Sabemos bien que el entusiasmo nos salva del aburrimiento, pero puede abocarnos, a poco que nos descuidemos, en la precipitación de algunas opiniones o en la neblina del entendimiento. Una charla supone siempre una tentativa de confusión y nos transmite el riesgo de no completar casi nada. Sin embargo, he preferido mantener en estas páginas, dentro de lo que realmente es posible, el tono coloquial que mantuvimos aquella tarde, ya que, si a veces la precisión puede sacrificarse, puede ganar el lector en viveza expresiva, apreciando no ya la capacidad inmediata de reflexión de un hombre, sino los diversos procedimientos que éste posee para alcanzar ésta o aquélla convicción. Los vericuetos mentales por donde el poeta se mueve, en ocasiones, nos revelan más de lo que pueda hacerlo una frase contundente.
Por último, he preferido no fragmentar en apartados la entrevista ya que agrupar por temas esta conversación sería, por lo dicho, traicionarla.
―Dice Luis Rosales que la poesía es necesaria porque nos permite saber qué tenemos de común y qué de diferente. ¿Qué utilidad tiene la poesía en un mundo tan dedicado a la imagen y al mensaje comercial?
―Bueno, yo no creo que la poesía sirva para nada, esa es la verdad, que tenga utilidad o que tenga un sentido práctico. La poesía, en cierto modo, sirve para conocerse mejor a uno mismo y para conocer a los demás. La poesía, al contrario de la prosa narrativa, es como una ocupación violenta de la memoria –la memoria siempre está funcionando en el poeta de forma que es la base de todo lo que va desarrollando– y, a medida que escribe, insisto, se va conociendo mejor. Yo, cuando termino de escribir un poema, creo que soy el maestro del que empezó a escribirlo.
―Yo creo que volveremos de nuevo a entrar en la memoria y en la infancia cuando hablemos algo de su poesía. Sin embargo, no me resisto a la tentación de pedirle que me comente esta frase suya de Laberinto de Fortuna: “El presente desdeña lo que el recuerdo elige”.
―Bueno, esto es una especie de retórica. A mí me gusta mucho la paradoja, sobre todo en este último libro del que estamos hablando, Laberinto de Fortuna. Es un libro muy paradójico porque me gusta, de pronto, que las conclusiones que se saquen sean distintas a lo que en principio se piensa que yo voy a decir. Entonces, es un libro con sorpresa y con mucha ironía como telón de fondo. La ironía cada vez me gusta más utilizarla en mi poesía. Yo estoy muy en contra de la poesía obvia, directa, explícita. Me gusta la poesía donde el propio trabajo artístico –el propio trabajo artístico de la palabra– saque una conclusión indirecta y que el lector pueda también extraer conclusiones no directamente extraídas de las palabras, sino lo que pueda vislumbrarse en el fondo.
―Entonces, ¿es correcto decir que una de las enseñanzas que usted ha obtenido de la vanguardia es la asimilación de lo contradictorio?
―Sí, sobre todo la ambigüedad. La contradicción y la ambigüedad. Yo soy un lector asiduo y tenaz de todo el surrealismo. Me parece que el surrealismo ha sido una de las grandes revoluciones de toda la historia cíclica de la Literatura y, aparte de todo esto, los barrocos castellanos y Juan Ramón Jiménez. Todo esto a mí me ha servido mucho para ir formándome mis propias contradicciones en el terreno de la poesía. Yo creo que soy un contradictorio absoluto en este sentido.
―Yo recuerdo una frase, que está en Toda la noche oyeron pasar pájaros que puede ser determinante en este sentido: “La verdad procrea siempre otras verdades igualmente contradictorias”.
―Sí, sí, ¿esta frase es de Todas las noches oyeron pasar pájaros? Pues podría ser de Laberinto de Fortuna.
―Efectivamente, encontramos, por ejemplo, otra frase en Laberinto de Fortuna de cierto parecido: “No sin ser deformada puede la realidad exhibir sus enigmas”.
―Sí, la realidad deformada es la que realmente puede sacar a flote esos misterios que están ocultos en la otra cara de la realidad.
―Pero tampoco podría llamarse a eso esperpento ¿o sí?
―No, yo creo que no. La técnica de los espejos deformantes que produce el esperpento no es exactamente algo que pueda ser equiparable a mi poética.
―Entiendo –usted me corrige o desarrolla– que hay, de momento, dos caras de la ambigüedad. Una, la propiamente llamada polisemia, que probablemente sea el caso de Quevedo o Góngora o parte de la poesía barroca, no sé si toda. Y otra, que creo que usted es la que más ha desarrollado, por lo menos con más tajancia, ha sido la ambigüedad que podríamos llamar encubridora, escondiendo el argumento inicial inmediato a la experiencia que le impulsó al poema, con una gran trabazón sintáctica y conceptual. En definitva, ¿cómo ve esta ambivalencia de la ambigüedad?
―Yo veo la ambigüedad como una actitud previa incluso a la escritura del poema. Es decir, al no estar de acuerdo con la poesía directa, para mí, la ambigüedad es consustancial a toda obra de arte porque se produce así una diversificación de contenido, que puede ser enriquecedor para el lector porque un contenido explícito, generalmente produce muy poca emoción poética. Entonces, a mí me gusta siempre que la ambigüedad esté siempre envolviendo al argumento con el fin de crear posibilidades distintas en el lector.
―Pero, le insisto en este sentido, su actitud con la ambigüedad no se acerca a la polisemia sino, más bien, al encubrir el máximo posible el argumento inicial que le obligó a escribir el poema.
―A veces sí, pero no siempre. También me gusta que esa ambigüedad esté funcionando a través de la sintaxis, o sea, que a través de una forma sintáctica determinada se puede llegar a la ironía.
―Efectivamente, esto lo apunta usted en el prólogo a sus poemas, en la edición de Cátedra. ¿Por qué no me lo vuelve a explicar?
―Pues, no lo sé muy bien, pero yo creo que se trata de explicar las cosas dando rodeos, una especie de perífrasis que dé la sensación de que estoy siendo irónico pero que no lo consigo, siendo la sintaxis la que termina ocupando mi puesto en el proceso creador.
―¿Qué significa la técnica en un poema y hasta qué punto, pues, a través de la sintaxis, uno termina diciendo casi lo contrario de lo que pensó decir en un principio, desobedeciendo completamente a la experiencia?
―Sí, sí, eso ocurre siempre. En mi caso, por lo menos, yo no puedo evitar que a medida que estoy elaborando el poema –yo siempre lo elaboro de memoria, no lo escribo, mientras paseo o navego, solo– lo que voy inventando a través de la palabra puede ser muy distinto a lo que he querido escribir previamente. En este sentido, uno puede falsear la experiencia porque la tentación de la técnica es superior a la propia escritura. A mí me parece que un poema tiene un porcentaje muy elevado de técnica.
―Muchísimo más que de contenido, claro.
―Sí, yo pienso –y lo he dicho varias veces– que el argumento en Literatura me parece superfluo, o sea, que es el ingrediente menos definitorio de lo que luego es el resultado final.
―Le voy a poner en un aprieto, a lo mejor es producto de mi inocencia. En el prólogo a la edición de Cátedra, donde usted toma postura radical y esclarecedora frente a muchos temas, dice que, a pesar del abrumador dominio verbal, siempre queda un sustrato, una depuración de la experiencia vivida. En uno de los poemas de Descrédito del héroe, sin embargo, se dice –creo entender– lo contrario: “Lo que no he escrito ya es la única / prueba de que dispongo / para reconocerme”. Aparte de ser un juego poético estimulante, ¿hay aquí un desengaño respecto a lo escrito en el prólogo de Cátedra?
―No creo que tenga mucho que ver. Me parece que eso es, más bien, un comentario adicional al título de este poema, “Sobre el imposible oficio de escribir”. En definitiva, se trata de la imposibilidad sustancial de la palabra para expresar lo que uno quiere decir. Nunca la palabra puede abarcar a la experiencia. Esa experiencia, a veces, no hace falta que sea vivida, basta con que sea inventada. La búsqueda de equivalencia entre la experiencia vivida y la experiencia lingüística es lo que produce el poema. Entonces, acertar con este equilibrio es lo que hace que el poema sea absorbente.
―Por lo tanto, ¿realidad y lenguaje son mundos radicalmente opuestos?
―No tienen por qué tener nada que ver. La poesía es revalorizar la realidad a través de las palabras, de modo que a mí, la realidad objetiva no me interesa para nada. Me interesa el producto de la realidad dentro del poema.
―Entonces, ¿qué no sería poesía de la experiencia? ¿No es una simpleza de los críticos hablar, como hablan de su grupo generacional, de poesía de la experiencia?
―Lo que pasa es que hubo en un determinado momento, en nuestra evolución como poetas, que sí usamos mucho de la experiencia directamente, cuando nos sentíamos moralmente obligados a usar la poesía con fines políticos.
―Aquí se movería su libro Pliegos de cordel.
―Efectivamente, es el libro mío que yo menos quiero. Es un libro bastante artificioso en el sentido de que yo quería ahí que mi poesía fuera útil, que el lector reconociera una serie de denuncias. Todos caímos en esta trampa de definir el realismo antes que las obras y no a partir de las obras. Y por eso se produjo una poesía bastante empobrecida estilísticamente o artísticamente hablando. Pero esto fue, digamos, un paréntesis que todos vivimos, incluso los poetas más herméticos e intelectuales vivieron este momento político obligados por la circunstancia histórica. Yo no es que ahora deteste todo esto, incluso lo justifico históricamente, pero me siento ya muy lejos de eso.
―Yo sé que una de sus debilidades es la poesía barroca. Dice Luis Rosales, vuelvo a él, que en la poesía barroca es donde se produjo el mayor acercamiento entre vida y poesía. ¿Cómo se interpreta esta frase?
―No estoy muy seguro de esto, pero lo que sí puedo decir es que, para mí, el barroco no es una complicación léxica o sintáctica, ni tampoco la acumulación de bellas palabras para llenar el vacío. En mi caso concreto, pienso que el barroco es una forma de aproximación a la realidad, el barroco como método de aproximación a la realidad. Por eso, a mí los barrocos, sobre todo Góngora, me parecen que son ejemplos magníficos de creación de una realidad nueva a través de la poesía. A través de todos los mecanismos retóricos, las ilusiones… El resultado que consigue el barroco es una espléndida demostración de la realidad que puede crear la poesía.
―No hay otro ejemplo, quizás quitando las vanguardias, más grande en este sentido, o sea, en la capacidad de inventar un mundo.
―No, yo del barroco salto a los surrealistas y a Juan Ramón. De modo que, para mí, no hay términos medios. La prosa ya es otra cosa. Habría que arrancar de Valle-Inclán para ver sus magníficos logros.
―Dígame si esto es una simpleza más de Borges o tiene su sentido. Esta frase la saco de un libro de entrevista con Borges, escrito por Roberto Alifano: “Góngora, al lado de Quevedo, es una mera figura decorativa”.
―Bueno, claro, eso es una frase borgiana como otras muchas, que puede ser verdad o puede ser mentira. Puede contener una frivolidad o puede ser un apresuramiento teórico. Para mí, Quevedo es un escritor muy total. Es un escritor que abarca tanto y es tan apasionante en muchos aspectos, que me parece que no hay comparaciones, pero, claro, al lado de Quevedo, Góngora es otra cosa. Quiero decir que a donde llegó Góngora, no llegó Quevedo.
―¿En qué sentido? En el lenguaje… en la forma…
―En el lenguaje… la creación selvática de las Soledades ni la olió Quevedo. Sin embargo, Quevedo, en otros aspectos es inimitable y Góngora no intentó siquiera escribir Los sueños.
―Pero ese entramado conceptual de Quevedo tampoco lo olió Góngora. Quiero decir que la poesía metafísica de Quevedo, Góngora tampoco la probó.
―No, no, tampoco, es verdad. Aunque a mí no me gusta establecer diferencias entre conceptismo y culteranismo, como hacen los manuales, creo que esta separación resulta muy didáctica. Es claro que Quevedo maneja los conceptos de manera ejemplar y te deslumbra esta poesía tan serena y llena de bifurcaciones. Sin embargo, Góngora cuando crea las Soledades o el Polifemo está inventando un mundo.
―Yo me atrevo a llamar a su poesía metafísica, aunque usted se ha arrepentido de tanta trama conceptual. Quiero decir que veo su poesía más cercana a los enlaces mentales de Quevedo. Lógicamente, las conclusiones por las que merodea su poesía y demás aspectos casi no tienen nada que ver con la aplastante certidumbre de Quevedo. Su poesía tiene más corte metafísico que lujoso.
―Sí, yo este lujo lo he reprimido mucho, que me salía casi por añadidura. El lujo verbal lo he vigilado, incluso he llegado a vigilancias extremas en este sentido. No me gusta la exhuberancia que podríamos llamar, en términos coloquiales, andaluza. Yo de la poesía andaluza lujosa he rehuido mucho, pero también estoy rehuyendo de mi poesía más solemne, la poesía donde las penetraciones metafísicas están muy a flor de piel. Busco una poesía no tan trascendente o, mejor, quiero una poesía en que el lector no perciba de golpe un intento de trascendencia, sino simplemente un juego metafórico que sea atractivo.
―Entonces, podemos convenir… Desde Juan de Valdés, pasando por Machado, Juan Ramón incluso –tenemos escritos de este último al respecto–, ha habido escritores que han afirmado que se debería escribir como se habla. ¿No es esto una tontería?
―No, no. Yo no creo que se deba escribir como se habla. Esto sería periodismo.
―¿Qué podemos aprender de la poesía popular?
―Eso sí me interesa a mí mucho. La poesía popular tiene de pronto… Yo he hecho poesía popular para el cante flamenco, pero eso es un aspecto que no tiene nada que ver con mi creación poética. En la poesía popular hay, de pronto, una sabiduría, dos palabras juntas que aparecen de pronto… o una aparente simplicidad que oculta una enorme emoción. Yo podría citarte ahora infinitos versos de la poesía popular. Son realmente de auténticos creadores. A mí esto me interesa pero desde otro punto de vista, un punto de vista menos literario y más ligado a mi sensibilidad de oyente o de lector.
―Yo sé que se arrepintió de su fervor por Alberti y Lorca, ¿es, hasta cierto punto, un plagio, una especie de teatralidad infecunda que un señor, ya adaptado a una poesía culta, inmerso en ella, pueda dedicarse a hacer “poesía popular”?
―No, no, yo creo que eso, digamos, es otra vertiente. Cuando Alberti hace poesía neopopular casi al mismo tiempo que escribe Sobre los ángeles… Marinero en tierra es un libro muy popular y no tiene nada que ver con la penetración en la realidad de Sobre los ángeles. Sobre los ángeles es un libro espléndido, parece de otro autor, esa es la verdad. Pero el Alberti o el Lorca neopopularista a mí no me interesan para nada.
―Yo comprendo que en el barroco, debido un poco a la conjunción entre cultura y pueblo –no había aún una separación definitva, el poeta estaba todavía inmerso en la realidad popular, por el tipo de diversión…–, Quevedo, Góngora y demás poetas hicieron coplas, canciones, retomaron romances populares, pero hoy, ¿no parece un poco falso esta actitud donde el folclore está borrado de nuestra sociedad?
―Falso, no exactamente, creo yo. Góngora, al lado del Polifemo escribía las letrillas.
―Pero, insisto, Góngora, creo yo, conectaba con su época. Sin embargo, estando los poetas tan lejos del pueblo como ahora ocurre, hacer poesía popular me parece algo artificial o, a lo mejor, un intento de rescatar un aspecto de nuestra cultura que se pierde irremisiblemente.
―Yo pienso que no tiene nada que ver. Son dos caminos distintos. El poeta culto, el poeta hermético o intelectual, cuando hace poesía popular, la hace con el mismo agrado que cuando se dedica a su creación literaria propiamente dicha. El trabajo creador es muy distinto en uno y otro caso. Yo cuando hago poesía popular no tengo nada que ver con el que escribe Laberinto de fortuna.
―¿Puede ser esto de Juan Ramón cierto: “En poesía libre, el ritmo y la rima están sustituidos por el buen gusto y la inteligencia”?
―Es que yo no sé bien qué es eso del verso libre. Escribas topográficamente seguido como si fuera prosa o escribas cortando los versos, hay una música siempre y un ritmo. Hay siempre una música interior aunque, a veces, no coincida con la terminación del verso, o sea, que tanto en un gran soneto como en un gran poema versicular debe haber control rítmico.
―Entonces, esta frase simplifica algo la cuestión.
―Sí, sí. La frase no creo que tenga mucho sentido.
―Yo he comprobado que muchos poemas de Laberinto de fortuna se pueden dividir incluso en metros tradicionales.
―Hay muchos endecasílabos, eneasílabos y alejandrinos.
―Esto, ¿a qué se debe? ¿a una búsqueda de soltura expresiva? Yo observo en su poesía el uso frecuente, no abusivo, del eneasílabo, que en la poesía española lo han utilizado más decididamente Rubén Darío y José Hierro, aunque, claro está, con sonoridades completamente distintas. Su eneasílabo me da la impresión de que se repliega. Observo en él más tensión que en los ejemplos anteriores, permitiéndole así agarrar mejor el concepto. Yo me atrevo a decir que es un eneasílabo que pesa. ¿Por qué el eneasílabo? ¿por simple ritmo interior?
―Es una especie de previa esclavitud. Desde mi primer libro hay en mí una tendencia al eneasílabo. Laberinto de fortuna está en prosa por la necesidad que tengo de liberarme de ese ritmo, de ese tono tan atenazante del eneasílabo, distribuido musicalmente tal como yo lo hacía. Yo creo que en parte he conseguido escaparme de esta forma. Yo creo que lo que haga en poesía, si es que hago algo, no tendrá nada que ver con lo que he hecho antes.
―El poema mismo de “Descrédito del héroe”, que está en prosa, se confunde casi con la narración, un poema, además, anterior al libro Laberinto de fortuna.
―Eso me gustó hacerlo porque quise buscar esa frontera entre la poesía y la narrativa. No es un poema en prosa, porque no me gusta esa denominación.
―Entonces, ¿se escribe poema en prosa por cansancio de las formas anteriores o por alguna intención más clara?
―O por no cortar el verso porque, a veces, cortar el verso es un recurso caprichoso.
―Observo también que su poesía, a pesar de que usted comente que se dedica a la práctica y no a la teoría de la Literatura , ha caído en la “trampa” de reflexionar sobre el lenguaje mismo. Hay poemas ya en su primer libro, Música de fondo, por ejemplo, en que la palabra es cuestionada, es objeto principal de su actividad creadora. En su caso, no se trata de una reflexión sobre el lenguaje tan exclusiva como se da en otros poetas. Pero sí encuentro, en algunos poemas suyos, una consideración casi física de la palabra.
―Sí, pero eso es casi como el título de un poema mío que se llama “Temor a la impotencia”. Yo tengo siempre miedo a que cuando escribo un poema no me valga para nada, es decir, que yo esté falsificando mi propia experiencia. Yo siempre estoy al borde de esa duda sistemática de pensar que la palabra no sirve para expresar lo que yo quiero decir. Entonces, es absolutamente absurdo seguir escribiendo ya que tiendo a pensar que todo es un artificio si yo escribo un poema que no responde a lo que yo quiero decir. Ese poema, entonces, no tiene nada que ver conmigo. Es algo que está ahí porque técnicamente soy hábil y estoy escribiendo poesía porque sé hacerla, pero no porque me resulte necesario o porque me justifique humanamente.
―¿Qué es en poesía imprescindible?
―La técnica, insisto en eso, y, como segundo punto de partida, tu propio repertorio de sensibilidad ante el mundo, es decir, tu receptividad sensible, pero sobre todo la técnica. Sin técnica no se puede escribir nada.
―Y en la novela, ¿qué es imprescindible?
―La memoria. La memoria modificada por el propio proceso creador. Yo no sé si fue Bergamín quien dijo –si no lo dijo, podía haberlo dicho– que la poesía empieza donde termina la novela. Esta frase me resulta muy enigmática, pero al mismo tiempo muy clara, muy rotunda. Yo comencé a escribir mi primera novela porque lo que yo quería contar –empecé haciendo un poema– rebasó el cauce expresivo de la poesía, o sea, que estaba escribiendo una novela porque no podía hacer un poema. Al recrear en esa novela mi experiencia en Jerez, llegué a pensar que lo que yo estaba inventando era más real que lo que yo viví y seguí escribiendo más novelas porque me resultaba bastante divertido hacerlo. Es un trabajo que te obsesiona, que te esclaviza y preocupa pero que, en el fondo, divierte. Se ha dicho tanto que no merece la pena que lo repita, pero eso de que los personajes cobran vida propia es totalmente cierto. Logran una independencia respecto al control del autor. Ha habido personajes en mi novela que han terminado haciendo cosas que yo me resistía a que las hicieran.
―Se desprende de cuanto me comenta que usted al hecho de escribir novela no le concede la misma importancia que al hecho de escribir poesía.
―No. Es otra cosa. El valor y la intensidad de las palabras en el poema no son equiparables al que adquiere en una novela. Una novela demasiada lírica sería insoportable, acumularía una tensión difícil de mantener.
―¿Importa más el contenido que la forma en novela?
―De eso tampoco estoy muy seguro. Yo siempre pongo el ejemplo de Ágata ojo de gato, que es mi novela que yo prefiero. Esa novela, que está equidistante en algunos aspectos de la poesía, sin embargo, tiene una impregnación poética, un contagio poético claro. Yo lo que quería hacer en esta novela era sustituir una historia posible por sus presuntas equivalencias mitológicas. Si yo le quito a Ágata ojo de gato el aparato del lenguaje, la novela se quedaría en un simple relato de pasiones salvajes. Por tanto, a mí el argumento de Ágata me interesaba relativamente. Yo lo que quería era hacer una leyenda a través de las palabras.
―Hay muchos registros verbales en sus novelas que se encuentran fácilmente en su poesía.
―Sí, sí.
―Esa manera de andar por los intersticios del mundo, de rastrear por los resquicios de lo casi no visible, eso en sus novelas está muy desarrollado.
―Sí, y eso es poesía. Sin duda eso es lo que yo llamo el contagio poético de la prosa. Y esa manera, creo, que da valor e intensidad a la novela; además, no puedo eludirla.
―Dice J. Brodsky que, salvo excepciones, como es el caso de T. Hardy, el poeta no será un buen novelista ni un buen novelista será un buen poeta. Y, sin embargo, un poeta, en momentos de aprietos, podrá defenderse dignamente en la prosa, mientras que un novelista en la poesía, no. ¿Esto es muy radical o le parece cierto?
―La última parte creo que es cierta. Un novelista rara vez podrá internarse en el terreno de la poesía y salir airoso de esta prueba. Ahora bien, un poeta, para ser novelista, sí que tiene ganada la escuela del lenguaje. Sin embargo, que un buen poeta no pueda llegar a ser un buen novelista, eso lo dudo. Creo que puede haber casos en que sí.
―Brodsky decía salvo excepciones, ¿habrá que borrar la palabra excepción?
―No, no salvo excepciones.
―¿Esta frase de Torrente Ballester es un buen consejo: “Quien inventa no necesita observar”?
―Sí, creo que puede ser válida. Yo lo puedo asumir. La novela es hasta cierto punto, aunque menos que la poesía, invención de la realidad y, por tanto, quien inventa –después de haber vivido, porque la espontaneidad no es gratuita, la espontaneidad responde a un largo sedimento educativo– no necesita observar.
―Hay más de un personaje que se repite en sus novelas, por ejemplo, Fernando Benijalea.
―Esto lo hago muy deliberadamente para conectar una cosa con otra, para dar a entender de una forma precaria e indirecta que, en el fondo, estoy escribiendo de lo mismo.
―La novela, ¿admite comparación con un cajón de sastre?
―Yo pienso que algo de eso hay. El cajón de sastre es la memoria, esa autobiografía modificada que es la novela. Cabe todo, realmente. Hay una novela de Camilo José Cela que a mí me gusta mucho, que se llama Mrs. Caldwell habla con su hijo. Es una especie de carta que una madre escribe a su hijo muerto. Cuando salió este libro se discutió mucho respecto si era una novela o simples fragmentos de episodios mentales, ya que no tiene mucho que ver con el clásico desarrollo argumental de la novela. Yo pienso, sin embargo, que Mrs Calwell habla con su hijo es una novela ejemplar. Así pues, puedo ratificar que la novela es un cajón donde cabe todo.
―Dice Claudio Rodríguez que “el estilo es la calidad del espíritu”.
―Me parece una frase demasiado delgada.
―El estilo, ¿no atañe más bien al aspecto formal?
―Yo me inclinaría a decir, por ejemplo, que el estilo es una manera de ser. Una forma de escribir siempre corresponde a una forma de vivir. Se puede decir que el estilo es su propia vida. Tú eres como escribes, de algún modo.
―Vamos a entrar ahora en otra faceta suya, que es la traducción. Yo no sé si ha hecho usted mucha. Aguilar editó una antología de poesía belga en la que algunos poetas estaban traducidos por usted.
―Hace mucho tiempo de eso. Yo lo había olvidado. Yo traduje después algo de Baudelaire y Mallarmé. Mallarmé es un poeta que me interesa muchísimo. La traducción la abandoné totalmente. Sobre todo, traducir poesía es una complicación tremenda. Se ha llegado a decir, incluso, que poesía es lo que se pierde una vez traducido el poema a otro idioma. De modo que yo creo que el poeta que traduce a otro poeta hace un poema suyo.
―Así de radical.
―Sí, sí.
―Entonces, ¿realmente no es tan importante que un poeta lea traducciones?
―No, esto no me parece nada importante. Lo que hay que hacer es leer a poetas en su lengua. Si no se puede… Bueno, hay poetas que hay que leer a la fuerza. Hay lenguas más fáciles de traducir que otras. Yo conozco traducciones magníficas de Shakespeare al castellano, respetando bastante el original. Sin embargo, Mallarmé traducido es otra cosa.
―¿Qué puede aprender un poeta leyendo a otro poeta en su lengua?¿Qué puede aprovechar?
―Bueno, como si leyera a un poeta de su propia lengua.
―¿Puede trasvasar más bien ideas que formas?
―En el caso de Mallarmé, también mucho su método expresivo, que es muy singular. Y esto puede abrir una puerta a su propia experiencia de poeta. Leer, por ejemplo, a un poeta latino en su lengua supone un ejercicio maravilloso porque pienso que la sintaxis latina, que es la que tenemos en el fondo de nuestra lengua, con su elegancia formal, ayuda muchísimo a un poeta. Hay allí una evolución rítmica del lenguaje muy provechosa.
―Usted incluso ha procurado trasvasar algunas maneras latinas a su libro Descrédito del héroe.
―Eso lo he hecho mucho, sobre todo en ese libro.
―Naturalmente, Rubén Darío no reproduce el hexámetro en castellano, ¿podríamos decir, sin embargo, que es uno de los intentos más heroicos de trasvase al castellano?
―Bueno, sí, es una experiencia interesante.
―¿Qué importancia tiene la crítica, no el comentario espontáneo en un periódico, sino la reflexión sobre el fenómeno de la literatura y análisis de sus obras?
―Yo no practico la crítica. Yo he hecho algunos comentarios críticos con osadía juvenil. Y eso lo olvidé completamente. No me gusta hacer crítica porque ese no es mi oficio ni estoy preparado para él. Me interesa mucho la crítica académica. Cuando lees algo que han escrito sobre ti, descubres muchas cosas, incluso te enseñan algo que hayas hecho mal.
―La escuela crítica en España, que arranca de Menéndez Pidal, después Dámaso Alonso, Carlos Bousoño, ¿supuso un salto radical en este terreno?
―Yo tengo fe en algunos críticos que son profesores, como Emilio Alarcos. Sin embargo, la crítica periodística, la que se hace normalmente, crítica volandera, de grupos de amigos, esa no suelo leerla. Cuando se escribe sobre algún libro mío en los periódicos, suelo leerlo de pasada, aunque parezca esto una petulancia.
―El ensayo sí le interesa, claro.
―Sí, eso sí me interesa. Creo que hay ensayistas buenos en España, que me han enseñado mucho.
―¿Cómo contempla ese tipo de crítica más inventiva, más creadora, que quizás obedezca menos al rigor académico pero que es tan sugerente como, por ejemplo, la que desempeña Octavio Paz o Luis Rosales? ¿Este tipo de crítica debemos considerarla como un género más literario o realmente consigue encarar las obras?
―Los ejemplos que has puesto son ensayos literarios donde una buena prosa está unida a la crítica. Esa forma me parece muy válida.
―Pero, ¿le interesa más la crítica tradicional, la que se ajusta más al texto que trata de esclarecer?
―Sí, sobre todo la crítica de algunos profesores, que es la que a mí me sirve más.
―¿Son irreconciliables la Historia y la Literatura, o sea, la evolución histórica y el desarrollo literario?
―Pienso que todo lo contrario. Pueden tener una relación muy directa. Se ha dicho incluso que la Literatura puede ser una versión artística de la Historia. Don Quijote, que para mí es un libro inagotable, me enseñó mucho sobre la historia de su tiempo, más que los libros de Historia del siglo XVI y del XVII. Incluso creo que la Historia condiciona a la Literatura y que hay una serie de elementos históricos de la vida cotidiana que funcionan de modo que hacen que la Literatura sea de una forma y no de otra.
―Sin embargo, el gran poeta es el que intenta zafarse de la Historia
―Hombre, en cierto modo, sí. Esas son las excepciones, los que abren un nuevo camino como Juan Ramón Jiménez.
―¿Qué aprendemos de Juan Ramón Jiménez y qué no debemos aprender de él?
―Hombre, Juan Ramón Jiménez es un maestro. Ha dignificado la palabra poética. A mí me emociona porque creo que ese hombre está creando un mundo a través de su poesía y que la ejemplaridad de su forma de expresarse está todavía vigente.
―Sobre todo su poesía última, no su poesía popular y pseudomodernista.
―Hay muchos Juan Ramón Jiménez, esa es la verdad. Yo me quedo con la poesía de Dios deseado y deseante, tan tremenda, tan angustiada, tan totalizadora. El universo de Juan Ramón… Se ha dicho que la poesía da miedo y en ese sentido, la poesía de Juan Ramón puede dar miedo. Su sentido del asombro es impresionante.
―¿Está usted al tanto de la poesía que se hace o no le interesa a usted demasiado?
―Sí, tengo curiosidad por leerla. Lo que pasa es que hay muchos poetas. Uno se da cuenta de que se hace viejo porque cada vez hay más poetas jóvenes. Procuro estar al tanto porque yo creo que los jóvenes influyen mucho en los mayores. Sin embargo, de esto no puedo hablar con propiedad.
―Pero ese estar al tanto, ¿no puede desconcertar un poco la labor personal? ¿No sería mejor centrarse en los poetas que a uno le han enseñado de verdad? Decía Juan Ramón que “cada vez leo menos porque cada vez entiendo menos lo que no es mío”.
―Yo hasta ahí no llego. Pienso que un escritor siempre está aprendiendo. Normalmente, los nuevos abren caminos, descubren cosas.
―¿Qué valoración hace, aunque sea a la ligera, de la poesía joven española?
―Bueno, la poesía joven está muy dispersa. Hay muchos caminos distintos y los caminos que han tenido más fama, o sea, las modas que han perdurado más, ésas me han interesado poco. La moda, digamos, de la poesía cernudiana, la línea de la poesía decadente, no he tenido especial predilección por ella. Además, pienso que ese camino está ya agotado. Sin embargo, los poetas más últimos están haciendo ya otra cosa.
―¿Está ya la gente fijándose de verdad en su generación o todavía sigue enredada en los inciensos del grupo de los novísimos?
―Yo creo que ha habido una recapitulación en este sentido. Yo creo que el parricidio que cometieron los novísimos ha sido ya en parte superado y que la gente se ha dado cuenta de que poetas como Valente, Claudio Rodríguez, Barral… han ahondado un camino abierto por algunos poetas del 27. Yo creo que ya somos tan viejos que lo menos que podemos pedir es respeto. Yo siento que hay jóvenes que leen mi poesía, al igual que la de otros compañeros míos, de mi edad. Yo veo que estamos ya situados en el puesto, peor o mejor, según nos corresponde, de la poesía española.
―¿Habría que releer minuciosamente a los poetas de la llamada Generación del 27 y modificar los criterios tan tajantemente positivos? ¿No encuentra usted en este grupo de poetas mucha mediocridad amparada tras unos cuantos nombres verdaderos? ¿No sería mejor, para empezar, hablar de algunos libros en concreto, ya que la obligada dispersión de estos poetas trastocó sustancialmente la conocida unidad que hubo entre ellos?
―Hay que empezar por decir que yo, en esto de las generaciones, no estoy muy de acuerdo. Me parece que se trata, más bien, de un método didáctico para el bachillerato. Claro, ahí lo que hay son personalidades. Las listas que funcionan del 27 o del 50 son los que aparecen en las fotos, por así decirlo; luego hay otros, tan importantes o más, claro está, que no aparecen. Yo del 27 me quedo sobre todo con Cernuda y con Jorge Guillén. A los demás, los aprecio por libros sueltos. Con el grupo del 50 me pasa igual.
―¿Su primera etapa como poeta tiene cierta deuda con Aleixandre?
―Sí, con Aleixandre y con Guillén, luego. A mí, el 27 me enseñó mucho; pero yo creo que también nosotros, los del 50, hemos enseñado algo a los que vienen detrás.
―Decía Juan Ramón que “escribir poesía es aprender a llegar a no escribirla”. El silencio en la poesía.
―Eso me parece que es una frase bella, pero nada más. Ahora bien, lo que sí podría ser verdad es que escribir un buen poema es llegar a no necesitar escribir otro. Pero eso también es otra frase.
―¿Sigue el flamenco vivo o es ya testigo de una realidad que fue?
―Yo creo que el flamenco ha pasado una línea sinuosa a través de toda su historia. Ha tenido momentos depresivos y momentos de auge. Eso ha ocurrido desde finales del XVIII hasta hoy. Lo que pasa es que ahora está atravesando por otra de las crisis habituales, que siempre son positivas para la propia permanencia del flamenco. Las nuevas músicas en los intérpretes actuales del flamenco están propiciando formas nuevas del cante. El flamenco, como todo arte popular, está en continua evolución.
―¿Es realmente popular ya el flamenco?
―Sí, ya creo que sí.
―¿No son los cantaores fósiles de los que cantaron verdaderamente antes?
―Eso dirían los del XIX con respecto a los del XX. En todo caso, yo creo que hay ahora una nueva revitalización del flamenco por parte de los jóvenes que consideran a los viejos como algo tradicional.
―¿Pero dónde se ven estas formas?
―Por ejemplo, en lo que hacen Camarón o El Lebrijano.
―¿Qué disposición creativa adopta usted para escribir letras de flamenco?
―Yo me pongo a la altura de las circunstancias. Aunque no tenga nada que ver con mi creación literaria, lo hago muy a gusto. Para mí es un ejercicio artificial; naturalmente, las rimas, las estrofas… pero, te repito, que me gusta hacerlo.
―¿Sigue siendo el flamenco arte de minoría?
―Sí, realmente lo es y lo seguirá siendo. El flamenco de verdad, la expresión del pueblo íntegra, es un arte de minoría.
―¿El compás, como dice Luis Rosales, es el alma sensible del cante?
―Sí, el compás es fundamental y, en ese sentido, tiene mucho que ver con el jazz. El cante es, para mí, la manifestación de la intimidad por medio del compás. Un cante sin compás no vale nada.
―¿Usted defiende a ultranza, como Ricardo Molina, que el cante arranca del gitano?
―Sí, en parte sí; pero no que nace, porque el cante es un crisol que se forma en Andalucía con sedimentos musicales de Oriente, gitanos, moriscos y andaluces. Sin embargo, creo que los gitanos han sido los mejores intérpretes del flamenco.
―¿La diferencia entre payo y gitano?
―Está en la expresión.
―¿Qué ha añadido el payo al cante?
―El payo ha añadido muy poco, esa es la verdad. El que ha hecho el cante ha sido el gitano. No lo crearon, pero lo recrearon.
―La división entre cante grande y cante chico, ¿es una simpleza o guarda cierta realidad?
―No, eso es una simpleza. Yo pienso que los cantes dependen del intérprete. Yo, de todas maneras, de estos temas estoy un poco distanciado; no desatento, pero sí distanciado. Yo escribí algunos textos de investigación sobre el flamenco y creo que este terreno está más que agotado. Es más, pienso que lo que se sepa del flamenco es lo que ya se sabe.
―¿La guitarra ha modificado de manera importante el flamenco?
―Sí, lo ha modificado, pero no de manera importante. Los acompañamientos de guitarras actuales no tienen nada que ver con los del siglo pasado. El guitarrista del siglo pasado se limitaba estrictamente a acompañar, teniendo siempre un papel secundario, mientras que hoy el guitarrista cobra un protagonismo que antes no tenía.
―¿Qué puede aprender la poesía culta del flamenco y viceversa?
―La poesía culta no podrá aprender nada, creo yo, del flamenco. Bueno, puede aprender de todo, naturalmente, pero directamente no creo que pueda aprender nada. Es más, yo creo que las letras flamencas que más nos gustan ahora, que más nos impresionan han pasado por un tamiz culto. Hay letras como “Soy piedra y perdí mi centro / y llegué rodando al mar / y después de tanto tiempo / mi centro vine a encontrar”. Esto, naturalmente, no es popular. O esta otra: “Sentaíto en la escalera / esperando el porvenir / y el porvenir nunca llega”.
Esta conversación la mantuvimos en Sanlúcar de Barrameda la tarde del 8 de agosto de 1989.