Francisco José Cruz y Alonso Ruiz Rosas en la sede del Instituto Cervantes de Madrid. © R. Acal |
Desde que conocí a
Alonso Ruiz Rosas en mayo de 2015, durante unas jornadas dedicadas a su
compatriota Carlos Germán Belli en la capital de España, he tenido más trato
con sus versos que con su persona. Aunque en aquellos gratos
días madrileños conversamos muy poco, tuve la impresión de estar ante un hombre
afable, recatado y de avispada discreción, que no deja entrever siquiera al poeta expansivo,
agónico y visceral que lleva dentro. Pese a ello, la cordialidad del ambiente
nos animó a intercambiar algunos libros. Confieso que recibí los suyos con esa
rara mezcla de gratitud, expectativa y precaución, habitual en mí cada vez que
descubro antes al autor que a su obra. Sin embargo, después de algunas semanas
del estimulante homenaje a Belli, cualquier asomo preventivo se convirtió en
entusiasmo y admiración en cuanto empecé a leer la poesía de este arequipeño,
cuyo insólito despliegue formal y temático, siempre en tenso diálogo con las diversas
herencias artísticas que la nutren, hace de él un poeta tentacular,
a quien, gracias a sus atentas llamadas telefónicas durante el tiempo de elaboración
de esta entrevista y a sus ponderadas respuestas, salpicadas de anécdotas personales,
he ido conociendo algo mejor hasta establecerse entre ambos, por su finura, su
comedimiento, una corriente afectiva, cuya primera chispa cordial saltó en el fugaz
encuentro de Madrid.
―¿En qué medida, dentro del clima más familiar de un niño, ha
influido en tu vocación literaria el hecho de que tu padre, José Ruiz Rosas,
sea poeta y, durante un tiempo, librero en Arequipa, tu ciudad natal? En este
orden de cosas, ¿de qué aspectos te sientes cerca de su obra y de cuáles has
debido tomar distancia para encontrar la tuya propia?
―De niño pasaba horas en
la librería de mis padres, pero no sentía especial interés por las novelas o
los cuentos. Me gustaban más los libros de historia, incluidos los que usaba mi
hermana mayor en el colegio. Oía también con mucho gusto algunos poemas como «Los
motivos del lobo» u otros muy eufónicos que a veces mi padre o mi madre nos
leían en voz alta. Escribí mi primer poema luego de jugar durante horas con un batallón
de soldados de plomo, cuando tenía unos doce o trece años. Me di cuenta que
todos los soldados habían muerto y les garabateé un conato de elegía. Me ha
interesado siempre la actitud de mi padre frente a la poesía, porque es ante
todo una actitud frente a la vida. Le debo también la devoción por los poetas
clásicos españoles y por algunos poetas peruanos como Martín Adán. Nuestras vidas,
claro, han sido muy distintas, tuve también otras influencias y creo que eso se
puede advertir en los poemas.
―Hay en todos tus libros abundantes referencias mitológicas,
históricas y religiosas, que funcionan a modo de infalibles espejos en los que
se reflejan la miseria y la grandeza humanas. Háblame de tu interés por estos
ámbitos culturales y cómo nacen en tu escritura.
―El tema religioso y
mitológico me ha rondado desde que era niño. Solía jugar a la procesión con
unas imágenes que había en la casa de mis abuelos y sentía fascinación por su
apariencia y sus significados. Creo que esa ha sido sobre todo una influencia
de mi madre, aunque los temas mitológicos, especialmente los griegos y también
algunos mitos andinos, flotaban en el ambiente.
―Tu obra está recorrida de cabo a rabo por un sentimiento de
desengaño –donde la ironía y la compasión se entremezclan– ante el ser humano y
su destino trágico. Se genera así un doble movimiento contradictorio: la
aspiración hacia lo alto y la irrevocable caída en el barro. En esta tensión
irresoluble entre lo celeste y lo terrestre, ¿qué papel juegan en ella tus
creencias religiosas?
―La poesía busca conectar
las soledades de los individuos y conectar al pobre ser mortal con el universo
inmortal o inabarcable y en eso se acerca mucho a lo religioso. Mis poemas tienen
también algo de plegarias.
―Desde los inicios, tu escritura muestra un creciente afán
abarcador que encuentra, hasta la fecha, su máximo despliegue en Espíritupampa, tentacular libro de poemas que desarrolla
en múltiples direcciones, físicas y metafísicas –mediante un viaje por la
geografía y la historia del Perú y otras partes del mundo– tus temas
recurrentes: los estragos del tiempo, los desvaríos del poder, el lujo de las
imágenes religiosas, el amor, la poesía… Háblame de esta pretensión
totalizadora. ¿Qué te inclina a ella? ¿Podría vincularse a ciertas prácticas
narrativas?
―Más que a prácticas
narrativas diría que a tentaciones historicistas, algo que por cierto es muy
recurrente en el Perú. O, en todo caso, a prácticas narrativas en función de
ciertas obsesiones vinculadas a la historia que, después de todo, es, según
Borges, un género literario. Soy, como decía, un tanto adicto a los temas de
historia desde pequeño. Es verdad, sí, que en el origen de este libro está otro
que se llamó La conquista del Perú (título ahora de una de sus secciones), que
pretendía «narrar» en un tono de parodia épica algunas aventuras ligadas
también a mi propia experiencia. El resultado terminó por no satisfacerme y
poco a poco lo narrativo se fue transformando y diluyendo para dar cabida a una
serie de temas y obsesiones en el esquema del «viaje» al que aludes.
―Tu otro gran poema totalizador, estructurado en un centenar
de tercetos encadenados, salvo el breve introito en verso libre, se titula Estudio sobre la belleza, la cual, mediante transparentes
abstracciones y fulgurantes imágenes, se nos presenta a la vez escurridiza y
omnipresente, como si, al modo de una diosa, ella alentara lo peor y lo mejor
de la existencia. Me resulta muy llamativa tu obsesiva indagación sobre la idea
de belleza, tan desacreditada, sin embargo, en nuestra época. Háblame de cuanto
te comento.
―Soy muy mal lector de
ensayos filosóficos y tal vez quise tratar de ensayar una exploración de lo que
percibía sobre el manido tema de la belleza, dejándome llevar por una suerte de
«pensamiento rítmico» al que se refiere Gamoneda. Sin duda, lo mío es más
rítmico que pensamiento, pero en fin. Vivimos en un mundo de multiplicidades y
simultaneidades muy especial, que permite ahora pasar vertiginosamente por
muchas experiencias y apariencias vinculadas a los procesos históricos de
creación y percepción de lo que puede entenderse como belleza. A pesar de su descrédito
en medio de los dramas y las infamias del mundo, su enigmática, diversa,
abrumadora y muchas veces circunstancial presencia, que aparece (y desaparece)
aquí y allá consuela o reconforta ante el sufrimiento y asoma inclusive en una
serie de gestos y actitudes.
―Quizá tu técnica compositiva más personal y dominante
consista en acumular en un mismo discurso poético materiales de muy diversos
campos y épocas, donde cierto tono elevado e incluso anacrónico es sutilmente
corregido por un fino humor. Todo parece posible de ser reciclado en este
proteico estilo. A estas alturas de la historia, ¿es tu poesía, entre otras
cosas, la conciencia de un inevitable desgaste creativo o, paradójicamente, una
propuesta de renovación?
―Desde que comencé a
escribir poemas de modo más sistemático, digamos, empecé a percibir ese «desgaste
creativo» pero también a sentir la imperiosa necesidad de la experiencia, en un
contexto que siempre es personal y distinto. En esa época, cuando era muy
joven, surgían en el Perú grupos de poetas con manifiestos y aspiraciones de
poéticas colectivas innovadoras. El talante vanguardista siempre atrae, pero
hay que tener cuidado con andar descubriendo la pólvora o creyendo que sólo hay
un camino para la creación. Con unos poetas y amigos muy queridos –Oswaldo
Chanove, Charo Núñez, Patricia Alba, Misael Ramos– creíamos entonces que había
que aventurarse en las búsquedas expresivas poniendo siempre el énfasis en la experiencia
personal más genuina posible. Por eso sacamos una revista ínfima, muy modesta,
que se llama Ómnibus. Queríamos que
cada uno fuera sentado mirando por la ventanilla que le correspondía lo que
tenía al frente o lo que tenía adentro. La conciencia del desgaste retórico sin
duda conduce a determinadas expresiones.
―A esta operación aglutinante contribuye el recurso, habitual
en ti, de intercalar versos ajenos entre los tuyos con un sentido distinto o
idéntico al que poseen en sus poemas originales, según los casos. Se diría que
la gran tradición poética de la lengua, especialmente la peruana, tan rica de
matices y acentos, se condensa en tu obra y, sin embargo, al leerte te siento
una especie de lobo solitario. ¿Cómo te ves a ti mismo dentro de este incesante
intercambio creador?
―Mis principales
referentes conceptuales vienen de la poesía, son versos y estrofas que retumban
en la conciencia de modo recurrente. La poesía, dicen los estudiosos, es
expresión, evocación, invocación y, sin duda, conocimiento. Su capacidad de
síntesis puede resultar asombrosa. En cierto modo uno vive también en diálogo
constante con esas otras expresiones que recuerda o encuentra en el camino.
―Tu labor poética oscila entre ciertas formas clásicas, sin
renunciar a la rima, y el verso libre o, más exactamente, la calculada
descomposición de metros regulares. De ahí el frecuente empleo del
encabalgamiento abrupto, basado en preposiciones a final de verso. ¿Qué te hace
optar por una u otra estructura a la hora de escribir un poema? ¿Qué buscas
básicamente en dicha desintegración métrica, que no rítmica? Al hilo de esto,
¿qué razones te animan a eliminar la puntuación y las mayúsculas en tus poemas
a partir de tu libro Museo?
―Museo tenía en su primera edición puntuación y mayúsculas pero
siento ahora que ambas sobran, que añaden a esos poemas un peso innecesario. Lo
mismo pasa en los libros que siguen. El encabalgamiento abrupto al que te
refieres puede producir una ligera sensación de vértigo que tal vez acentúa o
potencia lo que se dice. A la hora de escribir un poema uno no sabe muy bien
qué está haciendo, uno observa mejor esos detalles a la hora de corregir.
―A este gusto por la estrofa cerrada responde tu libro de
carácter heteronímico La enfermedad de
Venus, cuyos poemas amorosos testimonian
el romance de su desconocido autor con Carmela Docampo a finales de los años
veinte del siglo pasado en la entonces provinciana Arequipa. El conjunto, de
apretado y ambiguo simbolismo, se compone de veintiún poemas de nueve versos
heptasílabos y endecasílabos con un esquema de rima consonante fijo. A cada uno
de ellos, Vicente Hidalgo, su supuesto descubridor, añade una nota explicativa
en prosa donde la observación crítica y el dato biográfico se entreveran hasta
hacer de sus exhaustivas elucubraciones una parodia del alarde erudito. ¿Por
qué recurriste a la máscara para escribir este libro? ¿Fue el temor de que lo
tacharan de arcaizante lo que te llevó a redactar los comentarios? Háblame de
su proceso creativo. Ya tu padre, en 1969, escribió, dentro de esta misma
tradición heteronímica, Dizires rimados,
cuyos poemas recrean fielmente el lenguaje y las formas estróficas medievales.
―Escribí los poemas de un
tirón, en un momento de abatimiento. Luego sentí que esos poemas podían ir
envueltos en unos celofanes donde se reflejaran algunas viejas historias de
amor (o desamor) que conocía y donde pudiera tomarle un poco el pelo a la erudición
académica. Que me tacharan de arcaizante es algo que, con franqueza, no me
preocupaba entonces ni me preocupa ahora. Leí después un libro –Pálido fuego de Nabokov– con el que
tiene tal vez cierta afinidad. Es cierto que, como otros autores, mi padre había
hecho también una incursión interesante por la heteronimia, aunque en otra
dirección. En este libro vuelvo también a la conciencia del desgaste a la que
aludías y acaso también se trata de mostrar la tensión que hay siempre entre la
intensidad pasajera de la vida y la formulación de la poesía.
―Uno de los temas que reaparece a modo de leitmotiv a lo largo de las páginas de Espíritupampa es el de la poesía que, lejos de la
reflexión teórica –pese al reiterado título de «Arte poética»–, apela al consuelo
fugaz, pues como recuerdan estos versos tuyos de Estudio sobre la belleza, «en medio del caos siempre hay / una canción».
¿Qué piensas de la presencia de la poesía en nuestro mundo, tan desconcertante
y confuso? En definitiva, ¿qué buscas en ella como lector y creador?
―La poesía es como una
luz que parece destellar al final de todos los túneles del mundo. A estas
alturas, resulta una suerte de práctica casi religiosa del ser que vive en una
búsqueda continua y libre de comunión o vinculación con el prójimo y con el
absoluto. En la raíz de la poesía se encuentra siempre lo esencial de lo humano
y lo divino.
Carmona-Lima, enero de 2016
Publicado en Palimpsesto 31 (Carmona, 2016)