FRANCISCO JOSÉ CRUZ Archivo literario
miércoles, 29 de octubre de 2025
"Entre la voz y el tacto, una visión verbal" por FRANCISCO JOSÉ CRUZ
martes, 11 de febrero de 2025
EN TORNO A LA POESÍA DE ÓSCAR HAHN por Francisco José Cruz
Observaba Joseph Brodsky que si el verso libre surge, entre otras razones, por cansancio de la rima y los metros clásicos, estos reaparecen con pujanza un siglo más tarde por cierto agotamiento de aquel. Aunque, al menos en nuestra lengua, algunas estructuras tradicionales no han dejado de cultivarse, sí ha habido renovado interés por ella en las últimas décadas, sobre todo por el soneto, al que Óscar Hahn recurre con frecuencia. Sin embargo, este interés no pasa de ser, en muchos poetas, un acto reflejo tan mimético como el mantenido hasta hoy por los versos sin medida: meras ristras de líneas, cuyos cortes parecen, casi siempre, aleatorios.
Para Hahn, la tradición no es un fin en sí misma. A diferencia del artesano ―que repite técnicas aprendidas para fabricar los mismos objetos sin más cuestionamientos― él vuelve a aquellos elementos que, bien manipulados, le permiten expresar su propio mundo. De ahí que no dude en aprovechar viejos ritmos y sus atmósferas hasta registros y perspectivas experimentales. Metros y estrofas de muy distintas procedencias, lejos de constituir meros soportes formales, participan, a través de sucesivas capas fónicas y significativas, de la visión de las cosas de un hombre moderno. Así, por ejemplo, «111 Ciudad en llamas» (Arte de morir, 1977), mediante un desarrollo formal clásico de sabor medieval, potencia con sus irradiaciones, guiños y reminiscencia de ritmo y tono, la imagen ambivalente del ardor amoroso y de un incendio atómico. Esta audaz amalgama de temas y procedimientos técnicos ―donde dominan los pronombres enclíticos y las rimas agudas― es la que provoca el efecto explosivo y arrollador que se pretende, al contrastar su dramatismo con ese aire anacrónico y juguetón:
Entrando en la ciudad por alta marla grande bestia vi su rojo serEntré por alta luz por alto amorentréme y encontréme padecerUn sol al rojo blanco en mi interiorcrecía y no crecía sin cesary el alma con las hordas del calortemplóse y contemplóse crepitarArdiendo el más secreto alrededormi cuerpo en llamas vivas vi flotary en medio del silencio y del dolorhundióse y confundióse con la sal:entrando en la ciudad por alto amorentrando en la ciudad por alta mar
Los poemas de Óscar Hahn casi no se apartan del amor y la muerte, pero su amplitud de miras ―debida al mutuo contagio entre forma y fondo, que consigue diversos tratamientos de estos dos asuntos― da la impresión de una obra de mayor abanico expresivo y temático del que en realidad despliega. Amor y muerte cosen el tejido anímico de un hombre de nuestros días, indefenso e incrédulo, que se refugia de los merodeos de la muerte, de su violencia contemporánea y la fugacidad del amor en una sutil distancia irónica, aparentemente desenfadada. Esta actitud privilegia la descripción de un hecho sobre el discurso preconcebido y justifica el amago cursi de estos poemas, cuyo fenómeno Óscar Hahn ha estudiado en la obra de Herrera y Reissig, y que en la suya propia convierte en recurso, uno de los más singulares y decisivos, para mí, de su poesía.
Según Hahn, «lo cursi se hace presente cuando la distancia que media entre la pretensión y el logro es tal, que el desajuste se hace relevante y se carga de significación. […] El fracaso no proviene de que el hablante se haya quedado corto en la consecución de su objetivo; proviene de que ha pasado de largo» . En la poesía de Hahn, dicha distancia está siempre graduada en favor de cierta dosis de ingenuidad sentimental deliberada como, por ejemplo, en «Sociedad de consumo» (Mal de amor, 1981).
Caminamos de la mano por el supermercadoentre las filas de cereales y detergentes
Avanzamos de estante en estantehasta llegar a los tarros de conserva
Examinamos el nuevo productoanunciado por la televisión
Y de pronto nos miramos a los ojosy nos sumimos el uno en el otro
y nos consumimos
El verso final resultaría cursi por su exagerada ocurrencia, si no fuera por la neutralidad descriptiva de las líneas anteriores y la fina carga polisémica del verbo, en la que siento, a la vez, espontaneidad juvenil, guiño crítico y conciencia temporal. Con todo, gracias a esa latente sensación cursi, el poema desprende, desde su comienzo, una cómplice e instintiva ternura. En los poemas amorosos, el halo cursi aparece en imágenes y expresiones algo gastadas o extravagantes y, sobre todo, determina la perspectiva y el ambiente eróticos. Hahn dota a nuestra poesía ―poco afortunada en estas lides― del auténtico sentido del erotismo, que tiene menos que ver con la actividad sexual propiamente dicha que con esa manera excitante entre púdica y desinhibida de relacionarse imaginativamente con ciertas tareas y prendas íntimas. Tareas y prendas que sustituyen la presencia deseada, como en «Fantasma en forma de toalla» (Apariciones profanas, 2002):
Sales de la ducha chorreando aguay te secas el cuerpo con mi piel de toalla
Y hay algo que te empuja a frotarte y frotarteentre los muslos húmedos
Entras en un terrible frenesíen una locura parecida a la muerte
hasta que otra humedad más densa que el aguate empapa la carne con su miel pegajosa
y tú aprietas las piernas y gimes y gritasy yo te lamo entera con mis lenguas de hilo
Lo cursi ―siguiendo reflexiones del mencionado ensayo de Hahn― supone también una desesperada respuesta al horror al vacío a través de una abigarrada retórica que pretende tapar los huecos sin fondo del espíritu. Como Hahn, a pesar de todo, prefiere la lucidez despejada, mirar cara a cara el destino del hombre, opone a esa exuberancia la brevedad, la claridad y la tersura, expresadas en un verso limpio y fluido, donde la frase y la idea suelen coincidir bajo un ritmo que tiende a la igualdad estrófica. En este sentido, la depuración máxima la encuentro en los poemas formados por estrofas de dos versos, genuinos pareados sin rima que la idea y el ritmo enlazan. Esta estructura sugiere la levedad incorpórea de algunos poemas dedicados a fantasmas y en «Sociedad de consumo» tanto los pasillos que forman los largos estantes paralelos de un supermercado como los dos amantes que los recorren y que se funden en el último verso del poema, que queda suelto.
Estas cualidades formales distinguen la poesía de Óscar Hahn de la corriente chilena más caudalosa, aunque recibe de ella su atrevimiento imaginativo. Su obra lleva a cabo, por su variedad de tonos, formas y enfoques, una especie de relectura de todas las épocas poéticas, desde la medieval a la contemporánea hasta aglutinar toda clase de materiales, incluido los provenientes de ámbitos desdeñados por la cultura.
[1] Óscar Hahn, «Julio Herrera
y Reissig o el indiscreto encanto de lo cursi», en Magias de la escritura (Ed. Andrés Bello, Santiago de Chile, 2001).
Publicado en Sibila, revista de Arte, Música y Literatura, n.º 56 (Sevilla, octubre de 2018).
martes, 19 de noviembre de 2024
DELFINES Y TÓRTOLAS: DE LA CANCIÓN A LA CANCIÓN por Antonio Deltoro
Si los delfinesmueren de amores,¡triste de mí!,¿qué harán los hombresque tienen tiernoslos corazones?¡Triste de mí!,¿qué harán los hombres?
Si los delfinesmueren de amores¿Qué harán los hombresque tienen tiernoslos corazones?
TÓRTOLAS TURCASTórtolas turcaspor todas partespor los tejadosy viejos parquesTórtolas turcasmañana y tardecon un zureoinalterableTórtolas turcasasí me traenla insomne ausenciade Miguel ÁngelTórtolas turcasque nunca oí antesde que él murieraay qué desastreTórtolas turcasvan por la sangrede sus hermanasy de su madreTórtolas turcasinfatigablescolonizandocampos ciudades
En Ávila, mis ojos,dentro en Ávila.En Ávila del Ríomataron a mi amigo,dentro en Ávila.
CANCIÓNSuerte en la nochees mi deseoal despedirmede los que quiero…y que amanezcande buenos sueñosy que anochezcande días buenos.Suerte en la nochees mi deseo…y que amanezcanvivos y enteros.
_________________
Publicado en Sibila. Revista de Arte, Música y Literatura n.º 54 (Sevilla, enero de 2018)
viernes, 18 de octubre de 2024
Presentación de la web PALIMPSESTO con Carlos Granés y Alonso Ruiz Rosas
No hace aún ni dos meses de la muerte del gran poeta peruano y, por ende, de la lengua, Carlos Germán Belli, a punto de cumplir 97 años. Asiduo colaborador de Palimpsesto, visitó un par de veces Carmona; la segunda, en 2008, dio una lectura en el Parador de Turismo, donde antaño se ubicó el Alcázar del rey Pedro I. Su poesía de aquí y de allá, tan arcaizante como ultramoderna, representa, quizá como ninguna otra, el espíritu que anima a Palimpsesto en pos del mutuo conocimiento de la poesía española y americana. En Belli, ciertos modos expresivos del Siglo de Oro se entreveran con audacias experimentales del siglo XX y diversos giros autóctonos de su país en una insólita amalgama creativa sin parangón. Su Hada Cibernética, uno de los símbolos centrales de esta obra, se anticipó en décadas a la llegada de la era digital e inspira ahora la flamante página web de nuestra revista.
Ella recoge al completo los 37 números de Palimpsesto y los 37 libros de nuestra colección, editados entre 1990 y 2022. Además de los PDF, en los que puede leerse cada número de principio a fin, la web nos permite la búsqueda de un autor determinado y, por añadidura, comprobar las veces que ha participado en la revista. A esta red de interconexiones virtuales, se añaden los vídeos con los actos de presentación u otros de corte literario, avalados por Palimpsesto, y una extensa galería de fotos, donde Carmona tiene una constante presencia con aquellos autores que de alguna u otra manera han enriquecido nuestra dilatada trayectoria. Así pues, gracias a la varita mágica de la informática, podemos volver atrás en el tiempo para ver y oír a grandes maestros de ambas orillas del Atlántico, recitando sus poemas en emblemáticos edificios de la ciudad o posando en calles y plazas carmonenses.
El motivo que nos impulsó a fundar Palimpsesto en 1990, bajo los imprescindibles auspicios municipales, fue la perentoria necesidad de saber qué escribían los poetas de América de distintas generaciones y tendencias, no editados en estos lares. Desde nuestros entusiastas inicios, la manera más personal de acercarnos a ellos, la única ante tan precario panorama, era descubrirlos e invitarlos a publicar. Con los años, número a número, acorde con la paulatina madurez de quienes la dirigimos, Palimpsesto ha ido ampliando nuestros gustos mediante los hallazgos y recomendaciones hallados en el camino. En este orden de cosas, maestros de referencia en sus respectivos países –dejado de lado inexplicablemente por las editoriales españolas– nos han suscitado un creciente interés. Nuestra experiencia nos ha revelado, además, que la revista, sin proponérselo, se ha erigido también en un espacio de encuentro entre autores de diversas zonas hispanohablantes del nuevo continente que se ignoraban entre sí. Así mismo, las páginas de Palimpsesto recogen numerosos poetas de otras lenguas, tanto occidentales como orientales, vertidos al castellano por expertos en las tradiciones literarias a que pertenecen.
La evolución de este rico friso temático, lleno de guiños y vasos comunicantes, está en consonancia con los diversos diseños que la han sostenido, el último de los cuales, y el más duradero, se debe a Carmen Herrera, responsable de la ilustración de muchas portadas de los libros. Dentro de este campo visual, Palimpsesto ha ido mejorando sus ilustraciones de interior, firmadas por prestigiosos escultores, pintores o fotógrafos.
Después de más de tres décadas de ininterrumpida singladura –la mitad de nuestras vidas– Chari y yo desistimos de continuar con las ediciones impresas de Palimpsesto. Al tratarse de una aventura literaria tan personal, cualquier aspecto de su elaboración recaía sobre ambos, desde plantear los contenidos hasta corregir pruebas, pasando con frecuencia por la elección de los textos o puntuales tareas extraliterarias, que en principio no nos incumben. Así, casi sin respiro, nada más presentar un número, teníamos que pensar en el siguiente. Resulta, pues, lógico que aquella juvenil voracidad lectora acabara por saciarnos, provocando en nosotros cierto desgaste físico e intelectual, amén de que cada vez nos acaparaba más tiempo la revista en detrimento de nuestra propia obra, aunque Palimpsesto forme parte decisiva de ella. Con tal de no abandonar del todo algo tan nuestro, propusimos al alcalde Juan Ávila y al concejal de Cultura Ramón Gavira, quienes siempre están dispuestos a complacernos, la creación de una página web, que, de algún modo, constituya una segunda etapa de la revista. Concebida como un archivo virtual, donde puedan entrar lectores de cualquier parte del globo para recuperar números agotados o mal difundidos en su momento, esta web, en el apartado CIBERPALIMPSESTO, seguirá ofreciendo sin periodicidad temporal alguna, nuevos contenidos, ya sean poemas, ensayos, cartas o entrevistas. A este respecto, damos como novedades el último poema de Pedro Lastra, escrito a sus 92 años; la entrevista que el poeta argentino Antonio Requeni le hizo en 1979 a Eugenio Montejo para el diario La Prensa de Buenos Aires, hasta ahora perdida en las hemerotecas; y el cruce epistolar que mantuve entre 1996 y 2002, año de su muerte, con mi admirado poeta colombiano José Manuel Arango, en torno a sus colaboraciones en Palimpsesto.
Para celebrar con el realce que merece esta flamante aventura digital, es un honor recibir en Carmona al magnífico antropólogo colombiano Carlos Granés, quien analiza en sus libros, con inusual agudeza, entre otros temas, las complejas relaciones de los intelectuales con el poder totalitario, las sucesivas metamorfosis de las vanguardias históricas durante el siglo XX hasta nuestros días o el peligroso intercambio de papeles entre el político y el artista de hoy. De esta y otras cuestiones, como el influjo de las revistas culturales y, por ende, poéticas en el ámbito hispánico, el poeta peruano Alonso Ruiz Rosas y yo conversaremos con él. Tanto Granés como Ruiz Rosas han publicado en Palimpsesto, y este, además, dio una bella lectura de sus poemas, disponible en nuestra web, en este mismo patio del Museo de la Ciudad, en junio de 2018. En 2020, en plena pandemia del coronavirus, creó Quipu virtual, boletín que viene apareciendo, semana tras semana, en las redes, dedicado a difundir la literatura, la historia y las artes del Perú de ayer y de hoy.
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| Alonso Ruiz Rosas, Fran Cruz y Carlos Granés |
lunes, 22 de abril de 2024
PALABRA DE LECTOR por Francisco José Cruz
Sin desmerecer el cariz de intercambio
comercial que conlleva, una feria del libro supone, ante todo –cosa que por la
costumbre nos pasa inadvertida–, la periódica celebración del vehículo
civilizador más duradero y decisivo hasta nuestros días. Desde la tableta de
barro a la electrónica —pasando por el hueso, la concha de tortuga, el papiro,
el pergamino, la seda o el papel—, el libro, con sus diversos formatos, nos ha
ido separando poco a poco de la horda, la tribu y la masa, hasta hacernos
individuos, tan complejos como contradictorios, polémicos e inconformes con la
vida. A través de la lectura concentrada, silenciosa y solitaria, ingresamos en
un mundo insospechado por la tradición oral, que basada en el ritmo repetido de
las estaciones y la memoria común, siempre da vueltas sobre sí misma, al
contrario del despliegue en múltiples direcciones de la cultura escrita.
Este salto cualitativo, sin retorno, de
la palabra escuchada a la leída no lo dio la persona ciega, sino en 1825,
cuando el francés Louis Braille, con 16 años, ideó el sistema de lectoescritura
que lleva su nombre, simplificando al máximo arduos métodos anteriores. A nadie
se le escapa que su figura es de capital importancia para la plena integración
de quienes carecemos de vista en las sociedades contemporáneas. No en vano, sus
restos se encuentran en el Panteón de hombres ilustres de París. Ni siquiera
los audiolibros, ahora tan de moda, sustituyen este indispensable invento que
pone al ciego en igualdad de condiciones con cualquier lector.
CANCIONCILLA DEL BALÓN DE FÚTBOLBalones de fútbol
llenaron mi infancia
de inocente júbilo.
Balones de fútbol
con que tantas veces
di la vuelta al mundo.
Balones de fútbol,
de goma o de cuero,
más blandos, más duros.
Balones de fútbol,
lisos, de lunares,
casi siempre sucios.
Balones de fútbol,
pinchados, perdidos
para mi disgusto.
Balones de fútbol
botaban, volaban,
según el impulso.
Balones de fútbol,
redondez del tiempo
que olvidó su curso.
Balones de fútbol,
en ellos al niño
encuentra el adulto.
Balones de fútbol
rodaron rodaron
hasta el fin del mundo.
Balones de fútbol,
cuando yo y mi hermano
jugábamos juntos.
En verdad, tanto jugué en la infancia
como poco leí. Excepto el tío Enrique, hermano de mi madre, casi nadie leía en
mi familia. Empedernido lector de filosofía e historia, mi tío fue un hombre
culto, modesto, de cariñoso y delicado trato, con quien, desde adolescente,
conversé mucho. Recuerdo haber leído algunos libros con él, entre ellos, Las
nubes de Aristófanes, detrás del mostrador de su mercería, mientras yo
deseaba que no apareciera ningún cliente para no interrumpir la lectura.
Crecí, pues, rodeado de mimos, no de
libros, pese a lo cual, mis padres nunca descuidaron mi educación. Por ello, a
los seis o siete años, en contra de mi voluntad, no tuvieron más remedio que
internarme en el colegio de ciegos San Luis Gonzaga de Sevilla, donde me costó
Dios y ayuda adaptarme. Me pasé casi toda la primaria, incapaz de atender a
nada, solo a la espera de que llegara el fin de semana para volver a casa y
salir de aquel agobiante cautiverio que de lunes a viernes me asfixiaba. Esta
especie de parálisis trajo como consecuencia un deficiente rendimiento escolar
durante algunos cursos hasta que, casi por arte de magia, ya al borde de la
pubertad, algo se desatascó en mi interior y empezó a fluir una corriente
impetuosa de interés en todo, alimentada por jóvenes maestros y algunos
compañeros de estudio, atraídos por la cultura. En este ambiente, evoco a don
Antonio Alves, nuestro profesor de mecanografía convencional –no en braille–,
que no tardó en darse cuenta de mi incorregible torpeza manual y, librándome de
la tortura de la máquina de escribir, me llevaba a su mesa para leerme, con su
voz grave, cálida y pausada, sugestivos artículos de periódicos, mientras los
demás tecleaban rítmicamente sus olivettis. De esta manera tan generosa,
al tocar mis fibras más sensibles, me hizo sentirme útil en sus clases y me
subió la autoestima. El señor Alves, como le decíamos, ejercía también de
bibliotecario y, a veces, cómplice de mi ansiedad lectora, me pasaba algunos
libros prohibidos entonces para los alumnos, como la escabrosa historia de La
familia de Pascual Duarte de Camilo José Cela, que yo leía a escondidas por
las noches en mi cama hasta que me descubrieron. Desde aquellos excitantes
días, la discusión, la curiosidad y el hambre de saber no han dejado de
llevarme en volandas. A mis 60 años tiendo a creer que aquella explosiva mezcla
de angustia y entusiasmo, incubada en el colegio, ha hecho hoy de mí un lector
y un poeta.
El resorte que, como una iluminación
súbita, me despertó al verso, a partir del cual intuí que podía desentrañar el
sentido de un poema, fue el comentario de texto a un soneto de Miguel
Hernández, donde la metáfora del rayo que no cesa representa el dolor. A estas
alturas de mi vida, dudo mucho de la eficacia de las campañas de promoción de
la lectura si no van unidas a una sólida formación humanista, capaz de dotar a
los alumnos de las herramientas adecuadas para relacionar las obras entre sí e
interpretarlas en su contexto, sin perversiones ideológicas. Al margen de
estériles estadísticas, el arte de la lectura, comparado con otras actividades
menos exigentes, siempre será minoritario. Lo que garantiza la salud espiritual
de una época no es su cantidad de lectores, sino la calidad de los mismos. Lo
grave sería que ellos desaparecieran. Mientras unos pocos no se aburran de
prestar atención a unas páginas bien escritas, hasta los que no leen se
beneficiarán de quienes entregan su tiempo a la lectura. Es ella, por cierto,
gracias a su activa concentración y a su acompasado ritmo meditativo, la base
del conocimiento estético, ético e incluso científico.
El paso de la escuela primaria al
instituto de bachillerato Miguel de Mañara, en San José de la Rinconada, me
puso en las manos las Odas elementales de Pablo Neruda. Su sencillez y
libertad creadora me impulsaron a escribir sobre cualquier cosa de la vida
diaria, tuviera o no prestigio literario. Siento que la frecuente presencia de
objetos en mis versos, aunque ajenos a la audacia metafórica nerudiana, nace en
las Odas. Tras ellas, me zambullí de lleno en el surrealismo de Vicente
Aleixandre, cuyas poderosas imágenes me autorizaban a desentenderme, sin
sujeción a ley alguna, de la realidad inmediata. Para mí, la única válida era
la imaginada en el poema. Mi primer libro, Prehistoria de los ángeles,
publicado a mis 22 años, está empapado de los flujos irracionales del autor
sevillano. Hoy, al cabo de tanto tiempo y tantas lecturas, me resulta increíble
mi juvenil interés por la escritura inconsciente, pues me siento muy lejos de
ella.
Pero en medio de los muchos e indecisos tanteos, entre decepciones y hallazgos, permanece inmutable en mí, desde que me lo aprendí de memoria en la adolescencia, el insuperable soneto trunco de Rubén Darío, «Lo fatal», cuyo demoledor pesimismo, con su despojada precisión, ha marcado mi concepto del mundo y, por ende, los derroteros de mi poesía:
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!...
…Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará nostáljico…
Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…
Y se quedarán los pájaros cantando.
Estos dos poemas, hijos de la ignorancia
y fugacidad, me enseñaron cómo el dolor, mediante la belleza, se transforma en
placer. Por esta razón, el arte en general nos alivia del peso de la
existencia, al enriquecerla. A diferencia del erotismo, con el que comparte
algo de su refinada intensidad, el placer de la lectura demanda –a cambio de
ser más duradero– esfuerzo, hábito y conocimiento suficiente de los recursos
técnicos para ir más allá del plano semántico y paladear a fondo, en todos sus
niveles expresivos, cualquier pieza artística. Esta suerte de complejidad, en
la que tantos elementos intervienen de manera simultánea con el fin de alcanzar
un completo deleite, distingue esta lectura de otras meramente lúdicas. Creo,
además, que el lector de poesía, debido al manejo de ciertas claves
específicas, inexistentes o no habituales en otros géneros, aventaja al lector
de prosa en el afinamiento de la sensibilidad comprensiva. Prueba de ello es
que muchos lectores de ensayo o narrativa no se sienten capaces de leer poemas.
En cambio, es muy raro el lector de versos que no lo sea también de prosa.
Hoy las nubes me trajeron,
volando, el mapa de España.
¡Qué pequeño sobre el río,
y qué grande sobre el pasto
la sombra que proyectaba!
Se le llenó de caballos
la sombra que proyectaba.
Yo, a caballo, por su sombra
busqué mi pueblo y mi casa.
Entré en el patio que un día
fuera una fuente con agua.
Aunque no estaba la fuente,
la fuente siempre sonaba.
Y el agua que no corría
volvió para darme agua.
Cuando ya, en mi primera juventud, las
tareas literarias me absorbieron casi por entero, alternaba la lectura en
braille con la que amigos o familiares me brindaban, tal era mi deseo de estar
al tanto de las últimas novedades no transcritas al sistema de puntos. Esta
doble experiencia de lector, la solitaria y la acompañada, la directa o
indirecta, por decirlo así, amén de agudizar mis reflejos perceptivos, me ha
demostrado, después de tantos años, que oír un texto sin conocer el braille no
es lo mismo que conociéndolo. En el primer caso, estaríamos aún en el terreno
de la oralidad; en el segundo, en el de la tradición escrita, pues mientras
oímos el texto, en cierto modo lo vemos reproducido en nuestra mente. Quién
sabe si mi costumbre de leer a media voz cada vez que lo hago solo, me viene de
esta práctica compartida, como si le leyera –en palabras de Juan Ramón– a «este
/ que va a mi lado sin yo verlo». He tenido, pues, la fortuna, en todas las
etapas de mi vida, de contar con personas que, en este sentido, han facilitado
mi vocación poética, entre ellas mi madre, quien, sin ser aficionada a la
lectura, me leyó cuanto necesitaba el febril adolescente que yo era. Su
abnegación me ha infundido una responsabilidad y una exigencia absolutas en el
ejercicio de la poesía.
DESDE ENTONCES
Como leemos juntos
desde hace tanto tiempo,
ya tu voz son mis ojos
y al oírte hasta veo
los espacios en blanco
y la pausa final de cada verso.
Así, de línea en línea,
como en lúcido sueño,
nos fundimos en uno
durante todo el texto
hasta oírme en tu voz
y tú callarte en mi absorto silencio.
Una noche de agosto,
frente al mar sanluqueño,
sacaste de tu bolso
un librito de versos
de Juan Ramón Jiménez,
cuyas hojas aún las mueve el viento.
Me leíste –leímos–
un rato en el paseo
marítimo. Esa noche
la carne se hizo verbo
o el verbo se hizo carne
y desde entonces vivimos completos._______
"Palabra de lector" es la versión ampliada y corregida del pregón que dio Francisco José Cruz en la I Feria del Libro de Carmona, el 21 de mayo de 2022, publicada en Sibila, revista de Arte, Música y Literatura n.º 69 (Sevilla, enero de 2023).


