Me es difícil escribir sobre la poesía de
Francisco José Cruz por la adhesión y simpatía que tengo con ella. A tal sintonía
cordial, se añade otra dificultad: sus versos dicen lo que dicen con justeza y
verdad indudables, y puede uno quedar, si se atreve a una glosa, en ridículo.
Por eso he permanecido, salvo alguna excepción, en silencio, escuchando germinar
su belleza estricta, que no necesita más palabras que las suyas. Sin embargo,
como los editores y el poeta mismo me pidieron el prólogo de Un
vago escalofrío, por amor de lector y de amigo, no puedo
rehusarme, pero lo haré a condición de que me permitan, cosa que no es usual en
un prólogo, transcribir algunos poemas completos. Por otra parte, quisiera
hacer una advertencia: me concentraré, casi exclusivamente, en una veta de la
poesía de Francisco José Cruz y en la manera en que en este libro se hace más
ancha, proliferante y profunda.
El
miedo, que en esta poesía desempeña un papel protagónico y por lo tanto muy
característico e incluso estructural, es un miedo, paradójicamente, valiente.
Nace de mantener una actitud que encara a la muerte desde la vertical, sin
adornarla ni huirle. Esto se manifiesta, aun más allá de los títulos de los libros,
en la sobriedad de las formas y en la diversidad de situaciones cotidianas,
ordinarias y humanas que provocan sus versos, a los que rodea la muerte, a
veces, por ejemplo, convertida en una mosca.
No
conozco otro caso de sequedad mayor, de adhesión a la realidad cruda, a ras de
existencia, tan de frente, sin tapujos ni componendas, a tumba abierta, pero
con piedad y simpatía, que los poemas de Francisco José Cruz. Sus formas, desde
las más técnicas a las más personales, sus maneras de vivir y de enfrentarse al
«espanto seguro de estar mañana muerto» llevan rima asonante, en grado humano,
no son consonantes, a lo divino: ponen en versos medidos la incertidumbre. La
belleza de esta poesía proviene de su humanidad rigurosa, atenida al sentido
común, sin ornamentos, que sigue como línea la dignidad, que la hace posible y
compatible con ella.
Pese
a que Francisco José Cruz ciñe el verso a la experiencia, logra que el verso
nos hable de frente y al sesgo. Al sesgo nos dice una verdad poética; de
frente, un hecho. A veces lo que nos dice al sesgo entra tan profundo como un
machetazo de belleza; a veces también el hecho, no por cotidiano, es menos terrible.
Creo que para él no hay hecho que no tenga su sesgo de misterio y de sueño, a
veces de pesadilla.
Un vago escalofrío se titula este libro. Dos libros anteriores de
Francisco José Cruz se llaman: A morir no se aprende y
El espanto seguro. En los tres títulos asoma el
temor a la muerte y la fascinación ante nuestra predestinación a ella, que
vuelve un misterio nuestra vida habitual y, a veces, incluso, un afortunado misterio,
que se manifiesta con alegría (véase en este libro, por ejemplo, «Monólogo de
la nieve»). El título de un libro anterior a estos dos, Maneras
de vivir, parece que mira las cosas con otro fondo,
pero en él también está la muerte, claro, vista desde las diferentes maneras de
vivir, a través de las huellas que imprime a todo lo que vive.
El
verso del cual Un vago escalofrío toma
el título pertenece al poema «Lamento de Lázaro». Quisiera valerme de este
poema, que es el penúltimo del libro:
Qué
desgracia, Jesús,
que
tu así te dejaras
llevar
por el inmenso
dolor
de mis hermanas.
Ahora,
en el fondo, nadie
desea
estar conmigo
y
a ellas mismas les doy
un
vago escalofrío.
Te
olvidaste de mí
ante
la maravilla
de
levantar mi cuerpo
e
infundirle la vida.
Tu
maldito poder,
ay,
cómo me condena
a
morir otra vez.
La
conciencia de su predestinación a la muerte le viene a Lázaro reforzada por su
resurrección, de allí su terror y el terror de los que lo rodean: Lázaro, en
este poema, no es un héroe, sino una víctima, un pobre hombre, un ser como
todos, escogido como un ejemplo del «maldito poder». Incluso sus hermanas, que
lo querían hasta el grado de provocar un milagro, le temen y le huyen. Hay otro
poema, terrible y muy humano en un libro anterior, El
espanto seguro, que vinculo con este de Lázaro:
Pesadilla
Mis
padres murieron hace doce años.
A
veces sueño que vuelven y que tratan
de
vivir como si fuéramos los mismos
y
desde entonces nada hubiera cambiado.
Cómo
explicarles que ya no tienen casa,
que
muebles y dinero los repartimos,
naturalmente,
entre todos los hermanos.
Nos
miramos sin decir una palabra
hasta
que me despierto con gran alivio.
Regresar
de la muerte a la vida implica un estigma y un desastre, porque lo natural,
aunque terrible, es ir de la vida a la muerte: para vivir tenemos que dar la
espalda a los muertos (a los padres, sobre todo), desolidarizarnos con ellos y
asumir que esto mismo tendrán que hacer los que nos sobrevivan. Hay un poema
sobre este asunto en este libro, «Testamento» (que por cierto está escrito en
liras, como varios de este libro, entre ellos, el inicial y el final) y
recuerdo un poema sobre el mismo tema de A morir no se aprende,
«Imaginaciones mías», del que transcribo, como excepción, solamente un
fragmento:
Y
en el sopor severo
de
la siesta, imagino
que
he muerto hace unos meses
y
que tras el desorden
y
el dolor de semanas
incrédulas,
absortas,
mi
mujer reanuda su vida con la niña
como
antes de morirme.
La
vida está irremediablemente aquí, de este lado, y nada ni nadie nos puede decir
que pasa, si algo pasa, al otro lado, pero esto no puede dejar de inquietarnos
y de ser asunto de especulación y pesadillas. La poesía de Francisco José Cruz
abunda en especulaciones y pesadillas de lo que les sucede a algunos seres que
sobreviven la existencia a la que estaban destinados y continúan viviendo o
muriendo en un nicho, como Lázaro, separados de todos los seres que solo viven
y mueren una vez. Hay innumerables poemas y seres de este tipo en la poesía de Francisco
José Cruz. Aunque esto sucede de forma especial en Maneras
de vivir, también en Un
vago escalofrío hay unos cuantos, pero me estoy distrayendo
y, de paso, distrayendo al lector.
En
casi todos los poemas de Francisco José Cruz hay una comprensión lúcida y
terrible, al tiempo cómplice y piadosa, de lo que significa vivir la muerte en
carne viva. En una entrevista, que le hicimos Fabio Morabito y yo, con motivo
de su libro Maneras de vivir,
a una pregunta sobre la influencia del flamenco en su poesía, citaba una copla
anónima de los gitanos andaluces que contiene tanto la perplejidad ante la
muerte como la economía de recursos a la que aspira nuestro poeta:
Qué
quieres que tenga,
que
m’han dicho qu’a tu cuerpo
se
lo va comé la tierra.
Este
asombro, del que nunca se acaba de salir, adquiere en Un
vago escalofrío una particularidad notable. En sus páginas la
muerte acecha a una pareja de amantes y amenaza dejar al que quede con vida en
un desamparo incomparablemente mayor que la muerte. En Un
vago escalofrío, la condena a una terrible sobrevida, a
morir dos veces como Lázaro, a un espantoso paréntesis entre la muerte y la
muerte, se condensa en la certeza de que se disolverá el vínculo de por vida
entre el poeta y su mujer: solo es cuestión de tiempo.
El abrazo
Este
miedo a quedarnos
el
uno sin el otro,
a
no morirnos juntos
—hagamos
lo que hagamos,
aunque
estemos absortos
cada
cual en lo suyo—
nos
trenza en un abrazo
tan
carnal y redondo
que
da la vuelta al mundo,
como
si así los años
no
pasaran del todo
mientras
seamos uno…
hasta
que ya el cansancio
de
la vida, a su modo,
desate
nuestros músculos
y
quede entre mis brazos
tu
ausencia sin contorno
o
la mía en los tuyos.
En
Un vago escalofrío, desde un punto de vista y de ánimo
diferentes, se reitera, en varios poemas, el tema de la separación de los
amantes. Pero ya en El espanto seguro hay
un poema que lo trata:
Coplilla de amor
Quédate
conmigo,
no
me faltes nunca,
que
me vaya yo antes
por
mucho que sufras.
En
este tema, como en otros cuantos, Francisco José Cruz se repite para
profundizar. En un mundo que tiende a abarcar, a engrandecerse, a presumir, a
hincharse, a desparramarse, a no contenerse, que admira al ambicioso, al hombre
que se afana y tiene metas, Francisco José Cruz permanece en sí mismo, fiel a
sus afectos, no se mueve demasiado: ¿para qué, si la tierra se mueve y con ella
los muertos y los vivos? Tampoco es partidario de cambiarse de máscara:
No te quites la máscara
No
te quites la máscara,
confúndete
con ella
hasta
ajustártela
célula
a célula.
No
te la quites
ni
en soledad siquiera,
para
que olvides
que
la tienes puesta.
No
te quites la máscara
aunque
suenen huecas
a
veces tus palabras
a
través de ella.
No
te la quites nunca
ni
pruebes otras nuevas,
confórmate
con una,
la
que mejor te queda.
De
aceptar la máscara, en su búsqueda de unidad y duración, de congruencia con sus
modos y maneras, Francisco José Cruz adopta solo una. Lo caracteriza la
identidad con él mismo durante, que yo sepa, toda la vida, exigiéndose una conducta,
una forma de ser que vive el binomio poesía y verdad como vive el amor, la
pareja protagonista de su libro, o de por vida.
Así
como todos sus libros están dedicados a su mujer, en todos se rinde tributo al
romance: al «romance, río de la lengua», como diría Juan Ramón Jiménez,
presencia tutelar de la relación amorosa que está en el fondo de este libro. En
Un vago escalofrío hay muchos romances (como hay
muchas liras y canciones), entre ellos uno, cuyo título es el que sigue: «A
Jaume d’Olesa, quien en 1421, siendo estudiante en Bolonia, copió el romance más
antiguo que se conserva». Conjeturo que, escritos para durar, para permanecer
en la memoria, algunos de los poemas que contiene este libro, al igual que el
romance copiado en el siglo xv, perdurarán, quizás anónimos, dentro de seis
siglos, inmersos en el río de la lengua.
Los
poemas de Francisco José Cruz, generalmente pequeños, con rimas asonantes,
distribuidos en estrofas, tienen una estructura muy sólida, bien pensada. Están
sentidos con mucho tiempo, con una actitud que practica la congruencia y la fidelidad,
a la que asombra, sí, la diversidad, pero sobre todo que cada uno sea uno. Cada
poema de Francisco José Cruz, de igual manera, aspira a ser uno, con contornos,
con rasgos, con una ley y una manera de ser. Me asombra en esta poesía su
capacidad para darnos un mundo complejo y poblado, con seres que se pueden
individualizar, al mismo tiempo que son productos de una perseverancia en la
verdad que rechaza sin contemplaciones la mentira: los versos de Francisco José
Cruz nos sueltan verdades muy fuertes, justo porque son las que todos los
hombres enfrentamos; las expone encarnadas y amargas, sí, pero en poemas muy
bellos, cada uno con su materia y su sueño.
La
idea que Francisco José Cruz tiene del poeta es la de un ser responsable, por
eso es reacio a la pose o a la presunción en el poema o fuera de él. Le bastan
las personas y las cosas mas próximas, habitantes de una geografía sentimental de
radio pequeño, pero sentida y pensada con profundidad, que toca al lector para
siempre. Le bastan también unas pocas formas que mezcla con maestría. Todo lo
que escribe revela al andaluz seco, no florido, cuyo aspecto es el del junco
bien plantado en medio de una corriente de agua; por mucho que se mueva siempre
vuelve a la vertical y no pierde la compostura. A Francisco José Cruz esta
posición le viene, en gran parte, de la conciencia de que esta única vida, que
irremediablemente está destinada a un final, hay que salvaguardarla con honor para
hacerla muy digna. Este honor, que no es el del señorito, sino el del hombre
que sabe que va a morir y se comporta, es el que le exige las formas, al mismo
tiempo sobrias y musicales, que su poesía practica.
Ya
a punto de terminar este texto me doy cuenta de que he bordeado una idea que no
me he atrevido a decir plenamente y en pocas palabras: Un
vago escalofrío es, fundamentalmente y por encima de todo,
un libro de amor, de un amor no simultáneo, sino único, a una mujer y a la poesía:
Desde entonces
Como
leemos juntos
desde
hace tanto tiempo,
ya
tu voz son mis ojos
y
al oírte hasta veo
los
espacios en blanco
y
la pausa final de cada verso.
Así,
de línea en línea,
como
en lúcido sueño,
nos
fundimos en uno
durante
todo el texto
hasta
oírme en tu voz
y
tú callarte en mi absorto silencio.
Una
noche de agosto,
frente
al mar sanluqueño,
sacaste
de tu bolso
un
librito de versos
de
Juan Ramón Jiménez,
cuyas
hojas aún las mueve el viento.
Me
leíste —leímos—
un
rato en el paseo
marítimo.
Esa noche
la
carne se hizo verbo
o
el verbo se hizo carne
y
desde entonces vivimos completos.
Ciudad de México, febrero de 2015
Prólogo a Un vago escalofrío de
Francisco José Cruz (Editorial Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2015).