sábado, 10 de septiembre de 2011

ANTONIO PORCHIA: LAS VOCES LEÍDAS.

Antonio Porchia (1885-1968), de origen italiano, desde su adolescencia vivió en Buenos Aires, donde murió, y escribió sus breves poemas en español, que denominó Voces. Las Voces, de insólita destreza, parecen hechas para ser vividas, nos animan a comprometernos desde su raíz con la realidad. La extraordinaria tendencia al hacinamiento y a la confusión del hombre de hoy lo ha ido alejando de sí mismo y de cuanto hubiera querido ser. Cada vez está más cerca de una marioneta que de un primitivo, de ahí que el ejercicio de la lucidez lo espante y prefiera no salir de su existencia amortiguada, adorando a la seguridad y a la inercia. Antonio Porchia ha devuelto a la poesía esa forma de la dignidad que es el pensamiento, liberado de cualquier sistema o lógica preconcebida.

Porchia nos ha dejado un lenguaje capaz de desenterrarnos, de quitarnos de encima todo lo que no somos. Nos ha dejado un decir casi sin lenguaje, donde el misterio de ser resulta una forma insospechada de la claridad. Las palabras casi no tienen materia, casi no son ellas para no dar sombra al pensamiento. Porchia “usa no el idioma, sino el espíritu del idioma” según escribió García Lorca refiriéndose a Quevedo.[1] Y André Breton: “El pensamiento más dúctil de expresión española es, para mí, el de Antonio Porchia”.[2] Su lectura acaba siendo la lección del fondo enseñándonos a descubrirlo en la superficie. Su poesía salta sobre el verso y la prosa para instalarse en ese lugar casi virgen que hay entre el silencio y la palabra. Un lugar donde la identidad y el amor, la muerte y la vida, la soledad, el tiempo, lo imposible y lo posible abren siempre otra puerta, dan a una nueva perplejidad y nos convencen de que todo no está dicho, de que la realidad también comienza en nosotros, depende de nuestra decisión de crearla, gracias a un lenguaje que casi no lo es y a una postura de la contemplación donde la mirada no se enfrenta a su entorno sino que se añade a él, lo asume, lo absorbe casi sin nombrarlo, haciendo de la contemplación una actividad. De ahí que, según Alberto Luis Ponzo, “no escribía sobre su vida, sino desde su vida”.[3] El silencio y la palabra crean un mundo verdaderamente vivo y abierto, tan fundamental como los de Rubén Darío o César Vallejo, un mundo que, a través de la brevedad, alienta una de las conciencias poéticas más altas y depuradas de todos los tiempos.

Antonio Porchia no ha hecho del lenguaje su preocupación central. Sin embargo, sí es uno de los poetas que con mayor lucidez ha visto sus posibilidades y sus limitaciones. Para llegar a decir algo, ha tenido antes que aprender a callarse: Hablo pensando que no debiera hablar: así hablo. Por tanto, a través del silencio, la realidad queda disponible: Una cosa, hasta no ser toda, es ruido, y toda, es silencio. Las palabras no son ya trazos sobre el silencio, sino gestos que se sitúan a su lado, ecos del propio acto de callarse. Cuanto más reducida sea la masa verbal, más carga de significación proyectará. Pero “no se trata de una síntesis producida por el rechazo de muchas palabras, sino por la necesidad de no rechazar un contenido que exige más lugar que el de la escritura”.[4] Su silencio es, además de un comienzo, un final, entendido como crítica a la verborrea humana. Cuando digo lo que digo es porque me ha vencido lo que digo. La palabra tiene su propia carga de indecible, constituyéndose en la voz del silencio. De esta forma, no sólo el silencio hará hablar al lenguaje, sino que “lo contrario (¿cómo olvidarlo?) es igualmente cierto”.[5]

Porchia usa el esquema formal del aforismo, incluso a veces entendido como sentencia o reflexión moral. Sin embargo, si sólo hubiera escrito aforismos estaríamos nada más que ante un pensador lúcido, pero no ante uno de los poetas más esenciales de nuestra lengua. Esta estructura le permite abrir la realidad hasta que lo profundo es lo cotidiano y la normalidad del vivir, el misterio. Así, el lenguaje no es simple instrumento, sino “el hombre mismo”[6]. Porchia es un ser ensimismado, absorto, pero su mirada no se apartará en ningún momento de su entorno, no desembocará en huecas abstracciones ni en manipulaciones paradójicas. La contradicción en esta poesía, más que un método literario, es el ineludible resultado de su contemplación y su buceo. Su pensamiento no está basado en la retórica, sino en la depuración y en la necesidad de ver más allá. La antítesis, pues, deshace los hábitos de la percepción. La poesía de Porchia, como toda gran poesía, lejos de responder, nos instala en otra dimensión de ser. Quien dice la verdad, casi no dice nada. Y: Sabes tanto de mí y no me comprendes. Saber no es comprender. Podríamos saberlo todo y no comprender nada. La contradicción, a veces, se basa en la plurisignificación, gracias a que una misma palabra ocupa distintos sitios en la frase. Las palabras, en definitiva, se mueven, entran y salen de sí mismas, dejándonos más abierta la realidad, más maleable nuestro modo de percibirla. Lo que dicen las palabras no dura. Duran las palabras. Porque las palabras son siempre las mismas y lo que dicen no es nunca lo mismo. Por esto, las repeticiones (que dan ritmo a las voces) son “aparentes”, la “última exigencia del lenguaje”.[7] Este cambio de lugar en la frase de una misma palabra nos ilumina zonas desapercibidas del ánimo, reconcilia conflictos antiquísimos, crea abismo donde no lo hay y nos advierte de él: No descubras, que puede no haber nada. Y nada no se vuelve a cubrir. Aquí Porchia retrocede, se encoge ante una profundidad inabarcable porque vive en el fondo de lo real, pero no fuera de lo real. Está aquí aunque parezca que piensa desde allí.

Estamos pues ante un hombre desamparado. Sin embargo, el desamparo lo acerca al otro. En sus palabras nunca se percibe la desesperación, sino la serenidad de quien sólo puede aceptar, decir lo que ve, lo que siente: El hombre, cuando no se lamenta, casi no existe. Así, sin la dimensión del dolor, a Porchia no le interesaría lo profundo y viceversa: sin esta necesidad de profundidad, el dolor pasaría desapercibido al hombre. Estar en el dolor es una forma de estar en el centro del mundo: Sí, sufro siempre, pero sólo en algunos momentos, porque sólo en algunos momentos pienso que sufro siempre. El dolor nos hace solidarios y cuando es ya un gesto de la lucidez, un movimiento de la respiración, pasa a ser diálogo con todo. Por el sufrimiento, Porchia descubre que todo está vivo: Sí, también me duelen las piedras; pero las piedras sólo me duelen cuando hay solamente piedras, que es cuando no debiera dolerme nada. Este descubrimiento le permite borrar las distancias entre él y las cosas: La piedra que tomo en mis manos absorbe un poco de mi sangre y palpita. Se establece un contagio mutuo, una corriente viva, un temblor compartido. Es aquí donde acaso comience el camino del todo y donde la ingenuidad y la ternura se trascienden.

Esta visión de la totalidad expresa “la búsqueda de algo perdido, de algo que nos han arrebatado al quedar encerrados en nuestra personalidad”[8] Sin embargo, no estamos tan sólo ante una conciencia que añora esa intuida unidad del comienzo, sino ante quien es capaz de ver un fondo común a todo. Me es más fácil ver todas las cosas como una cosa sola, que ver una cosa como una cosa sola. “Esa actitud corresponde a una mística que no podríamos llamar ortodoxa ni herética respecto a ninguna teología, pues permanece extraña a todas”[9]. Según Roger Caillois, tal independencia respecto a los dogmas de las confesiones religiosas es la que le concede a la actitud de Porchia una autenticidad indudable.

A través de la experiencia de la totalidad, de su contemplación activa, el poeta cuestiona su propia identidad: Cuando me parece que escuchas mis palabras, me parecen tuyas mis palabras y escucho mis palabras. Porchia se percibe a sí mismo en los demás y lo demás. Podríamos decir que el yo es un flujo. Más que de una radicalización de la otredad, se trata más bien de una maniobra de disolución para romper los límites estrechos de la personalidad. Mi yo ha ido alejándose de mí. Hoy es mi más lejano tú. Por este desapego de sí mismo, Porchia elude lo accidental y lo esporádico. Estoy tan poco en mí, que lo que hacen de mí casi no me interesa.

En consonancia con este desapego, la noción lineal del tiempo desaparece. Estoy en el ayer, en el hoy. ¿Y en el mañana? En el mañana estuve. Esta desorientación deja al poeta en una realidad ilimitada, sin referencias ni puntos de apoyo. Mi nacer aquí, ¿dónde habrá sido morir? Y mi morir aquí, ¿dónde será nacer? Ámbito, pues, de la simultaneidad, no de la eternidad ni de la nada, hecho de paradojas inaprensibles.

La extraordinaria apertura de las voces está en que Porchia no abandonó nunca el territorio de la niñez, haciendo de la ingenuidad una transparencia. Quien conserva su cabeza de niño, conserva su cabeza. Esta apertura hace del amor otra de las claves de esta obra. Las voces parecen instalarse en la raíz misma del amor, no en su cumbre, entendida ésta como un ámbito inflamado de deseo, de esporádica plenitud. Amar aquí es aprender a respirar juntos. De esta manera, el amor reconoce a la ausencia como otra presencia, es una visión a fondo del convivir, otra dimensión de la compañía. Te ayudaré a venir si vienes y a no venir si no vienes. Es tan importante el amor en Porchia que el desconocimiento acaba siendo un ofrecimiento sin condiciones, una experiencia donde la precaución no cabe, donde el riesgo se decanta en asentimiento. Te quiero como eres, pero no me digas cómo eres.

En la necesidad extrema de despojamiento, vida y obra se juntan y se comprenden. Porchia “no empleaba la extensión sino la intensidad”[10]. Así la renuncia es otra forma de la creación, no una experiencia que limita, sino que nos ensancha, “como si el ser se extendiera a medida que las cosas van desapareciendo”[11]. De modo que la pobreza material en que vivía Porchia, lejos de constituir un lastre, contribuyó, al parecer, a su desarrollo interior. Algunas cosas me he resignado tanto a no tenerlas que no me resignaría a tenerlas. Juarroz, refiriéndose a la sobriedad personal de Porchia escribe: “No recuerdo otro ser a la vez tan sencillo y tan pulcro. No usaba camisa casi nunca. En verano se ponía un saco pijama y en invierno se colocaba una bufanda debajo de un saco más grueso, ajustándola con un alfiler de gancho”[12]. Tan elemental y cierta es la relación que se establece entre poesía y vida que, al no estar acostumbrados a esta simbiosis tan honda, su simple constatación nos asombra y nos inquieta. Esta actitud vital nos muestra que la poesía puede ser una de las formas más nobles de la existencia y no un ejercicio artístico más o menos frecuente.

Así, la soledad en Porchia constituye una necesidad y una elección, una manera de estar en el mundo y, al mismo tiempo, de no estar en él. Cuando observo este mundo, no soy de este mundo, me asomo a este mundo. Su soledad no es un estado pasajero, sino la condición inexcusable para vivir, aunque no se abandone a ella. Por esto nos advierte que Quien se queda mucho consigo mismo, se envilece. De la misma índole de esta advertencia es precisamente la contraria, la que se constituye en crítica de la masificación moderna: Cien hombres juntos son la centésima parte de un hombre. Estamos, pues, en esa suerte de encrucijada en que, no sabiendo vivir en comunidad, habiéndolo olvidado posiblemente, tampoco hemos aprendido a vivir solos. Muy pocos poetas de nuestro tiempo han sabido ver tan a fondo la desorientación del hombre contemporáneo y la creciente irrealidad en que vive. Pero Antonio Porchia también encuentra modos de salir del embotamiento, nos insufla capacidad para vivir mejor, gracias a la comunión entre vida y arte.

Quizás esta correlación entre vida y poesía pudo influir en el rumano Stefan Baciu para incluirlo en su Antología de la poesía surrealista latinoamericana[13]. Pienso que la poesía de Porchia está muy lejos de ser surrealista, tan lejos como la de Rilke o la de Basho. Si el poema surrealista es pura expresión del inconsciente y da rienda suelta a imágenes indescifrables, las voces son extrema depuración de la conciencia. No es nuevo señalar que todo gran poeta es inclasificable, pero podríamos situar a Porchia en una corriente esencial de pensamiento en la que el aforismo se confunde con el poema. Corriente que nos viene de Heráclito, pasa por Nietzsche y llega a Elias Canetti. Con Heráclito, Porchia comparte el sentido de la contradicción; con Nietzsche, el abismamiento y con Canetti, la visión de la realidad superabierta, flexible e inquietante. Valgan estos ejemplos del gran humanista europeo: “Voy a destruirme hasta que esté entero”, “Una parte de él es vieja y la otra todavía no ha nacido”, “¿Quieres olvidar a quien nunca has encontrado?”[14] Por otra parte, el desasimiento del yo –que es una suspensión, no una pérdida–, la contemplación, el silencio como vía de acercamiento a la naturaleza y su extraordinario despojamiento personal y poético, conectan esta obra con la sabiduría del budismo Zen. Buda dijo: “Sed como una lámpara para vosotros mismos. Sed vuestro propio sostén”, y Porchia escribió: He sido, para mí, discípulo y maestro. Y he sido un buen discípulo, pero un mal maestro.

Porchia reconcilia a la poesía con el pensamiento, a la ética con la estética, a la palabra con el silencio y, sin temor a exagerar, junta la visión que del mundo tienen Oriente y Occidente, estableciendo una compuerta entre ambos. Así, en las voces conviven algo del aforismo y del haiku (De un árbol de cien años, he mirado las flores de un día). En el fondo, la obra de Porchia tan sólo podría ubicarse en “una tendencia sin tendencias”[15], siendo, sin lugar a dudas, “una figura capital de la literatura hispanoamericana. Capital por su marginalidad.”[16]

[1] Federico García Lorca, “La imagen poética de don Luis de Góngora”, en Conferencias I (Alianza Editorial, Madrid, 1984).

[2] André Breton, Entretiens 1918-1952.

[3] Alberto Luis Ponzo, Antonio Porchia, el poeta del sobresalto (Epsilon Editora, Buenos Aires, 1986).

[4] Op.cit.

[5] Guillermo Sucre, “La metáfora del silencio” en La máscara, la transparencia (Fondo de Cultura Económica, México, 1985).

[6] Roberto Juarroz, “Antonio Porchia o la profundidad recuperada”, en Plural, vol. IV, núm. 11, México, agosto de 1975. Publicado en Poesía y creación. Diálogos con Guillermo Boido (Ed. Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1980).

[7] Op.cit.

[8] Alberto Luis Ponzo, op.cit.

[9] Roger Caillois, “Un místico independiente”, en La Prensa, Buenos Aires, febrero 12 de 1950. Publicado también en León Benarós, Antonio Porchia (Hachette, Buenos Aires, 1988).

[10] Alberto Luis Ponzo, op.cit

[11] Alberto Luis Ponzo, op. cit.

[12] Roberto Juarroz, “Antonio Porchia o la profundidad recuperada”, op. cit.

[13] Ed. Joaquín Mortiz, México, 1974.

[14] Elias Canetti, La provincia del hombre (Taurus, Madrid, 1982). Versión de Eustaquio Barjau.

[15] Alberto Luis Ponzo, op. cit.

[16] Octavio Paz, “Sobre el surrealismo hispanoamericano: el fin de las habladurías”, en Plural, núm. 35, México, agosto de 1974. Publicado también en Rey Lagarto, año II, núm. 7 ( Sama de Langreo, Asturias, 1990).

Versión corregida del texto titulado "Antonio Porchia, la experiencia del abismo", aparecido en Cuadernos Hispanoamericanos nº 498 (Madrid, diciembre de 1991).

Carmona, mayo de 2004.