jueves, 19 de abril de 2012

EN MÉXICO

CIUDAD DE MÉXICO
Fundación para las Letras Mexicanas
Taller de Poesía de Antonio Deltoro
27 de noviembre
Pedro Lastra, Antonio Deltoro y Francisco José Cruz 
De izqda. a dcha.: Antonio Deltoro, Eduardo Hurtado, Chari Acal, Fran Cruz, Irene Mardones y Pedro Lastra.
Con los alumnos becados del Taller de Poesía en una cantina
Casa del Poeta Ramón López Velarde
Bar Las Hormigas
Lectura comentada de Francisco José Cruz
27 de noviembre
Antonio Deltoro presenta a Francisco José Cruz 
Antonio Deltoro presenta a Francisco José Cruz


Tertulia del Konditori
28 de noviembre
De izqda. a dcha.: Enrique González, Alicia García Bergua, Chari Acal, Fran Cruz, Blanca Luz Pulido, Fabio Morábito y Antonio Deltoro.

FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DE GUADALAJARA
Hotel Hilton
Presentación de la Biblioteca Sibila-Fundación BBVA de Poesía en Español
29 de noviembre

Rafael Pardo (director de la Fundación BBVA) y Juan Carlos Marset (director de la Biblioteca Sibila)
Rafael Pardo (director de la Fundación BBVA) y Juan Carlos Marset (director de la Biblioteca Sibila)
Francisco José Cruz y Pedro Serrano
Fran Cruz y Pedro Serrano
Carlos Germán Belli, Pedro Lastra y Francisco José Cruz 
Carlos Germán Belli, Pedro Lastra y Francisco José Cruz
Con el poeta uruguayo Rafael Courtoisie
Con el poeta uruguayo Rafael Courtoisie
De izqda. a dcha.: Chari Acal, Fran Cruz, Toni Deltoro y Silvia Eugenia Castillero (directora de la revista Luvina).

Cámara Venezolana del Libro
Homenaje a Eugenio Montejo
1 de diciembre

De izqda. a dcha.: Sergio Dalhbar, Adolfo Castañón, Antonio Deltoro, Juan Villoro y Francisco José Cruz.
De izqda. a dcha.. Sergio Dahbar, Adolfo Castañón, Antonio Deltoro, Juan Villoro y Francisco José Cruz.
Fran Cruz lee su texto "Eugenio Montejo, mendigo de la forma"
Fran Cruz lee "Eugenio Montejo, mendigo de la forma"

CIUDAD DE MÉXICO
Casa del Poeta Ramón López Velarde
Presentación de la Biblioteca Sibila-Fundación BBVA
2 de diciembre2 de diciembre
De izqda. a dcha.: Francisco José Cruz, Antonio Deltoro, Carlos Germán Belli y Pedro Serrano.
De izqda. a dcha.: Francisco José Cruz, Antonio Deltoro, Carlos Germán Belli y Pedro Serrano.
Francisco José Cruz, Fabio Morábito y Carlos Germán Belli
De izqda. a dcha.: Adolfo Castañón, Antonio Deltoro, Fabio Morábito y Francisco José Cruz.
Casa del Poeta Ramón López Velarde
En memoria de Eugenio Montejo
3 de diciembre

Antonio Deltoro y Francisco José Cruz
Antonio Deltoro y Francisco José Cruz
Fran Cruz lee el poema de Eugenio Montejo "El duende"
Fran Cruz lee el poema de Eugenio Montejo, "El duende"
Adolfo Castañón
Adolfo Castañón
Fabio Morábito
Fabio Morábito
Carlos Germán Belli
Fundación para las Letras Mexicanas
Taller de Poesía de Antonio Deltoro
4 de diciembre
Carlos Germán Belli, Antonio Deltoro y Francisco José Cruz escuchando y comentando los poemas de los alumnos becados.
México, del 27 de noviembre al 5 de diciembre de 2008.
México, del 27 de noviembre al 4 de diciembre de 2008.

lunes, 16 de abril de 2012

ALGUNAS PREGUNTAS A FABIO MORÁBITO PARA SABER UN POCO MENOS


«Ahora, / después de casi veinte años / lo voy sintiendo: / como un músculo que se atrofia / por falta de ejercicio/ […] / el italiano, / en que nací, lloré, / […] /pero en el que no he amado / aún, / se evade de mis manos, / […] / Así, si tú te vas, / idioma de mi lengua, / razón profunda / de mis torpezas / y mis hallazgos, / […] / ¿con qué palabras / recordaré mi infancia, / […] / ¿Cómo completaré mi edad?» («Ahora…», De lunes todo el año). Usted llegó a México a los catorce años de Italia. ¿Por qué decidió escribir en un idioma no materno? ¿Fue por la necesidad de adaptación al medio en que se vive o hay también motivos que sólo gradualmente se aclaran y que van más allá de un interés por comunicar?
El español se me impuso, no lo elegí. Soy un italiano anómalo, nacido en Egipto, y eso me hacía sentir en mi infancia diferente a los demás, un italiano a medias, o sea un extranjero también a medias. Tal vez eso facilitó más adelante mi asimilación a otra lengua, al grado de llegar a expresarme en ella. Quizá fue una forma de liberarme de la ambigüedad de mi infancia, o sea, dejar de ser un extranjero a medias para serlo plenamente.
Uno de los temas vertebrales de su obra es el desarraigo. Pero este sentimiento no está planteado desde la nostalgia o la queja por lo perdido, sino que en él se reconoce una condición esencial de la existencia humana. Este aspecto de su obra se reconoce en el siguiente poema de Juan Ramón Jiménez: «Raíces y alas. Pero que las alas arraiguen / y las raíces vuelen». «La esponja» de Caja de herramientas lleva a cabo «la participación al centésimo, al milésimo o a lo que haga falta para neutralizar cualquier intento de sedimentación, de tribalización, de patriarcado. […] cada vez que exprimimos una esponja, en los cartílagos y tendones de nuestra mano se insinúa el secreto deseo, que nunca nos abandona, de rehabilitarnos a fondo, de ser otros, disponibles y ligeros como el primer día». Esta idea de fuga, de renovación constante se hace obsesiva en su relato «El huidor», de La lenta furia, donde la única tarea del protagonista consiste en no detenerse en ningún sitio de la ciudad. No obstante, sus rasgos, si no fuera por esta singular característica, pasarían inadvertidos por ordinarios. Esta necesidad de no permanecer, de no identificarse con el entorno donde se está, parece hallar su contrapeso en el afán de pasar desapercibido, de integrarse a un ritmo anónimo y cotidiano, de no salir de la realidad corriente: «El tráfico no cansa, / nos cansarían las calles / anchas, despejadas, / […] / Uno se deja transportar / por otras decisiones, / se integra a un ritmo, / apenas se desvía de un tronco / otro lo absorbe, / poniéndolo al corriente. / […] / Nadie se queda solo / con sus argumentos, / nadie se pierde» (“El tráfico no cansa”, De lunes…). Estas dos tendencias, la de huir y la de perderse en un oleaje común son dos maneras de desaparecer. ¿Cómo se integran en la vida íntima el desapego y la rutina?
Me gusta huir, lo confieso, no ser de ningún lado y, por otra parte, siento la necesidad contraria, de permanecer hasta lo más recóndito. A esta segunda tendencia debo mi inclinación por ocuparme, en lo que escribo, de las materias y los lugares desdeñados y anómalos, que el ojo no registra o registra de sesgo, sin apoyarse nunca en ellos. Mi primer libro de poesía se titula Lotes baldíos y el segundo De lunes todo el año, y creo que los dos títulos se corresponden. Explorar los lotes sin construir, que han dejado de ser naturaleza y aún no llegan a ser ciudad, es como explorar la materia del lunes, ese día que también es un día sin construir, todavía entumido por la fanfarria del domingo y ya complicado con el ritmo laboral de la semana. En esta hibridez que me acompaña desde niño y hacia la cual he desarrollado una mirada avizora perdiéndome tantas otras cosas, seguramente se conjugan el anhelo de huir y el de arraigar en profundidad. Denme una patria, pero tal delgada que sólo yo la vea, como quien dice.
«En eso consiste, en gran parte, cualquier cura: en suprimir, ahí donde se forman, cadencias y orgullos locales, en recordar la existencia de horizontes más vagos y complejos que nos incluyen, en devolver todo al sentido común y comunitario» («El resorte», Caja de herramientas). En una obra que oscila entre una cierta nostalgia por la integración en la vida comunitaria y la independencia personal, ¿es el sentido común un modo de conformidad, una opción intermedia entre irse y quedarse, una discreta resignación?
El sentido común es para mí el sentido más difícil de conquistar. La poesía es probablemente la mayor herramienta que tenemos para apresarlo. Hacer poesía es revelarnos unos a otros qué significa estar vivos. Y en este sentido de revelación, también podemos hablar de resignación. Todo aquello que nos revela algo, en efecto, nos resigna, no en el sentido de claudicación, sino de aceptación profunda. Un poema que nos revele la vida de un árbol, que nos haga intuir vívidamente el estado árboreo, nos cura en cierto modo de los árboles, porque nos resigna profundamente, por así decirlo, a su existencia. La resignación nos iguala a ellos.
«Los pleitos entre el hombre / y la mujer del cuarto, / el niño que berrea del once / la radio eterna del catorce, / el taconeo nocturno / de los de arriba / que llegan del trabajo / mientras duermo: / así es como me llegas / a la médula, ciudad, / y no te dejas reducir / a mis horarios/ […] / ¡Vivir rodeado de aire / que se lleve los ruidos, / forrar de dobles vidrios / las ventanas, / no abrirle a nadie!. / ¿Pero qué haría metido en mí? / ¿Escribiría en silencio / oyendo sólo el lápiz, / que es el peor ruido, / oyendo lo que escribo?» («Ruido», De lunes…). Su escritura insiste en un anhelo de estar entre los otros pero, ¿también con los otros? En la fábula juvenil Cuando las panteras no eran negras, a través del conflicto de la identidad se llega a la cuestión de la soledad y la compañía. Las panteras negras hablan entre ellas, sabiendo que para ser quienes son, individuos emancipados de diversas manadas, deben permanecer solas, cazar solas y sólo de tarde en tarde reunirse para contarse sus vidas en un ocio transitorio. Su realización la encuentran en la soledad pero necesitan transmitirla. El relato sugiere que para alcanzar la soledad se requiere un aprendizaje.
Su pregunta es crucial: estar entre los otros no siempre significa estar con ellos, en efecto. En un poema mío publicado en este mismo librito, el que comienza: «No quiero, pese a todo, muros gruesos», doy las gracias a mis vecinos por no molestarme con sus ruidos; les agradezco que estén ahí, al otro lado del muro, callándose. Su silencio me conmueve, porque me toma en cuenta. Es la prueba de que no se olvidan de mí. No sería lo mismo si el departamento fuera deshabitado. Están ahí, y lo sé porque de repente los oigo: un mueble que se arrastra, un grito. Pero lo que oigo, junto con esos ruidos, es el silencio que cultivan para no excederse conmigo, y con el cual agradecen el silencio que yo cultivo para no excederme con ellos. Este silencio mutuo, obra paciente de todos los días, es nuestro lazo de unión, más valioso que mil abrazos y mil palabras.
En esta misma fábula se plantea, con más extensión que en ningún otro texto suyo, el tema del origen como mito y realidad fugitiva o cambiante, el origen como anhelo y falsa identidad. «El turista», relato de La lenta furia, parodia el sentimiento de pertenencia a un lugar y a un pueblo, ¿Qué le falta al hombre para superar la dicotomía grupo-individuo?
En el cuento «El turista», el joven conde que se «atasca» en un pueblo insignificante en su viaje rumbo a París, aprende dolorosamente que no vale la pena ir a ningún lado, por más que haya lugares que nos atraen poderosamente. El relato sugiere que se quedará para siempre en Werst, la pobre aldea de pastores, y renunciará a su soñado París. En esa aldea ha entrevisto la miseria humana y sabe que es la misma miseria que encontrará en la gran ciudad a la que se dirigía. En realidad ha aprendido que la tierra es infinita e inagotable, y que cualquiera de sus puntos, bien mirado, es equivalente a los otros. Este cuento es el más fiel al epígrafe de Silvina Ocampo que puse al comienzo del libro: «Ninguna cosa es más importante que otra». Creo que todo lo que escribo parte de esta simple premisa. De ahí el desarraigo como condición de lucidez. No hay lugar que nos salve, como tampoco un origen que nos redima o ilumine. Y, sin embargo, hay que viajar y saber desprenderse. El conde, de joven aristócrata que es, acabará por fundirse y confundirse con los pastores de Werst. Esta es la verdadera cita que le ha deparado el destino, y él la toma. Otra vez el tema de la resignación, como ve.
«En la mañana oigo los coches / que no pueden / arrancar. / A lo mejor, entre los árboles, / hay pájaros así, / que tardan en lanzarse / al diario vuelo, / […] / Qué hermoso es el ruido / del motor, / la realidad vuelta a su cauce» («Oigo los coches», De lunes…). Su poesía no sigue la tradición crítica que denosta la ciudad, su caos, su atmósfera infernal. El ritmo de la ciudad favorece el anonimato y nos inserta en una costumbre. Los coches y los pájaros son vistos con pareja cordialidad, naturaleza y civilización amortiguan en el espacio urbano sus diferencias. De ningún modo estamos ante la fría exaltación mecánica futurista. En definitiva, su ciudad es habitable a pesar de ser México o precisamente por serlo. ¿Qué ha dado o ha quitado al hombre la ciudad moderna?
Considero que el abandono de la tradición antiurbana, es decir de la tradición que denosta la ciudad, es un rasgo generacional y corresponde a un cambio de punto de vista poético sobre las cosas. En primer lugar, la nueva generación de poetas es reticente a la imagen del poeta como profeta o como oráculo, como un ser iluminado. Esto significa un cambio de lenguaje, de mirada, igual que un cambio de elementos expresivos. Creo que en América Latina este viraje obedece en gran parte a la necesidad de oponer un lenguaje calibrado y concreto a ese otro lenguaje, espurio, genérico y sin alma, de nuestra política. Una mirada más inclinada hacia la metonimia que hacia la metáfora empieza a descubrir en la realidad de todos los días una serie de nexos, de junturas y de trabazones ocultos que el manto ruidoso y a menudo espléndido de la metáfora no permitía ver. La visión de la ciudad se resiente de este cambio de actitud, y una mirada más filtrante, más desnuda y menos presurosa, admite la sustancial inabarcabilidad de la ciudad y renuncia a denostarla y a idealizarla, o sea a metaforizarla, y prefiere detenerse en sus elementos más emblemáticos. Ya no se busca el brillo, sino la adherencia. Y en esta búsqueda de adherencia, la ciudad ofrece a la mirada del poeta unas fraternidades y unas relaciones inéditas.
«Yo a veces ya no tengo / ganas de crecer / sino de zambullirme, / […] / poseer la justa dosis / de alteridad / y de letargo, / […] / y conformarme con el verde / de los hechos, nada más» («Rebaños», De lunes…). Esa humildad decisiva que alienta en todos sus textos parece susurrarnos que no sólo no es tan importante conocer sino que, más bien, hay que desprenderse de un exceso de sabiduría inútil, o que hay un modo menos ambicioso de conocimiento. Conocer sería entonces estar cerca de, ponerse en su lugar, dejarse ir sin perder una lucidez última que nos salve del gregarismo y la inconsciencia. ¿Es la sabiduría ese estado de conformidad afectiva antes que de exigencia intelectual, un estado anímico en que ni pregunta ni respuesta sean necesaria al hombre?
Sí, lo ha expresado usted muy bien: «un modo menos ambicioso de conocimiento». Pero, ¿cuál es ése? No sabría decirlo. Intuyo que está del lado de los animales. Los animales son para mí una fuente de constante reflexión, de interrogación. No puedo decir que yo ame los animales, porque casi no tengo trato con ellos, pero siempre me asombran. Podría mirar una vaca durante horas, sin aburrirme. Creo que si existiera de veras un paraíso y un infierno, los animales, y no Dios, deberían ser nuestros jueces. Igual que a Dios, les bastarían una sola mirada para saber si merecemos salvarnos. Los versos que usted cita pertenecen justamente a un poema que habla del rebaño, de la «medianía» que se respira dentro de un rebaño, donde se da ese mágico equilibrio en donde la integración y la conformidad con los otros no ofenden nuestro sentimiento individual.
«Vivo en un edificio / […] / que cada vez que pasan / los camiones / se cimbra dos o tres segundo, / […] En este piso escribo / […] / vivo donde se siente más / el bamboleo / y escribo, / […] / tal vez sólo escribiendo / este edificio, que es tan frágil, / no se cae» («Miramontes», De lunes…) Noto una confianza por su parte en el lenguaje poético, que es el de todos los días. Su prosaísmo cordial no rehúye la anécdota diaria, ni la rebaja a un rosario de datos biográficos anodinos, sino que la ahonda y le da sentido. Hábleme de su relación con la escritura y dígame qué añade ésta a la vida.
Toca usted un punto delicado. Eso que usted llama confianza con el lenguaje poético, en mi caso es una confianza relativa. El español no es mi lengua materna y a menudo me he preguntado si vale la pena escribir poesía en un idioma que no es el propio idioma materno. Esa duda es una espina que siempre tengo clavada. Mi confianza con el lenguaje nunca es total, porque soy un extranjero. Las palabras aparentemente sencillas que uso para expresarme, para mí no lo son tanto. Existe siempre un resquemor, una cautela y un irse a tientas. Esto desde luego puede traer ventajas notables, por ejemplo una mayor lucidez y una mayor sensibilidad para atisbar relaciones nuevas e imprevistas, pero también puede ocultar un fracaso de fondo irremediable.
«Hay que rimar de otra manera, / más sutil, / que casi no se oiga» («Cruzando el puente», De lunes…). Estos versos no hablan de la escritura poética, al menos en primera instancia, sino de adelgazar los rasgos personales y suavizar los perfiles sobresalientes. El don de lo inadvertido lo recoge la estructura formal de cada uno de sus poemas. Hay en ellos una aparente pobreza de recursos, incluso frecuentes asonancias. Esa pobreza, sin embargo, lejos de suponer un desaliño, potencia el significado, lo airea y no resta naturalidad a las imágenes. Los elementos del poema mantienen una sólida correspondencia de fondo entre sí para preservar la unidad del discurso. La música de sus poemas está en lo que Juarroz llamó «música del sentido» y no del sonido. Cada verso justifica al siguiente y al anterior. Se necesitan unos a otros. Aislados no sobreviven. Su ritmo entrecortado les obliga a juntarse. Se diría que su adaptación al español ha facilitado esta estrecha relación entre fondo y forma hasta lograr que el poema sea un cuerpo vivo y no una simple reunión de elemento más o menos acertada. Hábleme de todo esto que le comento. ¿Cómo sopesa la elaboración de un poema? ¿Qué va teniendo en cuenta ? ¿A qué hay que renunciar, además del alarde, para que la poesía deje de ser un adorno, una cosa bella pero nada más?
Sí, lo que dice me conforta y me cautiva la expresión «música de sentido» de Juarroz, que no conocía. En cuanto a la relación que en mis poemas guardan los versos entre sí, ha visto usted bien: procuro, en efecto, que estén en íntima colaboración. Cada uno de ellos renuncia, si así puede decirse, a brillar en exceso. Cuando un verso brilla demasiado, creo que ha sido mal oído. Un verso bien oído, extraído sin forzaturas, debe tener algo de surco en la maleza: por momentos visible y por momentos no. El encabalgamiento es inmejorable para amortiguar el brillo de los versos, porque inyecta una saludable ración de prosa que impide que el poema se convierta en música vacía. Pero desde luego es sólo una técnica. Lo importante es oír en profundidad, y oír en profundidad es lograr una adhesión tan vívida a las palabras del poema. que cada verso parezca fatalmente derivado de los anteriores. Un buen poema es siempre fruto de una escucha atenta, y escribir poesía es ponerse a oír atentamente.
Su poesía, aunque muy alejada en casi todo de la de Roberto Juarroz, se acerca a la del poeta argentino en cierto modo de tantear el pensamiento. Incluso algunas construcciones sintácticas guardan un oscuro parentesco. En Juarroz, cualquier rasgo de experiencia personal desaparece del poema en favor de una abstracción plástica y transparencia conceptual. En usted la experiencia cotidiana está tan presente que hace del tema de cada poema un semiargumento, una mínima narración decantada por la meditación. En ambos, poesía y pensamiento son inseparables, se nutren mutuamente, forman un tejido. Y además se cumple la idea de Juarroz de que «sentir y pensar no son cosas distintas». ¿Con qué línea poética dialoga su obra?
Admiro la poesía de Juarroz, su rigor y su economía, y admiro su voluntad de construir una obra. Admiro su concentración que le ha permitido escribir todos sus libros bajo un mismo título, agotando los límites del terreno que se propuso explorar. Un ejemplo parecido en pintura es el de Morandi, uno de mis pintores preferidos, con su búsqueda sostenida sobre unos poquísimos presupuestos. Ahí están los mismos paisajes y los mismos objetos de sus bodegones vueltos a visitar una y otra vez: botellas, tarros, vasos y floreros. Siempre iguales, y sin embargo siempre colocados de otro modo, bajo otra luz, y siempre distintos. En narrativa pienso en el despojamiento casi heroico de Beckett y en su capacidad de no perder de vista el surco elegido y de ahondarlo cada vez más. Pero, en el caso concreto de Juarroz, confieso que mi admiración a veces decae y que algo me fatiga en tanto rigor, y me desalienta. La vida está hecha de desviaciones y tropezones, que a menudo son lo mejor que nos puede pasar. Y en la vida hay máscaras que ponerse y máscaras que quitarse. Yo siento una atracción por el juego que me impide asentarme demasiado a plomo en cualquier lugar y en cualquier convicción. No acabo de levantar unos muros y ya me pregunto si no me van a aprisionar. Sobre todo aborrezco la imagen del artista como sabio o profeta. Me inclino, al igual que los dos escritores que quizá me han marcado más, Kafka y Beckett, por la imagen del clown, siempre en la cuerda floja y siempre recomenzando a vivir porque no aprende nunca a vivir.
«Quizá en la rosca en forma de espiral del tornillo, donde la continuidad y el arraigo, la progresión y la permanencia han hallado una solución común, anide el misterio del lenguaje» («El tornillo», Caja de herramientas). En una obra tan de cara a la vida, hasta el punto de que el arte de escribir parece depender profundamente del arte de vivir, ¿en qué medida le es necesaria una tradición poética determinada para lograr una escritura propia?
Creo que la virtud principal de una tradición poética es que ayuda a caminar, siempre que sepamos encontrar entre las distintas tradiciones, la que nos corresponde más íntimamente y, una vez encontrada, que podamos ahondarla. No hay que quedarse nunca sin amigos, aunque sean contados. La tradición nos provee de nuestros compañeros afines. Hallar estas afinidades no es fácil, a menudo uno se equivoca y, si persiste en su equivocación, puede malograrse como escritor, igual que un hombre puede tornarse infeliz si elige equivocadamente a su mujer. Parte del talento de un escritor es saber elegir el cauce justo, las alianzas que más le convienen con los escritores del pasado. Siempre acabamos por establecer un pacto con ciertas tribus y no con otras. No se trata de repetir, por supuesto, aunque repetir también es necesario. Se trata de dialogar, y la tradición nos ofrece un repertorio de diálogos posibles y toca a nosotros elegir los más cercanos a nuestra alma, los más fructíferos.
Sus cuentos abordan los mismos temas que su poesía pero desde un planteamiento fantástico, onírico, paródico o absurdo, según los casos. ¿Qué le hace escribir un relato y no un poema?
Escribo cuentos y poemas por épocas, nunca los alterno en el mismo periodo. Actualmente estoy escribiendo cuentos. Puedo pasar un año, dos o tres sin escribir un solo verso, si estoy escribiendo prosa, y lo mismo vale en el caso contrario. Así, mientras estoy escribiendo en un registro, todo lo que se me ocurre, se me ocurre en ese registro. Me siento incluso tan ajeno al otro registro, que invariablemente dudo seriamente que podré volver a cultivarlo.
Su fábula Cuando las panteras no eran negras tiene una indudable riqueza expresiva y temática que hace que el texto sea un gozo para el adulto. ¿Qué actitud hay que adoptar cuando se escribe para niños? ¿Qué elementos distinguen la literatura juvenil de la que no lo es?
El género infantil ofrece la oportunidad de descansar de la casualidad. La casualidad es cosa de adultos. La lógica cotidiana, con sus incidentes azarosos y sus desviaciones y desarrollos impredecibles, es una lógica de adultos. Los niños no saben nada de eso. Aquello que para un adulto es una aparición mágica, para el niño es una aparición necesaria e inevitable. Porque el niño es más realista y no pierde de vista los aconteceres primarios, los hechos básicos que tienen que ver con la sobrevivencia. El que fantasea, el que se distrae es el adulto. Si no hay distracción de por medio, a partir de ciertas premisas se pueden deducir sus consecuencias más lógicas e inmediatas en estricto orden de sucesión, de acuerdo no con la lógica de la fantasía, que es la lógica del adulto, sino con la realista del niño, que es la lógica de la sobrevivencia, o sea del mito. Por eso, para escribir un relato infantil, es secundario el lenguaje que se escoja, o no tan importante como se cree. Lo importante es saber no irse por las ramas, eligiendo en cada momento el paso sucesivo más apegado a una lógica de la sobrevivencia. El dibujo riguroso y sucesivo de las nervaduras de una hoja, he ahí, creo, una imagen cabal de una fábula lograda.
Muchos textos suyos están escritos en presente del indicativo, quizá para acomodarse mejor a la corriente de la vida. Leyendo su obra, creo intuir que el olvido no sólo no es perjudicial, sino incluso beneficioso para el hombre. Hábleme de esta confluencia entre olvido y memoria en su obra. ¿De qué nos compensa el olvido y qué aporta a la creación poética?
El olvido es poder siempre recomenzar, es poder conservar el asombro, es poder ver todo lo acostumbrado por primera vez. Pero el olvido radical no es vida, sino aridez. El encanto de ver algo como si lo viéramos por primera vez es que, justamente, no es la primera vez que lo vemos. Es más, yo creo que la primera vez, en rigor, no vemos nada. La vida es primera vez sólo cuando se nace, después es una larga hilera de segundas veces. Y el terreno que a mí me interesa es ese, precisamente, el de las cosas segundas y usadas.
Carmona-Ciudad de México, 1997
Publicada en El buscador de sombras de Fabio Morábito (Col. Palimpsesto, Carmona, 1997).

miércoles, 11 de abril de 2012

EN DEFENSA DE UN RESCATE

La conciencia y mentalidad despejadas de María Kodama han permitido, para disfrute de los lectores de Borges, la edición en Seix Barral del segundo libro de ensayos del argentino, titulado El tamaño de mi esperanza, libro que el propio Borges condenó al olvido, prohibiendo su reedición. Esta decisión de publicar completo El tamaño de mi esperanza desbarata las inanes y estúpidas controversias que venían hace tiempo suscitándose alrededor de éste y otros libros de Borges, víctimas del arrepentimiento de su autor. Volver aquí sobre esta vieja polémica, que consiste en la licitud e invalidez moral de publicar una obra que su autor por cualquier motivo repudia, sería entrar en un debate manido cuyas contrarias postulaciones nunca se reconcilian. En todo caso, no debemos olvidar que cualquier página impresa que alguna vez autorizó su firmante, pertenece, desde ese momento, más a quien la lee que a quien la escribió, siempre que no se olvide, como parecen hacerlo los detractores de María Kodama, que el instrumento fundamental de un lector no es la simplicidad, sino la atención. Y, por esto mismo, un lector despierto, como se le supone a Borges, jamás incurrirá en desvincular estas obras del tiempo en que se escribieron y tampoco ignorará la injerente arbitrariedad que todo escritor proyecta sobre su propia obra y que, a veces, le conduce a juzgarla con excesiva injusticia, exceso que suele colindar con el capricho o con un insufrible rigor. Dicha arbitrariedad acompañó a Borges durante toda su vida y no sólo influyó en las consideraciones sobre su propia obra, sino sobre las de los demás. En este sentido, escribe muy acertadamente Octavio Paz: «No fue ni imparcial ni justo; no podía serlo: su crítica era el otro brazo, la otra ala, de su fantasía creadora. No fue buen juez de los otros. ¿Lo fue de sí mismo? Lo dudo»[1]. Esta misma duda debió rondar al escritor argentino cuando, al cabo de muchos años de la primera edición de El tamaño de mi esperanza, hizo que levantaran la veda a una parte de este libro, inclinándose por su publicación, como señala María Kodama en la nota preliminar, en la colección francesa La Pléiade. Como puede comprobar cualquiera que se adentre en estas páginas, éstas no son sólo útiles porque le ayuden a la crítica a completar la imagen literaria del argentino, ubicando este libro en el desarrollo creador de Borges, sino porque su lectura le garantiza un irreprimible placer. Con estas dos últimas palabras quiero subrayar que no estamos ante un libro donde el especialista o el pertinaz seguidor de Borges registre curiosidades en este o aquel renglón o insustanciales variantes de un concepto, sino que, sobre todo, El tamaño de mi esperanza constituye ya el friso casi completo de las ocupaciones literarias de Borges, en las que reincidirá en sus siguientes libros de ensayos e, incluso, en sus poemas y cuentos. Así pues, la multiplicidad de intereses y su amplitud de miras son la base sobre la que se sostiene esta miscelánea de ensayos.

Uno de estos intereses, sobre el que Borges jamás desfallecerá su atención, está en el gusto del argentino por el mundo criollo en su vertiente literaria. El texto que abre el volumen, y que le da su título, supone una especie de declaración de principios y un ejercicio entusiasta por redefinir el concepto fundamental de criollismo, pasando para ello revista a diversos autores y episodios históricos de la Argentina del siglo XIX y comienzos del XX. Sin embargo, a pesar de la abundancia de referencias, el texto es más una proclama que un ensayo propiamente dicho. Borges casi se ocupa más de tomar posición sobre este asunto que analizarlo. De ahí su tono algo rimbombante y engreído, propio de la exaltación juvenil que le embargaba y de su segura y desbordante imaginería intelectual. Las primeras líneas de este texto recuerdan aún al Borges vanguardista, debido al tufo de manifiesto que emiten, pero distinguen claramente al criollo del gringo: «A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa. Tierra de desterrados natos es ésta, de nostalgiosos de lo lejano y lo ajeno: ellos son los gringos de veras, autorícelo o no su sangre, y con ellos no habla mi pluma. Quiero conversar con los otros, con los muchachos querencieros y nuestros que no le achican la realidad a este país». Si el contenido se aleja de los dominios temáticos vanguardistas, la escritura del texto delata todavía algunos tics expresivos y frecuentes imágenes, cuya descarada influencia procede de Gómez de la Serna: «¡Bendita seas, esperanza, memoria del futuro, olorcito de lo por venir, palote de Dios!». Estos rasgos primerizos que desaparecen ya en otros ensayos de este mismo libro para dejar paso a la sólida sobriedad del estilo borgiano, se combinan con formas expresivas criollas que, si en este texto podemos hallarlas dispersas, en «El Fausto criollo» Borges lleva a cabo todo un derroche de expresiones autóctonas, haciendo de su conocimiento un imparable alarde. Este bombardeo expresivo se impone al supuesto análisis de la obra de Estanislao del Campo y, cara al lector de hoy fundamentalmente, dicha opción verbal resulta un malabarismo antes que una necesidad. Es el empleo de este vocabulario, señala María Kodama y uno fácilmente lo acepta, el motivo fundamental que incitó a Borges a renegar de este volumen. En el último ensayo de Discusión (1932), titulado «El escritor argentino y la tradición», encontramos esta declaración inequívoca de Borges que refuerza la opinión de María Kodama: «Durante muchos años, en libros ahora felizmente olvidados, traté de redactar el sabor, la esencia de los barrios extremos de Buenos Aires; naturalmente abundé en palabras locales, no prescindí de palabras como cuchilleros, milonga, tapia, y otras, y escribí así aquellos olvidables y olvidados libros». Sin embargo, volviendo al texto inicial de El tamaño de mi esperanza, encontramos en él otra de las características más perdurable y hondas de la obra de Borges: su encomiable esfuerzo por poner en contacto a autores muy disímiles entre sí y de distintas culturas. Esta tendencia cosmopolita influye con evidencia en su concepción del criollismo que, en ningún caso, desemboca en el estrecho ámbito de lo local: «No quiero ni progresismo ni criollismo en la acepción corriente de esas palabras. El primero es un someternos a ser casi norteamericanos o casi europeos, […] el segundo, que antes fue palabra de acción […] hoy es palabra de nostalgia […] Criollismo, pues, pero un criollismo que sea conversador del mundo y del yo, de Dios y de la muerte». Este propósito de acercamiento lo lleva a la práctica Borges con diferentes modos y desde varios aspectos. Así, en «Reverencia del árbol en la otra banda», Borges, en un delicioso y sugestivo ensayo, compara el tratamiento que hace del árbol la literatura uruguaya y la visión que de éste dejó el mundo griego clásico. Para estos autores antiguos, un árbol no pasa de ser un objeto decorativo, un elemento asociado al deleite de la vacación. Sin embargo, la visión de los escritores uruguayos, según Borges, resulta mucho más penetrante y rica, ya que el árbol es, a la vez, objeto de descripción y sujeto de alabanza. Esta segunda dimensión mítica convierte al árbol, por su intrincado ramaje, en la imagen que simboliza el ámbito de lo conflictivo y lo dramático. La visión contrasta con la del arrabal bonaerense y el espacio abierto de la pampa, a cuyos ámbitos, en «La pampa y el suburbio son dioses», Borges concede el rango de lo sagrado, expresando así su extraordinario fervor por estas áreas del mundo argentino: «Dos presencias de Dios, dos realidades de tan segura eficacia reverencial que la sola enunciación de sus nombres basta para ensanchar cualquier verso y nos levanta el corazón con júbilo entrañable y arisco, son el arrabal y la pampa». La geografía y su ambiente son elevados aquí a categorías míticas, impregnados del aliento metafísico con el que Borges, ya en el primer texto del volumen, quiere infundir a la ciudad de Buenos Aires. Al sentimiento de amplitud, inherente a la pampa, Borges añade el de intimidad. A pesar de que el escritor argentino apoya sus ideas en versos u opiniones de otros autores, este texto va más allá de la mera erudición literaria y transpira la emoción personal de Borges, su temblor humano cuando se refiere al arrabal y a la pampa. El poeta recurre, por ejemplo, a versos de Ascasubi para ilustrar su amor por esta parte de la vida argentina y sale al paso de la decepción que a Darwin le produjo el descubrimiento del paisaje pampeano. No obstante, el arrabal, según Borges, es un símbolo de la espiritualidad argentina, que debe aún completarse, aunque ya cuente con algunos válidos portavoces que han iniciado esta labor, como Roberto Arlt. La visión literaria del arrabal se profundiza en el ensayo «Carriego y el sentido del arrabal», donde Borges señala una de las aportaciones de Evaristo Carriego a la poesía del suburbio. Así, al consabido sentimiento de valor y coraje, Evaristo Carriego incorpora el de la piedad, que Borges ilustra con unos versos de éste, afines al pudor del propio Borges, a la tersura de su dicción poética y a su gusto por los ocasos. La vinculación que para Borges hay entre Carriego y el arrabal es tan estrecha que ambos son ya una misma cosa. Esta función nos permite ver con claridad cómo Borges vive antes en la literatura que en la realidad vital de un entorno cualquiera. Borges no va de la realidad a la literatura, sino al revés, siendo ésta la que le permite descubrir aquélla. Seguramente que a más de un lector borgiano le extrañe esta afición trascendental por el violento ambiente arrabalero. La sobreestimación que el autor argentino da a dicho mundo y a los autores que lo reflejan no deja de chocar, sobre todo a quienes estamos tan lejos de esa variopinta realidad y el fervor de Borges no llega a convencernos de la importancia vital y literaria de este ámbito de la cultura argentina. Si en «El Fausto criollo» la exageración de Borges proviene de los usos expresivos, en «La pampa y el suburbio son dioses», tal exageración nace de su exultante contenido, cuyas desmedidas argumentaciones pueden acaso conmovernos pero nos impiden el asentimiento. De ahí que algunos lectores, como me ocurre a mí, se acuerden al respecto con estas, a mi juicio, atinadas observaciones de Octavio Paz: «Sufrió también la atracción hacia la América violenta y oscura. La sintió en su manifestación menos heroica y más baja […] Su admiración por el cuchillo y la espada, por el guerrero y el pendenciero, era tal vez el reflejo de una inclinación innata. […] Fue quizá una réplica vital, instintiva, a su escepticismo y a su civilizada tolerancia»[2]. No obstante, estos reparos raramente rebajan el disfrute de estos escritos, ya sea por el limpio trazo de sus líneas, ya por la sugerente habilidad imaginativa de sus argumentos que si, como digo, sus razones no nos convencen, sí lo hace la fuerza estética de su exposición. La variedad de enfoque con que Borges abordó durante toda su obra el mundo criollo, en este volumen empieza ya a notarse. Así, a los textos aludidos, enriquecen la visión criolla de Borges dos ensayos, de algún modo, complementarios: «Las coplas acriolladas» e «Invectiva contra el arrabalero». En el primero, Borges relaciona la copla criolla y la española, y establece sutilmente algunas distinciones entre ambas, buscando con ello volver a demostrar la sensibilidad propia del criollo. En este sentido, Borges ofrece variantes argentinas de coplas populares de la península. Las mayores diferencias entre unas y otras están en el espíritu menos ensañador de la copla criolla respecto al de la española, así como en los planteamientos sentenciosos de las mismas. Escribe Borges que «al acriollarse, la copla sentenciosa española pierde su envaramiento y nos habla de igual a igual, no como el importante maestro al discípulo». Parecidas diferencias alcanzan a los refraneros español y criollo, estando éste más aligerado de dramatismo y más cargado de sorna. El texto, en definitiva, le vuelve a permitir a Borges definir su concepción del criollismo, resumida en «una alegría y descreimiento especiales», y a apostar decididamente por la visión cosmopolita de la cultura. Este cosmopolitismo se reitera en el segundo de los ensayos antes aludido, en el que Borges cuestiona sin tapujos la validez de la jerga arrabalera, denominada lunfardo, cuya pobreza de significaciones no es nunca abolida por su proliferación de sinónimos. Dicha proliferación viene dada fundamentalmente por la condición de lenguaje oculto del lunfardo, habla típica de matones y pendencieros. Esta pobreza intrínseca se corresponde con la de la germanía, habla de los rufianes españoles de los siglos xvi y xvii, que sólo ha aportado al castellano un puñado de palabras que Borges anota, y que para los que no estamos avezados en etimologías y trasvases lingüísticos, nos resulta curioso comprobar que vocablos como «reclamo», «tapia», «avizorar»…, tan habituales en el castellano actual, provengan de estos turbios mundos suburbiales, tan bien recreados por Cervantes, Quevedo y Mateo Alemán.

Estas reflexiones lingüísticas se hacen más abarcadoras en «El idioma infinito» y «Palabrería para versos». En estos ensayos, Borges insiste y amplía su idea de que la abundancia de sinónimos no implica mayor riqueza idiomática ni tampoco la banal constatación de que dicha riqueza sea directamente proporcional al número de voces que tenga un idioma. Para Borges, la riqueza de una lengua está en su capacidad de reproducir el mayor número posible de representaciones de la realidad. Se trata, pues, de ensanchar la lengua para poder dar cabida a nuevas ideas y de buscar su mayor grado de flexibilidad, para que en un mínimo de forma quepa un máximo de significación. Esta aspiración teórica está de manera práctica en la obra creativa de Borges y constituye uno de los logros centrales de su escritura, cuya búsqueda la encontramos en estos ensayos, en los que Borges pretende, sobre todo, abrir las posibilidades expresivas de fondo del español y no conservar a ultranza purismos gramaticales que no siempre ayudan a dicha apertura. El afán por ajustar el nombre al concepto o a la cosa percibida le hace pisar el dudoso umbral de la utopía, utopía que él mismo reconoce cuando contempla la posibilidad de crear expresiones distintas para el trozo de luna rosada que vio en un sitio y el redondel amarillo que vio en otro. Dos percepciones distintas de la luna que exigirían, por tanto, adecuaciones expresivas diferentes. El interés de estas ideas reside, sobre todo, en que nos descubren el grado de exigencia creadora del joven Borges y su intención de dinamizar el idioma, cosa que, sin duda, logró en su obra. Borges, en efecto, no aporta invenciones verbales, pero sí un cuidadoso trato lingüístico que le permite singularizar su expresión, dando un tono inconfundible a su escritura. Escribe Octavio Paz que «Borges no fue realmente un pensador ni un crítico: fue un literato, un gran literato»[3]. Siendo benévolo con la ambigüedad de esta frase, que demanda mayor precisión sobre lo que Octavio Paz entiende por pensador, crítico y literato, en efecto, Borges pudo no ser un pensador en el sentido más original y estricto del término. Es decir, el argentino tal vez no aportó nuevas ideas a la teoría literaria ni analizó en bloques, desde renovados presupuestos conceptuales, el devenir de cualquier literatura. Sin embargo, sí fue un pensador y un crítico en la acepción probablemente más eficaz para un creador, y que se exhibe en la sugerente capacidad de relacionar obras y autores, e incluso aspectos determinados de obras, a priori, muy alejados entre sí y cuyo esfuerzo por contactarlos desentumece las referencias comunes de la historia de la literatura, enriqueciendo, de este modo, la idea borgiana de que la lectura también es creación. Esto que acabo de indicar retrata la actividad de Borges como ensayista y, por tanto, como pensador y crítico. Si, como creo intuir, en la frase de Octavio Paz, Borges no desarrolló una visión propia y sistemática de la literatura, sin embargo, asimiló extraordinariamente aquellos conceptos que le resultaron más cercanos a sus gestos estéticos, elaborando una manera personal de leer las obras, que aprovechó incluso para su escritura. Este trasvase de la teoría a la práctica se percibe con total nitidez en el ensayo, para mí, más lúcido y redondo del libro, y que más directamente se relaciona con su ejecución literaria, titulado «La adjetivación». El texto, además del interés intrínseco que el tema suscita, atrae de manera especial porque una de las aportaciones literarias de Borges está en la precisión sorprendente de su adjetivación, que ensancha el sentido del sustantivo y, de este modo, le hace hablar de manera renovada y sugerente. La médula central del texto está en el recorrido que Borges hace respecto del tratamiento que, según las épocas, se le ha dado al adjetivo. Así, comenta la obviedad de los adjetivos homéricos que, lejos de añadir algo al sustantivo, más bien lo redundan. Borges sale al paso de los criterios de Pope y de Gourmont. El primero opina que los adjetivos homéricos tenían una intención sagrada y, por tanto, no era lícito modificarlo en nombre de la creación poética. El segundo mantiene la idea de que todo lenguaje se desgasta, perdiendo, con el tiempo, el gas propio de la novedad. Sin embargo, Borges no se conforma con esas explicaciones y opina que el adjetivo no suponía un motivo de preocupación estética, como tampoco lo son «las preposiciones personales e insignificantes partículas que la costumbre pone en ciertas palabras y sobre las que no es dable ejercer originalidad». Esta inercia creadora del adjetivo llega incluso a la poesía de fray Luis de León, ya que para el argentino es inconcebible creer en la ingenuidad del poeta castellano. Sin embargo, en los últimos trescientos años, el adjetivo se convierte en un impulsador de sentido del sustantivo, no en su remedo. «Los poetas actuales según Borges hacen del adjetivo un enriquecimiento, una variación; los antiguos, un descanso, una clase de énfasis».

Otro elemento técnico de la creación en el que se detiene Borges es la rima. Aquí, como en otras muchas ocasiones, el objeto de reflexión elegido no es en absoluto novedoso y, tal vez, tampoco lo sean las argumentaciones del argentino para rechazar la rima en el poema. Sin embargo, sus razonamientos, que parten de un texto de Milton, poseen esa limpieza expositiva, propia de quien interioriza sin paliativos una argumentación hasta que consigue hacerla suya. En «Milton y su condenación de la rima», ensayo al que me vengo refiriendo, Borges cimenta su rechazo de la rima en tres argumentos: el histórico, con el que recuerda literaturas que no usaron la rima; el hedónico, con el que manifiesta el burdo placer que supone oír sonidos semejantes de manera regular y que nada sustancial añaden al poema: «¿Qué gusto puede ministrarnos escuchar flecha y saber que al ratito vamos a escuchar endecha o derecha? Hablando más precisamente, diré que esa misma destreza, maña y habilidad que hay en ligar las rimas, es actividad del ingenio, no del sentir, y sólo en versos de travesura sería justificable»; y el intelectual, sobre el que se sostiene el razonamiento menos subjetivo y más poderoso de los tres para no aceptar la rima. Según este argumento, la rima impide la libertad del discurso pensante del poema, condicionándolo de manera decisiva. Esta red de ecos, que es en definitiva la rima, enreda al pensamiento en su fluir y hasta puede llegar a atraparlo, si el poeta busca hacer de la rima malabarismos sonoros, juntando palabras de difícil coincidencia consonántica, debido a la escasez de éstas. Para evitar estos superfluos alardes, Borges opta, en todo caso, por la rima de palabras frecuentes o de terminaciones verbales, rebajando así la importancia de la rima en el poema y considerándola como una simple apoyatura memorística, que es, en definitiva, lo que Borges lleva a cabo en su poesía de madurez. Esta concepción de la rima deshace, a mi entender, la posible contradicción o evolución que, sobre este asunto, puede haber entre el joven Borges y el maduro. El predominio del soneto en la obra del argentino nos revela, en efecto, su alejamiento de las vanguardias y su gusto por las formas acabadas y clásicas. Pero su elección del soneto se debe, sobre todo, a que se presta a ser recordado con facilidad. Aquí, la rima suele pasar desapercibida por la usual soltura coloquial de los sonetos borgianos y sus recurrentes encabalgamientos, que salvan a muchos de éstos del sonsonete machacón, que, a veces, estorba y distrae del mismo contenido. Los argumentos de Borges me parecen más convincentes que los que a favor de la rima arguye Joseph Brodsky, que resultan atractivos al principio, pero poco convincentes una vez pasado por el filtro de la reflexión. Según el poeta ruso, «es el principio de la rima el que nos permite sentir esa proximidad entre entidades aparentemente dispares. Todas las combinaciones que realiza nos suenan tan verdadera porque riman»[4]. Encontramos, pues, a Borges apartándose del espejismo seductor que configura este recurso fónico y buscando, cada vez con más ahínco, esa naturalidad y autenticidad del decir, que tan apacible hacen que suene su poesía de madurez.

En esta dirección se orientan sus consejos sobre la importancia de usar palabras que sean fieles a las vivencias del poeta. Borges desarrolla esta última propuesta en «Profesión de fe literaria», ensayo que cierra el volumen. Si en «El tamaño de mi esperanza» establece su posición ante el criollismo, en «Profesión de fe literaria» resume su credo estético. Ambos ensayos nos dan la moneda total, cuya imagen es Borges en los años veinte, pero un Borges no petrificado, sino cambiante, ya en transición hacia sus planteamientos estéticos de madurez. «La Aventura y el Orden» refleja bien el estado intelectual intermedio entre ésta y su juventud. En este ensayo, de expresión algo presuntuosa y altisonante, Borges pone en la balanza de sus reflexiones dos actitudes de la creación artística muy presentes en el debate literario de aquellos años: la del riesgo inventivo y la que propone la continuidad de una tradición. Así, aventura y orden pesan casi por igual en la valoración del argentino: «A mí me placen ambas disciplinas, si hay heroísmo en quien la sigue». Las titubeantes divagaciones del texto, le dan a éste un aire de poca firmeza, que descubre la paulatina transformación de los gustos borgianos. En este sentido, si por un lado aún acepta que la aventura literaria es factible y puede ser digna de encomio, por otro confiesa que «el individuo puede alcanzar escasas aventuras en el ejercicio del arte», aproximándose con esta última opinión a su posterior descreimiento de las vanguardias. En este mismo ensayo aparece también una opinión sobre el ultraísmo, movimiento que todavía no desacredita: «El ultraísmo […] no fue un desorden, fue la voluntad de otra ley». Esta consideración de algunas vanguardias se reitera en la lectura que Borges lleva a cabo de un libro de Oliverio Girondo, Calcomanías, en la que resalta el buen gusto y acierto de este último en la construcción de algunas imágenes y metáforas no ajenas al influjo de Gómez de la Serna, y que no va más allá del impacto y la ocurrencia. Yo dudo de que el Borges de los años siguientes siguiera elogiando estos poemas de Girondo, debido, sobre todo, a la extravagancia con que, para muchos lectores de hoy, estos ejemplos que cita Borges se nos presentan, extravagancia que se perfila más aún si juzgamos dichas imágenes y metáforas a la luz de los criterios estéticos del Borges maduro. Este comentario sobre Girondo está insertado en «Acotaciones», título que agrupa otros comentarios a libros de varios autores que, lejos del análisis profundo, no pasan de constituir apuntes, a veces, farragosos y, otras, verdaderamente despiertos. Creo que lo más interesante de esta serie está en aquellos trazos que pueden ser indicios de actitudes estéticas del argentino, más que en el comentario mismo de cada obra. En contraste con el fervor que Borges ha demostrado en su madurez por la poesía de Lugones, especial interés ofrece la lectura de su Romancero: comentario mordaz, lleno de ironía y que, incluso, no renuncia a la ridiculización. Por ejemplo, cuando se refiere a las rimas aparatosas y artificiales, así como a las metáforas del mismo corte. Borges, aquí, arremete contra el modernismo crepuscular y hueco, mostrando, a pesar de su agresividad, una indudable lucidez crítica. El lenguaje de esta serie vuelve a ser sofocante e, incluso, de mal gusto en el empleo de algunas expresiones. Así, por ejemplo, escribe «dialogizan» en vez de «dialogan». La misma lucidez y mordacidad emplea al desarmar dos versos de Cervantes en «Ejercicio de análisis» y en «Examen de un soneto de Góngora». A pesar del rigor didáctico de ambos textos, subyace en ellos la irrefrenable afición de Borges por la polémica sofista. El lector intuye que, con la misma habilidad erudita con que Borges puede desbaratar la supuesta solidez de un poema, también sería capaz de defenderlo con parecido poder de convicción. Esta tendencia lúdica del argentino la contempla de modo muy penetrante Ernesto Sábato[5]. Borges nos enseña a leer y a sacudirnos cualquier tipo de distracciones pero, al mismo tiempo, juega con nosotros, dándonos, a veces, a entender que las conclusiones tajantes e inflexibles de poco sirven y que, por tanto, prefiere modelar ante el lector seductoras construcciones de razonamientos antes que implacables verdades, que no dejarían de ser también, en última instancia, ficticias. Y es, precisamente, esto último lo que Sábato reprocha a Borges: la falta de interés de éste para conseguir una verdad desnuda de retórica. Esta verdad desnuda, para Sábato, aparece intermitentemente en la poesía de Borges, no en sus relatos y ensayos. Creo, de todos modos, que el texto titulado La balada de la cárcel de Reading habrá tenido que satisfacer las exigencias de autenticidad del novelista ya que, en este texto, Borges destaca en Óscar Wilde, precisamente, la sencillez sintáctica y métrica, así como la naturalidad expresiva del poema del irlandés. Este poema supone para Borges un modelo de poesía auténtica, a salvo de los adornos y florituras del Wilde simbolista y decadente. Muchos años después, en «Sobre Wilde» (Otras inquisiciones, 1952), insiste en su admiración por el escritor irlandés pero, a mi juicio, el texto primerizo es más hondo que este último, que no pasa de ser una nota, punzante e ingeniosa, de las muchas que Borges escribió en su madurez a modo de prólogos. La balada de la cárcel de Reading es un alegato a favor de la obra más duradera de Wilde y una justificación perspicaz de su conversión personal, que Borges cree reflejada en dicho poema.

Como apunté al comienzo, El tamaño de mi esperanza recoge muchas de las inquietudes temáticas de Borges y sus singulares maneras intelectuales de enfocarlas. Efectivamente, todavía no encontramos aquí su central y reincidente preocupación por el tiempo, pero sí su asombrado gusto por los mundos imaginativos de la teología, aunque aún, en «Historia de los ángeles», Borges no aborde este tema desde su aspecto puramente metafísico. en este texto se hace un recuento profuso de la variedad de ángeles y de su consideración en las distintas religiones y literaturas, desde la hebrea, en que los ángeles son estrellas, hasta fijarse en versos de Jáuregui, Góngora, Lope de Vega, Juan Ramón Jiménez…, pasando por los ángeles cristianos, musulmanes y la Cábala. El ensayo, más que llevar a cabo un desarrollo sesudo del tema, adopta un aire juguetón e, incluso, aflora en él una ligera y tierna ironía. Resulta curiosa la afirmación de Borges de que de tantos engendros surgidos de la imaginación humana (monstruos, tritones…), sólo la figura del ángel pervive aún. Por lo mismos años en que Rafael Alberti componía Sobre los ángeles, el argentino se daba a estas vaporosas cavilaciones, que adelantan su preocupación por temas de tipo teológico. «Historia de los ángeles» es el anverso de un ensayo que publicará más tarde en Discusión (1932), bajo el título de «La duración del Infierno», donde Borges pasa revista a los diversos infiernos que ha imaginado el hombre.

Por todo lo dicho, El tamaño de mi esperanza, a mi entender, no debe aislarse, bajo ninguna excusa, de la trayectoria literaria del genuino lector que fue Jorge Luis Borges, sino que, a partir de esta nueva edición, participa activa y normalmente de las contradicciones y fidelidades que recoge la obra borgiana.

[1] Octavio Paz, «El arquero, la flecha y el blanco (Jorge Luis Borges)», en Convergencias (Barcelona, Seix Barral, 1991).

[2] Op. cit.

[3] Op. cit.

[4] Joseph Brodsky, «Sobre “September 1, 1939” de W. H. Auden», en La canción del péndulo, versión española de Juan Gabriel López Guix (Barcelona, ed. Versal, 1986).

[5] Ernesto Sábato, «Los dos Borges», en El escritor y su fantasma (Círculo de Lectores, Barcelona, 1994).

Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 532 (Madrid, octubre de 1994).