jueves, 10 de marzo de 2022

ANTONIO REQUENI, POETA DE LAS EMOCIONES. Entrevista de Francisco José Cruz

Conocí a Antonio Requeni en mayo de 2017, cuando, movido por su afición viajera, decidió venir desinteresadamente a Carmona, acompañado de su esposa Virginia, para presentar en la casa palacio de los Briones —centro cultural de la Universidad Pablo de Olavide— su libro antológico
La palabra en el tiempo, que acabábamos de publicar en el nº 32 de la colección Palimpsesto. La intensa convivencia de aquellos días me confirmó la entrañable impresión que de él me causaron nuestras anteriores llamadas telefónicas. Así pues, me encontré con un hombre afable, bondadoso, tierno, ajeno a cualquier forma de vanidad y con una curiosidad por todo, impropia de sus 87 años. Su talante machadiano, receptivo y antidogmático se trasluce tanto en sus versos —imbuidos de lúcida y emotiva claridad– como en su acogedor trato humano. En febrero de 2018, aprovechando una invitación a Marruecos, volvió a visitarnos y pasamos juntos unas jornadas inolvidables para Chari y para mí, colmadas de conversaciones y de paseos por las encaladas calles del casco antiguo. Su entusiasmo y dinamismo parecían defenderlo del paso del tiempo. Al igual que el protagonista de El vejestorio, la novela inacabada de Italo Svevo, Antonio Requeni podría decir, de acuerdo con su íntima actitud vital, que «se me olvidaba que soy un viejo yo mismo». Poco después de su regreso a Buenos Aires, como si no se hubiera ido del todo de nuestra ciudad, nos envió este sentido romance de ocasión, inspirado en la densa niebla de aquella fría mañana de febrero en que nos asomamos a la entonces invisible vega carmonense:

                                          ROMANCE DE CARMONA

                                                                                            A Fran Cruz, que dictó los dos
                                                                                           primeros versos de este poema


                                         Tras el telón de la niebla
                                          se pone a cantar un gallo
                                          y la niebla se ilumina
                                          si el gallo sigue cantando.
                                          Carmona se despereza
                                          y murallas y palacios
                                          dialogan de piedra en piedra
                                          donde crece el jaramago. 
                                          La luz resbala en el aire
                                          y el ocre de los tejados
                                          mientras sus calles caminan
                                         –todas pintadas de blanco–
                                          Fran Cruz y su esposa Chari
                                          cogiditos de la mano.
                                          Los dos caminan, caminan,
                                          como en un silencio mágico.
                                          ¿A dónde los llevará
                                          la brújula de sus pasos?
                                          Fran Cruz y Chari visitan
                                          el taller de un artesano
                                          (poeta de la madera)[1]
                                          o la imprenta donde, acaso,
                                          le dan vida al Palimpsesto
                                          que aparecerá en verano.

                                          La niebla se ha descorrido.
                                          El día está levantando
                                          el oro de su mañana.
                                          Por el laberinto blanco
                                          de las calles de Carmona
                                          ellos siguen caminando.
                                          Fran Cruz y Chari caminan
                                          cogiditos de la mano.
                                          La ciudad se despereza.
                                          Y el gallo sigue cantando.

—Hijo de padres españoles emigrados a la Argentina, naciste en 1930 en la capital bonaerense, donde siempre has vivido, excepto desde los dos a los cinco años, cuando te trasladaste a España con tu familia para volver a tu país natal justo antes del comienzo de la Guerra Civil. ¿Qué impresiones o experiencias concretas te acompañan aún de tu infantil etapa española?

—A principios de 1933, mis padres, los dos valencianos, decidieron regresar e instalarse en Valencia con sus dos hijos: yo no había cumplido aún los 3 años y mi hermano era un año mayor. En Valencia nació mi hermana María Teresa. A mi padre no le fue bien económicamente y, en 1935, regresamos a Buenos Aires, pero siempre con la idea de volver a España. La Guerra Civil y la segunda guerra europea determinaron que nos quedáramos definitivamente en Buenos Aires. De Valencia solo conservo vagos recuerdos: la calle donde vivíamos, que se llamaba Gutenberg (¿una premonición?), un paseo por la Albufera y otro por la playa de la Malvarrosa. También unos carnavales en Ibiza, donde vivimos algunos meses. Un hermano de mi madre fue alcalde de la isla. No creo que esos dos años en España hayan tenido influencia (yo era muy pequeño), como la tuvieron después el ambiente familiar, el habla castiza de mis padres y las evocaciones nostálgicas, sobre todo de mi madre. Eso debe haber obrado en mi mente infantil con mayor intensidad.

—Háblame del ambiente familiar en que creciste y si favoreció de algún modo tu incipiente vocación literaria.

—Mi abuelo paterno, Antonio Fornes (yo me llamo Antonio por él) era dueño del café y restaurante Habana, en el centro de Valencia, a metros del Teatro Principal. Por allí pasó la bohemia literaria y artística de entonces. Uno de ellos fue Joaquín Sorolla, que además había sido condiscípulo de mi abuelo, y otro Vicente Blasco Ibáñez, que allí festejó el éxito de su novela Entre naranjos. Mi madre estudió en la Alianza Francesa (sabía francés) y había sido alumna de piano de los hermanos José y Amparo Iturbi. De pequeña compartió juegos con sus vecinitas Enriqueta Aub, hermana de Max, a quien recordaba como un chico muy travieso (les tiraba de las trenzas y les levantaba las faldas), y de Amparo Tárrega, hija del célebre compositor. A mi madre le gustaba la poesía; no escribía, pero copiaba poemas en un cuaderno que conservo: Bécquer, Campoamor, Amado Nervo... Ella alentó mi vocación. Con mi padre fue todo lo contrario. Era muy materialista y nunca se llevó bien con mi madre. Se disgustó cuando supo que yo escribía versos. Era empresario, tenía una pequeña curtiduría dedicada a fabricar suelas para el calzado y quería que sus hijos continuaran su actividad industrial. Yo lo decepcioné. En vez de dedicarme a lo más arrastrado que hay en el mundo, que son las suelas de los zapatos, me consagré a lo más elevado: la poesía. Y me gané la vida como periodista.

—¿Cuándo cobraste realmente conciencia de tu condición de poeta y quiénes te ayudaron a fortalecerla?

—Desde muy chico fui aficionado a las historietas (los tebeos, como llaman en España). Entre los 11 y los 13, devoré las novelas de Julio Verne, que fueron mi iniciación en el goce de la lectura. A los 15 o 16 me enamoré de una jovencita que viajaba en el tranvía que me llevaba todos los días de la escuela a casa, pero nunca me atreví a decirle nada. Ese sentimiento me incitó a leer los versos románticos de Bécquer. Fue mi descubrimiento de la poesía; una emoción que me llevó a buscar libros de otros poetas. Ese nuevo mundo verbal de imágenes, músicas y emotividad me cautivó. Leí mucha poesía y como de mucho leer a escribir hay un paso, me puse yo también a borronear unos versos ingenuos, candorosos, cursis, que me hicieron creer que yo también podía ser poeta.

—En numerosas ocasiones, has confesado que no te reconoces en tus cuatro primeros libros de poemas. ¿Qué encontraste en ellos para desestimarlos, después de haberlos publicado, y cómo viviste este proceso de arrepentimiento hasta descubrir tu propio tono?

—En el último año del bachillerato, tuve como profesor de Literatura a un notable poeta: González Carbalho. Pertenecía cronológicamente a la generación de Borges, pero no había entre ellos afinidad. Su generosidad lo convirtió en mi mentor y padrino literario. Me prestó libros, me enseñó a redactar sonetos tomando como ejemplo los Sonetos espirituales de Juan Ramón Jiménez, y en 1951 prologó mi primer libro, de cuyo título no quiero acordarme. En ese modesto volumen perduraba todavía aquel candor e ingenuidad que, sin embargo, González Carbalho alabó por considerarlo un rasgo de inocencia y autenticidad. El afán de publicar, la vanidad seguramente, me llevaron a dar a la imprenta, durante la década de los '50, tres libros más. Hice en ellos algún adelanto, pero aún no encontraba una voz propia. Conocí entonces a Rafael Alberti por mediación de González Carbalho, quien había sido amigo también de García Lorca cuando el granadino estuvo en Buenos Aires, y lo era de Pablo Neruda, que le dedicó un poema de su Canto general. Frecuenté, además, a otros poetas mayores que me ayudaron a crecer literariamente y a avergonzarme de aquellos pobrecitos versos iniciales. Creo haber encontrado recién un tono más personal en el libro Umbral del horizonte, de 1960, que escribí después de un largo viaje por Europa. Habría que aclarar que también influyó en mi evolución la amistad con poetas de mi edad, herederos, como yo, de la más brillante generación de poetas argentinos, los que escribieron entre 1920 y 1950.

—Opuesta a las transgresiones experimentales o al hermetismo intelectual de cierta poesía contemporánea, la tuya es siempre clara y emotiva. ¿A qué puede deberse el descrédito del sentimiento y, por ende, la pérdida del poder comunicativo en las artes de hoy y cómo ha afectado, para bien o para mal, a tu trayectoria poética?

—En el momento de escribir, no estoy pensando en el posible lector, pero subconscientemente, siempre escribo con el deseo de ser leído. Jamás me sentí atraído por la ruptura, la transgresión, por lograr una originalidad que dejara de lado la transparencia, el ritmo y la emoción, elementos que no son en sí mismos la poesía, pero contribuyen a suscitarla. En las primeras décadas del siglo pasado se produjo en el mundo un proceso de desintegración de las formas en la pintura, en la música y también en la poesía. Este fenómeno abrió nuevas dimensiones de conocimiento, pero interrumpió la función comunicativa del arte. Aquella «inmensa minoría» de personas normalmente cultas y sensibles que leían poesía dejaron de leerla. A la gente ya no le interesa la poesía porque a los poetas no les interesa la gente, sino los especialistas e iniciados. Borges dijo: «Antes los poemas se escribían para ser leídos. Ahora se escriben para ser escritos.» Puede ser que a mí me consideren un poeta anacrónico, pasatista, pero prefiero seguir escribiendo una poesía inteligible.

—En la nota autobiográfica que encabeza tu antología La palabra en el tiempo (Col. Palimpsesto, Carmona, 2017), te consideras hijo de la poesía española. ¿A qué estilos y obras te refieres en concreto? ¿Te hace sentirte extraño, dentro de la poesía argentina, esta entrañable filiación?

—En las clases de Literatura del último año del bachillerato, debíamos leer a los poetas del Siglo de Oro. A mis compañeros les resultaban aburridos y a mí me fascinaban. Siempre disfruté leyendo los clásicos; ellos contribuyeron a mi amor por la lengua y a que me afirmara en mis raíces. Amo la Argentina, donde vivo y formé una familia, pero a veces me siento como desterrado de una patria anterior; soy consciente de que fluyen en mis venas siglos de sangre valenciana. Siento una suerte de parentesco espiritual con Machado, Juan Ramón y los poetas del 27. En la Argentina, por lo general, y seguramente por la gravitación de Borges, que admiraba la cultura anglosajona y menospreciaba la española (únicamente salvaba a Cervantes, Quevedo, Gracián, Unamuno y muy pocos más), los poetas prefirieron el magisterio de poetas de otras nacionalidades. Yo soy de los pocos argentinos que –como escribió Santiago Sylvester– sigo cantando en las ramas de un árbol que hunde las raíces en la vieja poesía castellana.

—En 2003, publicaste Antirrefranero poético, una breve plaqueta que recoge un ramillete de reflexiones estéticas, partiendo de la reinterpretación de dichos y refranes populares. Uno de ellos reza: «Tanto va la poesía a la fuente que al fin parece nueva.» Se diría que, después de un siglo de experimentos e imposturas inimaginables, la vuelta a las formas tradicionales representa hoy la heterodoxia renovadora. ¿Qué encuentras en ellas y en la suave combinación de metros clásicos, como el endecasílabo y el alejandrino, que no te da el verso libre?

—La poesía no cambia, resplandece en la eternidad; lo que cambia son los caminos para llegar a ella; los versos de Neruda o Vallejo no son superiores a los de Garcilaso o Góngora. Son distintos. Cada poeta responde al espíritu de su época, a contextos que varían según las instancias sociales, psicológicas, costumbristas, etc. Volver a las fuentes no es una involución, un retroceso, sino el contacto con diferentes estilos, con otras incitaciones conceptuales y estéticas. Yo vuelvo a menudo al Siglo de Oro y hago descubrimientos que antes no había advertido (Quevedo es, en ese sentido, inagotable). En cuanto al endecasílabo y el alejandrino, creo que son los metros que mejor reflejan la belleza del verso. Yo me aficioné tanto a las once sílabas que cuando empecé a trabajar como periodista, las crónicas me salían en endecasílabos. Luego debía ir rompiéndolos para que la crónica no pareciera un poema. Últimamente los límites entre los géneros parecen borrarse. En la prosa caben los ingredientes típicos del poema como la imagen y la metáfora, pero no el ritmo; el ritmo del verso no es el mismo de la prosa. Si tomamos dos versos de la «Égloga I» de Garcilaso: «Corrientes aguas, puras, cristalinas, / árboles que os estáis mirando en ellas», y alteramos el orden de las palabras: «Aguas corrientes puras y cristalinas / en ellas se están mirando los árboles», decimos lo mismo y con las mismas palabras, pero ya no es poesía sino prosa, hemos alterado el ritmo, la música. El verso libre también puede albergar belleza y sugestión, a condición de que posea una fluencia rítmica (Whitman, Neruda, Aleixandre). Hoy se escriben versos que llaman «libres», pero, al carecer de ritmo, no son sino prosa dispuesta en la forma tipográfica del verso.

—Si no me equivoco, en tu concepción de las cosas, la poesía no es algo distinto de la vida, sino que forma parte de ella. De ahí, quizá, tu confianza en el lenguaje poético y tu felicidad por la belleza que transmite. Poemas como «Ese hombre que escribe» o «Milan Kundera» así lo atestiguan. Este último rechaza la tajante afirmación del novelista checo de que la poesía ha muerto. Háblame de cuanto te comento, relacionándolo también con tu bella e insólita «Poesía-ficción»:

                           Los poetas trabajan en sus laboratorios.
                           Encerrados en cápsulas asépticas
                           piensan el mundo, se concentran, dictan
                           a un grabador palabras en cadena
                           que generan minúsculos escándalos.
                          Por túneles de vidrio se encaminan
                          luego al salón de datos donde cambian
                          cómplices guiños, fórmulas sutiles,
                          sonrisas llenas de sabiduría.

                          Afuera están los miembros de la tribu.
                          Una manada de rinocerontes.

—Yo no sé si la vida tiene sentido, pero la poesía me hace creer que sí lo tiene. No concibo la vida sin la poesía y sin la música, que es mi otro fervor. Las dos forman parte ineludible de mi vida. Creo que ese sentimiento está presente en los dos poemas que citas. Respecto del último, «Poesía-ficción», es una ironía, una velada crítica a ciertos colegas que escriben versos muy inteligentes, muy sutiles, pero sin sujeto ni anécdota, como si fueran pensamientos que se piensan a sí mismos, y que únicamente entienden unos pocos compañeros de ruta. Como la ciencia, que solo la entienden los científicos. Jean Cocteau dijo que los poetas modernos le sugerían la imagen de un grupo de mandarines diciéndose secretos al oído. Del otro lado están los «rinocerontes», expresión que tomé prestada de Ionesco.

—Tus versos, impregnados de ternura y delicadeza, celebran la vida, precisamente, porque conocen el dolor y la fugacidad. En uno de esos antirrefranes tuyos, a los que ya hemos aludidos, dices que «El poeta sabe por viejo, pero más sabe por niño.» ¿Cómo crees que interviene en tu escritura la inocencia, esa suerte de predisposición al asombro?

—Si descartamos los primeros versos pronunciados por Dios: «Hágase la luz / y la luz se hizo», el primer poema del hombre primitivo debe de haber sido el «¡Oh!» o el «¡Ah!» que surgió de su perplejidad, de su asombro al ver abrirse una flor o al estremecerse ante un relámpago en el cielo. Creo recordar que esta reflexión ya la hizo Alfonso Reyes en su delicioso libro La experiencia literaria. El asombro genera poesía, sobre todo en los niños, que son poetas en estado puro. Dices que mis versos celebran la vida. Es verdad, creo que mi poesía, directa o indirectamente, siempre reflejó una emocionada gratitud a la vida y a su incesante misterio. Ha sido una poesía celebrante. Pero últimamente, al ir envejeciendo y tomar conciencia de la fugacidad, de que todo acabará para mí en un futuro cada vez más próximo, esa celebración ha ido adquiriendo un sesgo melancólico.

—Tu poesía serena, meditativa e íntima no escamotea, sin embargo, el dolor ajeno, abordándolo con una especie de compasión, a la vez, impotente y culpable. «Juanito Laguna», «Museo del Oro de Bogotá», «Naranjera de Asunción», «Niño dormido en un zaguán de América» o «Kaddish por un zapato roto» son ejemplos a este respecto. En este último poema, conmovido ante el holocausto, pides incluso perdón por estar vivo. En tu caso, a diferencia de poetas sociales, reivindicativos, siempre te fijas en seres humanos concretos, indefensos e inmersos en circunstancias determinadas. Háblame de esta veta testimonial de tu obra.

—El ejercicio del periodismo me dio la oportunidad de viajar. Menos Ecuador, conozco todos los países sudamericanos y algunos de Centroamérica. También de Europa, Asia y África. Admiré paisajes, monumentos antiguos, tesoros artísticos, y experimenté ante ellos la emoción del tiempo y de la historia. Pero también me interesó la vida de la gente. En ese sentido, golpeó mi sensibilidad el espectáculo de criaturas condenadas por la pobreza o la injusticia en algunos lugares de América o en una «villa miseria» de la Argentina, así como los dolorosos testimonios contemplados en el Museo del Holocausto, en Jerusalén. Al margen de consideraciones sociológicas o ideológicas, lo que me movilizó para escribir fue el aspecto humano, el sentimiento de impotencia y hasta de culpa por haber sido feliz mientras ellos sufrían. Por esos poemas, un crítico me puso la etiqueta de «poeta social». No la rechazo, pero prefiero el adjetivo testimonial. Me preguntas sobre esa veta y te respondo: creo que toda mi poesía es testimonial. Nunca escribí sobre temas abstractos. Salvo varios poemas narrativos, productos de la imaginación, siempre traté de dar testimonio de una experiencia, un sentimiento, un momento de vida.

—«Leopardi en Recanatti» o «Teorema de la relatividad», referido a Albert Einstein, son dos hondos poemas que resaltan, por encima de la importancia de sus obras, la fragilidad humana de estos personajes célebres de la cultura. ¿Es el desconocimiento del mundo, más que su revelación, el tema esencial de la poesía?

—Siempre me impresionó la vulnerabilidad humana, la insuficiencia de la vida en personas que podríamos considerar superiores mental o espiritualmente. En el poema sobre Einstein quise describir a un hombre que, después de haber descifrado relevantes incógnitas físicas o matemáticas, se descubre pequeño, humanamente frágil, ante el inconmensurable misterio de la Creación. En el poema sobre Leopardi traté de fijar el momento en el que ese joven maltrecho, giboso, precozmente erudito, que pasa las horas escribiendo y leyendo libros en seis o siete idiomas, siente que cambiaría toda su sabiduría por la sonrisa de una muchacha que vio por la ventana de la biblioteca de su padre. La perplejidad ante el desconocimiento del mundo, el tiempo y su fugacidad, el misterio de la muerte, el amor y la nostalgia son algunos de los temas esenciales de la poesía.

—De 1958 a 1994, ejerciste el periodismo en el diario La Prensa de Buenos Aires, amén de colaborar en muchas otras publicaciones con reportajes y artículos. Una selección de ellos está recogida en el volumen Temas y personajes (Prosa Editores, Buenos Aires, 2012). La profesión periodística, según tú mismo has dicho, volvió tu mirada al exterior, afinando así tu capacidad observadora, de la cual se ha beneficiado tu poesía. Pero yo te pregunto, ¿de qué manera tu sensibilidad poética te ha influido como periodista?

—Cuando empecé a trabajar como periodista, tenía 27 años y había publicado ya cuatro libros de versos. Aparte de su cuestionable calidad, podía advertirse en ellos un carácter introvertido que, en alguna medida, cambió gracias al periodismo. Dejé de mirarme el ombligo para dirigir mi mirada al exterior. Fue algo beneficioso para mi actitud ante la poesía; tuve una visión más amplia, se abrieron para mí nuevas dimensiones de la realidad. Por otra parte, el estilo austero, conciso que exigía el diario, ayudó a desentenderme de preciosismos, a escribir una poesía más sobria y a tener en cuenta al lector. La influencia de la poesía sobre el periodismo también fue gratificante. La sensibilidad poética obró sobre el reportero de modo que este, al ver y reflejar las cosas, también pusiera atención en el otro lado de las cosas. Sumar a la crónica de los hechos la intuición de sus íntimas connotaciones.

—Gracias al periodismo, no has dejado de viajar a lo largo y ancho del planeta, desde que, a finales de la década de los ’50 del siglo pasado, recorriste parte de Europa. Se podría pensar que aquel ya remoto viaje de niño a España fue, de algún modo, premonitorio. Más allá de títulos como «Toledo», «Santiago de Compostela», «Mar azul de Capri», «Sabbioneta», «Pompeya 79» o «Islas Eolias», poemas de tonos y asuntos distintos, ¿qué ha aportado a tu vida y a tu obra tu asidua experiencia de viajero?

—Aquel viaje a España con mis padres en 1933 pudo ser premonitorio, pero creo que fue durante la infancia y adolescencia, cuando la lectura de la serie de Los viajes extraordinarios de Verne y las novelas de Salgari, Stevenson y Walter Scott me inocularon el deseo de conocer otras geografías y otras gentes; un sueño que, afortunadamente, pude cumplir gracias al periodismo. Sin embargo, el viaje más importante de mi vida no estuvo determinado por el ejercicio de la profesión. En 1959, obtuve una media beca para estudiar en París. Yo trabajaba en La Prensa y pedí una licencia de seis meses. No me la concedieron porque la empresa no acostumbraba a otorgar esa clase de beneficios, pero me aconsejaron que renunciara y, al regreso, volverían a tomarme. Así fue, con la variante de que, en lugar de quedarme en Europa seis meses, permanecí prácticamente un año, de febrero a diciembre. Fue una gran experiencia. A los cuatro meses en París sumé otros meses en España, Italia, Bélgica, Holanda y Marruecos (en Marruecos vivía el mayor de mis primos y mi padrino de bautismo, que era licenciado en Letras y arabista). Fue un viaje iniciático, como el famoso Grand Tour del siglo XVIII Volví distinto, mi personalidad se enriqueció y también mi poesía. Umbral del horizonte, libro de 1960 que recoge versos de aquel período trashumante, es mejor que los que había escrito antes. Años después, gracias ya al periodismo, seguí viajando. Los viajes siempre me han abducido (de vez en cuando conviene poner una palabra rara para parecer culto). El contacto con otros ambientes, otras culturas, fueron experiencias que continuaron estimulándome para escribir. Sin duda, los viajes han sido un aporte importante en mi vida y en mi literatura.

—Entre el reportaje y el ensayo, se mueve tu Cronicón de las peñas de Buenos Aires (Ed. Corregidor, Buenos Aires, 1986), minucioso registro de la bohemia artística porteña a lo largo del siglo xx, donde, sin renunciar a hechos relevantes de la época como fondo de cuadro, se muestran los lugares en que los diversos cenáculos se reunían y las revistas en las que publicaban, algunas de gran repercusión, como Martín Fierro, la cual alcanzó una tirada de veinte mil ejemplares, algo insólito en nuestro días. ¿Qué te motivó a escribir tan singular libro?

—Cuando empecé a publicar, a principios de los años '50, asistí a alguna tertulia literaria, resabio de las que tuvieron su apogeo en las primeras décadas del siglo, promovidas por Rubén Darío cuando visitó la Argentina. Después, principalmente por razones políticas, esas reuniones bohemias se fueron disgregando. Existía algún volumen sobre los cafés porteños o sobre alguna peña literaria en particular, pero no un libro que registrara un panorama de todos esos cenáculos, una petite histoire, como dicen los franceses, de la vida literaria con sus personajes, anécdotas y vicisitudes. Durante varios años recogí testimonios de viejos escritores, pintores, músicos, periodistas, que habían sido protagonistas o testigos, e investigué en más de un archivo. Un trabajo menos literario que periodístico por el que me dieron el Primer Premio Municipal de Ensayo. En realidad, no es un ensayo, sino una crónica. O un cronicón, como lo titulé. El libro me dio muchas satisfacciones. El chileno José Donoso lo elogió, añadiendo que hacía falta un libro similar en su país. El Cronicón de las peñas de Buenos Aires se transformó en obra de consulta para otros investigadores. Me sentí feliz al escribirlo, en sumergirme en una de las épocas más brillantes de la creación literaria y artística argentina. El poeta Carlos Mastronardi decía que fue «la época de nuestros últimos hombres felices».

—En tu juventud, trataste a dos poetas de distintas generaciones y estéticas disímiles a la tuya. Me refiero a Alejandra Pizarnik y a Antonio Porchia. Háblame de tu relación con ambos y de esos rasgos, si los hay, que hayan podido quedar de sus obras en tus versos.

—Durante un tiempo veía a Antonio Porchia todos los sábados, pues él y yo concurríamos al taller de nuestro amigo José Luis Menghi, pintor. Se reunían en ese atelier otros pintores, escultores y escritores. Una suerte de peña. Porchia, hombre humilde, discreto, compartía las reuniones en silencio, pero cuando lo interrumpía era para decir algo importante. Su lucidez contrastaba con su apariencia de hombre sencillo, de aspecto poco intelectual, siempre con el mismo traje gris arrugado. Yo se lo presenté a Alejandra Pizarnik, a quien conocí de chica porque vivía cerca de su casa. Para mi joven e inteligente vecina, Porchia se convirtió en una suerte de maestro, casi de ídolo. Había entre ellos afinidad intelectual; ambos concebían la poesía como búsqueda, como una forma de conocimiento esencial. Yo los admiraba, pese a tener una visión distinta. Como había dicho Wallace Stevens, para mí la poesía era «la felicidad del lenguaje», una forma de arte, de belleza. Porchia y Alejandra iban más allá; ella, fascinada por Rimbaud y los surrealistas, con un desasosiego, con una desesperación que, al fin, tuvo consecuencia trágica. Éramos diferentes, pero nos respetábamos y queríamos. No creo que haya quedado algo de ellos en mi obra. Alejandra se burlaba cariñosamente al decirme que yo seguía siendo un romántico y que iba a morir aplastado por una lágrima.

—Sé que tienes la intención de reunir en un pequeño volumen las entrevistas que le hiciste a Borges en diferentes etapas de su vida. Tu poema «Gratitudes», una suerte de íntimo resumen vital, le rinde un implícito homenaje a través de su estructura enumerativa. Pese a que uno tiene la impresión de que se ha dicho ya todo sobre el maestro argentino, quizá demasiado, ¿cómo recuerdas tu trato con él y qué te atrae más de su obra?

—Para quienes escriben en mi país es difícil zafarse de la gravitación de Borges, sin duda uno de los más grandes genios literarios del siglo xx. Imposible plagiarlo sin que se note, aunque él decía que «hay que saber plagiar, porque si no se sabe plagiar, se debe tomar la precaución de ser original.» Pero algo de Borges se nos ha pegado a todos o a muchos poetas argentinos. Reconozco que la lectura de sus poemas me hizo escribir con mayor sobriedad. Tuve la fortuna de entrevistarlo en varias oportunidades; en su modesto departamento, en un café o caminando con él del brazo (por su ceguera) por las calles de Buenos Aires. Más que un ser humano, se diría que Borges era un ser literario. Daba la impresión de haberlo leído todo. Y de recordarlo. Cualquier tema que se le propusiera o surgiese durante una conversación, lo derivaba hacia la literatura. Tenía una memoria prodigiosa; solía citar versos y aún párrafos en prosa de los más variados escritores, en varios idiomas. Además, tenía mucho humor, un humor irónico, que a veces se ensañaba hasta con sus mejores amigos. No solo en su literatura, también en una charla circunstancial, colocaba un adjetivo o un adverbio que a nadie se le hubiera podido ocurrir. Una vez viajó al interior, con un acompañante, para dar una conferencia. Llegaron el día anterior y se alojaron en un hotel. A la mañana siguiente, Borges tardaba en salir de la habitación y el acompañante le golpeó la puerta. «¿Tiene algún problema, Borges?»–preguntó. Borges le respondió que no podía lavarse la cara porque había un problema en el grifo (no salía el chorro, solo goteaba). «¿Cuál es el problema, Borges, no sale el agua?» Y Borges: «Sí, sale, pero con escrúpulos.»
Espero que este año aparezca un pequeño volumen o plaqueta con los reportajes que le hice en distintos momentos, publicación que se cerrará con una entrevista a su hermana Norah, realizada poco antes de su muerte.

—Tu obra poética es breve, quizá porque, como tú mismo sueles repetir, solo escribes cuando tienes verdadera necesidad de ello. ¿En qué notas, dentro de lo que pueda razonarse esta cuestión tan misteriosa, esas incitaciones que te abocan, digámoslo así, al poema, esos indicios que te convencen de que vas a componerlo? Al hilo de este asunto, ¿qué elementos te son prioritarios para empezar a escribir un poema? Háblame, en fin, de tu proceso creador.

—El proceso creador de todo artista es difícil de analizar, algo muy misterioso. Los novelistas, los ensayistas, cuando se ponen a escribir, saben lo que quieren: desarrollar un relato en el primer caso y una reflexión en el segundo. No pasa lo mismo con el poeta; escribe cuando se lo impone una palabra, una imagen, una experiencia de vida; empieza respondiendo a una inexplicable incitación, a la intuición más que al raciocinio. Tal es mi caso que, creo, también es el de la mayoría de los versicultores. A veces al leer un libro, al ver jugar a unos chicos, al oír una conversación en la calle, o durante un insomnio, siento que viene a mi mente una idea poética, una palabra que podría ser el comienzo de un verso. Entonces, obedeciendo a ese mandato misterioso, voy ensayando, tanteando mentalmente una asociación verbal, una imagen, una metáfora, que termina convirtiéndose en poema. Es un proceso individual difícil de explicar. Rilke decía que el primer verso lo dictan los ángeles. Yo creo que no solo el primero: todos.

—Después de bastante tiempo sin que te visitaran las musas, has vuelto a abrirles la puerta para que te dictaran algunos poemas en este aciago 2020. Curiosamente, el despertar de tu letargo poético ha coincidido con la pandemia vírica que asola al mundo entero. ¿Qué relación hay entre este desastre y tu vuelta al verso?

—Aunque decirlo parezca absurdo y hasta perverso, la pandemia tuvo para mí, o, mejor dicho, para mi presunta condición de poeta, un efecto positivo. Después de mucho tiempo de sequía creativa, la musa volvió a acariciarme. El tiempo que impuso la extensísima cuarentena lo cubrí escuchando música y leyendo como nunca había podido hacerlo (habría que aclarar que, a esta altura de mi vida, la literatura y la música son dos placeres que no me han abandonado). Y la musa me dictó unos catorce o quince poemas, algunos de los cuales tienen un dejo nuevo en mi estilo, otros hablan de experiencias más íntimas. Como digo en una de esas composiciones, frente al virus homicida, ante el temor y la impotencia, «siempre nos salva la literatura.»

—Al contrario que tus poemas «Pequeña oda a Marcel Marceau» y «Los niños», radiantes de jubilosa frescura, el titulado «Geriátrico» nos da una visión sombría, desolada de la vejez. A tus 90 años, sin embargo, mantienes una vitalidad y una lucidez envidiables. A esta edad, ¿qué conclusiones sacas de la vida? ¿Pesa más en ti el entusiasmo que te caracteriza o el pesimismo propio del paso del tiempo?

—El año pasado, en plena pandemia, cumplí 90 años. Muchos para un cuerpo que acusa ya los problemas de esa edad crepuscular, cada día más cerca de la noche: diabetes, una ligera insuficiencia cardíaca y otros inconvenientes propios del desgaste físico; pero son problemas que conciernen al cuerpo. Yo estoy bien, todavía no aprendí a ser un anciano. Debería comportarme como un nonagenario, pero no sé cómo se hace. Mental y espiritualmente me siento como si no tuviera 90 sino 45. Soy consciente, sin embargo, de que voy bajando los últimos peldaños, y esa circunstancia me hizo escribir últimamente algunos poemas un tanto tristones. Creo que el saldo de mi vida es positivo. Tuve más momentos de felicidad que de aflicción. Hoy siento la satisfacción de verme rodeado de seres que me quieren: esposa, hijos, nietos, amigos. Es mi mayor recompensa, a la que debería agregar el privilegio de que la musa o el angelito me han dictado algunos poemas que, aunque a nadie importaran, justifican para mí el paso por esta vida tan pródiga y misteriosa.

Carmona-Buenos Aires, diciembre de 2020
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[1] Antonio Requeni se refiere al reconocido y ya nonagenario carpintero local Eduardo Buzón, quien amablemente le abrió las puertas de su taller.

Publicada en Palimpsesto n.º 36 (Carmona, 2021)