Humberto Ak'abal y Francisco José Cruz en la Plaza de San Fernando, conocida popularmente como Plaza de Arriba. Carmona, octubre de 2011. ©R.Acal |
En junio de 2001,
Humberto Ak’abal dio una memorable lectura en la Biblioteca Municipal de
Carmona para presentar el nº 16 de Palimpsesto,
en cuya colección editamos el volumen Todo tiene habla, una representativa antología de sus poemas hasta esa fecha. Desde
entonces, el poeta guatemalteco nos ha visitado varias veces más y ha
colaborado en la revista asiduamente con versos y prosas de diversa índole.
Esta entrevista es, pues, el lógico resultado de tan estrecha convivencia y, en
cierto modo, la culminación del conocimiento humano y literario de un hombre
cordial, de fácil trato, atento y comedido, cualidades que se corresponden con
su amplitud de miras y el espíritu acogedor de su poesía.
Cuando Chari y yo, leímos hace ya casi
tres lustros unos pocos poemas suyos, muy breves, en un número de la revista
colombiana Casa
de Poesía Silva, no sospechamos, ni por
asomo, que eran en realidad autotraducciones del maya k’iche’ y que adquirían
su cabal sentido en el conjunto de una obra arraigada con tenaz ahínco en los
mitos, costumbres y tradiciones de su cultura indígena, al punto de convertirse
–pese a su delicada intimidad– en la voz y la memoria de un pueblo zarandeado
por los violentos vientos de incesantes avatares históricos. Sin embargo, no
debemos confundir la condición étnica de Humberto Ak’abal –como por desgracia
le sucede a una parte de la crítica con demasiada frecuencia– con los valores
estéticos de su escritura. Aquélla nos interesa sólo en la medida en que nutre
el lenguaje y los temas más propios de este genuino poeta de dos lenguas y un
mundo.
―En «Ausencia
recuperada», breve y conmovedor texto autobiográfico, incluido en Todo tiene habla (2000),
confiesas que la pobreza de tus padres te dejó sin niñez. A los seis años ya
ayudabas a tu padre a cargar leña y muchos poemas tuyos, con una desnudez que
habla por sí sola, muestran las consecuencias individuales y colectivas de esta
situación, como «Cansancio», «Sin puertas», «Sal negra», «La esclava» o
«Lejanía». Este último reza así: «En este país pequeño/ todo queda lejos: // la
comida, / las letras, / la ropa…» ¿Qué sentimientos albergabas entonces ante
tantas carencias? ¿Cómo te defendías de ella y en qué aspectos han marcado tu
vida?
―Cuando
yo era pequeño no tenía conciencia de nuestra pobreza, para mí era normal andar
remendado o roto. Al entrar a la adolescencia y juventud me enfrenté a nuestra
realidad. Fue duro ese encontronazo, me dolió, sí, me dolió mucho.
Desgraciadamente, mi padre había caído en el alcoholismo y eso contribuyó a que
nuestra situación fuera aún más difícil. Experimenté un choque de sentimientos,
frustración, vergüenza, inseguridad. Y aquí mi madre fue un ejemplo y bastión
de dignidad. Ella me infundió el amor a los oficios y me incentivó a mirar la
vida con la frente en alto. Sacando fuerzas de no sé dónde, no me refugié en la
amargura ni en la envidia. Trabajé la tierra al lado de mi padre, fui tejedor
de cobijas elaboradas con lana de oveja y obrero. Me acomodé a mis limitaciones
económicas. Después del trabajo del día a día, buscando cómo paliar mis horas
libres, me propuse aprender a tocar guitarra con la ayuda de un amigo tejedor.
Acordes elementales, nada complicados, pues en el pueblo no había escuelas de música,
todo se hacía al oído. Eso fue una gran liberación, yo andaba por el pueblo con
ella al hombro, cantando, dando serenatas y haciendo algunos amigos. El hecho
de cantar y tocar me ayudó a agarrar seguridad.
Aparte de la guitarra, los libros fueron
un fuerte apoyo y vinieron a ocupar un lugar fundamental en mi vida, ayudándome
a superar paso a paso mis inseguridades. Desde entonces, me acostumbré a la
vida sencilla. No tengo lujos, mi casa es modesta. Aprendí que la felicidad no
depende de la pobreza ni de la abundancia.
Recuerdo que en una ocasión una de mis
traductoras francesas, que me conoció cuando yo aún era obrero, me dijo: «usted
siempre habla de su pobreza, pero yo le veo bien vestido». Había una razón
detrás de esa observación porque yo trabajaba en fábricas de ropa. Después de
haber comenzado como barrendero, aprendí a usar máquinas industriales y,
finalmente, llegué a diseñador. En las fábricas siempre había sobrantes de
telas y esos sobrantes los vendían a precio simbólico o nos lo regalaban. Con
ellos diseñaba y confeccionaba mis pantalones y camisas, y de allí que
anduviera «bien vestido», como diría mi traductora. Lo irónico era que mis
ropas eran de telas finas y yo andaba con zapatos viejos y sin un centavo en
los bolsillos. Esta circunstancia hizo que no se advirtiera mi pobreza.
Pero las paradojas me siguen. Ahora hay
gente que cree que tengo mucho dinero porque se entera que viajo a diferentes
países, invitado para leer mi poesía y hablar de ella. Cada vez que aparece
alguna noticia sobre mí en la prensa, piensa que me pagan un dineral por esas
notas. Qué difícil es explicar que no es así. Hasta un funcionario de cultura,
hace ya algunos años, casi a gritos me preguntó que cuánto dinero estaba yo recibiendo
de la comunidad europea. Pero aún hay cosas más absurdas o ridículas: uno de
esos políticos ignorantes me dijo que por qué no le dejaba yo un recuerdo al
pueblo, por ejemplo, que empedrara una calle; y otro, que por qué no construía
un teatro… Como ves, no ha sido fácil mi transitar por estos caminos. Y eso se
debe en gran parte a la pésima educación que tenemos en el país y a la falta de
cultura de lector.
―Según cuentas también
en el referido texto, los mayores de tu comunidad eran reacios a mandar a los
niños a la escuela por temor a contaminaciones ideológicas o religiosas. Para
evitar que fueran, incluso los ocultaban. Tu poema «Mi vecino», con la vivacidad
del diálogo, expresa la pena y posterior alegría de un muchacho por asistir a
la escuela, en la que, por cierto, sólo estuviste hasta los doce años. ¿Cómo
encajaste esta experiencia en su momento, pese a la desconfianza de la familia,
cuyos valores se asentaban en una cultura ágrafa? ¿Te supuso algún conflicto o
contradicción íntima entre el conocimiento heredado y el adquirido a través de
la enseñanza oficial?
―En
un principio yo tenía mucho miedo, aunque la curiosidad de ver y oír cosas
nuevas fue la clave en ese momento. Y, de alguna manera, también la sensación
de libertad me ayudó a sobreponerme al temor y mantener así mi interés por la
escuela. En este sentido, no tuve ningún conflicto conmigo mismo.
El problema fue el racismo,
discriminación o desprecio porque había un claro favoritismo hacia los
no-indígenas. Casi siempre eran los llamados para ponerlos delante de nosotros,
eran el rostro de la escuela, y a los inditos
(como solían llamarnos con despectivo paternalismo) siempre nos ponían atrás.
Aquí fue donde les di la razón a los viejos. Esa experiencia fue difícil, al
descubrir de golpe los dos mundos: el de los indígenas y el de los
no-indígenas. Y no podíamos quejarnos porque las cosas empeorarían. Las leyes
tampoco nos favorecían. Así que los abuelos le temían a la escuela por esas
duras experiencias.
Aparte de esto, los modestos
conocimientos que fui adquiriendo me ayudaron a clarear los conocimientos
heredados. Lo valioso para mí de la escuela fue haber aprendido a leer y
escribir. A partir de allí comenzaron mis búsquedas. El mundo se me expandió y
esas lecturas me sirvieron además para leer mi propio entorno, valorar mis
raíces y no avergonzarme de mi gente, de mi pueblo, ni de mis antepasados.
Inconscientemente quise decirles a los abuelos que la escuela, aparte de sus
aspectos negativos con respecto a nuestros modos de ser, perfectamente podría
ser aprovechada para reforzar los valores culturales nuestros y para ver con
otros ojos la espiritualidad y las ideas de nuestros antepasados. Mi educación
escolar terminó con la primaria, pero mi inquietud por los libros no ha
terminado. Leo para entender, pero muchas veces he leído cosas que no entiendo
y, cuando estoy frente a esas páginas, me recuerdo que mi ignorancia era mayor.
Creí en muchas cosas en las que ahora ya no creo y sufro porque algunas
personas que me conocen piensan que ya no soy el que era y me aíslan. Y, claro,
ya no soy el que era en muchos aspectos, pero en el fondo no he cambiado. Sólo
que hoy miro las cosas de otro modo. ¡Qué gran luz han sido los libros en mi camino!
―Uno de los objetivos
principales de la escolarización era enseñar castellano a la población
indígena. Tu poema «El viejo canto de la sangre», que abre Las palabras crecen (2009), comienza: «Yo no mamé la lengua
castellana». Y, más adelante, otro verso reconoce que «esta lengua es el
recuerdo de un dolor», aludiendo a los estragos causados por la conquista
española. Sin embargo, siempre dispuesto a ver la parte positiva de las cosas
–una de las cualidades morales de tu obra– admite que esta lengua impuesta se
convirtió en la llave para entrar a otros mundos. Cuéntame cómo viviste esos
primeros pasos de aprendizaje y las expectativas, buenas y malas, que te
suscitaron, ahora que dominas el castellano.
―La
lengua en casa era el k’iche’. Aparte de eso, hablábamos un castellano muy rudimentario
para efectos de comunicación con quienes no hablaban nuestra lengua. Como no
teníamos educación castellana, nuestro lenguaje era reducido y muy mal pronunciado.
Muchos se burlaban de nosotros, y eso se debía a que en lengua k’iche’ no
tenemos algunos sonidos, por ejemplo, el de la letra «f». Así que no podíamos
decir «fósforos» y recurríamos a un sonido parecido y decíamos «pósporos», o no
podíamos decir «final» y decíamos «pinal». Bueno, cosas como ésas provocaban la
burla de nuestros interlocutores.
De allí que recalco lo de las lecturas.
Ellas me ayudaron a distinguir los sonidos de una lengua y de otra. Así mismo,
a valorar a ambas. Hice la diferencia de las riquezas que me proveía el
bilingüismo. Fue un chispazo descubrir que el castellano me impulsaba al futuro
porque por medio de él comencé a descubrir el mundo, y, a la vez, comprobar el
valor de mi lengua k’iche’ porque ella es mi pasado, mi identidad, mi permanencia,
la certeza de mi yo.
―Como ya hemos dicho, a
los 12 años abandonaste la escuela para ir a trabajar en condiciones
humillantes a la capital guatemalteca, y de los trece a los veinte, de nuevo en
Momostenango, tejiste lana de oveja con tu padre hasta su muerte, en que
volviste a la capital, huyendo de la guerra. En este ambiente, tan ajeno a los
estímulos literarios, tú comprendiste, según escribes en «Ausencia recuperada»,
que «leer es un acto de humildad». ¿A qué te refieres?
―Creo
que es un acto de humildad porque, a medida que uno lee, en silencio comienza
un viaje a su interior. Paso a paso va midiendo su estado de ánimo. Cada frase
o cada párrafo que uno lee, y que lo impulsa a la reflexión, es también una
manera de observar su propia conciencia y entra uno a un estado meditativo. Es
como entrar a un espacio sagrado de recogimiento, alejado de todo lo que le
rodea…
Y gracias a la lectura me he hecho una
cultura general. Esto me ayudó a comprender y a respetar otras ideas y otras
formas de ver y pensar. Así que veo la lectura de los libros como peldaños más
altos que yo. Requiere esfuerzo para alcanzarlos. Es irónico esto que digo
porque los libros son lo más accesible que hay. Sin embargo, levantar el brazo
para tomarlos y leerlos, muchas veces requiere humildad porque es reconocer su
ignorancia.
―Publicaste tu primer
libro, El
animalero, en 1990, a los treinta y ocho
años. ¿Tuviste dificultades para editarlo antes o esta demora se debió
solamente a la necesidad de madurar tus temas y tonos más propios? Al hilo de
esto, ¿qué hechos te ayudaron a encontrarlos y cuándo cobraste conciencia de
ser poeta más allá del legado recibido de los cantores y marimbistas de tu rama
paterna? En definitiva, ¿qué te inclinó a escribir en vez de cantar como ellos?
―¿Qué
si tuve dificultades? Vaya… Había que luchar contra un montón de cosas. Una de
ellas era el hecho de que un provinciano tuviera el atrevimiento de presentarse
como poeta en la ciudad, y encima «indio».
Te cuento un par de anécdotas: mi
recordado amigo, el poeta Luis Alfredo Arango, apreciaba mi trabajo. Él lo
sugirió para que el Departamento de Letras del Ministerio de Educación me
publicara mi primer libro, y ya que el maestro lo sugería, dijeron que sí. En
esos días, un joven poeta, que trabajaba en ese departamento, tenía en sus
manos elaborar una colección de poesía guatemalteca. Por eso se creyó que por
allí podría caber un libro mío. Así que le dieron a él mi manuscrito. Una vez
me lo señalaron en la calle, ya que yo no lo conocía, y me atreví a saludarlo
para presentarme como autor del poemario. Él fue parco en su respuesta: «Ah,
vos sos al que le está haciendo propaganda el maestro Arango, vos sos el autor
de esas cosas. Pues no te voy a incluir porque yo estoy trabajando la poesía
urbana y lo tuyo son cositas rurales…». Y recuerdo que le pregunté: «¿Y dónde
comienza lo urbano de Guatemala?...». Allí terminó aquella desabrida conversación.
Luis Alfredo se entristeció y me dijo que no me preocupara, que solían pasar
esas cosas, que tuviera paciencia. Otro día me sugirió que fuera al Diario de Centroamérica, el periódico
del Estado, que dirigía un talentoso joven, para que le llevara algunos de mis
poemas y los incluyera en su suplemento literario. Y fui. Ese talentoso joven
me vio y me dejó parado en la puerta como una hora y luego me dijo: «¿Qué
quiere?». Le respondí que era un poeta de provincia y que traía algo de mi
trabajo para ver si era posible que me lo publicaran en el suplemento literario
Tzolkin. Le presenté mis páginas en
su escritorio, las vio y me dijo: «No escriba mierdas, esto no es poesía y no
me quite más el tiempo…». Tuve que esperar ocho o diez años para que finalmente
se publicara mi primer libro, El
animalero.
Con respecto a mis propios tonos, creo
que ya los traía en la sangre. Mis abuelos eran músicos marimbistas y mis
abuelas contadoras de cuentos. Lo demás fue mantener la mirada a mis
derredores, a nuestras propias maneras de ser, a los colores y sabores propios
de mi pueblo. Allí estaba mi voz. Lo único que hice fue apropiarme de ella y
levantar los ojos con dignidad porque creo que la ética de lo que uno es no
cambia. No hago diferencia entre mi forma de hablar y mi forma de escribir, en
ambas soy el mismo.
¿Por qué no fui cantor como mis abuelos?
Aquí ocurrió algo de lo que no soy consciente. Mis abuelos fueron músicos al
oído, mis abuelas, contadoras de cuentos, echando mano de su memoria.
Posiblemente, el hecho de haber aprendido a escribir me guió al placer de leer
y releerme, pero no fue algo que yo me haya propuesto. Fue quizá como continuar
con la tradición de la familia, sólo que de una manera distinta. Aunque yo sigo
creyendo que el sonido de mi lengua materna es musical.
―En «Una poesía de
confluencias», prefacio a Las palabras crecen,
te sitúas ante el k’iche’ y el castellano y dices que «a estas alturas del
tiempo, tengo una cultura mixta», al punto de que las dos lenguas «en algún
momento, se funden en mí, alimentándose una a la otra». ¿De qué modo práctico
te afecta a la hora de componer? ¿Cómo llevas a cabo la tarea de autotraducirte?
¿Piensas los poemas en los dos idiomas a la vez? ¿Qué ventajas te ofrece el
castellano sobre el k’iche’ y viceversa?
―Es
curioso, hay cosas que me surgen directamente en castellano, aunque, según yo,
con fuerte asidero a mi entorno cultural, pero también hay otras que sólo en mi
lengua materna es posible concebirlas. Mis temas y mis preocupaciones me
delatan y no creo que ninguna lengua se sobreponga a la otra. Para mí, la
poesía debe estar cerca de la gente para entablar una comunicación y, en este
sentido, el considerarme totalmente bilingüe me ha ayudado mucho.
Como no tenemos traductores en nuestras
lenguas mayas, la autotraducción es una necesidad para universalizar el
pensamiento. Tiene la ventaja de que uno puede jugar con las ideas para
moldearlas en el texto y traicionarse con gusto, y quizá la desventaja de que
otro te traduzca está en que el texto puede adquirir un carácter distinto. De
todos modos, hablar los dos idiomas me ha dado nuevas posibilidades: el
castellano, para comunicarme con una gran parte del mundo y el k’iche’ me
mantiene cerca de mi gente. Lo más sorprendente para mí es que, desde el idioma
k’iche, también puedo ver el mundo con otros ojos y, desde el idioma
castellano, ver mi cultura con otra mirada. Soy un poeta bicéfalo.
―En este mismo prefacio
escribes que «llevar mi pueblo a un libro es todo mi esfuerzo». Este es uno de
los propósitos más evidente de tu obra, al punto de que en ella hay bastantes
poemas dirigidos, ante todo, a quienes, no perteneciendo a tu etnia, desconocen
la cultura maya, su cosmovisión y formas de vida. Por esto siempre me han
parecido estar escritos originalmente en castellano, como «Sombra» o «Ri ja-La
casa» («Uchi’ja / (boca de la casa), / puerta. // Ub’oq’och ja / (ojos de la
casa) / ventanas.»), donde la intención didáctica se convierte también en un
recurso estético. ¿Compartes mi opinión a este respecto? Háblame de este singular
fenómeno característico de tu escritura.
―Aunque
parezca pensado o escrito originalmente en castellano, es todo lo contrario
porque, justamente, sabiendo cómo nombramos las partes de una casa en nuestra
lengua maya, viéndola con seriedad como si fuera una persona, mentalmente me
preguntaba si no cobraría otro carácter al traducirla. Y, efectivamente,
descubrí que producía otro efecto. Aproveché ese recurso para intercalarlo en
los versos. Y como necesariamente hay que hacer el poema bilingüe, me pareció
que era como poner a dialogar las dos lenguas. Eso me gustó y he repetido la
experiencia. Creo, además, que esos poemas muestran cómo salto de una lengua a
otra. Los versos van traducidos simultáneamente en un breve texto, donde se
expresan dos culturas lingüísticas. No sé si es demasiado atrevimiento esto que
digo, pero es algo que se me ocurre así, sobre la marcha.
―«Ritos, mitos,
costumbres y tradiciones entrelazo en mis versos, con el miedo de que estas
manifestaciones en el futuro ya no estarán más». Extraigo esta frase de tu
texto «Un fuego que se quema a sí mismo» (Palimpsesto nº 21, 2006), anterior a otros dos, uno en verso y otro en prosa («Y
llegó el Oxlajuj Baqtun» y «Reflexiones de un poeta maya», Palimpsesto nº 28, 2013), en los que lamenta sin
paliativos la ignorancia que de tu cultura tienen las generaciones actuales de
mayas y su falta de interés en reavivar ciertos valores espirituales. Jóvenes
en terreno de nadie, tan fuera de su mundo nativo como mal integrados en el occidental.
Ante este panorama, ¿cómo preservar las tradiciones propias sin estancarse, de
manera que sigan dando respuestas útiles a quienes vienen de camino? ¿Dónde
está el secreto para no caer ni en la nostalgia estéril ni en el contagio
indiscriminado de creencias y hábitos foráneos?
―El
amor y la claridad. Amor a mis raíces, a nuestros caracteres particulares. La
capacidad que tuvieron mis ancestros de crear un calendario lunar y un calendario
solar, el descubrimiento de los números y su creación de un conteo vigesimal y
una particular espiritualidad, entre otras cosas, son la respuesta permanente
de el porqué una mirada hacia atrás es necesaria para reafirmar nuestros pasos
hacia el futuro.
Y claridad para ver más allá, valorando
lo nuestro sin menospreciar los aportes de otras culturas. Nunca he pretendido
encerrarme para evitar contaminaciones extranjeras. No quiero decir que esto ha
sido fácil. He tenido mis tropezones, sin embargo me he esforzado para mantener
el equilibrio. Decir que todo ha sido llano, sería engañarme. Pero, para poder
tomar lo que el buen juicio nos permite de otros, sólo es posible en tanto
tengamos en alta estima nuestros valores.
―Este sentimiento de
pérdida alcanza también a los espantos, que determinaron tu sensibilidad de
niño y, por ende, constituyen la misteriosa atmósfera emocional de tu poesía.
Los espantos, en forma de ruidos, sombras, extrañas visiones, intuiciones
inquietantes… son indicios premonitorios, energías positivas o negativas, según
los casos, que alteran la normalidad de la vida. Como muy bien explicas en «El
otro que está allí», epílogo en prosa al largo poema narrativo El pájaro encadenado (2010), ellos son «maneras de comprender lo
inexplicable con su contexto de símbolos». Sin embargo, en el mismo texto, reconoces
que «ya no hay espantos en este tiempo», desde que apareció la luz eléctrica y
acabó con su ambiente más propicio: la oscuridad y la separación entre las
casas que imponían los campos de cultivo. Ahora, según indicas también, «el
terror ha destruido la capacidad de asustarse». ¿Cómo valoras esta transformación
y la ausencia de espantos en tu comunidad? ¿Qué los sustituye para defenderse
de lo incomprensible?
―Eso
de que por la luz eléctrica ya no aparecen los espantos fue una respuesta de mi
madre, no mía. Aunque pareciera que por la demografía y la luz eléctrica los
espantos hubieran desaparecido, tengo que reconocer que no es del todo cierto
porque de una u otra manera subyacen. También por otros medios se ha querido
desplazarlos: por las religiones que se han propagado o por los estudios
académicos que se han extendido. En algún momento, uno se sobresalta frente a
ese «algo que aparece allí», como si su inconsciente guardara alguna reminiscencia
de esas sensaciones que nos unen a nuestras creencias.
Desgraciadamente, la violencia que vive
nuestro país en la actualidad ha endurecido el corazón de muchos y, a pesar de
eso, frente a lo incomprensible, no se puede permanecer impávido.
―«Los espantos fueron
mis maestros de poesía […] La poesía del miedo inocente y la inocencia del
miedo», escribes en el introito a El pájaro encadenado, poema que narra sin ahorrar detalle el paulatino desquiciamiento de
un hombre poseído por los espantos. Pero más allá del riquísimo poder simbólico
y la belleza que éstos proyectan sobre tu obra, ¿no corre el lector actual el
riesgo de considerarlos meras supersticiones, desprovistos ya, como hemos visto
antes, de su razón de ser? Pienso, por ejemplo, en los poemas «El guacal de
agua», «Plática», «El toquido»… y en los cuentos «La chilca», «Las canas del
árbol» o «El tecolote dormido», testimonios de las variadas formas de provocar
a los espantos y protegerse de sus apariciones.
―Pues,
claro, que es un riesgo, pero es algo que viene muy ligado a mis vivencias y no
puedo ignorarlas. Ya están en mis libros y no me arrepiento porque amo lo que
escribo. Yo respeto la posición que tome el lector frente a mis textos, pero yo
escribo como soy. En todo caso, se vea como se vea, para mí son un testimonio
de mi tiempo y una reminiscencia de mi niñez. De hecho, mi poesía está
alimentada y ligada a los recuerdos, estrechamente agarrada a ese niño que llevo
dentro. Seguramente, en otras culturas estas cosas ya no tendrán sentido. Sin
embargo, para mí sí lo tienen porque forman parte de mi formación.
Y en otro contexto, en el mundo sigue
habiendo cosas inexplicables sobre las que aún no se da la última palabra.
―Tu obra está imbuida de
una dimensión sagrada en la que todo tiene habla y los seres animados e
inanimados encuentran su sentido en el tejido polícromo que el pasado, el presente
y el futuro urden en una cosmovisión circular del tiempo, llena de señales. Los
pueblos mayas han entrado hace poco en una nueva era. ¿Qué cambios cualitativos
en esta rueda de repeticiones distinguen unos periodos de otro y cómo inciden
en la vida espiritual de la gente?
―Hagamos
un breve resumen, retrocediendo en el tiempo, para encontrar una respuesta a tu
pregunta. Las formas de contar el tiempo, los calendarios, se han mantenido
gracias a los rituales que los acompañan. Por eso, creo que las ceremonias han
ejercido un papel didáctico fundamental. Si éstas desaparecieran, tal vez los
calendarios también perderían vigencia o, quizá, quitando los ritos, se verían
con más claridad que la base de todo es el número, la exactitud.
A lo largo de quinientos años han sufrido
desgaste estos rituales: por las sucesivas persecuciones de las religiones
católica y evangélica, por la época del conflicto armado y, en la actualidad,
por el internet, la radio… Sin embargo, siempre hubo personas que fueron
inamovibles en sus creencias que, no importándoles los acechos y los acosos,
mantuvieron la vigencia de los calendarios y los rituales. Aparte de esto, la
antropología ha jugado un importante papel, porque, si no fuera por ella,
muchos datos quizá se hubieran perdido para siempre. Sus investigaciones han
sacado a luz valiosas informaciones y han atraído la mirada del mundo.
Así que ese despertar que trajo la nueva
era, por lo menos, atrajo la atención de algunos jóvenes. Es una generación que
se acerca con interés de aprender de los pocos viejos que nos quedan. Creo que
se está retomando esa espiritualidad con nueva mentalidad. Ya no se le ve
simplemente como una ceremonia cíclica, sino que se aprovechan las ciencias
matemáticas que están inmersas en ella, la preocupación por la tierra, «la
madre tierra», los valores morales de nuestras culturas… Claro, no es que esto
sea un sacudón para que ponga a temblar a medio mundo –ojalá así fuera–, sino
que sigue siendo mínimo. Según cálculos, es apenas el 1% de la población de
casi 15 millones de habitantes del país.
―Uno de tus abuelos fue
chamán o sacerdote indígena. ¿En qué aspectos te sirven aún sus enseñanzas y
prácticas mágicas y de cuáles, al cabo de tantos años, integrado en la vida occidental,
digamos, eres escéptico? Te lo pregunto al margen del testimonio que tu poesía
nos da del sentimiento religioso de tu pueblo.
―Hubo
un periodo de mi vida en que sepulté dentro de mí todo lo relacionado con las
cosas de mis abuelos. Sin embargo, inconscientemente, fui volviendo a aquellas
enseñanzas, sobre todo a la observación del comportamiento de los fenómenos
físicos, de los animales y la interpretación de los sueños. Mi asombro es que
siguen siendo exactas las respuestas como en el tiempo de mis abuelos. Así que
no puedo sino creer en estas cosas, aunque no practique rituales ni ceremonias.
No lo hago porque no es cuestión de que quiera o no, sino porque quienes
ofician ceremonias son personas seleccionadas para ese fin, son «iniciadas». Y
esto no me impide que me relacione con la vida «occidental». Mantengo un
diálogo intercultural. Lo que yo soy está dentro de mí y, vaya a donde vaya, no
lo puedo borrar así como así. Yo soy yo entre amigos de otras culturas o
países.
―Juan Guillermo Sánchez,
en su tesis Poesía indígena contemporánea: memoria
e invención en la obra de Humberto Ak’abal
(2008), rastrea en los elementos de la naturaleza más presentes en tu poesía
–como la piedra en el poema «Tum Ab’aj»– aquellos signos o significados de
cariz sagrado, ocultos al lector profano. ¿En qué aspectos formales y temáticos
el Popol Wuj o Los señores de
Totonicapán condicionan tu escritura?
―Es muy difícil para
mí ver esas cosas en mi poesía. De pronto, en algunos de mis poemas quizá, se
sienta un aire que remita al Popol Wuj, pero no es consciente. Creo más
bien que se debe a que hablo la misma lengua en la que fueron escritos esos
libros, el idioma k’iche’.
Por otra parte, nuestras comunidades no
conocen el Popol Wuj como lo conoce
el mundo a través del libro impreso. Hay que acotar que el mayor porcentaje de
analfabetismo se encuentra en las poblaciones indígenas. Los cuentos de la mitología
de la creación se manejan sueltos, en la oralidad, casi siempre recreados por
nuestros abuelos. Cuando yo leí el libro, de alguna manera fue nuevo para mí
porque yo lo conocía de modo disperso, fragmentado. Fue también una sorpresa
descubrir un libro que contuviera nuestros mitos. De allí que algunas personas
no-indígenas aprovechan para decir maliciosamente que los mismos indígenas no
conocen su libro. Claro que no lo conocemos en el orden en que está impreso,
pero eso no quiere decir que seamos ajenos al contenido. Así que, quizá, por
eso se sienta el aliento popolwújico en mi poesía. Todo esto lo digo
aventurando, no consciente de causa.
―«El predicador» es el
título de un cuento y de un poema tuyo. Ambos, desde perspectivas y técnicas
distintas, muestran con la sola exposición de los hechos la intromisión de los
cristianos en las creencias mayas y el efecto ridículo que en los conversos puede
producir la mala asimilación del nuevo credo, como se comprueba en los
siguientes versos del mencionado poema, cuya parodia, surgida del mismo
lenguaje, me hace pensar que está compuesto originalmente en español:
«Hermanos, vamos a leyer /en la pistola de San Pablo / a los ebrios…». Háblame
de tu experiencia personal con este fenómeno y de sus consecuencias en tu
comunidad.
―Como
ves, el predicador, justo por no saber hablar correctamente el castellano, da
un discurso jocoso, pero jocoso para quien lo escucha y lo hable bien. El que
predica lo está haciendo con seriedad; así que esa tergiversación del lenguaje
demuestra la realidad tal cual es: que no se tiene idea clara de lo que la religión
occidental quiere transmitir porque, sin proponérselo, el predicador hace una
recreación graciosa, dando como resultado que no está transmitiendo nada y que
no ha comprendido nada. Yo sólo aprovecho ese recurso para darle carácter
poético.
Quizá debiera agregar algo más. Según mi
apreciación, desgraciadamente las religiones mantienen a la población con la
mentalidad de la edad media, esa que trajeron los frailes en el siglo XVI, porque
se insiste y se le da más énfasis al hecho de creer que al de pensar. Con la fe
se mantiene al pueblo lejos del camino de la racionalidad. Por esos vericuetos
encuentro algunos elementos que alimentan mi poesía. De allí esos poemas entre
humor e ironía.
―Tu obra no cuestiona
las bases de tu cultura, al contrario que la de muchos autores occidentales con
la suya propia, pero sí delata sin tapujos conductas reprobables y más o menos
recurrentes como el maltrato a las mujeres. Ejemplos de esto son el escalofriante
relato «Grito en la sombra» (cuyo protagonista es un niño testigo de las
palizas de su padre a su madre) o el poema «Tiernas y marchitas». ¿Cabe la
crítica inconformista, aunque sea desde el plano artístico, en una sociedad no
desmitificada, según tus textos nos la presentan?
―Creo
que lo que hago es un atrevimiento porque nosotros mismos, los miembros de
estas culturas, no queremos ver esos comportamientos nefastos que se dan en
nuestro medio. Y los de fuera, muchas veces quieren vernos de manera idílica,
pero no es verdad. Por eso, no puedo callarme, no puedo soslayar ni pasar
desapercibidas ciertas cosas porque, si bien es cierto que respeto y aprecio
muchos de nuestros valores, también es verdad que no soy ciego para no ver los
lados oscuros. Así que los voy entrelazando en mis escritos, con la idea de que
se nos vea tal cual somos, pero también –y es lo que más quisiera– para que nos
veamos nosotros mismos. No es fácil porque, entre quienes me han leído, no
reparan en esos detalles, no los ven o, intencionalmente, hacen la vista gorda.
Mis textos solo quieren ser auténticos, con sus aciertos y sus flaquezas.
―Tanto en tu obra en
verso como en prosa no es raro el tono humorístico. A veces es la mera
consecuencia de una estampa costumbrista, pero otras parecen mecanismos de defensa
ante situaciones peliagudas o íntimas. Háblame de la importancia que le otorgas
al humor a la hora de escribir.
―El
humor es algo muy característico del idioma k’iche’. En general, nos reímos
mucho de nosotros mismos. Hay, si cabe, casi una irreverencia a todo: al nacimiento,
al matrimonio, a la vejez, a la muerte, al hambre, a la tristeza, al dolor, a
las enfermedades… En fin, yo diría que lo empleo en mi poesía con naturalidad.
A lo mejor ese es uno de los rasgos más k’iche’ que pueda encontrarse en mi
obra.
Con esto no quiero decir que nos estemos
riendo todo el tiempo, ni que todo lo convirtamos en chiste. Tomamos con
seriedad el trabajo y la palabra es sagrada y, cuando lloramos, lloramos de
verdad, sentimos dolor y sufrimos. Así que el humor tiene sus momentos. Depende
mucho del grado de confianza y amistad que se tenga entre unos y otros. Y
algunas veces es espontáneo. No le faltamos el respeto a nadie, aunque no falta
uno que otro patán. Tenemos las mismas debilidades de otras culturas.
―También el sentido del
humor alienta algunos poemas amorosos, sobre todo aquéllos que reflejan un
malentendido que impide la relación de una pareja. Pero, en general, hay en tus
poemas de amor un sentimiento compasivo, infrecuente en la poesía moderna, que
va más allá del deseo o la belleza misma, como, por ejemplo, «La luna en el
agua»: «No era bella, / pero la sentía en mí / como la luna en el agua».
Háblame de los diversos tonos sentimentales en tu obra y en qué medida se
necesitan unos a otros: el compasivo, el humorístico, el costumbrista o el
propiamente erótico.
―Qué difícil es responder esta pregunta
porque no me propongo nada cuando escribo. Es algo que surge en algún momento
dado. Aunque parezca mentira, fui muy tímido. He trabajado mucho para vencer mi
timidez. Creo que influyó mi cojera. Me enamoré siempre en silencio. Años más
tarde, comencé a darle carácter poético a algunos episodios de mi juventud y,
como creo que los años no pasan en balde, fui viendo con madurez esos
recuerdos, trasladándolos al papel, recordando con otros ojos y con otro
sentido aquellos años juveniles. Quizá eso influya en los tonos con que se
presenta mi poesía amorosa.
Además, como ya he dicho, el humor es una
característica de nuestra lengua y, a veces, recurro a él porque siento que es
la vía por donde el poema fluye mejor. Lo costumbrista es inevitable, forma
parte también de mi cultura. El erotismo, como quizá se puede entrever en
algunos de mis poemas, está manejado algunas veces de manera ritual y otras, de
modo sutil, sugerente. Referente a lo compasivo, a lo mejor yo soy especie de
crisol de mí mismo.
―Poemas como «Hoy» u
«Otra vez la lluvia» expresan la necesidad de olvidar algo que no se revela, a
modo de doloroso secreto del que el lector no es partícipe. ¿Cómo ves ese sutil
equilibrio que tu poesía mantiene entre palabra y silencio, recuerdo y olvido?
―A
veces se me vienen a la memoria sucesos que quizás serían intrascendentes, pero
que, en algún momento de mi vida, me afectaron mucho: experiencias tristes y
dolorosas que no puedo, no me atrevo o me da vergüenza nombrar, y quisiera
olvidarlas. Por eso, cuando las escribo, las dejo en silencio por la necesidad
de olvidar ese algo que no se puede olvidar.
En otros poemas, he planteado mi
convencimiento de que el olvido no existe. Me refiero al hecho de que mientras
uno tenga uso de conciencia, no es posible olvidar ciertas cosas, aunque en la
vejez, se olvide casi todo.
Además, siento que la poesía está allí en
ese silencio. Me parece que dejar flotando al lector, es meterlo dentro del
poema.
―El novelista Mario
Monteforte Toledo, refiriéndose a tu estilo, señala que la brevedad de tus
poemas corresponde a usos de tu cultura ancestral. Sin embargo, la sobria
precisión de tus imágenes y su sugerente lirismo, cargadas de significativos
silencios, dan a tus versos cierta sensibilidad oriental, como vemos «En el
manantial», cuya factura es propia del haiku, pese a que, igual que hizo el
mexicano José Juan Tablada con sus composiciones japonesas, no respete la
métrica ortodoxa de las diecisiete sílabas: «En el agua quieta, / una libélula
de alas coloradas / navegaba sobre una hoja seca». ¿Por qué y de qué manera la
brevedad opera en tu tradición? Ya con tu obra en marcha, escribiste Ovillo de seda, conjunto de poemas que recoge tu
experiencia por el país nipón. ¿Hasta qué punto recibes una influencia consciente
de su literatura?
―Cuando
salió a luz mi primer libro, muchos creyeron ver en él la influencia del haiku
y, aunque parezca increíble, la poesía japonesa la descubrí años más tarde.
La brevedad es otra característica del
idioma k’iche’. Muchas veces, para lo que se quiere transmitir, son suficientes
dos o tres palabras; así que ese es un recurso que también he aprovechado.
Cuando tuve oportunidad de viajar a
Japón, experimenté una sensación sorprendente porque, aunque no hablo el
idioma, me identifiqué inmediatamente con esa cultura. Por ahí, doy crédito a
la inmigración asiática a través del Estrecho de Bering, en ese remoto pasado.
―«Lenguaje edénico, de
nombración adánica, donde el mundo de los seres y el mundo de las cosas
permanecen en estado de comunicación auroral». Estas palabras del poeta
brasileño Haroldo de Campos sobre tu poesía resaltan, más si cabe, la presencia
de la onomatopeya en tu literatura. Al margen de que esta figura sea proclive
en el k’iche’, ¿qué te mueve a usarla tan asiduamente? ¿Cómo la reelaboras en
tus textos? Te hago esta segunda pregunta a sabiendas de que se trata de un
recurso eminentemente oral y de que poemas tuyos están hechos de cabo a rabo
con una calculada sucesión de sonidos puros que son leídos, no solamente oídos
en un recital.
―Yo
sólo soy un artesano de la palabra. Amo todos los sonidos de mi lengua materna.
Las onomatopeyas son recurrentes en el idioma k’iche’. Así que, como es parte
de mi lengua, éstas surgen de manera automática mientras escribo. En el Popol Wuj sólo una vez se recurre a la
onomatopeya para referirse al sonido que produce el amasado de la masa de maíz
sobre una piedra de moler. Eso también fue una luz para mí porque me di cuenta
que es un bello recurso poético. Entrelazar sonidos en mis poemas es como ponerle
unas notas musicales.
Y está la cuestión de cómo escribir una
onomatopeya. He recurrido a los caracteres latinos, en un esfuerzo por
acercarme lo más posible a la idea. Claro, si yo leo el poema, obviamente tiene
el efecto deseado porque soy hablante del idioma. Pero, si lo lee una persona
no hablante del k’iche’, el resultado es distinto: gracioso en algunos casos y
en otros es una jerigonza marciana.
―«La carta», comparado
con la parquedad de la mayoría de los tuyos, es un poema extenso que lo dice
todo sobre la soledad, la indefensión y la tristeza de una viejecita analfabeta
que dicta cartas a su interlocutor para su hijo, enrolado en el ejército y del
que nunca recibe noticia alguna. Sin perder intensidad rítmica, el desarrollo
de la anécdota, sus diálogos y su coloquial prosaísmo, no exento de emoción, le
dan a este poema un carácter narrativo cercano al relato. Se diría que es el
punto de unión entre tus poemas y tus cuentos, recopilados en Del otro lado del puente (2006). Según los casos, en unos predomina
el recuerdo lacerante, la experiencia sobrenatural, la costumbrista y, en
otros, el artículo periodístico, como «El Picasso que me espantó» o «Abuelo
amarrado». Considerando que todos ellos amplían tu mundo expresivo y temático,
¿qué te induce a escribir un cuento en lugar de un poema? ¿Qué importancia le
das a este género en tu obra?
―Mi
madre tiene mucho que ver porque ella era contadora de cuentos de la tradición
oral, que a su vez heredó de mis abuelas. Creo que de allí tengo esa pequeña
vena que, en el momento menos pensado, me lleva a contar en vez de cantar.
Aunque debo reconocer que me cuesta escribir un cuento. Como habrás notado, mis
cuentos son lineales, una búsqueda de mi memoria. Sus temas son arrastrados en
busca de algo…
Tal vez, lo que me motiva escribirlos es
que puedo incluir algunos detalles que no pueden ir en un poema, guardando
siempre el tono de mi identidad. Contando, juego más ampliamente con mi
imaginación. El cuento me permite respirar a pleno pulmón. En muchos casos son
relatocuentos, verdades conjeturales.
―Sin ser un tema
protagónico en tu escritura, no es rara la reflexión sobre el fenómeno poético
desde diversos enfoques. Reflexión que en Las palabras crecen adquiere tintes de gran pesimismo y desconfianza en el oficio poético.
Pienso en los poemas agrupados en la parte titulada «Xibalbá», como «Lengüetero»,
«Un parásito» o «Incoherencia» que, con la autenticidad de tu estilo, abren una
brecha desmitificadora en tu visión de las cosas y te acercan a ese sentimiento
de inutilidad de muchos poetas modernos. ¿A qué apunta esta deriva de tu obra y
en qué medida obedece a la necesidad de apartarte de tus tópicos líricos?
―Creo
que estos apuntan a mis angustias existenciales, a mis intimidades tormentosas.
Son un grito en busca de liberación o un grito de auxilio, una manera de buscar
asidero para no hundirme en la desesperación. Y tal vez, inconscientemente, un
intento de buscar nuevos derroteros o para decir también que un escritor
k’iche’ no vive en el limbo, ni en una cápsula ni en un mundo idílico, sino que
comparte con otras culturas tristezas, dolores, alegrías, frustraciones, etc.
Esos poemas surgieron en un momento de
crisis. Fueron como una despedida, una renuncia. Se me obnubiló el pensamiento,
me peleé con la poesía. Después de haberlos escrito, me sobrevino un
arrepentimiento, como si la hubiera profanado. Tuve la intención de quemarlos,
estuve a punto de hacerlo, pero por alguna razón no lo hice y los dejé en una
caja. Algunos meses más tarde, los volví a leer. Aunque retrocedí en mis recuerdos,
ya no sentí deseos de deshacerme de ellos, por el contrario, creí que debía
rescatarlos. Son un testimonio de esos momentos en que uno se desespera porque
económicamente anda mal. Me reconcilié con la poesía y, después de esos poemas
de «Xibalbá», he vuelto a insistir en lo mío. Tengo claro que el arte de la
palabra no es un juego.
―Señala el ensayista
Carlos Montemayor que alrededor de los noventa del siglo pasado surgen, de
manera simultánea, no coordinada, escritores en las diversas lenguas indígenas,
con publicaciones de libros y revistas. Sin embargo, en contraste con este
múltiple florecimiento de las literaturas étnicas de América, tú te colocas,
según tus propias palabras, «a un lado del camino: independiente». ¿Te sentiste
identificado en su momento con el ambiente de estos escritores? Te lo pregunto
también a la luz de tu pesimismo sobre el concepto de una literatura indígena,
de cuya existencia incluso dudas en una entrevista que te hizo Juan Guillermo
Sánchez en 2011. En ella denuncias el estancamiento creativo de los jóvenes y
su falta de autenticidad. Al hilo de esto, ¿qué relación mantienes con poetas
de otras lenguas minoritarias del continente?
―Francamente,
casi no me relaciono con ellos, salvo las veces en que coincidimos en algún
festival de poesía, donde he tenido oportunidad de saludar a algunos hermanos
de otras culturas amerindias. Y ni siquiera con los de Guatemala porque, en
general, los encuentros se dan en la capital y yo vivo en el área rural. Así
que a muchos no los conozco personalmente. Y ojalá me equivoque, pero no creo
que haya un movimiento de poesía indígena a nivel continental. Esfuerzos
individuales, sí: poetas indígenas que de manera independiente dan a conocer su
trabajo en radios comunitarias, en algún que otro periódico regional y, con
esfuerzo, algún libro, casi siempre en ediciones limitadas. Y de lo poco que
sé, en algunos países con más suerte que en otros. Aunque debo añadir que las redes
sociales y los medios electrónicos están siendo aprovechados en la actualidad.
Con respecto a mis apreciaciones, quizá
sea yo muy atrevido o celoso, quién sabe. Pero muchas veces sentí que mis
colegas manejaban temas más acordes a las coyunturas políticas o a las
reivindicaciones sociales –de las cuales no estoy en contra– que a las que
conciernen a la poesía. Y otras veces, sólo se limitan a traducir cuentos de la
oralidad, lo que me parece más antropológico que poético. En fin, sé que con
esto me estoy condenando a la hoguera.
En otros casos, me temo que aún no se
hace la diferencia entre imitación e influencia. Además, es muy fácil caer en
la inversión de lenguas, es decir, escribir primero en castellano y luego
traducirlo a la lengua materna. Y están también los que perdieron su lengua
materna y, no obstante, se identifican con la etnia a la que pertenecen. De
allí que se ha dado en llamarles «escritores indígenas de expresión
castellana». Y es que escribir en nuestras lenguas indígenas es nuestro gran
reto. En Guatemala, por ejemplo, el idioma oficial es el español. A nivel
regional, se hacen esfuerzos para que la enseñanza sea de forma bilingüe. El
Estado, a través del Ministerio de Educación, apoya esta idea, aunque no proporciona
el material necesario para que el bilingüismo sea efectivo. Por lo tanto
escribir creación literaria en los idiomas primigenios, salvo honrosas excepciones,
es francamente un camino cuesta arriba.
―Has escrito varios
libros de versos sobre tus experiencias e impresiones de algunos países a los
que has viajado, como España, Italia o Japón. Salvo poemas aislados de cada uno
de ellos –como «La campana de Sandaiakushi»–, me parecen apuntes al vuelo, sin
más pretensiones, aunque tengan las características de tu estilo. ¿Qué lugar
ocupan para ti estos libros de viaje en el conjunto de tu poesía y qué
intención te animó hacerlos?
―«Apuntes
al vuelo», me gusta como suena esa frase aunque siento miedo porque, tal vez,
en mi poesía se encuentren algunos textos circunstanciales, motivados por algún
momento particular en mi vida. Soy un sentimentaloide y un mal juez de mí
mismo.
Mis libros de viajes, quizá sólo sean
postales para mi recuerdo. Nunca he podido llevar un diario y, tal vez, esos
libros intenten serlo en forma de poesía.
Para mí, la onomatopeya es el corazón de
«La campana de Sandaiakushi» porque intento amarrar un mantra en la
prolongación de ese sonido. Claro que, al leerlo de golpe o a la ligera, es
algo que pasa como el agua entre los dedos. Sin embargo, leyéndolo lentamente,
creo que la experiencia es otra.
―Eres un lector
empedernido. Prueba de ello son los casi diez mil volúmenes que has reunido en tu
biblioteca de Momostenango. Háblame de las obras o autores de otras
tradiciones, especialmente de la española, que de un modo u otro han orientado
tu escritura.
―Entre
los primeros libros que leí, recuerdo mucho El
retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde. Me apasionó esa lectura, explosionó
mi imaginación. Luego, fue Los miserables
de Víctor Hugo. Con este libro lloré, me identifiqué mucho con ese mundo de
pobreza narrado allí. Otro autor fundamental en mi camino fue Stefan Zweig. Su
libro La lucha contra el demonio me
sobrecogió. Sus ensayos sobre Hölderlin y Dostoievski me mantuvieron con un
nudo en la garganta. Así mismo, Poesía y
verdad de Goethe.
De los poetas españoles, Gustavo Adolfo
Bécquer está entre los primeros que leí en mis años de juventud. Recuerdo que
memoricé algunos de sus poemas. La poesía de Miguel Hernández me acompañó mucho
tiempo. La de Rosalía de Castro me sorprendió porque ciertos poemas suyos
hablan y se lamentan de los españoles que emigraban. Es increíble. También
Antonio Machado y su «Caminate, no hay camino…». San Juan de la Cruz es uno de
los que me subyugó, a él vuelvo de vez en cuando. Otro de mis poetas favoritos
es Luis Cernuda y, bueno, Quevedo, García Lorca, el gran Miguel de Cervantes. Y
poetas de otros países como Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, John Keats,
Walt Whitman, Edgar Allan Poe, Emily Dickinson, Ezra Pound, Dante, Petrarca…,
en fin, aquí seguiría una larga lista.
Sanlúcar de
Barrameda-Carmona-Momostenango, agosto-diciembre, 2013
Publicada en Palimpsesto 29, Carmona, 2014.