sábado, 15 de octubre de 2022

PALIMPSESTO 37. Documental sobre Georgina Herrera y exposición de Francisco Espinoza Dueñas

Fran Cruz, Juan Ávila (alcalde) y Ramón Gavira (concejal de Cultura y Patrimonio) ©Chari Acal   
VÍDEO

PALIMPSESTO 37

                                                                                                   ©Chari Acal
El placer de la lectura demanda esfuerzo, hábito y noción suficiente de los recursos técnicos para ir más allá del mero plano semántico y paladear a fondo, en todos sus niveles expresivos, cualquier texto con el fin de alcanzar un completo deleite. Creo, además, que el lector de poesía, debido al manejo de ciertas claves específicas, inexistentes o no habituales en otros géneros, aventaja al lector de prosa en el afinamiento de la sensibilidad comprensiva. Prueba de ello es que muchos lectores de ensayo o narrativa no se sienten capaces de leer poemas. En cambio, es muy raro el lector de versos que no lo sea también de prosa.
      El acto de leer siempre será minoritario. Lo que garantiza la salud espiritual de una época no es su cantidad de lectores, sino la calidad de los mismos. Lo grave sería que ellos desaparecieran. Mientras unos pocos no se aburran de prestar atención a unas páginas bien escritas, hasta los que no leen se beneficiarán de quienes entregan su tiempo a la lectura. Es ella, por cierto, gracias a su activa concentración y a su acompasado ritmo meditativo, la base del conocimiento del mundo en todos sus órdenes, incluido el estético.
      Un año más –y ya son 32 consecutivos– presentamos un nuevo número de Palimpsesto, el 37, en el que, fiel como siempre a la poesía hispanoamericana, adquiere una presencia especial el Perú, motivada por el centenario de la aparición de Trilce de César Vallejo, una de las obras más renovadoras de la vanguardia en nuestra lengua, a la que el poeta Jorge Nájar, mediante exploraciones experimentales entre el verso y la prosa, hace un peculiar tributo.
      En este orden de cosas, el libro de nuestra colección está dedicado al arequipeño César Atahualpa Rodríguez (1889-1972), autor coetáneo de Vallejo y, como él, heredero de la música verbal del Modernismo, entreverada de ciertos rezagos románticos. Casi olvidado hoy en su país y desconocido por completo en el nuestro, publicamos por primera vez en España, a los cincuenta años de su muerte, Soy un poco de sombra, representativa antología, precedida de un magnífico prólogo de su compatriota Alonso Ruiz Rosas, para quien «Rodríguez fue un sonetista infatigable de imágenes rotundas, que compuso también cantos vigorosos, impregnados de historia y sabor local. El poeta escribió, además, romances, composiciones livianas a las que él mismo llamó bagatelas, poemas amorosos y de circunstancias, estampas costumbristas, poemas de corte religioso o de crítica social, artes poéticas y soberbios apuntes de paisajes y, más tarde, de viajes. En muchos de sus poemas, el tono especulativo del pensamiento, embebido de metafísica, tensa las cuerdas del desasosiego y las percepciones emotivas; en otros, la erudición libresca o el dato nimio de la experiencia prosaica tocan fibras interiores y se manifiestan en alguna de sus formas poéticas».
   Asimismo, esta flamante edición de Palimpsesto reúne poemas de la también peruana Giovanna Pollarolo, del hondureño Leonel Alvarado, de la mexicana de ascendencia judía Sara Robbins y de los españoles J.R. Barat y José Manuel Benítez Ariza. Todos ellos, con sus diferencias de mundos y estilos, comparten el verso libre de tono coloquial e introspectivo.
      La misma libertad creadora se respira en las composiciones de la poeta afrocubana Georgina Herrera, con la que abrimos este número 37, ofreciendo una significativa selección de su poesía, junto a un «Requiem» escrito por su hijo Ignacio T. Granados Herrera, donde define sagazmente la controvertida personalidad de su madre, y un esclarecedor estudio a cargo de la profesora Aída Elizabeth Falcón Montes, quien relaciona las difíciles vicisitudes de la vida de la autora con los temas centrales de su obra y los modos de enfocarlos.
GEORGINA HERRERA
Georgina Herrera nació en Jovellanos (Matanzas), el 23 de abril de 1936, en un entorno familiar conformado en su mayoría por descendientes de esclavos. Empezó a escribir con nueve años de manera intuitiva, percibiendo ya entonces su condición de mujer negra y pobre, al punto de que, según sus palabras, «quería ser blanca, y para lograrlo, a escondida de mi mamá, me planché el pelo y ¡me quemé! Con un palito de tender la ropa me prendí la nariz para ver si se me estiraba y ¡pasé tremendo dolor!».
      En 1956, se trasladó a La Habana, donde, mediante la escritura, trató de entender sus circunstancias personales como el mutismo de su madre, el autoritarismo de su padre y las carencias económicas. Durante un tiempo, para mantenerse y estudiar secretariado en una escuela nocturna, trabajó de sirvienta doméstica. En 1961, se relacionó con los miembros de Ediciones El Puente, quienes un año más tarde le editaron su primer libro, GH, título alusivo a las iniciales de su nombre y apellido. A partir de aquí, guiada por el interés en sus raíces ancestrales, compuso poemas inspirados en la mitología afrocubana, recogidos en Gatos y liebres o Libro de las conciliaciones (1978).
      En 1963, ingresó en Radio Progreso, donde durante cuarenta años escribió radionovelas centradas en los conflictos raciales de Cuba, sufrido especialmente por la mujer negra, cuya imagen estereotipada transformó y enriqueció en sus historias radiofónicas. Junto a estas preocupaciones sociales, ajenas al panfleto político, el tono coloquial e intimista de su poesía, salpicado de hallazgos imaginativos, aborda con singular perspectiva, el disfrute del amor, la maternidad y la pena por la muerte de su madre y su hija en libros como Gentes y cosas (1974), Gustadas sensaciones (1996) o Gritos (2004). Traducida a varios idiomas, obtuvo, entre otros reconocimientos, la Medalla Alejo Carpentier y la Distinción Honorífica de la Cátedra Nelson Mandela.
      Georgina Herrera murió en La Habana el 13 de diciembre de 2021, a los 85 años de edad, a causa del Covid 19. Pero, gracias al Hada Cibernética (en tan atinada expresión de Carlos Germán Belli), la tenemos presente hoy en Carmona con el documental Cimarroneando con GH, realizado en 2011 por Juanamaría Cordones-Cook, profesora de la Universidad de Missouri, a quien agradecemos su autorización expresa para proyectarlo.

© Fernando Romero

                                                                                                                              © Fernando Romero
FRANCISCO ESPINOZA DUEÑAS

Peruano es también Francisco Espinoza Dueñas (Lima, 1926-Carmona, 2020), cuyas obras ilustran la portada y el interior de la revista. Brillante grabador, pintor y ceramista, creció en un barrio muy pobre de la capital, al lado de un cementerio, circunstancia que influyó en su actitud vital y estética. A fuerza de sacrificio y denodado empeño, estudiando de noche, logró ingresar en la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes, donde se graduó con honores. Como muchos de sus compañeros de generación, obtuvo una beca del Instituto de Cultura Hispánica, que le permitió residir en Madrid entre 1955 y 1958. Cursó entonces estudios de pintura mural en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando y afianzó su pasión por el grabado, especializándose en litografía, en la Escuela Nacional de Artes Gráficas. Espinoza Dueñas partió luego a París para perfeccionar sus estudios en la Escuela de Bellas Artes y formarse como ceramista en la Manufactura Nacional de Sèvres, siendo distinguido por el Museo Cantini, dentro de la Bienal de Marsella, con el Gran Premio Internacional de Cerámica, el más prestigioso del mundo. Precisamente, Mario Vargas Llosa, que lo conoció por esas fechas, señaló: «yo admiro profundamente esa convicción orgullosa, insolente, que singulariza a Espinoza Dueñas entre los artistas de su época y lo lleva a aferrarse con una tenacidad que tiene algo de desafío y de provocación […] Su arte no es mimético, no duplica lo real, no reproduce las imágenes cotidianas del mundo, sino, más bien, traduce en líneas y colores, en objetos plásticos, ciertos contenidos profundos del espíritu humano: la cólera, la humillación, el estupor».
      De 1965 a 1968 fue profesor en La Habana y realizó allí diversos murales en instituciones públicas. En 1969, se instaló en Burgos, ciudad de su esposa Pilar, en la que desarrolló una intensa actividad pedagógica y creadora. En 1983, hizo un mural con mosaicos, dedicado a César Vallejo, en la Vía Expresa de Lima. Desde este momento, los talleres cobraron relieve durante su estancia en Estados Unidos en los años 80, donde fue invitado para dar clases y seguir con sus particulares lecciones magistrales en directo, con murales pintados en Filadelfia, Nueva York o Nueva Jersey.
      A partir de 1989, se afincó en Constantina, donde prosiguió su febril labor creadora y didáctica, así como en otros pueblos de la sierra norte de Sevilla (El Pedroso, Cazalla de la Sierra, Las Navas de la Concepción…). Sus talleres experimentales sirvieron para llevar el proceso creativo al gran público, explicando sus técnicas ante personas de todo tipo (pensionistas, desempleados, estudiantes…). Para Fernando Iwasaki, «el legado de Espinoza Dueñas no solo es inmenso, sino que su obra producida en España representa una novedad con respecto a la que atesoran museos de Francia, Cuba, México, Perú y Estados Unidos, correspondientes a su etapa de 1958-1970. En realidad, desde su regreso a España, el artista peruano se mantuvo al margen de las veleidades del mercado, las ferias y los galeristas».
      En 2011, la Fundación Caja Rural del Sur le dedicó, en Huelva y Sevilla, una muestra retrospectiva de su obra, en la que, según Fernando Chueca Goitia, «la pintura, la cerámica, el mosaico o el grabado, lo que salga de las manos de Espinoza, tiene algo de fuerza telúrica, de volcán en erupción, de luciérnaga en la noche sideral, de crispación de un viejo dios atormentado».
      Calificado por el poeta José Hierro de «obrero de una artesanía ritual», Francisco Espinoza Dueñas pasó los últimos diez años de su vida en Carmona, donde, a pesar de su paulatina pérdida de memoria, nunca se olvidó de pintar. Murió en la Residencia San Pedro de nuestra ciudad pentamilenaria.
      Agradecemos a sus hijas Amaya y Adriana que nos hayan facilitado de manera altruista las obras reproducidas en estas páginas y cedidas para la exposición que se inaugura hoy en este Museo, al cuidado del artista Aurelien Lortet y que estará abierta al público hasta el 11 de noviembre de 2022.


© Fernando Romero


Aurelien Lortet, Ramón Gavira, José Antonio Doig (cónsul general del Perú en Sevilla),
Juan Ávila, Adriana Espinoza y Chari Acal.   
©Fernando Romero


Celebrando en el restaurante del Museo con familiares y amigos, 
el acto de presentación de Palimpsesto 37©Fernando Romero



Casa Palacio Marqués de las Torres
Museo de la Ciudad de Carmona, 7 de octubre de 2022

martes, 11 de octubre de 2022

EN LA CALZADA DE ELISEO DIEGO

A más de setenta años de su aparición, releo con expectante curiosidad En la Calzada de Jesús del Monte (1949), primer libro de poemas de Eliseo Diego, cuyo influjo en el curso de las corrientes poéticas cubanas de la segunda mitad del siglo pasado fue inmediato, hasta considerarse hoy uno de sus faros más luminosos.
      La Calzada de Jesús del Monte era la larga calle que unía la quinta de Arroyo Naranjo, donde Eliseo vivió hasta sus nueve años, y la ciudad de La Habana. Por esta calle, el niño iba y venía con frecuencia, contemplando las columnas y los portales de las casas, la segadora luz del trópico y, en definitiva, el paisaje rural y urbano. De este modo, «la Calzada es, simultáneamente, esa aparente paradoja, ese aparente oxímoron de realidad-sueño, o realidad-fábula; ese elemento o criatura que fusiona las cosas y el Ser»[1]. Se diría que, a través de los espacios naturales y domésticos, Eliseo Diego recrea, con denodado vigor, el tiempo ido, hasta fundir, en una abigarrada –a veces inextricable– plasticidad sinestésica, ideas y anhelos, sensaciones y emociones superpuestas, sujeto y objeto, simbolizados todos ellos en la piedra, la penumbra o el polvo. Estos tres elementos físicos, tangibles o intangibles, sólidos o volátiles, cimentan la memoria del poeta para devolverlo a su infancia:

y ya voy figurándome que soy algún portón insomne
que fijamente mira el ruido suave de las sombras
alrededor de las columnas distraídas y grandes en su calma.[2]

La densidad del discurso, rayana por momentos en la ambigüedad, como si el poeta se envolviera en una neblinosa atmósfera en lugar de rescatar recuerdos concretos, la recoge un versículo protéico, aglutinante, que da peso y volumen a lo evocado y cuya extensión sugiere la de la Calzada misma. «En la paz del domingo» se dice que:

Estaba la Calzada hecha de sucesivas piedras como los versos bien
trabados de un salmo
[…]
Hombro con hombro las casas parecían una muralla tan sencilla y
pura como la terquedad de un pobre.

Ya desde el ritmo versicular, de inevitables reminiscencias bíblicas, amén de otras alusiones del plano semántico, se suscita la dimensión sagrada del libro, aunque, como bien apunta Coronel Urtecho, citado por Milena Rodríguez, «la religiosidad de la poesía de Eliseo Diego, por lo demás tan honda, solo se comunica como algo subyacente, sobreentendido…»[3]. Por esto, según matiza Milena, «en el poemario se conjugan, así, lo sagrado y lo profano, lo trascendente y la cotidianidad»[4]. El hecho de que Diego titulara su libro En la Calzada de Jesús del Monte, cuando décadas antes de su nacimiento dicha calle pasó a denominarse Avenida 10 de Octubre con motivo de la independencia de Cuba, nos avisa ya de las fervorosas inclinaciones del poeta.
      Sin embargo, esta suerte de fe afectiva en el poder resurrecto de la memoria, donde «la familiar baranda me rehace las manos / y el portal, como un padre, mis días me devuelve»[5], da paso, en algunos poemas, a un asomo de extrañeza que en toda su obra posterior se convierte en inquietante perplejidad y abierto desengaño del mundo. De ahí que el poeta mexicano Antonio Deltoro, con su habitual finura crítica, observe que Diego sabe «colocar la inocencia en un fondo de dolor y melancolía.»[6] Quizá, bajo esta nostálgica luz haya que leer estos últimos versos de «Voy a nombrar las cosas», poema rimado salvo su estrofa final, como síntoma de un inminente desacuerdo interior:

Y nombraré las cosas, tan despacio
que cuando pierda el Paraíso de mi calle
y mis olvidos me la vuelvan sueño,
pueda llamarlas de pronto con el alba.

En correspondencia con este desgaste anímico o carencia de entusiasmo, el demorado versículo convive, incluso en un mismo poema, con metros menores que anticipan ya la gran variedad formal de Eliseo Diego, cuya audacia técnica le anima a escribir un poema en versículos rimados, como sucede en el titulado «En la marmolería».
      La crítica, en general, subraya el cambio de tono poético que propone En la Calzada de Jesús del Monte, debido a su íntimo recogimiento, respecto a la apabullante batería metafórica de Lezama Lima. Sin embargo, siendo clara la distinción estética entre ambos poetas, este primer libro de versos de Diego conserva aún, por los insinuantes y ambiguos vislumbres de la memoria, que hallan su razón de ser en un apretado espesor expresivo de tintes herméticos, un indudable fondo barroco, cuyo rastro se pierde ya en Por los extraños pueblos (1958), su segunda entrega poética.
      Después de tantos años de no pasear por la Calzada de Eliseo Diego, me doy cuenta de que prefiero la despojada lucidez de su poesía madura, donde la afilada conciencia del paso del tiempo no encuentra consuelo posible, como en estos versos de su último libro, Cuatro de oros, publicado en vida del poeta, y que parecen una arrepentida réplica a otros más reconfortantes de En la Calzada de Jesús del Monte:

¡Ah, Dios, pues no hace tanto
que regresé por esta acera rota
de vuelta a casa, sí, desde la escuela!
[…]
¿No son los mismos álamos dorados
bajo la escarcha de aquel mismo polvo?[7]

FRANCISCO JOSÉ CRUZ
______________________

[1] «El sitio en que tan bien se está: caminando con Eliseo Diego por su Calzada de Jesús del Monte», introducción de Milena Rodríguez a En la Calzada de Jesús del Monte de Eliseo Diego (Pre-textos, Valencia, 2020), pág 47.
[2] «El primer discurso».
[3] Opus cit., pág. 36.
[4] Opus cit., pág. 37.
[5] «La casa».
[6] «Eliseo Diego o el misterio de la normalidad» de Antonio Deltoro (en revista Palimpsesto nº 15, Carmona, 1999), pág 51; recogido posteriormente en Favores recibidos de Antonio Deltoro (FCE, México, 2012), pág.40.
[7] «No hace tanto», en La sed de lo perdido de Eliseo Diego (ed. de A. Fernández Ferrer, Siruela, Madrid, 1993), pág. 250.












Publicado en Sibila, revista de Arte, Música y Literatura, n.º 67 (abril, 2022)

  

martes, 21 de junio de 2022

LOS VERSOS APÁTRIDAS DE FABIO MORÁBITO por Francisco José Cruz

Allá por 1996, recién iniciada mi correspondencia con el poeta Antonio Deltoro, recibí de su parte un paquete con libros suyos y de algunos amigos, entre ellos, De lunes todo el año de Fabio Morábito, de quien solo tenía noticias vagas. Pocas noches después de este generoso regalo, a punto ya de acostarnos, Chari, mi mujer, cogió dicho volumen con la mera intención de ojearlo y, de pie, en nuestro cuarto de estudio, me leyó «Corteza», primer poema que oí de su autor, cuya concentrada sobriedad nos atrajo de tal modo que nos incitó a leer al día siguiente las demás piezas del conjunto. En él, Morábito, nacido en Alejandría, criado en Milán –la tierra natal de sus padres– y trasladado en su adolescencia a México, donde, desde entonces, vive y escribe en español, desgrana con transparente y contenida intensidad su doble desarraigo geográfico y lingüístico.

      La entusiasta lectura de De lunes todo el año nos animó a publicarle en 1997, dentro de nuestra colección Palimpsesto, cuando aún su obra era desconocida casi por completo en España, El buscador de sombras: doce poemas inéditos –integrados luego en Alguien de lava–, más una entrevista que le hice a modo de epílogo. A partir de aquellos lejanos días, la obra de Fabio Morábito resulta para mí, debido a sus genuinos enfoques y limpieza expresiva, un estimulante modelo de inimitable rigor, al punto de que en 1999 escribí un extenso artículo[1] relacionándola con el mundo bucólico, a la luz de su ensayo Los pastores sin ovejas.

      En diciembre de 2002, aprovechando una gira literaria por Barcelona y Madrid, Fabio nos visitó en Carmona, ciudad de la provincia de Sevilla, donde residimos y, aunque pasamos juntos solo unas horas, conversamos en casa con la relajada soltura que nos daba nuestro ya largo trato epistolar. Este fue el primer encuentro cara a cara o mano a mano, al que siguieron otros en Sevilla, México y de nuevo Carmona, con motivo de diversos eventos poéticos. Ellos reafirmaron mi idea de un hombre cabal, coherente y auténtico, cuya cordialidad, dentro de un sincero interés por el prójimo, lo protege, sin embargo, de un exceso de confianza mal entendida. Esta suerte de reserva última se proyecta, a mi juicio, en la resistencia interior del árbol, expresada por los versos del poema ya aludido: 

CORTEZA

De niño me gustaba
desprenderla,
limpiar el tronco,
dejar al descubierto
la verde urgencia
de otra capa,
sentir abajo
de los dedos
la rectitud del árbol,
sentirlo atareado
allá en lo alto,
en otro mundo,
indiferente a mis mordiscos,
capaz de sostenerse
sin corteza,
capaz de reponerse
de cualquier ofensa.

       Siempre he sentido que su fortaleza de carácter contrarresta la irredenta condición de nómada, presente ya en su primer libro, Lotes baldíos. El sentimiento de no pertenecer del todo a ninguna parte, lejos de abocarlo a la nostalgia o la queja, desarrolla en él una aguda conciencia de la provisionalidad, cuya aceptación refrenda y recrea sin remilgos su intransferible mundo poético. Muchos poemas, sobre todo de esta primera época, nos hablan, desde distintas perspectivas, de ese estado de transición o tiempo suspendido en que consiste la espera del emigrante. De aquí su gusto por los viejos edificios o a medio construir y por los terrenos abandonados, capaces de suscitar expectativas alentadoras que pronto se esfuman como otros tantos espejismos. En este orden de cosas, el poeta reconoce que "tal vez por eso un algo / de irrealidad me nutre, /de eterna despedida".[2] 

      Los tempranos cambios de lugar influyen desde niño en su retraimiento y atenúan su efusividad comunicativa, causa, quizá, del cauteloso trato con los suyos –germen a veces del remordimiento– y, en general, con sus semejantes. Confesional y recatada a la vez, esta poesía, de sutiles líneas divisorias entre realidades contiguas, es la de un solitario que busca pasar inadvertido para, desde la distancia justa, ver y oír a los demás. A la caza de detalles ordinarios, no insólitos, Morábito es el espía de las ventanas encendidas en la noche y de los ruidos domésticos detrás de las paredes. De este modo indirecto, se integra en la corriente de la vida, sin ser notado: "No quiero, pese a todo, / muros gruesos, / tan gruesos que no oiga / el silencio de los otros".[3] 

      Acorde con este perfil huidizo, Morábito evita las conclusiones rotundas y los argumentos acabados, en favor de las digresiones sinuosas, de «la palabra plástica, no rígida»[4], cualidad aprendida del oficio de su padre, quien trabajó en materiales plásticos. Esta actitud se acentúa en sus últimos libros, cuyos poemas, partiendo de una idea o situación concreta, proceden mediante merodeos e imprevistas vueltas de tuercas hasta asomarse, a veces, al callejón sin salida de lo absurdo. Tales desvíos temáticos se sostienen en calculadas repeticiones y en una rara habilidad para poner en contacto elementos muy disímiles entre sí, técnica surrealista que, sin embargo, Morábito aplica a una poesía racional y cotidiana, de tono narrativo. Estas asociaciones inesperadas, al principio inconexas, conforme discurre el poema, se van acercando hasta, entrelazándose, formar una red de sentidos, donde no queda un cabo suelto. Se diría que, en los casos más notorios, uno asiste al proceso mismo de su escritura. Son muy ilustrativas estas líneas de su texto «Surcos»: 

Para huir del tedio del salón de clase acostumbraba en mis primeros años escolares trazar en una hoja una carretera imaginaria, una línea sinuosa que la cruzaba de un extremo a otro y a la que después yo añadía unas desviaciones para que ganara complejidad. La recorría con el lápiz una y otra vez, hasta que las líneas se convertían en surcos, luego abría nuevas desviaciones que se convertían en nuevos surcos, y así hasta cubrir la hoja con una red intrincada de caminos[5].

       En el fondo, aunque por la irregularidad métrica y el zigzagueo del discurso parezca lo contrario, hay aquí una estricta concepción de la unidad compositiva en pos de la cual «el encabalgamiento es inmejorable para amortiguar el brillo de los versos, porque inyecta una saludable ración de prosa»[6], que facilita su interdependencia. La misma estructura formal de esta poesía, a través de sus enroscadas evoluciones y su, digámoslo así, retórica de caracol, manifiesta, de modo subrepticio, la falta de una identidad determinante, a la vez que, paradójicamente, el carácter escurridizo de una obra que, escrita al sesgo de viejas tradiciones, rehúye las afirmaciones definitivas. Quizá por esto, abundan en ella los poemas que meditan sobre el fenómeno creativo, apoyándose casi siempre en experiencias personales, ajenas a priori al ejercicio literario, pero que la pericia especulativa de su autor acaba involucrando con cualquier aspecto teórico o práctico del hecho poético.

      En resumidas cuentas, los versos apátridas de Fabio Morábito, al unir, con sui generis discreción, biografía y pensamiento, suponen tanto un incisivo interrogante de la existencia como un refugio ante ella.

FRANCISCO JOSÉ CRUZ
Abril de 2022

[1] «Fabio Morábito, el pastor entrañable» por Francisco José Cruz (en Deshora n.º 7, Medellín, Colombia, abril de 2001)

[2] «Tres ciudades», en Lotes baldíos (FCE, México, 1985).

[3] «No quiero, pese a todo» (en Alguien de lava, Era, México, 2002).

[4] «Mi padre siempre trabajó en lo mismo» (en Alguien de lava, opus. cit.)

[5] El idioma materno (Sexto Piso, México, 2014)

[6] «Algunas preguntas a Fabio Morábito para saber un poco menos» (entrevista de Francisco José Cruz, en El buscador de sombras, col, Palimpsesto, Carmona, 1997).


https://latinamericanliteraturetoday.org/es/numero/22/

https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2022/06/los-versos-apatridas-de-fabio-morabito/



viernes, 17 de junio de 2022

El CANCIONERO ANÓNIMO OLVIDADO. Conferencia de Félix Grande en el II Encuentro Sevilla, Casa de los Poetas (19-nov-2005)

El poeta español Félix Grande ofreció una conferencia titulada " El Cancionero anónimo olvidado", el 19 de noviembre de 2005 en el II Encuentro Sevilla, Casa de los Poetas, "La poesía y los sentidos", dirigido por Francisco José Cruz, bajo los auspicios del Ayuntamiento hispalense, siendo delegado de Cultura Juan Carlos Marset.

Sevilla, Salón de la Caja de San Fernando, 19 de noviembre de 2005


viernes, 3 de junio de 2022

Pregón de FRANCISCO JOSÉ CRUZ en la I Feria del Libro de Carmona (21 mayo 2022)

Presentado por Ramón Gavira, concejal de Cultura y Patrimonio, Francisco José Cruz dio el pregón de la I Feria del Libro de Carmona, en la Casa Palacio de los Briones, sede de la Universidad Pablo de Olavide, el 21 de mayo de 2022.





Carmona, Casa Palacio de los Briones, 21 de mayo de 2022.

sábado, 7 de mayo de 2022

Recital de JUAN DIEGO en el I Encuentro Sevilla, Casa de los Poetas (21-febrero-2005)

El actor Juan Diego dio un recital de poemas de Luis Cernuda y César Vallejo el 21 de febrero de 2005, en el I Encuentro Sevilla, Casa de los Poetas, dirigido por Francisco José Cruz, bajo los auspicios del Ayuntamiento hispalense, siendo delegado de Cultura Juan Carlos Marset.

Real Alcázar de Sevilla, 21 de febrero de 2005.


jueves, 10 de marzo de 2022

ANTONIO REQUENI, POETA DE LAS EMOCIONES. Entrevista de Francisco José Cruz

Conocí a Antonio Requeni en mayo de 2017, cuando, movido por su afición viajera, decidió venir desinteresadamente a Carmona, acompañado de su esposa Virginia, para presentar en la casa palacio de los Briones —centro cultural de la Universidad Pablo de Olavide— su libro antológico
La palabra en el tiempo, que acabábamos de publicar en el nº 32 de la colección Palimpsesto. La intensa convivencia de aquellos días me confirmó la entrañable impresión que de él me causaron nuestras anteriores llamadas telefónicas. Así pues, me encontré con un hombre afable, bondadoso, tierno, ajeno a cualquier forma de vanidad y con una curiosidad por todo, impropia de sus 87 años. Su talante machadiano, receptivo y antidogmático se trasluce tanto en sus versos —imbuidos de lúcida y emotiva claridad– como en su acogedor trato humano. En febrero de 2018, aprovechando una invitación a Marruecos, volvió a visitarnos y pasamos juntos unas jornadas inolvidables para Chari y para mí, colmadas de conversaciones y de paseos por las encaladas calles del casco antiguo. Su entusiasmo y dinamismo parecían defenderlo del paso del tiempo. Al igual que el protagonista de El vejestorio, la novela inacabada de Italo Svevo, Antonio Requeni podría decir, de acuerdo con su íntima actitud vital, que «se me olvidaba que soy un viejo yo mismo». Poco después de su regreso a Buenos Aires, como si no se hubiera ido del todo de nuestra ciudad, nos envió este sentido romance de ocasión, inspirado en la densa niebla de aquella fría mañana de febrero en que nos asomamos a la entonces invisible vega carmonense:

                                          ROMANCE DE CARMONA

                                                                                            A Fran Cruz, que dictó los dos
                                                                                           primeros versos de este poema


                                         Tras el telón de la niebla
                                          se pone a cantar un gallo
                                          y la niebla se ilumina
                                          si el gallo sigue cantando.
                                          Carmona se despereza
                                          y murallas y palacios
                                          dialogan de piedra en piedra
                                          donde crece el jaramago. 
                                          La luz resbala en el aire
                                          y el ocre de los tejados
                                          mientras sus calles caminan
                                         –todas pintadas de blanco–
                                          Fran Cruz y su esposa Chari
                                          cogiditos de la mano.
                                          Los dos caminan, caminan,
                                          como en un silencio mágico.
                                          ¿A dónde los llevará
                                          la brújula de sus pasos?
                                          Fran Cruz y Chari visitan
                                          el taller de un artesano
                                          (poeta de la madera)[1]
                                          o la imprenta donde, acaso,
                                          le dan vida al Palimpsesto
                                          que aparecerá en verano.

                                          La niebla se ha descorrido.
                                          El día está levantando
                                          el oro de su mañana.
                                          Por el laberinto blanco
                                          de las calles de Carmona
                                          ellos siguen caminando.
                                          Fran Cruz y Chari caminan
                                          cogiditos de la mano.
                                          La ciudad se despereza.
                                          Y el gallo sigue cantando.

—Hijo de padres españoles emigrados a la Argentina, naciste en 1930 en la capital bonaerense, donde siempre has vivido, excepto desde los dos a los cinco años, cuando te trasladaste a España con tu familia para volver a tu país natal justo antes del comienzo de la Guerra Civil. ¿Qué impresiones o experiencias concretas te acompañan aún de tu infantil etapa española?

—A principios de 1933, mis padres, los dos valencianos, decidieron regresar e instalarse en Valencia con sus dos hijos: yo no había cumplido aún los 3 años y mi hermano era un año mayor. En Valencia nació mi hermana María Teresa. A mi padre no le fue bien económicamente y, en 1935, regresamos a Buenos Aires, pero siempre con la idea de volver a España. La Guerra Civil y la segunda guerra europea determinaron que nos quedáramos definitivamente en Buenos Aires. De Valencia solo conservo vagos recuerdos: la calle donde vivíamos, que se llamaba Gutenberg (¿una premonición?), un paseo por la Albufera y otro por la playa de la Malvarrosa. También unos carnavales en Ibiza, donde vivimos algunos meses. Un hermano de mi madre fue alcalde de la isla. No creo que esos dos años en España hayan tenido influencia (yo era muy pequeño), como la tuvieron después el ambiente familiar, el habla castiza de mis padres y las evocaciones nostálgicas, sobre todo de mi madre. Eso debe haber obrado en mi mente infantil con mayor intensidad.

—Háblame del ambiente familiar en que creciste y si favoreció de algún modo tu incipiente vocación literaria.

—Mi abuelo paterno, Antonio Fornes (yo me llamo Antonio por él) era dueño del café y restaurante Habana, en el centro de Valencia, a metros del Teatro Principal. Por allí pasó la bohemia literaria y artística de entonces. Uno de ellos fue Joaquín Sorolla, que además había sido condiscípulo de mi abuelo, y otro Vicente Blasco Ibáñez, que allí festejó el éxito de su novela Entre naranjos. Mi madre estudió en la Alianza Francesa (sabía francés) y había sido alumna de piano de los hermanos José y Amparo Iturbi. De pequeña compartió juegos con sus vecinitas Enriqueta Aub, hermana de Max, a quien recordaba como un chico muy travieso (les tiraba de las trenzas y les levantaba las faldas), y de Amparo Tárrega, hija del célebre compositor. A mi madre le gustaba la poesía; no escribía, pero copiaba poemas en un cuaderno que conservo: Bécquer, Campoamor, Amado Nervo... Ella alentó mi vocación. Con mi padre fue todo lo contrario. Era muy materialista y nunca se llevó bien con mi madre. Se disgustó cuando supo que yo escribía versos. Era empresario, tenía una pequeña curtiduría dedicada a fabricar suelas para el calzado y quería que sus hijos continuaran su actividad industrial. Yo lo decepcioné. En vez de dedicarme a lo más arrastrado que hay en el mundo, que son las suelas de los zapatos, me consagré a lo más elevado: la poesía. Y me gané la vida como periodista.

—¿Cuándo cobraste realmente conciencia de tu condición de poeta y quiénes te ayudaron a fortalecerla?

—Desde muy chico fui aficionado a las historietas (los tebeos, como llaman en España). Entre los 11 y los 13, devoré las novelas de Julio Verne, que fueron mi iniciación en el goce de la lectura. A los 15 o 16 me enamoré de una jovencita que viajaba en el tranvía que me llevaba todos los días de la escuela a casa, pero nunca me atreví a decirle nada. Ese sentimiento me incitó a leer los versos románticos de Bécquer. Fue mi descubrimiento de la poesía; una emoción que me llevó a buscar libros de otros poetas. Ese nuevo mundo verbal de imágenes, músicas y emotividad me cautivó. Leí mucha poesía y como de mucho leer a escribir hay un paso, me puse yo también a borronear unos versos ingenuos, candorosos, cursis, que me hicieron creer que yo también podía ser poeta.

—En numerosas ocasiones, has confesado que no te reconoces en tus cuatro primeros libros de poemas. ¿Qué encontraste en ellos para desestimarlos, después de haberlos publicado, y cómo viviste este proceso de arrepentimiento hasta descubrir tu propio tono?

—En el último año del bachillerato, tuve como profesor de Literatura a un notable poeta: González Carbalho. Pertenecía cronológicamente a la generación de Borges, pero no había entre ellos afinidad. Su generosidad lo convirtió en mi mentor y padrino literario. Me prestó libros, me enseñó a redactar sonetos tomando como ejemplo los Sonetos espirituales de Juan Ramón Jiménez, y en 1951 prologó mi primer libro, de cuyo título no quiero acordarme. En ese modesto volumen perduraba todavía aquel candor e ingenuidad que, sin embargo, González Carbalho alabó por considerarlo un rasgo de inocencia y autenticidad. El afán de publicar, la vanidad seguramente, me llevaron a dar a la imprenta, durante la década de los '50, tres libros más. Hice en ellos algún adelanto, pero aún no encontraba una voz propia. Conocí entonces a Rafael Alberti por mediación de González Carbalho, quien había sido amigo también de García Lorca cuando el granadino estuvo en Buenos Aires, y lo era de Pablo Neruda, que le dedicó un poema de su Canto general. Frecuenté, además, a otros poetas mayores que me ayudaron a crecer literariamente y a avergonzarme de aquellos pobrecitos versos iniciales. Creo haber encontrado recién un tono más personal en el libro Umbral del horizonte, de 1960, que escribí después de un largo viaje por Europa. Habría que aclarar que también influyó en mi evolución la amistad con poetas de mi edad, herederos, como yo, de la más brillante generación de poetas argentinos, los que escribieron entre 1920 y 1950.

—Opuesta a las transgresiones experimentales o al hermetismo intelectual de cierta poesía contemporánea, la tuya es siempre clara y emotiva. ¿A qué puede deberse el descrédito del sentimiento y, por ende, la pérdida del poder comunicativo en las artes de hoy y cómo ha afectado, para bien o para mal, a tu trayectoria poética?

—En el momento de escribir, no estoy pensando en el posible lector, pero subconscientemente, siempre escribo con el deseo de ser leído. Jamás me sentí atraído por la ruptura, la transgresión, por lograr una originalidad que dejara de lado la transparencia, el ritmo y la emoción, elementos que no son en sí mismos la poesía, pero contribuyen a suscitarla. En las primeras décadas del siglo pasado se produjo en el mundo un proceso de desintegración de las formas en la pintura, en la música y también en la poesía. Este fenómeno abrió nuevas dimensiones de conocimiento, pero interrumpió la función comunicativa del arte. Aquella «inmensa minoría» de personas normalmente cultas y sensibles que leían poesía dejaron de leerla. A la gente ya no le interesa la poesía porque a los poetas no les interesa la gente, sino los especialistas e iniciados. Borges dijo: «Antes los poemas se escribían para ser leídos. Ahora se escriben para ser escritos.» Puede ser que a mí me consideren un poeta anacrónico, pasatista, pero prefiero seguir escribiendo una poesía inteligible.

—En la nota autobiográfica que encabeza tu antología La palabra en el tiempo (Col. Palimpsesto, Carmona, 2017), te consideras hijo de la poesía española. ¿A qué estilos y obras te refieres en concreto? ¿Te hace sentirte extraño, dentro de la poesía argentina, esta entrañable filiación?

—En las clases de Literatura del último año del bachillerato, debíamos leer a los poetas del Siglo de Oro. A mis compañeros les resultaban aburridos y a mí me fascinaban. Siempre disfruté leyendo los clásicos; ellos contribuyeron a mi amor por la lengua y a que me afirmara en mis raíces. Amo la Argentina, donde vivo y formé una familia, pero a veces me siento como desterrado de una patria anterior; soy consciente de que fluyen en mis venas siglos de sangre valenciana. Siento una suerte de parentesco espiritual con Machado, Juan Ramón y los poetas del 27. En la Argentina, por lo general, y seguramente por la gravitación de Borges, que admiraba la cultura anglosajona y menospreciaba la española (únicamente salvaba a Cervantes, Quevedo, Gracián, Unamuno y muy pocos más), los poetas prefirieron el magisterio de poetas de otras nacionalidades. Yo soy de los pocos argentinos que –como escribió Santiago Sylvester– sigo cantando en las ramas de un árbol que hunde las raíces en la vieja poesía castellana.

—En 2003, publicaste Antirrefranero poético, una breve plaqueta que recoge un ramillete de reflexiones estéticas, partiendo de la reinterpretación de dichos y refranes populares. Uno de ellos reza: «Tanto va la poesía a la fuente que al fin parece nueva.» Se diría que, después de un siglo de experimentos e imposturas inimaginables, la vuelta a las formas tradicionales representa hoy la heterodoxia renovadora. ¿Qué encuentras en ellas y en la suave combinación de metros clásicos, como el endecasílabo y el alejandrino, que no te da el verso libre?

—La poesía no cambia, resplandece en la eternidad; lo que cambia son los caminos para llegar a ella; los versos de Neruda o Vallejo no son superiores a los de Garcilaso o Góngora. Son distintos. Cada poeta responde al espíritu de su época, a contextos que varían según las instancias sociales, psicológicas, costumbristas, etc. Volver a las fuentes no es una involución, un retroceso, sino el contacto con diferentes estilos, con otras incitaciones conceptuales y estéticas. Yo vuelvo a menudo al Siglo de Oro y hago descubrimientos que antes no había advertido (Quevedo es, en ese sentido, inagotable). En cuanto al endecasílabo y el alejandrino, creo que son los metros que mejor reflejan la belleza del verso. Yo me aficioné tanto a las once sílabas que cuando empecé a trabajar como periodista, las crónicas me salían en endecasílabos. Luego debía ir rompiéndolos para que la crónica no pareciera un poema. Últimamente los límites entre los géneros parecen borrarse. En la prosa caben los ingredientes típicos del poema como la imagen y la metáfora, pero no el ritmo; el ritmo del verso no es el mismo de la prosa. Si tomamos dos versos de la «Égloga I» de Garcilaso: «Corrientes aguas, puras, cristalinas, / árboles que os estáis mirando en ellas», y alteramos el orden de las palabras: «Aguas corrientes puras y cristalinas / en ellas se están mirando los árboles», decimos lo mismo y con las mismas palabras, pero ya no es poesía sino prosa, hemos alterado el ritmo, la música. El verso libre también puede albergar belleza y sugestión, a condición de que posea una fluencia rítmica (Whitman, Neruda, Aleixandre). Hoy se escriben versos que llaman «libres», pero, al carecer de ritmo, no son sino prosa dispuesta en la forma tipográfica del verso.

—Si no me equivoco, en tu concepción de las cosas, la poesía no es algo distinto de la vida, sino que forma parte de ella. De ahí, quizá, tu confianza en el lenguaje poético y tu felicidad por la belleza que transmite. Poemas como «Ese hombre que escribe» o «Milan Kundera» así lo atestiguan. Este último rechaza la tajante afirmación del novelista checo de que la poesía ha muerto. Háblame de cuanto te comento, relacionándolo también con tu bella e insólita «Poesía-ficción»:

                           Los poetas trabajan en sus laboratorios.
                           Encerrados en cápsulas asépticas
                           piensan el mundo, se concentran, dictan
                           a un grabador palabras en cadena
                           que generan minúsculos escándalos.
                          Por túneles de vidrio se encaminan
                          luego al salón de datos donde cambian
                          cómplices guiños, fórmulas sutiles,
                          sonrisas llenas de sabiduría.

                          Afuera están los miembros de la tribu.
                          Una manada de rinocerontes.

—Yo no sé si la vida tiene sentido, pero la poesía me hace creer que sí lo tiene. No concibo la vida sin la poesía y sin la música, que es mi otro fervor. Las dos forman parte ineludible de mi vida. Creo que ese sentimiento está presente en los dos poemas que citas. Respecto del último, «Poesía-ficción», es una ironía, una velada crítica a ciertos colegas que escriben versos muy inteligentes, muy sutiles, pero sin sujeto ni anécdota, como si fueran pensamientos que se piensan a sí mismos, y que únicamente entienden unos pocos compañeros de ruta. Como la ciencia, que solo la entienden los científicos. Jean Cocteau dijo que los poetas modernos le sugerían la imagen de un grupo de mandarines diciéndose secretos al oído. Del otro lado están los «rinocerontes», expresión que tomé prestada de Ionesco.

—Tus versos, impregnados de ternura y delicadeza, celebran la vida, precisamente, porque conocen el dolor y la fugacidad. En uno de esos antirrefranes tuyos, a los que ya hemos aludidos, dices que «El poeta sabe por viejo, pero más sabe por niño.» ¿Cómo crees que interviene en tu escritura la inocencia, esa suerte de predisposición al asombro?

—Si descartamos los primeros versos pronunciados por Dios: «Hágase la luz / y la luz se hizo», el primer poema del hombre primitivo debe de haber sido el «¡Oh!» o el «¡Ah!» que surgió de su perplejidad, de su asombro al ver abrirse una flor o al estremecerse ante un relámpago en el cielo. Creo recordar que esta reflexión ya la hizo Alfonso Reyes en su delicioso libro La experiencia literaria. El asombro genera poesía, sobre todo en los niños, que son poetas en estado puro. Dices que mis versos celebran la vida. Es verdad, creo que mi poesía, directa o indirectamente, siempre reflejó una emocionada gratitud a la vida y a su incesante misterio. Ha sido una poesía celebrante. Pero últimamente, al ir envejeciendo y tomar conciencia de la fugacidad, de que todo acabará para mí en un futuro cada vez más próximo, esa celebración ha ido adquiriendo un sesgo melancólico.

—Tu poesía serena, meditativa e íntima no escamotea, sin embargo, el dolor ajeno, abordándolo con una especie de compasión, a la vez, impotente y culpable. «Juanito Laguna», «Museo del Oro de Bogotá», «Naranjera de Asunción», «Niño dormido en un zaguán de América» o «Kaddish por un zapato roto» son ejemplos a este respecto. En este último poema, conmovido ante el holocausto, pides incluso perdón por estar vivo. En tu caso, a diferencia de poetas sociales, reivindicativos, siempre te fijas en seres humanos concretos, indefensos e inmersos en circunstancias determinadas. Háblame de esta veta testimonial de tu obra.

—El ejercicio del periodismo me dio la oportunidad de viajar. Menos Ecuador, conozco todos los países sudamericanos y algunos de Centroamérica. También de Europa, Asia y África. Admiré paisajes, monumentos antiguos, tesoros artísticos, y experimenté ante ellos la emoción del tiempo y de la historia. Pero también me interesó la vida de la gente. En ese sentido, golpeó mi sensibilidad el espectáculo de criaturas condenadas por la pobreza o la injusticia en algunos lugares de América o en una «villa miseria» de la Argentina, así como los dolorosos testimonios contemplados en el Museo del Holocausto, en Jerusalén. Al margen de consideraciones sociológicas o ideológicas, lo que me movilizó para escribir fue el aspecto humano, el sentimiento de impotencia y hasta de culpa por haber sido feliz mientras ellos sufrían. Por esos poemas, un crítico me puso la etiqueta de «poeta social». No la rechazo, pero prefiero el adjetivo testimonial. Me preguntas sobre esa veta y te respondo: creo que toda mi poesía es testimonial. Nunca escribí sobre temas abstractos. Salvo varios poemas narrativos, productos de la imaginación, siempre traté de dar testimonio de una experiencia, un sentimiento, un momento de vida.

—«Leopardi en Recanatti» o «Teorema de la relatividad», referido a Albert Einstein, son dos hondos poemas que resaltan, por encima de la importancia de sus obras, la fragilidad humana de estos personajes célebres de la cultura. ¿Es el desconocimiento del mundo, más que su revelación, el tema esencial de la poesía?

—Siempre me impresionó la vulnerabilidad humana, la insuficiencia de la vida en personas que podríamos considerar superiores mental o espiritualmente. En el poema sobre Einstein quise describir a un hombre que, después de haber descifrado relevantes incógnitas físicas o matemáticas, se descubre pequeño, humanamente frágil, ante el inconmensurable misterio de la Creación. En el poema sobre Leopardi traté de fijar el momento en el que ese joven maltrecho, giboso, precozmente erudito, que pasa las horas escribiendo y leyendo libros en seis o siete idiomas, siente que cambiaría toda su sabiduría por la sonrisa de una muchacha que vio por la ventana de la biblioteca de su padre. La perplejidad ante el desconocimiento del mundo, el tiempo y su fugacidad, el misterio de la muerte, el amor y la nostalgia son algunos de los temas esenciales de la poesía.

—De 1958 a 1994, ejerciste el periodismo en el diario La Prensa de Buenos Aires, amén de colaborar en muchas otras publicaciones con reportajes y artículos. Una selección de ellos está recogida en el volumen Temas y personajes (Prosa Editores, Buenos Aires, 2012). La profesión periodística, según tú mismo has dicho, volvió tu mirada al exterior, afinando así tu capacidad observadora, de la cual se ha beneficiado tu poesía. Pero yo te pregunto, ¿de qué manera tu sensibilidad poética te ha influido como periodista?

—Cuando empecé a trabajar como periodista, tenía 27 años y había publicado ya cuatro libros de versos. Aparte de su cuestionable calidad, podía advertirse en ellos un carácter introvertido que, en alguna medida, cambió gracias al periodismo. Dejé de mirarme el ombligo para dirigir mi mirada al exterior. Fue algo beneficioso para mi actitud ante la poesía; tuve una visión más amplia, se abrieron para mí nuevas dimensiones de la realidad. Por otra parte, el estilo austero, conciso que exigía el diario, ayudó a desentenderme de preciosismos, a escribir una poesía más sobria y a tener en cuenta al lector. La influencia de la poesía sobre el periodismo también fue gratificante. La sensibilidad poética obró sobre el reportero de modo que este, al ver y reflejar las cosas, también pusiera atención en el otro lado de las cosas. Sumar a la crónica de los hechos la intuición de sus íntimas connotaciones.

—Gracias al periodismo, no has dejado de viajar a lo largo y ancho del planeta, desde que, a finales de la década de los ’50 del siglo pasado, recorriste parte de Europa. Se podría pensar que aquel ya remoto viaje de niño a España fue, de algún modo, premonitorio. Más allá de títulos como «Toledo», «Santiago de Compostela», «Mar azul de Capri», «Sabbioneta», «Pompeya 79» o «Islas Eolias», poemas de tonos y asuntos distintos, ¿qué ha aportado a tu vida y a tu obra tu asidua experiencia de viajero?

—Aquel viaje a España con mis padres en 1933 pudo ser premonitorio, pero creo que fue durante la infancia y adolescencia, cuando la lectura de la serie de Los viajes extraordinarios de Verne y las novelas de Salgari, Stevenson y Walter Scott me inocularon el deseo de conocer otras geografías y otras gentes; un sueño que, afortunadamente, pude cumplir gracias al periodismo. Sin embargo, el viaje más importante de mi vida no estuvo determinado por el ejercicio de la profesión. En 1959, obtuve una media beca para estudiar en París. Yo trabajaba en La Prensa y pedí una licencia de seis meses. No me la concedieron porque la empresa no acostumbraba a otorgar esa clase de beneficios, pero me aconsejaron que renunciara y, al regreso, volverían a tomarme. Así fue, con la variante de que, en lugar de quedarme en Europa seis meses, permanecí prácticamente un año, de febrero a diciembre. Fue una gran experiencia. A los cuatro meses en París sumé otros meses en España, Italia, Bélgica, Holanda y Marruecos (en Marruecos vivía el mayor de mis primos y mi padrino de bautismo, que era licenciado en Letras y arabista). Fue un viaje iniciático, como el famoso Grand Tour del siglo XVIII Volví distinto, mi personalidad se enriqueció y también mi poesía. Umbral del horizonte, libro de 1960 que recoge versos de aquel período trashumante, es mejor que los que había escrito antes. Años después, gracias ya al periodismo, seguí viajando. Los viajes siempre me han abducido (de vez en cuando conviene poner una palabra rara para parecer culto). El contacto con otros ambientes, otras culturas, fueron experiencias que continuaron estimulándome para escribir. Sin duda, los viajes han sido un aporte importante en mi vida y en mi literatura.

—Entre el reportaje y el ensayo, se mueve tu Cronicón de las peñas de Buenos Aires (Ed. Corregidor, Buenos Aires, 1986), minucioso registro de la bohemia artística porteña a lo largo del siglo xx, donde, sin renunciar a hechos relevantes de la época como fondo de cuadro, se muestran los lugares en que los diversos cenáculos se reunían y las revistas en las que publicaban, algunas de gran repercusión, como Martín Fierro, la cual alcanzó una tirada de veinte mil ejemplares, algo insólito en nuestro días. ¿Qué te motivó a escribir tan singular libro?

—Cuando empecé a publicar, a principios de los años '50, asistí a alguna tertulia literaria, resabio de las que tuvieron su apogeo en las primeras décadas del siglo, promovidas por Rubén Darío cuando visitó la Argentina. Después, principalmente por razones políticas, esas reuniones bohemias se fueron disgregando. Existía algún volumen sobre los cafés porteños o sobre alguna peña literaria en particular, pero no un libro que registrara un panorama de todos esos cenáculos, una petite histoire, como dicen los franceses, de la vida literaria con sus personajes, anécdotas y vicisitudes. Durante varios años recogí testimonios de viejos escritores, pintores, músicos, periodistas, que habían sido protagonistas o testigos, e investigué en más de un archivo. Un trabajo menos literario que periodístico por el que me dieron el Primer Premio Municipal de Ensayo. En realidad, no es un ensayo, sino una crónica. O un cronicón, como lo titulé. El libro me dio muchas satisfacciones. El chileno José Donoso lo elogió, añadiendo que hacía falta un libro similar en su país. El Cronicón de las peñas de Buenos Aires se transformó en obra de consulta para otros investigadores. Me sentí feliz al escribirlo, en sumergirme en una de las épocas más brillantes de la creación literaria y artística argentina. El poeta Carlos Mastronardi decía que fue «la época de nuestros últimos hombres felices».

—En tu juventud, trataste a dos poetas de distintas generaciones y estéticas disímiles a la tuya. Me refiero a Alejandra Pizarnik y a Antonio Porchia. Háblame de tu relación con ambos y de esos rasgos, si los hay, que hayan podido quedar de sus obras en tus versos.

—Durante un tiempo veía a Antonio Porchia todos los sábados, pues él y yo concurríamos al taller de nuestro amigo José Luis Menghi, pintor. Se reunían en ese atelier otros pintores, escultores y escritores. Una suerte de peña. Porchia, hombre humilde, discreto, compartía las reuniones en silencio, pero cuando lo interrumpía era para decir algo importante. Su lucidez contrastaba con su apariencia de hombre sencillo, de aspecto poco intelectual, siempre con el mismo traje gris arrugado. Yo se lo presenté a Alejandra Pizarnik, a quien conocí de chica porque vivía cerca de su casa. Para mi joven e inteligente vecina, Porchia se convirtió en una suerte de maestro, casi de ídolo. Había entre ellos afinidad intelectual; ambos concebían la poesía como búsqueda, como una forma de conocimiento esencial. Yo los admiraba, pese a tener una visión distinta. Como había dicho Wallace Stevens, para mí la poesía era «la felicidad del lenguaje», una forma de arte, de belleza. Porchia y Alejandra iban más allá; ella, fascinada por Rimbaud y los surrealistas, con un desasosiego, con una desesperación que, al fin, tuvo consecuencia trágica. Éramos diferentes, pero nos respetábamos y queríamos. No creo que haya quedado algo de ellos en mi obra. Alejandra se burlaba cariñosamente al decirme que yo seguía siendo un romántico y que iba a morir aplastado por una lágrima.

—Sé que tienes la intención de reunir en un pequeño volumen las entrevistas que le hiciste a Borges en diferentes etapas de su vida. Tu poema «Gratitudes», una suerte de íntimo resumen vital, le rinde un implícito homenaje a través de su estructura enumerativa. Pese a que uno tiene la impresión de que se ha dicho ya todo sobre el maestro argentino, quizá demasiado, ¿cómo recuerdas tu trato con él y qué te atrae más de su obra?

—Para quienes escriben en mi país es difícil zafarse de la gravitación de Borges, sin duda uno de los más grandes genios literarios del siglo xx. Imposible plagiarlo sin que se note, aunque él decía que «hay que saber plagiar, porque si no se sabe plagiar, se debe tomar la precaución de ser original.» Pero algo de Borges se nos ha pegado a todos o a muchos poetas argentinos. Reconozco que la lectura de sus poemas me hizo escribir con mayor sobriedad. Tuve la fortuna de entrevistarlo en varias oportunidades; en su modesto departamento, en un café o caminando con él del brazo (por su ceguera) por las calles de Buenos Aires. Más que un ser humano, se diría que Borges era un ser literario. Daba la impresión de haberlo leído todo. Y de recordarlo. Cualquier tema que se le propusiera o surgiese durante una conversación, lo derivaba hacia la literatura. Tenía una memoria prodigiosa; solía citar versos y aún párrafos en prosa de los más variados escritores, en varios idiomas. Además, tenía mucho humor, un humor irónico, que a veces se ensañaba hasta con sus mejores amigos. No solo en su literatura, también en una charla circunstancial, colocaba un adjetivo o un adverbio que a nadie se le hubiera podido ocurrir. Una vez viajó al interior, con un acompañante, para dar una conferencia. Llegaron el día anterior y se alojaron en un hotel. A la mañana siguiente, Borges tardaba en salir de la habitación y el acompañante le golpeó la puerta. «¿Tiene algún problema, Borges?»–preguntó. Borges le respondió que no podía lavarse la cara porque había un problema en el grifo (no salía el chorro, solo goteaba). «¿Cuál es el problema, Borges, no sale el agua?» Y Borges: «Sí, sale, pero con escrúpulos.»
Espero que este año aparezca un pequeño volumen o plaqueta con los reportajes que le hice en distintos momentos, publicación que se cerrará con una entrevista a su hermana Norah, realizada poco antes de su muerte.

—Tu obra poética es breve, quizá porque, como tú mismo sueles repetir, solo escribes cuando tienes verdadera necesidad de ello. ¿En qué notas, dentro de lo que pueda razonarse esta cuestión tan misteriosa, esas incitaciones que te abocan, digámoslo así, al poema, esos indicios que te convencen de que vas a componerlo? Al hilo de este asunto, ¿qué elementos te son prioritarios para empezar a escribir un poema? Háblame, en fin, de tu proceso creador.

—El proceso creador de todo artista es difícil de analizar, algo muy misterioso. Los novelistas, los ensayistas, cuando se ponen a escribir, saben lo que quieren: desarrollar un relato en el primer caso y una reflexión en el segundo. No pasa lo mismo con el poeta; escribe cuando se lo impone una palabra, una imagen, una experiencia de vida; empieza respondiendo a una inexplicable incitación, a la intuición más que al raciocinio. Tal es mi caso que, creo, también es el de la mayoría de los versicultores. A veces al leer un libro, al ver jugar a unos chicos, al oír una conversación en la calle, o durante un insomnio, siento que viene a mi mente una idea poética, una palabra que podría ser el comienzo de un verso. Entonces, obedeciendo a ese mandato misterioso, voy ensayando, tanteando mentalmente una asociación verbal, una imagen, una metáfora, que termina convirtiéndose en poema. Es un proceso individual difícil de explicar. Rilke decía que el primer verso lo dictan los ángeles. Yo creo que no solo el primero: todos.

—Después de bastante tiempo sin que te visitaran las musas, has vuelto a abrirles la puerta para que te dictaran algunos poemas en este aciago 2020. Curiosamente, el despertar de tu letargo poético ha coincidido con la pandemia vírica que asola al mundo entero. ¿Qué relación hay entre este desastre y tu vuelta al verso?

—Aunque decirlo parezca absurdo y hasta perverso, la pandemia tuvo para mí, o, mejor dicho, para mi presunta condición de poeta, un efecto positivo. Después de mucho tiempo de sequía creativa, la musa volvió a acariciarme. El tiempo que impuso la extensísima cuarentena lo cubrí escuchando música y leyendo como nunca había podido hacerlo (habría que aclarar que, a esta altura de mi vida, la literatura y la música son dos placeres que no me han abandonado). Y la musa me dictó unos catorce o quince poemas, algunos de los cuales tienen un dejo nuevo en mi estilo, otros hablan de experiencias más íntimas. Como digo en una de esas composiciones, frente al virus homicida, ante el temor y la impotencia, «siempre nos salva la literatura.»

—Al contrario que tus poemas «Pequeña oda a Marcel Marceau» y «Los niños», radiantes de jubilosa frescura, el titulado «Geriátrico» nos da una visión sombría, desolada de la vejez. A tus 90 años, sin embargo, mantienes una vitalidad y una lucidez envidiables. A esta edad, ¿qué conclusiones sacas de la vida? ¿Pesa más en ti el entusiasmo que te caracteriza o el pesimismo propio del paso del tiempo?

—El año pasado, en plena pandemia, cumplí 90 años. Muchos para un cuerpo que acusa ya los problemas de esa edad crepuscular, cada día más cerca de la noche: diabetes, una ligera insuficiencia cardíaca y otros inconvenientes propios del desgaste físico; pero son problemas que conciernen al cuerpo. Yo estoy bien, todavía no aprendí a ser un anciano. Debería comportarme como un nonagenario, pero no sé cómo se hace. Mental y espiritualmente me siento como si no tuviera 90 sino 45. Soy consciente, sin embargo, de que voy bajando los últimos peldaños, y esa circunstancia me hizo escribir últimamente algunos poemas un tanto tristones. Creo que el saldo de mi vida es positivo. Tuve más momentos de felicidad que de aflicción. Hoy siento la satisfacción de verme rodeado de seres que me quieren: esposa, hijos, nietos, amigos. Es mi mayor recompensa, a la que debería agregar el privilegio de que la musa o el angelito me han dictado algunos poemas que, aunque a nadie importaran, justifican para mí el paso por esta vida tan pródiga y misteriosa.

Carmona-Buenos Aires, diciembre de 2020
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[1] Antonio Requeni se refiere al reconocido y ya nonagenario carpintero local Eduardo Buzón, quien amablemente le abrió las puertas de su taller.

Publicada en Palimpsesto n.º 36 (Carmona, 2021)