En el Sala Wilfredo Lam de Casa de América,
Madrid, 19 de mayo de 2015. ©Chari Acal
|
Pero, naturalmente, mi devoción por sus
versos y su desprendida actitud ante ellos no la sostiene nuestra ya larga y
entrañable amistad. Aquel lejano encuentro hispalense, al que le siguieron
otros en Cajamarca, Lima, México, Guadalajara, Texas, Madrid o Carmona,
coincidió con mi creciente necesidad creadora de cultivar y rehacer a mi manera
ciertas formas cerradas de la tradición. En esta búsqueda, encontré un oportuno
e indispensable estímulo en el exacto equilibrio estrófico de su poesía, tan nutricia
y tentacular como abarcadora. Este afán constructivo acoge y moldea contenidos
tan singulares y ricos en perspectivas imaginativas que contagian a estas rígidas
estructuras de una elasticidad insólita.
Por sus planteamientos formales y
consecuente visión de la vida, la obra de Carlos Germán Belli posee un carácter
único, sin parangón en la poesía actual de nuestra lengua. La amalgama de sus
registros, provenientes de distintas épocas –sobre todo de la barroca–,
desarrolla un vasto y dinámico mundo propio, capaz de autoabastecerse a través
de sus afinadas correspondencias en todos los niveles de la escritura, cuyas
exigencias recompensan con creces los esfuerzos del lector para no perderse un
ápice de la riqueza expresiva de esta poesía, que va de un aplastante
sentimiento de insignificancia a una entrelazada plenitud amorosa y espiritual.
Al lado de causas personales,
dos procedimientos aglutinantes favorecen, a mi juicio, dicha evolución: la
metamorfosis y el aparente anacronismo del lenguaje. La primera ya alienta en
los tempraneros y tenebrosos poemas de Belli, imbuidos de desazón kafkiana. La
ductilidad imaginativa –que del claustro materno al más allá transita por todos
los tiempos y los tres reinos naturales– irá minando, poco a poco, el pesimismo
a ultranza y la demoledora falta de autoestima, sin que para ello sea necesario
renovar las imágenes. A partir de Oh Hada
Cibernética (1962) Belli adoptó, sin abandonarla ya más, su inconfundible
amalgama de recursos retóricos, donde arcaísmos, neologismos, pronombres
enclíticos e hipérbatos, al convivir con la jerga peruana, frases hechas e imágenes
ultramodernas, conforman un intrincado espesor verbal y sintáctico que en
ningún caso rebaja la emoción del poema, sino que la potencia, como si la calidad
humana de su contenido emanara íntimamente de tan compleja estructura. Por
esto, la apariencia anticuada de este abigarrado estilo refuerza tanto la situación
degradada e incluso despersonalizada del hablante como anticipa las pautas para
salir de ella. Hasta que Belli no empieza a usar la estrofa regular, con su
inalterable distribución métrica, los poemas dominados por el resentimiento y
el fracaso –aunque dentro de su tono más propio y de una medida fija– son
breves, concentrados, casi constreñidos, acordes con el exabrupto, la queja o
el desahogo. La aparición de la estrofa –conductora de un lenguaje cada vez más
proteico y rico en paladeables aliteraciones, herederas del mejor modernismo–
revela un afán orgánico que, sin modificar de inmediato la visión negativa de
las cosas, aumenta la confianza del hablante en sí mismo y, subrepticiamente,
amplía la mirada del poema en consonancia con su mayor o menor despliegue
formal. Así pues, la amplitud de miras ayuda a descubrir los aspectos positivos
de la vida –antes escamoteados por sistema–, sus goces efímeros y, más
adelante, coincidiendo con las extensas estancias petrarquescas, el deleite amoroso,
donde la amada es carnal y celeste a la vez, fruto de una visión deudora de la
mística.
Sin embargo, ciertos altibajos anímicos no
desaparecen del todo de la poesía de Belli, pero alcanzada la transformación vital,
incluso los poemas más desengañados, mantienen un fondo compasivo y paciente
que los distinguen del nihilismo, la ironía corrosiva y el humor negro de sus
libros iniciales. En dicha conversión interior –que va de la intrascendencia a
la trascendencia–, los temas y los símbolos tópicos de este mundo poético, como
el bolo alimenticio o el Hada Cibernética, sin dejar de ser centrales,
adquieren un sentido ambivalente de carencia o placer según los casos. De ahí
que los poemas de madurez hagan frecuentes guiños a los de juventud en pos de
una indeleble unidad y de una suerte de propósito de enmienda, que es también
esta obra.
Sus recreaciones de determinados esquemas
clásicos –que suponen una vuelta de tuerca y una llamada de atención crítica
sobre la progresiva pérdida de significación formal del poema– separan la obra
de Belli de la de compañeros de su generación como Blanca Varela, Jorge Eduardo
Eielson o Javier Sologuren, aunque comparta con ellos su afán renovador y sus
comienzos vanguardistas, cuya impronta está dentro de algunos de sus mecanismos
expresivos, y justifica su atrevida decisión de volver hacia atrás.
La poesía de Carlos Germán Belli está a
la vez dentro y fuera de nuestro tiempo, aquí y allá hasta anudar las dos
orillas del Atlántico. Por ello, sus hospitalarias estrofas, cerradas como
entrañables refugios contra los embates de la vida y recitadas por él con su particular
y demorado tono salmódico, nunca nos dejan solos ante las eternas incógnitas.
Publicado en Sibila, revista de arte, música y literatura, nº 47 (Sevilla, octubre de 2015)