Federico
García Lorca fue uno de los primeros autores que yo leí en la adolescencia con
el precipitado entusiasmo de esa edad. Ahora tiendo a pensar que la libertad
creadora del granadino me animó a escribir mis primeros poemas y, a la larga,
sin darme cuenta, me ayudó a buscar mi propio mundo, aunque para ello haya sido
necesario apartarme del suyo hasta no reconocerme en su singular y exuberante
imaginería lírica. Sin embargo, me siento muy cerca de la indefensión y los
miedos ancestrales de nuestra especie, que laten, tanto en su poesía como en su
teatro, con un temblor primigenio. Un temblor que ya no distingue entre instinto
y conciencia, júbilo y pena, en favor de emociones primordiales –nada ajenas a
la hondura del arte flamenco– que, apoyándose en amplios registros formales,
nutren la memoria de nuestra lengua como sólo los grandes poetas han hecho
siempre.