Decía Auden que, al principio de su vida literaria, buscaba en un poema el hecho de que fuera bueno. Con el tiempo, no sólo pedía que el poema fuera bueno, sino, además, que fuera auténtico, es decir, que, al leerlo, se reconociese al autor que lo escribió. Pero, más adelante, tampoco se conformó con estas dos cualidades y añadió una tercera: el poema tenía que ser, además, verdadero: el poema debería ser lo más fiel posible a la vida de quien lo escribió. Estas exigencias del poeta inglés nos acercan al mundo interior de Julio Llamazares, a su necesidad de relacionar su vida con su escritura.
Naturalmente –la conversación lo refleja con claridad–, el escritor leonés está muy lejos de creer que vida y literatura son lo mismo. Escribir, ya se sabe, no es, afortunadamente, un espejo, sino una invención, un escarbar y una duda. Estas palabras de Llamazares nos aclaran la cuestión: “No es que tenga que haber una identificación exacta entre el escritor y su obra, pero sí una coherencia. Así que cuando alguien escribe de una manera y es de otra, me resulta muy sospechoso. La literatura no es un oficio, es una actitud ante la vida, no es una profesión que tú eliges”. Llamazares, con estas palabras, nos vuelve a recordar que la literatura no es dejarse arrastrar por el río gris del hábito ni tampoco es un ejercicio de frivolidad. Escribir, como vivir, es una necesidad, la forma más radical que, hasta hoy, ha encontrado el hombre para defenderse, aunque ilusoriamente, del olvido.
Conocer, pues, a Julio Llamazares, después de haber leído su obra, no fue para mí una sorpresa, sino una confirmación. Me encontré con un hombre solitario, amable y hondo. Un hombre realmente retirado de todo cuanto rodea a la literatura y que no es literatura. Por esto, sus palabras en la conversación venían más de la vida –la vida que ha sabido encontrarse en el paisaje– que de los libros. Las horas que estuve con Llamazares me enseñaron que la soledad no tiene por qué ser una condena ni tampoco un don del carácter. Creí intuir que la soledad de Julio Llamazares era el resultado de una búsqueda, de un aprendizaje. Estoy convencido de que el tono coloquial de nuestra charla recoge bien la personalidad desafectada y despierta de este escritor.
―La memoria en tu obra, para mí, tiene más realidad, mucho más peso que el propio presente, a pesar de que en La lluvia amarilla, por ejemplo, se diga: “Y qué es, acaso, la memoria sino una gran mentira” o “En el recuerdo está el origen de la autodestrucción”. A pesar de esta desconfianza, yo veo también una gran confianza en la memoria; por ejemplo, al personaje de La lluvia amarilla, al que narra, le angustia más el tiempo anterior a su nacimiento que el olvido que va a venir. Y por eso, se agarra a la memoria ajena, a la de sus padres, para tener un tiempo que él no tuvo. Podríamos decir que la memoria es incluso el terreno de la fantasía.
―Hombre, yo no pretendo nunca –y menos en literatura– dogmatizar, quiero decir, dogmatizo para mí mismo. No pretendo que los demás participen de la concepción que yo tengo de la literatura y de la vida. Pero, vamos, lo que sí tengo muy claro es que el sustrato fundamental de la literatura es la memoria y que el presente no existe. El presente es esto mismo y luego, dentro de cinco minutos, cuando nos vayamos, es ya memoria. Además, la literatura es la creación de un tiempo distinto y de una realidad distinta en la que no existen ni presente ni pasado ni futuro, donde todos los tiempos se juntan. En el fondo, yo escribo de lo mismo y por lo mismo, sólo escribo del paso del tiempo. Si el tiempo no pasara, nadie escribiría ni nadie haría la mayor parte de las cosas que hace. En resumidas cuentas, lo reconozcamos o no, lo único que nos mueve, nos preocupa, nos obsesiona es el paso del tiempo. Entonces, el escritor, en el fondo –ya lo contaba a propósito de El río del olvido–, hace lo mismo que el viajero que, de vez en cuando, al caer la tarde se sienta en la cuneta del camino a escribir sus recuerdos de lo que ha visto y ha vivido hasta ese instante. Y el que escribe hace lo mismo: se sienta en la cuneta de la vida para escribir, de vez en cuando, lo que ha visto y ha vivido. ¿Cuál es la materia, la sustancia fundamental de sus apuntes, de sus escritos? La memoria. Pero, claro, la memoria tampoco es algo objetivo, la memoria es el terreno puro de la subjetividad, y, como tú decías, de la fantasía. La memoria no es siempre la misma, la memoria se transforma, la memoria cambia, la memoria acentúa detalles que no tuvieron la importancia que en la vida real tuvieron y oculta otros que tuvieron mucha más importancia. La memoria, en último término, también se inventa y se destruye. Entonces, para mí, la memoria no es algo puramente autobiográfico. Cuando tú escribes, lo que haces es rescatar recuerdos que muchos de ellos no existieron, pero no por ello dejan de ser menos recuerdos, porque, realmente, se recuerdan cosas que no se han vivido y no se recuerdan otras que se han vivido y han tenido importancia. ¿Por qué? Porque el paso del tiempo lo relativiza todo y, al final, lo que menos te importa cuando escribes es si ha sido real o no ha sido real, porque la realidad no existe, la realidad es la que tú creas cuando escribes.
―Esta condición fantasmal, me atrevo a decir, que tiene el hombre en tu trabajo, hace de la muerte no un descanso, como tradicionalmente se entiende –aunque también se ve esta concepción en tu obra–, sino una extraña resurrección. En La lluvia amarilla, por ejemplo, todas las sombras de los muertos del pueblo se sientan, ocupan los escaños en la cocina, tú les das más realidad a las conversaciones de estas sombras que al propio protagonista. Por ejemplo, en Memoria de la nieve, insistiendo en esto, tú llegas a decir: “Los niños muertos juegan junto al molino”.
―Cuando tú escribes es otra dimensión, es decir, la muerte no existe. Justamente es el único territorio en que la muerte no existe y el paso del tiempo, tampoco. Entonces, ocupan el mismo plano personajes que existen y personajes que no existen. Igual que sucede, por otra parte, en la vida: para mí tiene más importancia, por ejemplo, mi madre, que ya ha muerto, que mi vecina con la que no hablo nunca. Y una existe y la otra no existe, existe en cuanto anda, pero la importancia no está en la capacidad de movimiento físico, sino en la capacidad de seguir viviendo en tu memoria y en tu literatura. Nadie se muere del todo mientras no lo olvidan, este alguien sigue viviendo. Yo siempre insisto mucho: la gente habla de la memoria como de lo que recuerda. La memoria es esa dimensión en la que se sitúa todo lo que se ha perdido, lo que no se tiene y lo que se desea, es decir, la memoria es lo que está detrás de la realidad. Entonces, en este mundo sin dimensiones, sin primeros planos, todos ocupan el lugar que necesariamente tienen que ocupar, independientemente de que hayan muerto o de que sigan vivos, porque en la literatura no hay muertos ni vivos.
―¿Qué nos enseña el paisaje? El paisaje en tu obra tiene más realidad que el hombre. Hay una constante humanización de los elementos del paisaje en tu trabajo, hasta tener más presencia casi que los personajes; por ejemplo: “Las casas comenzaron a enseñar sus muñones mutilados y sus huesos”.
―Mira, a mí me llama la atención, cuando hacen críticas de mis libros, que hablen siempre de la importancia del paisaje y de la presencia del paisaje. Yo creo que, en España no ha habido una tradición paisajista ni en la literatura ni en la pintura. Sí la ha habido, por ejemplo, en las literaturas escandinavas, en las literaturas sajonas, en las germánicas…, donde el paisaje es tan fuerte que tiene una presencia; no digamos en la pintura del romanticismo, sino en toda la obra literaria y artística. Entonces, el error es pensar, como aquí se piensa, que el paisaje es un decorado, que sirve de telón de fondo al gran teatro del mundo. Yo creo que el paisaje determina, no condiciona. Determina la manera de ser y de actuar de las personas. Si yo soy de esta manera es porque he vivido en diferentes paisajes. Y entonces, ¿qué es lo que sucede? Que el paisaje, al final, para las personas se acaba convirtiendo, aunque no se den cuenta, en el espejo –más que en el decorado– en el que nos miramos. Decían los filósofos del romanticismo –es una cita que yo repito muchas veces– que, aunque un paisaje permanece inmutable, una mirada jamás se repite. Es decir, este mismo paisaje yo lo llevo viendo diez años y nunca es el mismo porque yo no soy el mismo. Entonces, yo creo que el paisaje, al final, es lo único que nos sobrevive. Y en último término, el paisaje incorpora, además, las miradas que todos han proyectado sobre él. Los dos pilares de mi obra –aunque yo no soy el más indicado para decirlo, porque cuando escribo no racionalizo sobre esto– son la memoria y el paisaje, esto lo tengo muy claro.
―Ya lo has aludido, tú partes de una idea romántica del paisaje. Yo te pregunto, entonces, ¿qué aspectos habría que desechar del romanticismo, qué no nos sirve ya de sus propuestas para seguir viviendo?
―Hombre, con el romanticismo pasa como con el paisajismo, que han sido siempre muy mal entendidos, sobre todo en las culturas del sur de Europa. El romanticismo, desde hace tiempo, se identifica con lo blando y con lo cursi. Lo que la mayor parte de la gente no sabe es que el romanticismo es uno de los movimientos filosóficos más ácidos y más duros. Es la conciencia, en último término, del alejamiento del hombre respecto de la naturaleza, la conciencia de lo efímero de la condición humana y la conciencia de la poca importancia que tiene el hombre dentro de la naturaleza. Esto se ve muy bien en pintura: en la pintura del renacimiento, lo importante es la figura humana. Luego, hay un decorado que es casi como un telón pintado de un teatro, que es el paisaje. Sin embargo, la pintura del romanticismo alemán, por ejemplo, en el famoso cuadro de Friedrich, es un monje en un acantilado que ocupa la millonésima parte del cuadro. Lo demás son los acantilados, el mar, las nubes… ·Esto, en último término, está situando al hombre ante su soledad y su indefensión, ante su terrible destino en el mundo. Yo siempre me autodefino un escritor romántico porque parto de estos supuestos.
―¿En qué se nota más la falta de relación del hombre con la naturaleza?
―Yo creo que es en la falta de perspectiva. Aunque no se dé cuenta la gente, el paisaje sigue influyendo. Por ejemplo: a mí me dicen, a veces, que soy un ecologista. Yo no soy ecologista en absoluto. Simplemente, el ecologismo me parece justamente eso: un movimiento naif de volver a la naturaleza pensando que la naturaleza es el claustro materno y algo bondadoso, cuando lo cierto es que el hombre y la naturaleza se han destruido mutuamente desde el principio de los tiempos. La naturaleza no es algo apacible y esto, en lo que yo escribo, se debe notar: la misma naturaleza que defiende y oculta a los maquis, a la vez, los puede matar un día, en medio de una ventisca. El ecologismo es algo que me parece un poco franciscano. Eso que podrá parecer una vuelta a la naturaleza creo que es un gran error, porque se parte de un desconocimiento absoluto de la naturaleza.
―Sin embargo, la cultura urbana está casi ausente en tu obra, al menos no tiene una presencia directa. Y tampoco esta cultura nos sirve.
―Bueno, yo, cuando hablo de la naturaleza, hablo también de la ciudad. El paisaje es esto también.
―Sí, pero en tu obra casi no está la ciudad.
―Sí, yo creo que está más de lo que parece. Yo creo que si no hubiera vivido en ciudades toda mi vida prácticamente, no escribiría como escribo. He llegado a decir, un poco en broma, que La lluvia amarilla es la novela más urbana que se ha escrito porque es el fin de la cultura rural. Yo creo que la ciudad disgrega más a la gente y la hace volverse más hacia sí misma y alejarse más de lo que le rodea y, en este sentido, se produce una pérdida de relación del hombre con el paisaje.
―En tu obra, el poema participa de la narración y la novela de la poesía. Incluso los elementos poéticos, en uno y otro caso, son los mismos: silencio, soledad, olvido… ¿Dejaste la poesía porque comprendiste que bajo una estructura novelística tu mundo poético era más evidente y, de algún modo, se reforzaba? Es más, el ritmo versicular y la división en pequeñas secuencias de La lluvia amarilla –no así en Luna de lobos– podríamos decir que forman unidades estróficas. ¿Viste, desde el primer momento, que estabas haciendo un poema narrativo?
―Mira, muchas veces he dicho una cosa que me hace mucha gracia. Yo he escrito sólo dos libros de poesía y, además, de una manera muy anormal, anormal en cuanto al tiempo que se acostumbra en escribirlos. Escribí los dos libros seguidos, cada uno en un mes. Y me dicen que soy un poeta metido a novelista, cuando yo, en realidad, he escrito poesía dos meses en mi vida y novela el resto del tiempo. Cuando hacía poesía, yo me acuerdo que los críticos que siempre andan descubriendo el enigma de todo, me decían que hacía poesía narrativa y, luego, cuando empecé a escribir novelas, me decían que hacía novela poética. Para mí, ¿qué quiere decir esto en el fondo? Que, evidentemente, como tú decías al principio, escribo igual porque creo que mi estilo está en el filo de la navaja entre lo narrativo y lo poético, y ahí es donde me desenvuelvo mejor y me sitúo. Entonces, ¿cuál es el salto de un lado a otro en el filo de la navaja? Yo sí creo un poco en eso, que se dice siempre, de que la poesía es un género de juventud y la novela, de madurez. Esto es muy simplista, pero creo que hay en ello un poso de verdad en el sentido siguiente: la juventud es la época en que tú crees que se puede decir la verdad y la madurez es la época en que empiezas a relativizar todas las verdades y te vas dando cuenta de que la verdad no se puede decir a tumba abierta porque no existe y, entonces, te empiezas a introducir más en el territorio de la mentira. En el fondo, la materia que tú utilizas es la misma, el estilo es el mismo y lo único que cambia es que cuentas anécdotas que soportan, digamos, este magma literario. Anécdotas que son mentiras, pero, claro, es que yo creo que la única manera de decir la verdad es mintiendo. Se trata, como alguien decía, de encantar contando. Y en el fondo, yo estoy diciendo lo mismo en Memoria de la nieve, La lentitud de los bueyes, en La lluvia amarilla o en cualquiera de mis libros. En todo los libros digo lo mismo y escribo igual. Lo único que cambia es que algunos tienen, digamos, un armazón narrativo de anécdotas, que lo puedes quitar perfectamente y seguirían siendo lo mismo, pero que me permite en esa especie de sarta de mentiras, que es una novela, contar indirectamente lo que quiero contar. Entonces, de repente, yo creo que el cambio está en cuanto tú te das cuenta de que te mueves mejor en el territorio de la mentira que en el de la verdad. Es eso que decían los filósofos antiguos de que al sol no se le puede mirar de frente. Hay que mirarlo reflejado en espejos o en los cristales de las casas. Bueno, pues tú haces lo mismo: estás hablando del sol, pero, en vez de mirarlo de frente, lo que haces es proyectar espejos sobre él, que son las distintas novelas que tú escribes para contar lo mismo.
―Entonces, ¿tú eras consciente, cuando estabas haciendo La lluvia amarilla, de que escribías un poema narrativo, de que tiene casi estructura de libro de poemas? En luna de lobos, sin embargo, no me parece esto tan evidente.
―Bueno, soy consciente hasta cierto punto. Mira, yo ahora estoy escribiendo otra novela y, mientras la estoy escribiendo, sé muy poco de ella. Normalmente, empiezas a teorizar sobre ella –a mí no me gusta teorizar– cuando haces entrevistas. Hombre, tú te preguntas de dónde me vendría a mí esto, en qué estaría yo pensando para escribir esto. De repente, me pongo a escribir de una cosa que no había vuelto a recordar jamás. Y eso es la magia de la literatura, el dejarte llevar. Luego, evidentemente, cuando haces entrevistas, tienes que empezar a dar respuestas. Empiezas a improvisar al principio y, luego, algunas cosas que has dicho, las lees y te gustan. Y al recordarlas, vas creando una especie de armazón teórico de lo que tú has hecho. Pero cuando tú escribes, no es que seas completamente ingenuo respecto a la obra literaria, pero el noventa y cinco por ciento de lo que dices sobre lo que has escrito, no lo has pensado en el momento de escribirlo.
―En el ritmo versicular de tu trabajo, ya sea en poesía o novela, aparte de ser tu forma de respirar, de ser la respiración de tu escritura, ¿buscabas –o te has dado cuenta después– un reencuentro entre la poesía y la narración, encuentro que se produjo en el principio de la literatura?
―Si lo buscaba, era inconscientemente. Yo, en La lluvia amarilla, quería contar, más que contar, transmitir la sensación que a mí me producía entrar en un pueblo abandonado, simplemente. Una novela surge de cosas así. Normalmente, la gente está muy equivocada respecto a las novelas. Suele pensar que una novela es una historia muy complicada. Es decir, yo estoy muy cansado de cualquier señor que te pilla en un bar y te dice: “Chaval, te voy a contar mi vida y vas a escribir una novela cojonuda”. Si esto fuera escribir una novela, sería muy sencillo. Sería coger y complicar voluntariamente una historia y, mientras más complicada, mejor novela. Y, sin embargo, yo he leído novelas que me han impresionado muchísimo, en las que no pasa nada. No pasa nada, digamos, desde el punto de vista de la anécdota. Al final, en una novela, ¡qué es lo que quieres tú contar? Yo, en Luna de lobos, quería recoger aquellas historias que a mí me contaban de niño sobre los maquis de las montañas de León. Pero, más que las historias, el tono de voz, casi fantástico. Porque, claro, como aquellas historias eran algo prohibido, había que bajar la voz. En definitiva, yo quise recuperar la magia del placer de contar. Y en La lluvia amarilla, busqué transmitir la sensación que a mí me produce entrar en un pueblo abandonado. Yo, cada vez que entraba en un pueblo abandonado, me preguntaba siempre qué pensaría el último hombre que se quedó aquí. Entonces, para saber lo que pensaría, escribí esa novela. Claro, las anécdotas que se cuentan en La lluvia amarilla son intercambiables. Es decir, si en vez de picarle al protagonista una víbora, le muerde un lobo o no le muerde nadie, la novela seguiría siendo la misma, pero lo que no puedes cambiar es el clima y la atmósfera literaria que has creado. Las anécdotas son simplemente las paredes con las que construyes el edificio y las paredes las puede cambiar de sitio. En el fondo, lo que yo quiero contar en una novela muchas veces es una sensación, no quiero contar nada. Me parece que era Valente quien decía que la poesía era como la lumbre, en la que tú echas troncos y éstos arden, se convierten en cenizas. Luego, llega el viento del tiempo, esparce las cenizas y, al final, queda ahí un poso gris. Bueno, pues eso es la literatura, es decir, tú lees La lluvia amarilla y, al cabo de quince años, ya te has olvidado de los troncos que ardían y de qué madera era, te has olvidado de lo que pasaba, pero te queda una sensación que se ha incorporado a ti. Y, a partir de este momento, tú ya no eres el mismo. Y esa sensación es el poso gris que queda cuando pasa el tiempo. Lo demás, que si se besan, que si la mata…, eso, que es realmente lo que la gente va buscando, es la mentira pura y dura. A mí me interesa la mentira en cuanto se va transformando en verdad. Lo demás, no me interesa para nada.
―En El río del olvido noto yo una sobriedad expresiva superior al resto de tus libros, más líricos y sugerentes en sensaciones y en pensamientos. Hasta tal punto creo esto que te digo que me da la impresión de que El río del olvido es un libro casi circunstancial. Su lenguaje coloquial, me atrevo a decir, es pobre, poco atractivo.
―El río del olvido no es un libro menor para mí. No lo escribí con conciencia de libro menor. A lo mejor no tiene la intensidad de los otros. Lo que sucede es que pertenece a un género distinto –bueno, yo no creo mucho en los géneros– , más descriptivo. Es un libro de viaje en el que, en lugar de pasar el paisaje y el tiempo por la persona, por el yo narrativo de La lluvia amarilla o de Luna de lobos, es la persona la que pasa por el paisaje y por el tiempo. Así que, al cambiar la óptica, a lo mejor cambia un poco el lenguaje. En este caso, es un lenguaje de pincelada rápida que da la conversación y que lo exige el género. A mí me encanta la literatura de viaje y pienso seguir escribiéndola. Me parece que la literatura de viaje es la literatura en estado puro.
―Sí, pero a mí no me parece menor porque sea un libro de viaje, sino por su resultado literario, digámoslo así. Tú buscaste esta sobriedad a la que yo me refería antes, ¿no?
―Sí, sí. Otra cosa es que a la gente le guste más o menos. Es que la perspectiva cambia. Lo que yo quiero contar en El río del olvido es lo que me pasó durante un viaje de una semana por un río y lo que quiero contar en La lluvia amarilla es una sensación. Entonces, es más difícil contar una pura sensación durante doscientas páginas que contar todas las cosas que te han pasado en un viaje. Es decir, a nivel coloquial, es más fácil contar todo lo que te pasó en un viaje a La Habana o a donde sea que contar lo que sentiste el primer día que bailaste con una chica, por ejemplo. Entonces, el lenguaje tiene que ser distinto. Es como si me dijeran que los artículos de prensa no tienen la misma intensidad lírica que mis libros. Evidentemente, no pueden tener la misma porque se escriben desde otro enfoque y para otro medio.
―Pero tampoco los escribiste tú con la misma actitud, con la misma exigencia literaria con que escribiste El río del olvido. Los haces con una conciencia mucho más circunstancial, en este caso.
―Pues no creas. Hay artículos que tienen incluso más potencia literaria que muchas páginas de mis novelas. Depende también del tema que aborden. Se trata de esto, tan viejo y tan manido, que es la conjunción entre el fondo y la forma. Es decir, si tú escribes un artículo sobre el político de moda –cosa que no me interesa para nada–, no puedes escribir de la misma manera que si escribes un artículo sobre la sensación que te produjo, por ejemplo, uno que escribí, “Volver a Berlín sin muro”. En este artículo puedes hablar de otras cosas, por ejemplo, de la desaparición.
―Háblame de este verso de La lentitud de los bueyes: “Con la primera palabra nace el miedo”.
―Pues, seguramente, cuando lo escribí, no sabía lo que decía.
―De todas formas, puede sugerirnos que no tenía por qué haber nacido la primera palabra, ¿no?
―Tampoco se puede interpretar un verso. Pero, volvemos a lo del principio: la gente empieza a comunicarse por temor al paso del tiempo, para explicarse la gran pregunta que siempre ha tratado de responder la literatura y el arte y que no es –en contra de lo que la gente piensa– si hay vida después de la muerte. La gran pregunta no es esa. La pregunta es si hay vida antes de la muerte. Y a esa pregunta es a la que yo trato de responder cuando escribo.
―Tú has trabajado en los medios de comunicación, sobre todo en televisión. Recuerdo el programa cultural Tiempos modernos. Julio Ramón Ribeyro viene a decir que el oficio del escritor es el de un artesano que se resiste a desaparecer. Realmente, ¿el escritor tiene aún alguna función en la sociedad, a pesar del dominio apabullante de los medios de comunicación de masas?
―Hombre, yo en esto estoy muy de acuerdo con mi abuela y con todas las abuelas del mundo, que escribir es una pérdida de tiempo. Claro, la mayor desgracia que le puede ocurrir a una familia es que le salga un hijo poeta o un hijo escritor. ¿Por qué? Porque la gente se mueve en otra escala de valores. El tiempo que pierde en escribir, lo podría dedicar a ganar dinero. Ahora bien, yo prefiero perder el tiempo intentando atraparlo en cincuenta folios que perderlo corriendo de un lado a otro sin saber para qué. Yo creo que el escritor nunca ha tenido una función social porque la literatura es un ejercicio puramente solitario e individual. Luego, la repercusión que pueda tener, mayor o menor, en los medios de comunicación suele ser por cuestiones absolutamente ajenas a la literatura. Lo que a la sociedad le interesa de la literatura es lo que no tiene nada que ver con la literatura: los amores del escritor, su suicidio… Al lector solitario, la literatura sí le interesa, pero la única función que puede tener para él es que se convierte en un espejo en el que el lector se mira. Si un día desaparece la literatura porque no haya nadie que quiera seguir escribiendo, tampoco pasa nada. Han desaparecido muchas cosas en la historia del mundo.
―Vargas Llosa ha reflexionado mucho sobre el fenómeno de escribir novelas, refiriéndose, entre otros aspectos, a la disciplina, a la cantidad de horas de estar escribiendo, a la reelaboración, a la conjunción de elementos como si se tratara de un puzle… ¿cómo trabajas tú?
―Hombre, cada maestrillo tiene su librillo. Normalmente, la gente escribe varias veces la misma novela. Yo te puedo decir que cuando acabo la página primera, ya la puedo mandar a la imprenta y no he empezado la segunda. Es decir, me puedo tirar un mes con la página cuatro sin pasar a la cinco, sabiendo lo que voy a escribir en la cinco. Yo siempre pongo una imagen. Para mí, la literatura es como el carbón, quizás porque viví toda mi infancia en un pueblo minero. El carbón se forma de los vegetales que han quedado enterrados y se han podrido. Y la literatura es lo mismo. La literatura se forma de los recuerdos que van quedando enterrados en la memoria y se van pudriendo. Entonces, lo que tú tienes que hacer es ir y sacarlos. Así que yo funciono como funcionan los mineros, que no avanzan hasta que no han sacado el carbón anterior. Yo escribo muy lento, pero tengo la ventaja de que cuando he acabado, he acabado; no tengo que volver al texto, no tengo casi que corregir. A lo mejor cambio, en total, cincuenta palabras, nunca párrafos enteros, ni cambio la historia. Yo suelo saber lo que voy a contar en la página siguiente. A lo mejor no cuento lo que creía porque, a veces, la página que todavía no he escrito está determinada por el adjetivo con que acabé la anterior. Sucede también que cuando yo voy a escribir una novela no sé lo que va a pasar, porque en la novela –la novela es un reflejo puro de la vida– interviene, en un noventa por ciento, el azar, igual que en la vida. Hay escritores –yo he oído hablar de Zola– que hacían un esquema de la novela antes de escribirla. Yo así no podría escribir porque si sé lo que va a pasar, para qué voy a escribir.
―No me gustaría terminar sin que me dijeras qué recuerdas de Vegamián, tu pueblo natal. Háblame de él.
―Mira, yo de Vegamián apenas tengo recuerdos porque allí viví hasta los cuatro años más o menos. Tengo algún que otro recuerdo muy difuso. Curiosamente, recuerdos que recuperé cuando volví a Vegamián. Cuando yo tenía catorce o quince años, a Vegamián lo sepultaron. Yo volví a Vegamián, de vez en cuando, con mis padres, pero recuerdos reales de haber vivido allí casi no tengo. Más que recuerdos, tengo imágenes. Los recuerdos casi nunca son anécdotas, son imágenes: la imagen de mi padre bajando a la escuela, la imagen del señor que vivía enfrente, viéndolo venir con un burro con yerba… Pero, a la hora de la verdad, cuando volví hace siete años, vaciaron el embalse y vi aquel pueblo que surgía otra vez del lodo del fondo del pantano. De repente, me di cuenta de que yo recordaba todo, porque mi memoria está allí enterrada en el pantano. Para mí, la mejor metáfora de mi literatura es la propia imagen del pueblo en que nací, sepultado bajo las aguas. Eso es lo que yo escribo: lo que surge del pantano de la memoria, igual que surge del lodo, de vez en cuando, el pueblo en que nací.
Madrid, 17 de febrero de 1991
Publicado en Palimpsesto nº 3 (Carmona, primavera de 1991).