariedad, donde una imagen, en ambos casos, basta para decirlo todo, sin insistencia alguna. Por ejemplo, «La luna en el agua» se acerca a la inasible fulguración de un haiku:

No era bella,
pero la sentía en mí
como la luna en el agua

      mientras que «Solot», a la áspera intemperie de una copla flamenca:

Yo me peinaba con un peine
hecho con un manojo de raíces
de un arbusto llamado solot,
mi espejo era un charco color de lodo.

      Este mismo don de la brevedad ―que calla más que afirma, que muestra más que insiste― lo posee, a pesar de su inusual extensión en esta escritura, «La carta», cuyas dotes narrativas apuntan a la dramática indefensión de algunos relatos de Humberto Ak’abal, ya implícitas en muchos de sus poemas más cortos como «El pedidor», «La muñeca de paja», «El puente» o «Mi vecino», no exentos de un incipiente desarrollo argumental.
      La brevedad y la ingenuidad dan a estos versos un aire de apuntes sin pretensiones, como salidos de un tirón. Sin embargo, una y otra son el resultado de un orden expositivo que reparte, con audacia técnica, los elementos formales y temáticos que conviene resaltar, en cada momento, para no caer en lo anecdótico. De ahí, la tendencia al equilibrio estrófico y la sensación de no estar leyendo unos poemas traducidos, unos poemas que nacen, según el poeta maya, de «la mirada de un niño en las palabras de un hombre»[3].
      En definitiva, la poesía de Ak’abal, mediante expresiones orales de su pueblo y las bien dosificadas repeticiones, echa sus raíces tanto en el canto como en el cuento, hasta enlazarlos en una suerte de sortilegio en que el nostálgico presente convoca al armonioso pasado de sus ancestros con tal fuerza revitalizadora que todo parece estar aún en su sitio, aunque el tiempo de hoy sea otro, descreído y corrupto. De ahí que, en «El juramento», escuchemos esta súplica de sus mayores a los dioses:

No permitan que el ayer
se vaya lejos.
 FRANCISCO JOSÉ CRUZ
Carmona, septiembre de 2018



[1] «A un lado del camino», incluido en Todo tiene habla, antología poética de Humberto Ak’abal (col. Palimpsesto, Carmona, 2000).
[2] «El otro que está allí», epílogo a El pájaro encadenado de Humberto Ak’abal (Talleres K'ururup, Guatemala, 2010).
[3] «Un fuego que se quema a sí mismo» (Palimpsesto nº 21, Carmona, 2006).  


Publicado en Sibila, revista de arte, música y literatura nº 59 (Sevilla, octubre, 2019) y recogido como prólogo en No permitan que el ayer se vaya lejos de Humberto Ak'abal (Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2019). 

sábado, 8 de febrero de 2020

LA POESÍA ANFIBIA DE RODOLFO DADA


A veces es necesario bastante tiempo para darnos cuenta del auténtico valor de una obra, sin acertar a explicarnos del todo por qué antes nos pasó inadvertida. Este es mi caso con Rodolfo Dada, a quien conocí en septiembre de 2003 en Colombia. Ambos, entre numerosos poetas procedentes de varios países hispanohablantes, fuimos invitados al IX Festival Internacional de Poesía de Bogotá. Pese a que coincidimos en una lectura pública, en un paseo por el mercadillo de Las Pulgas o en una cena del Hotel Bacatá donde nos hospedamos, nuestra relación fue tan afable como esporádica. Quizá el trajín de constantes actividades y la vorágine de conversaciones e intercambios de libros y revistas con unos y con otros, impidieron, al menos en parte, que tuviéramos un trato más reposado y atento. Así pues, solo a los quince años de nuestro único encuentro personal, lo descubrí en una antología de bardos del nuevo continente. Aquellos pocos poemas me incitaron de inmediato a buscarlo y ponerme en contacto con él para leer todo lo suyo y empaparme ―nunca mejor dicho― de las aguas de su escritura.
      En la medida en que una obra artística pueda reflejar, así sea de manera oblicua, la vida de su autor, he tenido la impresión, conforme me adentraba en su mundo poético, de estar de nuevo junto a Rodolfo, pero esta vez en su íntimo entorno del trópico costarricense, donde la naturaleza marina y la selvática despliegan ante el lector su bullente infinidad de seres que, lejos de cualquier exotismo, conforman la realidad diaria del poeta. Desde los fondos oceánicos ―entre otros oficios, Dada ejerció el de buzo― a las alturas arbóreas, ballenas, tiburones, delfines, mantarrayas, sábalos, sardinas, jureles, tortugas, cangrejos, ranas, venados, colibríes o albatros proliferan en estos versos con la cercanía casi doméstica de quien está acostumbrado a observarlos sin perder por ello el curioso asombro del niño.
      Dentro de esta variadísima fauna ―que poco tiene que ver, por cierto, con la postal turística―, los hombres sobreviven precariamente de las faenas propias del medio que habitan. El hecho de presentarlos, a veces, con sus nombres y apellidos, hablando en primera persona, hace que los sintamos cercanos y vulnerables. «Canción del pescador al río», «Señora corriente» o «Busco trabajo, señor» son poemas de indudable denuncia social, que en vez de expresarse en forma de rotunda protesta, adoptan un tono de lastimado ruego, más propio de la resignación que de la rebeldía, como si en estas criaturas sin defensas no hubiera aflorado aún el sentimiento de injusticia. De este emotivo modo, se tocan las fibras más sensibles de los lectores. Se diría que la mirada de niño del poeta extiende un halo de compasiva inocencia sobre todas las cosas, en aras, según refiere Jorge Boccanera, de la «empatía, cordialidad y comprensión»[1].
      En este sentido, la poesía infantil de Dada ―al contrario de lo que les sucede a muchos autores que también la cultivan― no se desvincula en absoluto de la escrita para adultos, sino que comparte con esta ciertos temas centrales y registros de tan singular obra, al punto de que poemas pensados en principio para los pequeños, pueden ser leídos por los mayores sin menoscabo alguno de su hondura y calidad estética, aunque se distingan por una mayor sencillez expresiva, el frecuente uso del verso rimado de arte menor, al modo de la tradición popular española, y el desarrollo narrativo como, por ejemplo, en «Cuento de una sirena», al que ―sin desprenderse del clima fantástico del texto de Hans Christian Andersen en el que se basa― Rodolfo Dada dota de un toque realista al mostrar la imposibilidad de que el hombre y la sirena convivan, por mucho amor a ella y al mar que aquel tenga.
      La libertad imaginativa de la poesía infantil de Dada contagia, ya en su mismo plano formal, a la adulta, a través de las repeticiones, enumeraciones e inesperadas asociaciones sensoriales y afectivas. Estos procedimientos, al ligarse a un tono coloquial, trufado de términos locales de diversos ámbitos, producen un vago efecto de exuberancia, desmentido al instante por la contención verbal que rige este mundo poético. El contraste de recursos lingüísticos ―que parece dar la razón a Gabriela Mistral cuando afirmaba en otro contexto que «el trópico no es excesivo, es intenso»[2]― sugiere el sigiloso dinamismo de la naturaleza y sus incesantes transformaciones, provocadas también por el hombre en la medida en que interactúa con ella. Así, el colibrí nos remite a su remota condición de pez, la mariposa nos recuerda que fue gusano y el bote nuevo de Atanasio no olvida el cedro al que perteneció su madera. Poesía, pues de las metamorfosis, como metáfora del tiempo en el espacio cambiante.
      Este dejar de ser para ser otra cosa nos remonta al deslumbramiento del origen, donde, acorde con la mirada instantánea del niño, todo está empezando siempre. De ahí que el presente, pese a las mudanzas y las ausencias, sea el tiempo dominante de esta obra poética. Esta es la razón por la que, en «Fotografía en blanco y negro», el poeta vea a su padre al mirarse al espejo y en los objetos personales que le pertenecieron, como si en verdad no hubiera muerto. Inversamente a este poema, en los titulados «Karina dice sus primeras palabras» y «Nicole y Karina pintan el mundo», son los actos de hablar y dibujar los que convocan las presencias desde las más íntimas y caseras a las inalcanzables estelares. Ambos poemas, plenos de ternura e inventiva, están divididos en partes como corresponde al paulatino desarrollo creador del Universo. El abuelo Rodolfo, mientras oye y observa a sus dos nietas, se mete dentro de su sensibilidad de niñas hasta situarse en esa etapa inicial de la percepción en que las cosas y los signos que las representan no difieren aún.
      Efusiva y anfibia, la poesía de Rodolfo Dada celebra hasta la mínima manifestación de la materia que forme parte de la vida humana. Por esto, le da la voz a una red de pescar, a los restos orgánicos con los que el colibrí construye su nido e, incluso a un grano de arena o una gota de agua ―personajes estos últimos del cuento infantil Kotuma, la rana y la luna―, recordándonos que, como escribió el poeta italo-argentino Antonio Porchia, «quien conserva su cabeza de niño, conserva su cabeza».
 Francisco José Cruz
Carmona, noviembre de 2018

Prólogo a Un niño mira el mar de Rodolfo Dada (selección de Francisco José Cruz, Col. Palimpsesto, Carmona, 2019).



[1] Jorge Boccanera, «La palabra en un bosque de peces», prólogo a Cardumen de Rodolfo Dada (San José de Costa Rica, 2014)
[2] cita recogida por Miguel Rojas Mix en su libro América Imaginaria (Barcelona, 1992)