sábado, 29 de abril de 2023

Presentación en Carmona de FLAMENCOS. VIAJE A LA GENERACIÓN PERDIDA de Manuel Herrera Rodas

Presentación de Flamencos. Viaje a la generación perdida, libro póstumo de Manuel Herrera Rodas. Intervienen en el acto: Francisco José Cruz y Carmen Herrera, hija del autor, con la actuación de Antonio Ortega Hijo (al cante) y Manuel Fernández Peroles (al toque). 
Sede Olavide en Carmona, Casa Palacio de los Briones, 21 de abril de 2023.



lunes, 6 de marzo de 2023

El Excmo. Ayuntamiento de Alcalá del Río otorga a Francisco José Cruz el Premio VIVE de Cultura por su trayectoria literaria (28-febrero-2023)

Palabras de Francisco José Cruz, al recibir el Premio VIVE de Cultura a su labor literaria, otorgado por el Excmo. Ayuntamiento de Alcalá del Río, su pueblo natal. El acto, presentado por Esperanza Bravo, delegada de Seguridad Ciudadana y Bienestar Social, se celebró en el Teatro Municipal, el 28 de febrero de 2023, Día de Andalucía.

                                                                                                           © Alicia Cruz Acal

                                                                                 © Carlos Díaz Cruz

Al recibir el Premio VIVE de Cultura
otorgado por el Ayuntamiento de Alcalá del Río


Mis padres

Están aquí conmigo.
No sé cómo probarlo. Me acompañan.
Están aquí conmigo,
apoyando su ausencia
común en estas líneas y aferrados,
como pueden, a los rasgos filiales
de mi insomne genética.
Están aquí, tratando de apuntarme
algo que yo no he escrito todavía.
Están aquí, sin siquiera el atisbo
ambiguo de sus sombras.
Pero velan por mí,
a pesar de que yo los niegue ante mí mismo
y me empeñe en creer que son menos que nada.

                                                            © Chari Acal
Con este poema, al menos hoy ante ustedes, deseo evocar no solo a mis padres, sino
a quienes de manera entrañable y decisiva contribuyeron también a que desde chiquitito me integrara plenamente en la vida del pueblo, pese a mis limitaciones. Me refiero, entre otros ausentes, a mi tía Cloti, mi tío Enrique, mi abuelo Misael y, sobre todo, a mi hermano, verdadero ángel tutelar de mis correrías infantiles por estas calles.
      Mucho me honra esta distinción, que ni siquiera imaginé cuando empezaba a esbozar mis primeros versos en la memoria o en mi ya vieja máquina Perkins, la misma que desde mi adolescencia, me acompaña hasta hora.
      Llevo, fuera de Alcalá, treinta y un año viviendo en Carmona, donde con el imprescindible y permanente apoyo de Chari, mi mujer, he escrito mis poemas más personales y, entre otros menesteres literarios, dirigido la revista de creación Palimpsesto durante más de tres décadas. Pero la primera mitad de mi vida la he pasado aquí. En contraste con el infierno que padecí de niño los primeros años de internado en el colegio San Luis Gonzaga de la ONCE, Alcalá del Río fue mi paraíso terrenal. No obstante, desde que tuve sentido crítico, nunca comprendí que uno pudiera estar orgulloso de su lugar de nacimiento por el mero hecho de serlo. El acto de nacer es fortuito, ajeno a nuestra voluntad, y el orgullo bien entendido tiene que ver con el esfuerzo y los méritos alcanzados. Por esto, más que orgulloso, me siento agradecido de ser alcalareño. Agradecido porque aquí se forjó mi carácter, cobré conciencia de la importancia vital de la cultura y, en infinitas conversaciones con algunos amigos de entonces, compartí mis incipientes inquietudes existenciales. Además, en el n.º 2 de la calle Ilipa Magna, o sea La Laguna, donde viví con mis padres y mis hermanos casi hasta que me casé, escribí mis dos primeros libros de poemas, Prehistoria de los ángeles y Bajo el velar del tiempo. Aunque hoy no me identifico con ellos en absoluto, sí fueron en mis comienzos, ya lejanos, el gran acicate para encausar mi destino de poeta.
      Frente a mi casa, en la Plaza de España, cuando todavía era de albero y los días de lluvia la encharcaban, mi hermano y yo nos encontrábamos con otros niños para jugar a lo que se nos ocurriera, casi siempre al fútbol. Años más tarde, siendo un muchacho, y estando ya la plaza asfaltada, muchas veces me paseaba ensimismado de la baranda que da al río hasta el Ayuntamiento y viceversa, aprendiéndome de memoria poemas como «Lo fatal» de Rubén Darío o «El viaje definitivo» de Juan Ramón Jiménez, que, junto a algunas experiencias fundamentales, han marcado desde entonces mi visión de las cosas y, por ende, de mi escritura. En esa época, con la ansiedad del adolescente, ya alternaba mis lecturas en braille con los libros que me leían mi tío Salvador, mi tío Enrique, mis hermanas –Gema y Mari— y, sobre todo, mi madre, cuya abnegación ha infundido en mí una gran exigencia y autenticidad en el arte de hacer versos. Uno de los pocos libros que a mi madre le gustó leerme fue Lejos de África de Isak Dinesen. En él, la escritora danesa cuenta cómo los masáis, con mudo asombro, la rodeaban mientras escribía. Ellos consideraban cualquier texto escrito algo sagrado, incapaz de mentir. Parecido fervor sentía yo entonces cada vez que tenía un libro entre mis manos.
      En fin, la poesía ha hecho de mí la persona que soy, dándome todo lo que uno puede pedirle a la vida. Agradezco de corazón a David Ruiz, quien propuso mi nombre, y a los demás miembros del jurado por concederme el premio VIVE de Cultura del Ayuntamiento de Alcalá del Río, premio que dedico a mi hija Alicia y a mis sobrinas y sobrinos, aquí presentes, para que nunca olviden el valor humano de la Poesía. Celebro que este reconocimiento me haya traído de nuevo a mi pueblo natal junto a mi familia alcalareña, mi familia carmonense y amigos entrañables, que también son mi familia, y me haya permitido asomarme a mis raíces, ese vértigo del tiempo que, desde la mirada del niño que fui, he tratado de expresar en esta canción:

Canción

Cómo iba yo a imaginarme,
cuando era chico,
que mi abuelo antes que abuelo,
solo era un niño
que jugaba a la pelota
con otros niños
en una calle sin coches
o en un baldío.

Cómo iba yo a imaginármelo,
cuando era chico,
dando sus primeros pasos
entre dos siglos,
de la mano de su madre
o ya solito.

Cómo iba yo a imaginarme,
cuando era chico,
a mi abuelo en una cuna
recién nacido.

Cómo iba yo a imaginarme
lo que imagino.

Francisco José Cruz
Alcalá del Río, 28 de febrero de 2023

 

                                                                      Con familiares y amigos © Fernando Romero

   Al fondo, la torre mudéjar de Alcalá del Río © Carlos Díaz Cruz
                            Chari y Fran, brindando ©Fernando Romero



El poeta Francisco José Cruz reconocido en su pueblo natal, Alcalá del Río https://gatropolis.com/literatura/poeta-francisco-jose-cruz-reconocimiento/

sábado, 15 de octubre de 2022

PALIMPSESTO 37. Documental sobre Georgina Herrera y exposición de Francisco Espinoza Dueñas

Fran Cruz, Juan Ávila (alcalde) y Ramón Gavira (concejal de Cultura y Patrimonio) ©Chari Acal   
VÍDEO

PALIMPSESTO 37

                                                                                                   ©Chari Acal
El placer de la lectura demanda esfuerzo, hábito y noción suficiente de los recursos técnicos para ir más allá del mero plano semántico y paladear a fondo, en todos sus niveles expresivos, cualquier texto con el fin de alcanzar un completo deleite. Creo, además, que el lector de poesía, debido al manejo de ciertas claves específicas, inexistentes o no habituales en otros géneros, aventaja al lector de prosa en el afinamiento de la sensibilidad comprensiva. Prueba de ello es que muchos lectores de ensayo o narrativa no se sienten capaces de leer poemas. En cambio, es muy raro el lector de versos que no lo sea también de prosa.
      El acto de leer siempre será minoritario. Lo que garantiza la salud espiritual de una época no es su cantidad de lectores, sino la calidad de los mismos. Lo grave sería que ellos desaparecieran. Mientras unos pocos no se aburran de prestar atención a unas páginas bien escritas, hasta los que no leen se beneficiarán de quienes entregan su tiempo a la lectura. Es ella, por cierto, gracias a su activa concentración y a su acompasado ritmo meditativo, la base del conocimiento del mundo en todos sus órdenes, incluido el estético.
      Un año más –y ya son 32 consecutivos– presentamos un nuevo número de Palimpsesto, el 37, en el que, fiel como siempre a la poesía hispanoamericana, adquiere una presencia especial el Perú, motivada por el centenario de la aparición de Trilce de César Vallejo, una de las obras más renovadoras de la vanguardia en nuestra lengua, a la que el poeta Jorge Nájar, mediante exploraciones experimentales entre el verso y la prosa, hace un peculiar tributo.
      En este orden de cosas, el libro de nuestra colección está dedicado al arequipeño César Atahualpa Rodríguez (1889-1972), autor coetáneo de Vallejo y, como él, heredero de la música verbal del Modernismo, entreverada de ciertos rezagos románticos. Casi olvidado hoy en su país y desconocido por completo en el nuestro, publicamos por primera vez en España, a los cincuenta años de su muerte, Soy un poco de sombra, representativa antología, precedida de un magnífico prólogo de su compatriota Alonso Ruiz Rosas, para quien «Rodríguez fue un sonetista infatigable de imágenes rotundas, que compuso también cantos vigorosos, impregnados de historia y sabor local. El poeta escribió, además, romances, composiciones livianas a las que él mismo llamó bagatelas, poemas amorosos y de circunstancias, estampas costumbristas, poemas de corte religioso o de crítica social, artes poéticas y soberbios apuntes de paisajes y, más tarde, de viajes. En muchos de sus poemas, el tono especulativo del pensamiento, embebido de metafísica, tensa las cuerdas del desasosiego y las percepciones emotivas; en otros, la erudición libresca o el dato nimio de la experiencia prosaica tocan fibras interiores y se manifiestan en alguna de sus formas poéticas».
   Asimismo, esta flamante edición de Palimpsesto reúne poemas de la también peruana Giovanna Pollarolo, del hondureño Leonel Alvarado, de la mexicana de ascendencia judía Sara Robbins y de los españoles J.R. Barat y José Manuel Benítez Ariza. Todos ellos, con sus diferencias de mundos y estilos, comparten el verso libre de tono coloquial e introspectivo.
      La misma libertad creadora se respira en las composiciones de la poeta afrocubana Georgina Herrera, con la que abrimos este número 37, ofreciendo una significativa selección de su poesía, junto a un «Requiem» escrito por su hijo Ignacio T. Granados Herrera, donde define sagazmente la controvertida personalidad de su madre, y un esclarecedor estudio a cargo de la profesora Aída Elizabeth Falcón Montes, quien relaciona las difíciles vicisitudes de la vida de la autora con los temas centrales de su obra y los modos de enfocarlos.
GEORGINA HERRERA
Georgina Herrera nació en Jovellanos (Matanzas), el 23 de abril de 1936, en un entorno familiar conformado en su mayoría por descendientes de esclavos. Empezó a escribir con nueve años de manera intuitiva, percibiendo ya entonces su condición de mujer negra y pobre, al punto de que, según sus palabras, «quería ser blanca, y para lograrlo, a escondida de mi mamá, me planché el pelo y ¡me quemé! Con un palito de tender la ropa me prendí la nariz para ver si se me estiraba y ¡pasé tremendo dolor!».
      En 1956, se trasladó a La Habana, donde, mediante la escritura, trató de entender sus circunstancias personales como el mutismo de su madre, el autoritarismo de su padre y las carencias económicas. Durante un tiempo, para mantenerse y estudiar secretariado en una escuela nocturna, trabajó de sirvienta doméstica. En 1961, se relacionó con los miembros de Ediciones El Puente, quienes un año más tarde le editaron su primer libro, GH, título alusivo a las iniciales de su nombre y apellido. A partir de aquí, guiada por el interés en sus raíces ancestrales, compuso poemas inspirados en la mitología afrocubana, recogidos en Gatos y liebres o Libro de las conciliaciones (1978).
      En 1963, ingresó en Radio Progreso, donde durante cuarenta años escribió radionovelas centradas en los conflictos raciales de Cuba, sufrido especialmente por la mujer negra, cuya imagen estereotipada transformó y enriqueció en sus historias radiofónicas. Junto a estas preocupaciones sociales, ajenas al panfleto político, el tono coloquial e intimista de su poesía, salpicado de hallazgos imaginativos, aborda con singular perspectiva, el disfrute del amor, la maternidad y la pena por la muerte de su madre y su hija en libros como Gentes y cosas (1974), Gustadas sensaciones (1996) o Gritos (2004). Traducida a varios idiomas, obtuvo, entre otros reconocimientos, la Medalla Alejo Carpentier y la Distinción Honorífica de la Cátedra Nelson Mandela.
      Georgina Herrera murió en La Habana el 13 de diciembre de 2021, a los 85 años de edad, a causa del Covid 19. Pero, gracias al Hada Cibernética (en tan atinada expresión de Carlos Germán Belli), la tenemos presente hoy en Carmona con el documental Cimarroneando con GH, realizado en 2011 por Juanamaría Cordones-Cook, profesora de la Universidad de Missouri, a quien agradecemos su autorización expresa para proyectarlo.

© Fernando Romero

                                                                                                                              © Fernando Romero
FRANCISCO ESPINOZA DUEÑAS

Peruano es también Francisco Espinoza Dueñas (Lima, 1926-Carmona, 2020), cuyas obras ilustran la portada y el interior de la revista. Brillante grabador, pintor y ceramista, creció en un barrio muy pobre de la capital, al lado de un cementerio, circunstancia que influyó en su actitud vital y estética. A fuerza de sacrificio y denodado empeño, estudiando de noche, logró ingresar en la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes, donde se graduó con honores. Como muchos de sus compañeros de generación, obtuvo una beca del Instituto de Cultura Hispánica, que le permitió residir en Madrid entre 1955 y 1958. Cursó entonces estudios de pintura mural en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando y afianzó su pasión por el grabado, especializándose en litografía, en la Escuela Nacional de Artes Gráficas. Espinoza Dueñas partió luego a París para perfeccionar sus estudios en la Escuela de Bellas Artes y formarse como ceramista en la Manufactura Nacional de Sèvres, siendo distinguido por el Museo Cantini, dentro de la Bienal de Marsella, con el Gran Premio Internacional de Cerámica, el más prestigioso del mundo. Precisamente, Mario Vargas Llosa, que lo conoció por esas fechas, señaló: «yo admiro profundamente esa convicción orgullosa, insolente, que singulariza a Espinoza Dueñas entre los artistas de su época y lo lleva a aferrarse con una tenacidad que tiene algo de desafío y de provocación […] Su arte no es mimético, no duplica lo real, no reproduce las imágenes cotidianas del mundo, sino, más bien, traduce en líneas y colores, en objetos plásticos, ciertos contenidos profundos del espíritu humano: la cólera, la humillación, el estupor».
      De 1965 a 1968 fue profesor en La Habana y realizó allí diversos murales en instituciones públicas. En 1969, se instaló en Burgos, ciudad de su esposa Pilar, en la que desarrolló una intensa actividad pedagógica y creadora. En 1983, hizo un mural con mosaicos, dedicado a César Vallejo, en la Vía Expresa de Lima. Desde este momento, los talleres cobraron relieve durante su estancia en Estados Unidos en los años 80, donde fue invitado para dar clases y seguir con sus particulares lecciones magistrales en directo, con murales pintados en Filadelfia, Nueva York o Nueva Jersey.
      A partir de 1989, se afincó en Constantina, donde prosiguió su febril labor creadora y didáctica, así como en otros pueblos de la sierra norte de Sevilla (El Pedroso, Cazalla de la Sierra, Las Navas de la Concepción…). Sus talleres experimentales sirvieron para llevar el proceso creativo al gran público, explicando sus técnicas ante personas de todo tipo (pensionistas, desempleados, estudiantes…). Para Fernando Iwasaki, «el legado de Espinoza Dueñas no solo es inmenso, sino que su obra producida en España representa una novedad con respecto a la que atesoran museos de Francia, Cuba, México, Perú y Estados Unidos, correspondientes a su etapa de 1958-1970. En realidad, desde su regreso a España, el artista peruano se mantuvo al margen de las veleidades del mercado, las ferias y los galeristas».
      En 2011, la Fundación Caja Rural del Sur le dedicó, en Huelva y Sevilla, una muestra retrospectiva de su obra, en la que, según Fernando Chueca Goitia, «la pintura, la cerámica, el mosaico o el grabado, lo que salga de las manos de Espinoza, tiene algo de fuerza telúrica, de volcán en erupción, de luciérnaga en la noche sideral, de crispación de un viejo dios atormentado».
      Calificado por el poeta José Hierro de «obrero de una artesanía ritual», Francisco Espinoza Dueñas pasó los últimos diez años de su vida en Carmona, donde, a pesar de su paulatina pérdida de memoria, nunca se olvidó de pintar. Murió en la Residencia San Pedro de nuestra ciudad pentamilenaria.
      Agradecemos a sus hijas Amaya y Adriana que nos hayan facilitado de manera altruista las obras reproducidas en estas páginas y cedidas para la exposición que se inaugura hoy en este Museo, al cuidado del artista Aurelien Lortet y que estará abierta al público hasta el 11 de noviembre de 2022.


© Fernando Romero


Aurelien Lortet, Ramón Gavira, José Antonio Doig (cónsul general del Perú en Sevilla),
Juan Ávila, Adriana Espinoza y Chari Acal.   
©Fernando Romero


Celebrando en el restaurante del Museo con familiares y amigos, 
el acto de presentación de Palimpsesto 37©Fernando Romero



Casa Palacio Marqués de las Torres
Museo de la Ciudad de Carmona, 7 de octubre de 2022

martes, 11 de octubre de 2022

EN LA CALZADA DE ELISEO DIEGO

A más de setenta años de su aparición, releo con expectante curiosidad En la Calzada de Jesús del Monte (1949), primer libro de poemas de Eliseo Diego, cuyo influjo en el curso de las corrientes poéticas cubanas de la segunda mitad del siglo pasado fue inmediato, hasta considerarse hoy uno de sus faros más luminosos.
      La Calzada de Jesús del Monte era la larga calle que unía la quinta de Arroyo Naranjo, donde Eliseo vivió hasta sus nueve años, y la ciudad de La Habana. Por esta calle, el niño iba y venía con frecuencia, contemplando las columnas y los portales de las casas, la segadora luz del trópico y, en definitiva, el paisaje rural y urbano. De este modo, «la Calzada es, simultáneamente, esa aparente paradoja, ese aparente oxímoron de realidad-sueño, o realidad-fábula; ese elemento o criatura que fusiona las cosas y el Ser»[1]. Se diría que, a través de los espacios naturales y domésticos, Eliseo Diego recrea, con denodado vigor, el tiempo ido, hasta fundir, en una abigarrada –a veces inextricable– plasticidad sinestésica, ideas y anhelos, sensaciones y emociones superpuestas, sujeto y objeto, simbolizados todos ellos en la piedra, la penumbra o el polvo. Estos tres elementos físicos, tangibles o intangibles, sólidos o volátiles, cimentan la memoria del poeta para devolverlo a su infancia:

y ya voy figurándome que soy algún portón insomne
que fijamente mira el ruido suave de las sombras
alrededor de las columnas distraídas y grandes en su calma.[2]

La densidad del discurso, rayana por momentos en la ambigüedad, como si el poeta se envolviera en una neblinosa atmósfera en lugar de rescatar recuerdos concretos, la recoge un versículo protéico, aglutinante, que da peso y volumen a lo evocado y cuya extensión sugiere la de la Calzada misma. «En la paz del domingo» se dice que:

Estaba la Calzada hecha de sucesivas piedras como los versos bien
trabados de un salmo
[…]
Hombro con hombro las casas parecían una muralla tan sencilla y
pura como la terquedad de un pobre.

Ya desde el ritmo versicular, de inevitables reminiscencias bíblicas, amén de otras alusiones del plano semántico, se suscita la dimensión sagrada del libro, aunque, como bien apunta Coronel Urtecho, citado por Milena Rodríguez, «la religiosidad de la poesía de Eliseo Diego, por lo demás tan honda, solo se comunica como algo subyacente, sobreentendido…»[3]. Por esto, según matiza Milena, «en el poemario se conjugan, así, lo sagrado y lo profano, lo trascendente y la cotidianidad»[4]. El hecho de que Diego titulara su libro En la Calzada de Jesús del Monte, cuando décadas antes de su nacimiento dicha calle pasó a denominarse Avenida 10 de Octubre con motivo de la independencia de Cuba, nos avisa ya de las fervorosas inclinaciones del poeta.
      Sin embargo, esta suerte de fe afectiva en el poder resurrecto de la memoria, donde «la familiar baranda me rehace las manos / y el portal, como un padre, mis días me devuelve»[5], da paso, en algunos poemas, a un asomo de extrañeza que en toda su obra posterior se convierte en inquietante perplejidad y abierto desengaño del mundo. De ahí que el poeta mexicano Antonio Deltoro, con su habitual finura crítica, observe que Diego sabe «colocar la inocencia en un fondo de dolor y melancolía.»[6] Quizá, bajo esta nostálgica luz haya que leer estos últimos versos de «Voy a nombrar las cosas», poema rimado salvo su estrofa final, como síntoma de un inminente desacuerdo interior:

Y nombraré las cosas, tan despacio
que cuando pierda el Paraíso de mi calle
y mis olvidos me la vuelvan sueño,
pueda llamarlas de pronto con el alba.

En correspondencia con este desgaste anímico o carencia de entusiasmo, el demorado versículo convive, incluso en un mismo poema, con metros menores que anticipan ya la gran variedad formal de Eliseo Diego, cuya audacia técnica le anima a escribir un poema en versículos rimados, como sucede en el titulado «En la marmolería».
      La crítica, en general, subraya el cambio de tono poético que propone En la Calzada de Jesús del Monte, debido a su íntimo recogimiento, respecto a la apabullante batería metafórica de Lezama Lima. Sin embargo, siendo clara la distinción estética entre ambos poetas, este primer libro de versos de Diego conserva aún, por los insinuantes y ambiguos vislumbres de la memoria, que hallan su razón de ser en un apretado espesor expresivo de tintes herméticos, un indudable fondo barroco, cuyo rastro se pierde ya en Por los extraños pueblos (1958), su segunda entrega poética.
      Después de tantos años de no pasear por la Calzada de Eliseo Diego, me doy cuenta de que prefiero la despojada lucidez de su poesía madura, donde la afilada conciencia del paso del tiempo no encuentra consuelo posible, como en estos versos de su último libro, Cuatro de oros, publicado en vida del poeta, y que parecen una arrepentida réplica a otros más reconfortantes de En la Calzada de Jesús del Monte:

¡Ah, Dios, pues no hace tanto
que regresé por esta acera rota
de vuelta a casa, sí, desde la escuela!
[…]
¿No son los mismos álamos dorados
bajo la escarcha de aquel mismo polvo?[7]

FRANCISCO JOSÉ CRUZ
______________________

[1] «El sitio en que tan bien se está: caminando con Eliseo Diego por su Calzada de Jesús del Monte», introducción de Milena Rodríguez a En la Calzada de Jesús del Monte de Eliseo Diego (Pre-textos, Valencia, 2020), pág 47.
[2] «El primer discurso».
[3] Opus cit., pág. 36.
[4] Opus cit., pág. 37.
[5] «La casa».
[6] «Eliseo Diego o el misterio de la normalidad» de Antonio Deltoro (en revista Palimpsesto nº 15, Carmona, 1999), pág 51; recogido posteriormente en Favores recibidos de Antonio Deltoro (FCE, México, 2012), pág.40.
[7] «No hace tanto», en La sed de lo perdido de Eliseo Diego (ed. de A. Fernández Ferrer, Siruela, Madrid, 1993), pág. 250.












Publicado en Sibila, revista de Arte, Música y Literatura, n.º 67 (abril, 2022)

  

martes, 21 de junio de 2022

LOS VERSOS APÁTRIDAS DE FABIO MORÁBITO por Francisco José Cruz

Allá por 1996, recién iniciada mi correspondencia con el poeta Antonio Deltoro, recibí de su parte un paquete con libros suyos y de algunos amigos, entre ellos, De lunes todo el año de Fabio Morábito, de quien solo tenía noticias vagas. Pocas noches después de este generoso regalo, a punto ya de acostarnos, Chari, mi mujer, cogió dicho volumen con la mera intención de ojearlo y, de pie, en nuestro cuarto de estudio, me leyó «Corteza», primer poema que oí de su autor, cuya concentrada sobriedad nos atrajo de tal modo que nos incitó a leer al día siguiente las demás piezas del conjunto. En él, Morábito, nacido en Alejandría, criado en Milán –la tierra natal de sus padres– y trasladado en su adolescencia a México, donde, desde entonces, vive y escribe en español, desgrana con transparente y contenida intensidad su doble desarraigo geográfico y lingüístico.

      La entusiasta lectura de De lunes todo el año nos animó a publicarle en 1997, dentro de nuestra colección Palimpsesto, cuando aún su obra era desconocida casi por completo en España, El buscador de sombras: doce poemas inéditos –integrados luego en Alguien de lava–, más una entrevista que le hice a modo de epílogo. A partir de aquellos lejanos días, la obra de Fabio Morábito resulta para mí, debido a sus genuinos enfoques y limpieza expresiva, un estimulante modelo de inimitable rigor, al punto de que en 1999 escribí un extenso artículo[1] relacionándola con el mundo bucólico, a la luz de su ensayo Los pastores sin ovejas.

      En diciembre de 2002, aprovechando una gira literaria por Barcelona y Madrid, Fabio nos visitó en Carmona, ciudad de la provincia de Sevilla, donde residimos y, aunque pasamos juntos solo unas horas, conversamos en casa con la relajada soltura que nos daba nuestro ya largo trato epistolar. Este fue el primer encuentro cara a cara o mano a mano, al que siguieron otros en Sevilla, México y de nuevo Carmona, con motivo de diversos eventos poéticos. Ellos reafirmaron mi idea de un hombre cabal, coherente y auténtico, cuya cordialidad, dentro de un sincero interés por el prójimo, lo protege, sin embargo, de un exceso de confianza mal entendida. Esta suerte de reserva última se proyecta, a mi juicio, en la resistencia interior del árbol, expresada por los versos del poema ya aludido: 

CORTEZA

De niño me gustaba
desprenderla,
limpiar el tronco,
dejar al descubierto
la verde urgencia
de otra capa,
sentir abajo
de los dedos
la rectitud del árbol,
sentirlo atareado
allá en lo alto,
en otro mundo,
indiferente a mis mordiscos,
capaz de sostenerse
sin corteza,
capaz de reponerse
de cualquier ofensa.

       Siempre he sentido que su fortaleza de carácter contrarresta la irredenta condición de nómada, presente ya en su primer libro, Lotes baldíos. El sentimiento de no pertenecer del todo a ninguna parte, lejos de abocarlo a la nostalgia o la queja, desarrolla en él una aguda conciencia de la provisionalidad, cuya aceptación refrenda y recrea sin remilgos su intransferible mundo poético. Muchos poemas, sobre todo de esta primera época, nos hablan, desde distintas perspectivas, de ese estado de transición o tiempo suspendido en que consiste la espera del emigrante. De aquí su gusto por los viejos edificios o a medio construir y por los terrenos abandonados, capaces de suscitar expectativas alentadoras que pronto se esfuman como otros tantos espejismos. En este orden de cosas, el poeta reconoce que "tal vez por eso un algo / de irrealidad me nutre, /de eterna despedida".[2] 

      Los tempranos cambios de lugar influyen desde niño en su retraimiento y atenúan su efusividad comunicativa, causa, quizá, del cauteloso trato con los suyos –germen a veces del remordimiento– y, en general, con sus semejantes. Confesional y recatada a la vez, esta poesía, de sutiles líneas divisorias entre realidades contiguas, es la de un solitario que busca pasar inadvertido para, desde la distancia justa, ver y oír a los demás. A la caza de detalles ordinarios, no insólitos, Morábito es el espía de las ventanas encendidas en la noche y de los ruidos domésticos detrás de las paredes. De este modo indirecto, se integra en la corriente de la vida, sin ser notado: "No quiero, pese a todo, / muros gruesos, / tan gruesos que no oiga / el silencio de los otros".[3] 

      Acorde con este perfil huidizo, Morábito evita las conclusiones rotundas y los argumentos acabados, en favor de las digresiones sinuosas, de «la palabra plástica, no rígida»[4], cualidad aprendida del oficio de su padre, quien trabajó en materiales plásticos. Esta actitud se acentúa en sus últimos libros, cuyos poemas, partiendo de una idea o situación concreta, proceden mediante merodeos e imprevistas vueltas de tuercas hasta asomarse, a veces, al callejón sin salida de lo absurdo. Tales desvíos temáticos se sostienen en calculadas repeticiones y en una rara habilidad para poner en contacto elementos muy disímiles entre sí, técnica surrealista que, sin embargo, Morábito aplica a una poesía racional y cotidiana, de tono narrativo. Estas asociaciones inesperadas, al principio inconexas, conforme discurre el poema, se van acercando hasta, entrelazándose, formar una red de sentidos, donde no queda un cabo suelto. Se diría que, en los casos más notorios, uno asiste al proceso mismo de su escritura. Son muy ilustrativas estas líneas de su texto «Surcos»: 

Para huir del tedio del salón de clase acostumbraba en mis primeros años escolares trazar en una hoja una carretera imaginaria, una línea sinuosa que la cruzaba de un extremo a otro y a la que después yo añadía unas desviaciones para que ganara complejidad. La recorría con el lápiz una y otra vez, hasta que las líneas se convertían en surcos, luego abría nuevas desviaciones que se convertían en nuevos surcos, y así hasta cubrir la hoja con una red intrincada de caminos[5].

       En el fondo, aunque por la irregularidad métrica y el zigzagueo del discurso parezca lo contrario, hay aquí una estricta concepción de la unidad compositiva en pos de la cual «el encabalgamiento es inmejorable para amortiguar el brillo de los versos, porque inyecta una saludable ración de prosa»[6], que facilita su interdependencia. La misma estructura formal de esta poesía, a través de sus enroscadas evoluciones y su, digámoslo así, retórica de caracol, manifiesta, de modo subrepticio, la falta de una identidad determinante, a la vez que, paradójicamente, el carácter escurridizo de una obra que, escrita al sesgo de viejas tradiciones, rehúye las afirmaciones definitivas. Quizá por esto, abundan en ella los poemas que meditan sobre el fenómeno creativo, apoyándose casi siempre en experiencias personales, ajenas a priori al ejercicio literario, pero que la pericia especulativa de su autor acaba involucrando con cualquier aspecto teórico o práctico del hecho poético.

      En resumidas cuentas, los versos apátridas de Fabio Morábito, al unir, con sui generis discreción, biografía y pensamiento, suponen tanto un incisivo interrogante de la existencia como un refugio ante ella.

FRANCISCO JOSÉ CRUZ
Abril de 2022

[1] «Fabio Morábito, el pastor entrañable» por Francisco José Cruz (en Deshora n.º 7, Medellín, Colombia, abril de 2001)

[2] «Tres ciudades», en Lotes baldíos (FCE, México, 1985).

[3] «No quiero, pese a todo» (en Alguien de lava, Era, México, 2002).

[4] «Mi padre siempre trabajó en lo mismo» (en Alguien de lava, opus. cit.)

[5] El idioma materno (Sexto Piso, México, 2014)

[6] «Algunas preguntas a Fabio Morábito para saber un poco menos» (entrevista de Francisco José Cruz, en El buscador de sombras, col, Palimpsesto, Carmona, 1997).


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