lunes, 22 de abril de 2024

PALABRA DE LECTOR por Francisco José Cruz


«Sobre un período de más de cinco mil años se extiende la historia del libro». Esta afirmación de Svend Hahl, director de la Biblioteca Real de Copenhague a comienzos del siglo pasado y experto en el tema que nos convoca, podría aplicarse casi literalmente a nuestra ciudad: sobre un período de más de cinco mil años se extiende la historia de Carmona. Tan remota coincidencia cronológica bastaría para justificar un evento como este, si no fuera porque nace, quizá, en el momento de mayor apogeo cultural carmonense, al menos de la época moderna. Hoy, respaldados por consolidadas instituciones, proliferan actos de todo tipo. Pero cuando Chari y yo, con el exclusivo patrocinio municipal, fundamos Palimpsesto hace ya treinta y dos años, no existían aún ni la Oficina de Turismo ni la Biblioteca Pública ni la sede de la Universidad Pablo de Olavide, y las pocas actividades que había entonces, por heterogéneas que fueran, se organizaban en la Casa de la Cultura. Soy, pues, un viejo y agradecido testigo de la paulatina transformación externa e interna que, dentro de las lógicas limitaciones y necesarias mejoras, ha tenido Carmona en las tres últimas décadas, de la que es una prueba significativa esta I Feria del Libro, cuyo auténtico sentido solo se lo dará la continuidad en el tiempo.

      Sin desmerecer el cariz de intercambio comercial que conlleva, una feria del libro supone, ante todo –cosa que por la costumbre nos pasa inadvertida–, la periódica celebración del vehículo civilizador más duradero y decisivo hasta nuestros días. Desde la tableta de barro a la electrónica —pasando por el hueso, la concha de tortuga, el papiro, el pergamino, la seda o el papel—, el libro, con sus diversos formatos, nos ha ido separando poco a poco de la horda, la tribu y la masa, hasta hacernos individuos, tan complejos como contradictorios, polémicos e inconformes con la vida. A través de la lectura concentrada, silenciosa y solitaria, ingresamos en un mundo insospechado por la tradición oral, que basada en el ritmo repetido de las estaciones y la memoria común, siempre da vueltas sobre sí misma, al contrario del despliegue en múltiples direcciones de la cultura escrita.

      Este salto cualitativo, sin retorno, de la palabra escuchada a la leída no lo dio la persona ciega, sino en 1825, cuando el francés Louis Braille, con 16 años, ideó el sistema de lectoescritura que lleva su nombre, simplificando al máximo arduos métodos anteriores. A nadie se le escapa que su figura es de capital importancia para la plena integración de quienes carecemos de vista en las sociedades contemporáneas. No en vano, sus restos se encuentran en el Panteón de hombres ilustres de París. Ni siquiera los audiolibros, ahora tan de moda, sustituyen este indispensable invento que pone al ciego en igualdad de condiciones con cualquier lector.

      Vengo de una familia de empresarios y tenderos que, con perseverante esfuerzo, me dio una infancia acomodada, no exenta de caprichos y consentimientos. Mi rama paterna tenía una línea regular de autobuses, aunque mi padre, durante algunos años, montó un negocio de venta de coches usados. Si él hubiera leído poesía, se habría identificado con la admiración del futurista Marinetti por la belleza de los automóviles, que tanto le fascinaban. Mi rama materna regentó en Alcalá del Río, mi pueblo natal, un próspero comercio de tejidos y calzado hasta la llegada de los grandes almacenes capitalinos. El niño que alguna vez fui convirtió los largos tubos de cartón para enrollar metros y metros de tela en ilusorios micrófonos o en armas arrojadizas contra los perros callejeros. Cuando íbamos en verano a la playa de Sanlúcar de Barrameda, cualquier neumático de los autobuses, ya inservible, era entre las olas una enorme e ingobernable barca circular desde donde me lanzaba al agua para volver, no sin trabajo, a subirme en ella. Pero los juguetes por antonomasia de aquel niño temerario fueron los balones de fútbol. Esta reciente cancioncilla, hasta ahora inédita, trata de expresar esos momentos plenos de mi niñez:

CANCIONCILLA DEL BALÓN DE FÚTBOL

Balones de fútbol
llenaron mi infancia
de inocente júbilo.

Balones de fútbol
con que tantas veces
di la vuelta al mundo.

Balones de fútbol,
de goma o de cuero,
más blandos, más duros.

Balones de fútbol,
lisos, de lunares,
casi siempre sucios.

Balones de fútbol,
pinchados, perdidos
para mi disgusto.

Balones de fútbol
botaban, volaban,
según el impulso.

Balones de fútbol,
redondez del tiempo
que olvidó su curso.

Balones de fútbol,
en ellos al niño
encuentra el adulto.

Balones de fútbol
rodaron rodaron
hasta el fin del mundo.

Balones de fútbol,
cuando yo y mi hermano
jugábamos juntos.
 

      En verdad, tanto jugué en la infancia como poco leí. Excepto el tío Enrique, hermano de mi madre, casi nadie leía en mi familia. Empedernido lector de filosofía e historia, mi tío fue un hombre culto, modesto, de cariñoso y delicado trato, con quien, desde adolescente, conversé mucho. Recuerdo haber leído algunos libros con él, entre ellos, Las nubes de Aristófanes, detrás del mostrador de su mercería, mientras yo deseaba que no apareciera ningún cliente para no interrumpir la lectura.

      Crecí, pues, rodeado de mimos, no de libros, pese a lo cual, mis padres nunca descuidaron mi educación. Por ello, a los seis o siete años, en contra de mi voluntad, no tuvieron más remedio que internarme en el colegio de ciegos San Luis Gonzaga de Sevilla, donde me costó Dios y ayuda adaptarme. Me pasé casi toda la primaria, incapaz de atender a nada, solo a la espera de que llegara el fin de semana para volver a casa y salir de aquel agobiante cautiverio que de lunes a viernes me asfixiaba. Esta especie de parálisis trajo como consecuencia un deficiente rendimiento escolar durante algunos cursos hasta que, casi por arte de magia, ya al borde de la pubertad, algo se desatascó en mi interior y empezó a fluir una corriente impetuosa de interés en todo, alimentada por jóvenes maestros y algunos compañeros de estudio, atraídos por la cultura. En este ambiente, evoco a don Antonio Alves, nuestro profesor de mecanografía convencional –no en braille–, que no tardó en darse cuenta de mi incorregible torpeza manual y, librándome de la tortura de la máquina de escribir, me llevaba a su mesa para leerme, con su voz grave, cálida y pausada, sugestivos artículos de periódicos, mientras los demás tecleaban rítmicamente sus olivettis. De esta manera tan generosa, al tocar mis fibras más sensibles, me hizo sentirme útil en sus clases y me subió la autoestima. El señor Alves, como le decíamos, ejercía también de bibliotecario y, a veces, cómplice de mi ansiedad lectora, me pasaba algunos libros prohibidos entonces para los alumnos, como la escabrosa historia de La familia de Pascual Duarte de Camilo José Cela, que yo leía a escondidas por las noches en mi cama hasta que me descubrieron. Desde aquellos excitantes días, la discusión, la curiosidad y el hambre de saber no han dejado de llevarme en volandas. A mis 60 años tiendo a creer que aquella explosiva mezcla de angustia y entusiasmo, incubada en el colegio, ha hecho hoy de mí un lector y un poeta.

      El resorte que, como una iluminación súbita, me despertó al verso, a partir del cual intuí que podía desentrañar el sentido de un poema, fue el comentario de texto a un soneto de Miguel Hernández, donde la metáfora del rayo que no cesa representa el dolor. A estas alturas de mi vida, dudo mucho de la eficacia de las campañas de promoción de la lectura si no van unidas a una sólida formación humanista, capaz de dotar a los alumnos de las herramientas adecuadas para relacionar las obras entre sí e interpretarlas en su contexto, sin perversiones ideológicas. Al margen de estériles estadísticas, el arte de la lectura, comparado con otras actividades menos exigentes, siempre será minoritario. Lo que garantiza la salud espiritual de una época no es su cantidad de lectores, sino la calidad de los mismos. Lo grave sería que ellos desaparecieran. Mientras unos pocos no se aburran de prestar atención a unas páginas bien escritas, hasta los que no leen se beneficiarán de quienes entregan su tiempo a la lectura. Es ella, por cierto, gracias a su activa concentración y a su acompasado ritmo meditativo, la base del conocimiento estético, ético e incluso científico.

      El paso de la escuela primaria al instituto de bachillerato Miguel de Mañara, en San José de la Rinconada, me puso en las manos las Odas elementales de Pablo Neruda. Su sencillez y libertad creadora me impulsaron a escribir sobre cualquier cosa de la vida diaria, tuviera o no prestigio literario. Siento que la frecuente presencia de objetos en mis versos, aunque ajenos a la audacia metafórica nerudiana, nace en las Odas. Tras ellas, me zambullí de lleno en el surrealismo de Vicente Aleixandre, cuyas poderosas imágenes me autorizaban a desentenderme, sin sujeción a ley alguna, de la realidad inmediata. Para mí, la única válida era la imaginada en el poema. Mi primer libro, Prehistoria de los ángeles, publicado a mis 22 años, está empapado de los flujos irracionales del autor sevillano. Hoy, al cabo de tanto tiempo y tantas lecturas, me resulta increíble mi juvenil interés por la escritura inconsciente, pues me siento muy lejos de ella.

      Pero en medio de los muchos e indecisos tanteos, entre decepciones y hallazgos, permanece inmutable en mí, desde que me lo aprendí de memoria en la adolescencia, el insuperable soneto trunco de Rubén Darío, «Lo fatal», cuyo demoledor pesimismo, con su despojada precisión, ha marcado mi concepto del mundo y, por ende, los derroteros de mi poesía:

Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,

¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!...

      Por la misma época, la delicada nostalgia de «El viaje definitivo», poema polícromo, polimétrico y monorrimo de Juan Ramón Jiménez, me dio muy pronto, antes que mis propias vivencias personales, conciencia del paso del tiempo:

…Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará nostáljico…

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…
Y se quedarán los pájaros cantando.

      Estos dos poemas, hijos de la ignorancia y fugacidad, me enseñaron cómo el dolor, mediante la belleza, se transforma en placer. Por esta razón, el arte en general nos alivia del peso de la existencia, al enriquecerla. A diferencia del erotismo, con el que comparte algo de su refinada intensidad, el placer de la lectura demanda –a cambio de ser más duradero– esfuerzo, hábito y conocimiento suficiente de los recursos técnicos para ir más allá del plano semántico y paladear a fondo, en todos sus niveles expresivos, cualquier pieza artística. Esta suerte de complejidad, en la que tantos elementos intervienen de manera simultánea con el fin de alcanzar un completo deleite, distingue esta lectura de otras meramente lúdicas. Creo, además, que el lector de poesía, debido al manejo de ciertas claves específicas, inexistentes o no habituales en otros géneros, aventaja al lector de prosa en el afinamiento de la sensibilidad comprensiva. Prueba de ello es que muchos lectores de ensayo o narrativa no se sienten capaces de leer poemas. En cambio, es muy raro el lector de versos que no lo sea también de prosa.

      En mi ya dilatada trayectoria, me han guiado poetas y novelistas de muy distintos estilos y visiones, los cuales, en mayor o menor medida, han reforzado mi búsqueda formal y temática. Reconozco mi impagable deuda con el lirismo narrativo del Romancero, la turbadora desnudez de algunas coplas flamencas, la honda elegancia asonantada de Gustavo Adolfo Bécquer, la calma meditativa de Antonio Machado, la ausencia de fronteras espacio-temporales en Eugenio Montejo, la sutil ambigüedad onírica de Pedro Lastra, la amalgama de elementos actuales y anacrónicos dentro de la simetría estrófica en Carlos Germán Belli, la versátil transparencia imaginativa de Óscar Hahn, los expresivos silencios de José Manuel Arango, las inquietantes perplejidades de Wislawa Szymborska o las estructuras totalizadoras en las novelas y ensayos de Mario Vargas Llosa. Pero, más allá de autores determinados u obras completas, son situaciones, personajes y poemas sueltos los que, a la chita callando, me han acompañado siempre. En este sentido, me conmueven Don Quijote –ya Alonso Quijano– en su lecho de muerte, mientras su fiel Sancho, con lágrimas en los ojos, le ruega que no se muera; el simio kafkiano de «Informe para una academia», explicando a un grupo de científicos su asombroso proceso humano; o Peter Kien, el delirante sinólogo de Elias Canetti, protagonista de su novela Auto de fe, llevando dentro de su cabeza los miles de volúmenes de su biblioteca. Tampoco puedo olvidarme de la «Canción 8» de Rafael Alberti, tantas veces recitada a coro con Chari y nuestra hija Alicia, cuando era pequeña. Su dinamismo de espacios superpuestos, efectos aliterativos y repeticiones potencian al máximo su significado. Compuesta en el exilio argentino, frente al río Paraná, su extraordinaria plasticidad nos retrotrae a la casa gaditana del poeta:

Hoy las nubes me trajeron,
volando, el mapa de España.
¡Qué pequeño sobre el río,
y qué grande sobre el pasto
la sombra que proyectaba!

Se le llenó de caballos
la sombra que proyectaba.
Yo, a caballo, por su sombra
busqué mi pueblo y mi casa.

Entré en el patio que un día
fuera una fuente con agua.
Aunque no estaba la fuente,
la fuente siempre sonaba.
Y el agua que no corría
volvió para darme agua.

      Cuando ya, en mi primera juventud, las tareas literarias me absorbieron casi por entero, alternaba la lectura en braille con la que amigos o familiares me brindaban, tal era mi deseo de estar al tanto de las últimas novedades no transcritas al sistema de puntos. Esta doble experiencia de lector, la solitaria y la acompañada, la directa o indirecta, por decirlo así, amén de agudizar mis reflejos perceptivos, me ha demostrado, después de tantos años, que oír un texto sin conocer el braille no es lo mismo que conociéndolo. En el primer caso, estaríamos aún en el terreno de la oralidad; en el segundo, en el de la tradición escrita, pues mientras oímos el texto, en cierto modo lo vemos reproducido en nuestra mente. Quién sabe si mi costumbre de leer a media voz cada vez que lo hago solo, me viene de esta práctica compartida, como si le leyera –en palabras de Juan Ramón– a «este / que va a mi lado sin yo verlo». He tenido, pues, la fortuna, en todas las etapas de mi vida, de contar con personas que, en este sentido, han facilitado mi vocación poética, entre ellas mi madre, quien, sin ser aficionada a la lectura, me leyó cuanto necesitaba el febril adolescente que yo era. Su abnegación me ha infundido una responsabilidad y una exigencia absolutas en el ejercicio de la poesía.

      Pero hasta que no conocí a Chari, no descubrí mi visión de las cosas ni mi manera de expresarlas. Sin sus fundamentales observaciones, sugerencias e ideas, yo no sería el poeta que soy. Su precocidad lectora me ha abierto puertas –o sea, libros– a las que yo no hubiera llamado nunca. Juntos hemos creado un mundo propio, al servicio de la poesía, la nuestra y la de los demás. De ahí la importancia decisiva de Palimpsesto en mi madurez de poeta y de lector. Tal vez el siguiente romance, incluido en mi libro Un vago escalofrío, donde evoco nuestro amoroso encuentro en Sanlúcar de Barrameda, dé al menos una idea aproximada del grado de compenetración o, mejor, de íntima simbiosis que Chari y yo hemos alcanzado como pareja de lectores:

DESDE ENTONCES

Como leemos juntos
desde hace tanto tiempo,
ya tu voz son mis ojos
y al oírte hasta veo
los espacios en blanco
y la pausa final de cada verso.

Así, de línea en línea,
como en lúcido sueño,
nos fundimos en uno
durante todo el texto
hasta oírme en tu voz
y tú callarte en mi absorto silencio.

Una noche de agosto,
frente al mar sanluqueño,
sacaste de tu bolso
un librito de versos
de Juan Ramón Jiménez,
cuyas hojas aún las mueve el viento.

Me leíste –leímos–
un rato en el paseo
marítimo. Esa noche
la carne se hizo verbo
o el verbo se hizo carne
y desde entonces vivimos completos.

_______
"Palabra de lector" es la versión ampliada y corregida del pregón que dio Francisco José Cruz en la I Feria del Libro de Carmona, el 21 de mayo de 2022, publicada en Sibila, revista de Arte, Música y Literatura n.º 69 (Sevilla, enero de 2023).