miércoles, 4 de diciembre de 2019

PALIMPSESTO 34. Lectura de José Pérez Olivares


VÍDEO
©Televisión Carmona

PALIMPSESTO 34

Con el nº 34, Palimpsesto cumple 29 años de existencia, y, en estas casi tres décadas de ininterrumpida singladura, se nos han ido ya para siempre algunos poetas con quienes Chari y yo mantuvimos una estrecha relación personal y cuyas singulares obras aumentaron, sin duda, el crédito y la calidad de la revista. Es el caso del guatemalteco Humberto Ak’abal, quien de la noche a la mañana nos ha dejado hace solo diez meses. En su pertenencia a la etnia maya, sofocada durante siglos, y en su compromiso con ella, radican tanto las enormes dificultades de su vida como la razón de ser de su poesía, escrita en k’iche’, su lengua materna, y autotraducida al español. Poeta de la memoria ancestral y del instante vivido, en su figura irrepetible se reconcilian la América precolombina y la actual. Muchos tendrán presente aún las memorables lecturas que dio en la Biblioteca Pública de Carmona en 2001 y en 2008. Conste, pues, nuestro rendido reconocimiento con este poema suyo:

De vez en cuando
camino al revés:
es mi modo de recordar.

Si caminara solo hacia delante,
te podría contar
cómo es el olvido.

      A estas entrañables y dolorosas pérdidas de Palimpsesto, las envuelve, digámoslo así, la benéfica sombra de Antonio Machado, de quien este año se conmemora el ochenta aniversario de su muerte. Ante la perentoria necesidad que sentimos hoy de modelos éticos y estéticos que reanimen nuestra alicaída confianza en el ser humano –desorientado como pocas veces en su historia–, dejarnos llevar por el ejemplo de don Antonio en esta grave coyuntura del mundo es, al menos, un consuelo auténtico. En su indispensable figura, vida y obra, conducta y pensamiento íntimamente se corresponden. Sin ir más lejos, a lo largo de su intachable trayectoria, su equilibrado sentido de las formas poéticas –tan dúctiles como serenas, tan fieles a una tradición como a sus propias intuiciones expresivas– reflejan ya el humanismo de su filosofía antidogmática, asumiendo en ella las irreductibles contradicciones del hombre. De ahí la reiterada apelación de sus versos y prosas al diálogo con el otro que somos y con los otros, hasta que atender y entender sean verbos casi sinónimos:

No es el yo fundamental
eso que busca el poeta,
sino el tú esencial.

      El nº 34 de Palimpsesto se abre con una reveladora entrevista al poeta y narrador Elkin Restrepo, en la que, entre otras cuestiones personales y literarias, se refiere a su temprana vocación artística, a las diferencias y confluencias entre un poema y un relato a la hora de abordar uno u otro, al paso del tiempo en relación con el erotismo y la belleza física, al influjo del cine en su escritura y, en definitiva, a la extrañeza de todo ante el misterio del mundo. Además, incluimos de este maestro de las letras colombianas unos poemas inéditos y un texto sobre el cuento.
      Para celebrar el V Centenario de la Primera Vuelta al Mundo, gesta sin precedentes hasta entonces, planeada e iniciada por Fernando de Magallanes –verdadero artífice de la misma– y culminada por Juan Sebastián Elcano, cerramos el número con un extenso y minucioso ensayo del chileno Christian Formoso sobre las interpretaciones que algunos poetas de las colonias de Ultramar y la premio Nobel Gabriela Mistral hicieron del estrecho de Magallanes, según la visión que a su paso dio del mismo Antonio Pigafetta en su diario de la Circunnavegación.
      Entre estos dos bloques principales, publicamos poemas de Alicia García Bergua, Fabio Morábito, Odi Gonzales, Mercedes Escolano, Mario Meléndez, Adán Brand y Tamym, poetas de generaciones, países y estilos muy diversos que, según los casos, se encuentran en plena madurez creadora o en prometedor camino hacia ella.
      Las imágenes que ilustran este número –muchas de ellas casi desconocidas por estos lares, como la del parque nacional de Texas, Big Bend, cuyo paisaje semiárido aparece en la portada–, cedidas altruistamente por el pintor Juan Lacomba, pertenecen al artista carmonense José Arpa, quien desarrolló su rica obra pictórica entre el último tercio del siglo XIX y la primera mitad del XX. Él fue en su época, como Palimpsesto en la nuestra, un vínculo estético entre Carmona y América, no en vano vivió en México y en Texas muchos años, durante los cuales descubrió y ejecutó esos magistrales paisajes impresionistas al aire libre, distintivos de lo mejor de su obra, gracias a los matices lumínicos, la hipersensible gama de colores, los encuadres insólitos, al modo fotográfico, y los bajos horizontes. Quizá sea ya hora, a los casi setenta años de su muerte, que Carmona, en pleno auge turístico y cultural, se plantee crear en serio un museo dedicado a la figura de José Arpa, quien supo mantenerse al margen de las alharacas vanguardistas para entregarse a su propia búsqueda.
      En la colección Palimpsesto publicamos Un niño mira el mar, primera antología aparecida en España del costarricense Rodolfo Dada, en cuyos versos, la bullente vida del trópico, tanto marina como selvática, muy lejos de la típica postal paradisíaca, está sometida a continuas metamorfosis que nuestro poeta expresa con una gran belleza lírica, tierna, leve y escurridiza a la vez. En la obra de Dada, la poesía infantil posee la misma importancia estética que la escrita para adulto. De ahí que en esta selección esté también por derecho propio suficientemente representada.


JOSÉ PÉREZ OLIVARES, 
ENTRE LA HISTORIA Y EL ARTE

En 1997 obtuve, con mi libro Maneras de vivir, el I Premio Renacimiento de Poesía y al año siguiente se lo concedieron a José Pérez Olivares por Háblame de las ciudades perdidas. Aún recuerdo la extraña satisfacción que sentí en mi fuero interno al enterarme de la noticia, pues, de algún modo, el hecho de que se lo dieran a un poeta tan apreciado por mí, reforzaba mi autoestima y, por ende, los posibles méritos de mi libro.
      Pese a los muchos años que nos conocemos, no guardo, a decir verdad, un trato entrañable con este cubano afincado en Sevilla desde 2003. Sabemos poco uno del otro, pero las veces en que hemos coincidido en eventos literarios o le he solicitado colaboración para Palimpsesto y otras revistas, ha fluido siempre entre nosotros una fresca corriente de empatía.
      Mi vieja admiración por su escritura se remonta a 1992, cuando leí Examen del guerrero, libro de plena madurez creadora que, desde su mismo título, nos muestra sus indagaciones formales y temáticas, como la identidad, la guerra y, en definitiva, el destino humano. En él aparece un poema que, sin menoscabo de los demás, no ha dejado de acompañarme. Se trata del titulado «La torre», por cuya infinita escalera de mármol que traspasa las nubes, el poeta se ve subiendo peldaño a peldaño, con sus crecientes peligros y dificultades, perseguido por sus hijos y precedido por sus padres, a los cuales ha perdido ya de vista y oye cada vez más lejos. La composición, de gran poder simbólico, dibuja con insólita belleza el sigiloso e implacable paso del tiempo. Este vigor plástico, de trazos tan sugerentes como precisos, impregna toda la obra de Pérez Olivares, por la que pasan reyes, bufones, putas o ángeles, en una suerte de dramático esperpento que nos revela lo mejor y lo peor del hombre. Así, extravíos y delirios conviven con la compasión o el desamparo, hasta llegar a las más recónditas y contradictorias emociones. Por esto, según este verso suyo, «escribir es tocar a plenitud el lado oscuro de las cosas».
      Mediante el tono conversacional, apoyado en un aquilatado verso de ritmo prosódico, distante del metro clásico, esta poesía recurre con frecuencia al monólogo interior para, dándole la voz, ponerse en el sitio de un sátrapa o un santo. De ahí la extraordinaria amplitud de miras de Pérez Olivares, cuyo afán abarcador nos remite a todas las épocas de la historia, a veces incluso en un solo poema, como ocurre en «Discurso del sobreviviente», donde en un audaz alarde imaginativo, una sola voz nos cuenta su arduo periplo de miles de años hasta llegar al siglo XX.
      En este orden de cosas, no es extraño que el arte proporcione a nuestro poeta –que además es pintor– imágenes personajes y motivos como argumento de sus poemas, no para evadirse de la realidad inmediata, sino para interpretarla y, a su vez, ampliarla como parte de la misma, porque, según él, «las fronteras del arte no conocen edicto, es el único país donde todo es posible».
Juan Ávila (alcalde de Carmona), Fran Cruz, Chari Acal, José Pérez Olivares y Ramón Gavira (concejal de Cutura)
Con el Club de Lectura de la Biblioteca Municipal
Celebrando en el restaurante del Museo de la Ciudad con unos amigos, fieles lectores de Palimpsesto, la noche de José Pérez Olivares.

Aula Maese Rodrigo, Carmona, 29 de noviembre de 2019 






lunes, 14 de octubre de 2019

PALIMPSESTO, REVISTA DE CREACIÓN por Francisco José Cruz

Solía repetir el gran poeta venezolano Eugenio Montejo que la poesía es muy anterior al alfabeto y posiblemente lo sobreviva. Esta consoladora idea nos remite a la noche de los tiempos –cuando el fuego y el canto defendían al hombre del miedo a las fieras y a la oscuridad– y nos recuerda que si el arte del verso ha subsistido hasta hoy, pese a tantas convulsiones históricas y concepciones del mundo, debe ser por algo que nos afecta de manera radical, al punto de constituirnos como especie, aunque hayan sido siempre pocos los encargados de pasar de mano en mano, de siglo en siglo, la vela de la poesía y mantenerla encendida para alumbrar nuestras recónditas emociones.
      La grata oportunidad que se me brinda de hablar de Palimpsesto, mi aventura literaria más larga y sostenida en el tiempo si exceptuamos la de mis propios versos, me anima a desandar por unos momentos el camino para comprobar a la distancia, con mayor claridad, que quizá no haya sido tan azaroso el recorrido hasta llegar aquí ante ustedes. Me remonto, pues, a ese ambiguo periodo entre la adolescencia y la incipiente juventud en el que el ímpetu y el entusiasmo a flor de piel van definiendo a trancas y barrancas nuestras más íntimas aficiones. Pensándolo bien, mi trato con la poesía, como el de otros muchos aspirantes a poetas, ha estado desde muy temprano unido al deseo de hacer públicos mis escritos con la urgente inconsciencia de quien comienza en estas lides. Ya en el instituto Miguel de Mañara de San José de la Rinconada, donde cursé BUP, el bachillerato de entonces, dirigidos por Fernando Soler, joven profesor de Lengua, muy receptivo a las inquietudes culturales de los alumnos, unos compañeros y yo fundamos La Reoca, hojilla fotocopiada, escrita por delante y por detrás, en la que, como su mismo nombre indica, publicamos textos sorprendentes e incluso incomprensibles de toda índole, desde informativos sobre las clases, críticos con los profesores hasta puramente creativos, absurdos e irracionales a veces. Acorde con el atrevido espíritu experimental de esta especie de revoltijo variopinto que fue La Reoca, la disposición de las colaboraciones era caprichosa, de manera que, para leerlas, había que voltear de continuo la hojilla. En ella, anticipándome al clima de mi primer libro, imbuido por el surrealismo de Vicente Aleixandre, aparecieron unos cuantos poemitas míos y greguerías como esta: «Universo: estrofa de un solo verso», en la que reconozco hoy, por debajo de su guiño humorístico, el remoto germen de mi central interés posterior por las formas cerradas, tan frecuentes en mis obras de madurez.
      Metido de lleno en los años juveniles, en esa fértil efervescencia de las asiduas relaciones con colegas de mi generación, propicia a los intercambios y descubrimientos mutuos de autores que irían guiando mis gustos y tentativas menos ingenuas en pos de un estilo propio, formé parte del consejo editorial de Ritmo de viento (1986-1989), revista editada en Utrera bajo los eficaces oficios de mi viejo y entrañable amigo José María Sousa, hoy avezado técnico de Cultura en el Ayuntamiento de la capital hispalense. En sus páginas, se entreveraban la poesía, la narrativa y la pintura más actuales y, aunque alcanzó solo cuatro números ―uno de los cuales presentamos en el Salón de los Presos de la Puerta de Sevilla―, mi participación en Ritmo de viento me dio la experiencia suficiente para fundar, con mayor conocimiento de causa, Palimpsesto, cuando Chari y yo éramos aún novios y mis búsquedas de lector estaban cada vez más orientadas hacia ámbitos poéticos poco trillados por estos lares. Mi prioridad con Palimpsesto, a diferencia de las anteriores iniciativas juveniles, no consistía en dar a conocer mis composiciones, sino las de aquellos maestros de aquí y de allá que fueran capaces de enriquecer mi mundo interior. Así pues, el constante desvelo por descubrir poetas para Palimpsesto durante veintisiete años –la mitad de mi vida–, ha repercutido decisivamente en mi madurez de poeta hasta forjarme, dentro de lo que cabe, unos tonos y temas personales. Además, el nombre de Palimpsesto revelaba ya mi aguda conciencia de la tradición literaria, sin la cual es imposible escribir algo válido. En este orden de cosas, el acto de escribir sobre superpuestas capas de textos borrados, como hacían los antiguos, se convierte en símbolo principal de la creación misma y, por ende, de la pentamilenaria historia carmonense, forjada por las sucesivas culturas, que han dejado sus huellas en estos alcores.
      No es frecuente que un ayuntamiento de una ciudad pequeña, sin bagaje editorial, como es el caso de Carmona, acepte, de buenas a primeras, la propuesta de publicar una revista dedicada solo a la poesía, si tenemos en cuenta el general temor a las expresiones minoritarias y la escasa o nula rentabilidad política de las mismas. Además, dicha propuesta planteaba atender casi por completo a la creación foránea. Recuerdo que cuando salió el primer número, en la primavera de 1990, aún no estaban abiertas ni la Biblioteca ni la Oficina de Turismo y que nuestra revista era la única publicación periódica bajo los auspicios del Ayuntamiento, como lo es hoy, aunque, a diferencia de entonces, Carmona ofrece ahora una variada oferta cultural a la altura de sus consolidadas instituciones.
      Movido por el escaso estímulo que, salvo excepciones, me daba la poesía española de mi juventud, fundé la revista y colección de libros Palimpsesto junto a Chari Acal, mi mujer, y Agustín María García López, quien abandonó el proyecto en los primeros años. Sentíamos que Palimpsesto debía dedicar casi todas sus páginas a la creación poética, no a la crítica que, con demasiada frecuencia, aporta muy poco, cohíbe nuestro trato directo con los poemas y condiciona su disfrute. Otras cosas son el ensayo –esa tentativa de transmitir el gusto por algo sin estar al servicio de la novedad pasajera– y, sobre todo, la entrevista –que nos acerca aún más al hombre y su obra–. Nos interesaba íntimamente la poesía hispanoamericana, casi desconocida por entonces en España. Nuestra intención ha sido, desde el primer momento, dar número a número una idea aproximada y coherente de la de cada país hispanohablante, hasta comprobar que cada uno ha desarrollado, a partir de un tronco común, sus propias ramificaciones creadoras. Así pues, este interés principal por Hispanoamérica viene de la conciencia de que, tras quinientos años del Descubrimiento, el noventa por ciento de la poesía en nuestro idioma se compone allende los mares, dato que nos impide radicalmente desentendernos del nuevo continente si deseamos mantener viva nuestra tradición.
      Sin dejarnos llevar por prejuicios, modas o tendencias estéticas determinadas, Palimpsesto presta también oídos a poetas de muy diversas lenguas, desde el idish –a punto de desaparecer– al coreano, pasando por el griego antiguo y moderno, árabe, francés, inglés, irlandés, alemán, portugués, checo, rumano, húngaro, polaco, ruso, italiano, japonés, chino, mapuche o el maya k’iche’. Para garantizar la calidad de lo traducido y evitar el mero exotismo, nos pusimos siempre en manos de traductores expertos en la tradición poética de tal o cual idioma y de los que ya hubiéramos leído algún trabajo anterior.
      Puestas así las cosas, Palimpsesto no es una revista de escuela o grupo. Pero tampoco pretende constituirse en una especie de cajón de sastre donde quepa todo sin exigencia alguna. Su espíritu, por tanto, depende del rigor y de la amplitud de miras que, como lectores, mantengamos quienes la dirigimos. Una revista encuentra su razón de ser en referencia a las que comparten con ella el mundo literario, ocupando ese hueco que las otras dejan libre.
      Cada número de Palimpsesto va acompañado de un libro de poesía, que ofrece una muestra representativa de un poeta de dilatada trayectoria –normalmente de Hispanoamérica–, cuyo trabajo no ha sido recogido por las editoriales españolas. De este modo, nuestra revista, pues, va creando su propia colección de poesía.
      Su periodicidad, al principio semestral, es anual desde 1996. Dicho cambio en el ritmo de salida se debió a la conveniencia de aumentar sus páginas y a las mejoras formales que requirieron un nuevo diseño, a cargo de Carmen Herrera, el cual, al darle sus características más duraderas, hace verdaderamente reconocible la revista. Entre sus elementos visuales, caben destacar una de las monedas romanas acuñadas en Carmona, insertada en la O del logotipo de Palimpsesto y el elefante de la tumba-santuario de la Necrópolis, tosca escultura de piedra caliza, venerada en el siglo I antes de Cristo, dentro de un culto de origen africano, tan marginal en la sociedad de su época como en la nuestra lo es la poesía. Cada número se ilustra con la obra de un solo artista de consumada maestría, antiguo o moderno, cuyas imágenes salpican sus páginas a modo de oasis contemplativo, con idea de aumentar el placer estético del conjunto. En contadas ocasiones, de acuerdo con nuestra diseñadora, creadora también de muchas portadas de los libros de nuestra colección y siempre abierta a cualquier sugerencia, hemos optado por ilustraciones antológicas, pertenecientes a épocas y autores diversos en torno a un tema determinado, como, por ejemplo, imágenes de Carmona en el vigésimo aniversario de la revista o del mutuo influjo entre España y América en los distintos campos de las Bellas Artes para celebrar sus veinticinco años de existencia.
      Esta labor editorial, quedaría gravemente incompleta si no pudiéramos dotar a la revista de los imprescindibles mecanismos de distribución, aspecto este que suelen descuidar las instituciones públicas. De hecho, hasta que la Biblioteca Municipal José María Requena no se hizo cargo de las gestiones administrativas, no se distribuyó con la regularidad y amplitud necesarias, según la creciente repercusión que ha ido adquiriendo Palimpsesto. Gracias a la sensible empatía de su directora, Mª Ángeles Piñero, y todo su equipo con la revista, los ejemplares, amén de las librerías especializadas, llegan a instituciones culturales de medio mundo, con las que se mantiene un fecundo intercambio, al punto de nutrir un altísimo porcentaje de los fondos bibliográficos que al cabo del año recibe la Biblioteca. Se trata, en muchos casos, de libros y revistas de muy diversas materias, difícilmente accesibles por otra vía. Mediante una abarcadora red de direcciones, que entre todos elaboramos, Palimpsesto se difunde cada vez mejor, sorteando así, en cierta medida, la falta de una distribuidora profesional, la cual, dicho sea de paso, no garantizaría tampoco que nuestra publicación estuviera en los sitios idóneos. Por extraño que parezca a quienes están fuera del mundo de la poesía, este modo de proceder es el natural resultado del espíritu que anima la creatividad humana desde sus orígenes.
      Complementario a la proyección internacional de Palimpsesto y, por ende, de nuestra ciudad en el ámbito literario, es su conocimiento local. Para ello, gracias también al generoso apoyo de la Universidad Pablo de Olavide en Carmona, la presentación de cada número con lecturas de poetas relevantes de la lengua ha contribuido, sin duda, a la aceptación general de la revista y a la rica historia cultural de la ciudad. Cómo no mencionar al respecto los memorables recitales que, en emblemáticos espacios carmonenses, han dado entre otros, Eugenio Montejo, Pedro Lastra, Humberto Ak’abal, Manuel Díaz Martínez, Carlos Germán Belli, Óscar Hahn o Félix Grande.
     Es propósito de la revista Palimpsesto, en estos últimos años, aprovechar los actos de presentación para, según nos enseñaron el espíritu romántico y, sobre todo, ciertos movimientos experimentales de comienzos del siglo XX, descubrir qué hay de poesía en otras manifestaciones artísticas y, en diálogo con ellas, prolongar la dimensión poética más allá del poema mismo. Pocos autores más idóneos para ello que Jean Cocteau, cuyo inconformismo creativo lo llevó a todos los géneros literarios, al cine, a las artes plásticas e incluso al ballet, colaborando además, imbuido de las efervescencias vanguardistas de su época, con pintores, músicos y bailarines como Picasso, Stravinsky o Diáguilev. Jean Cocteau consideraba que todo su mundo estético gira en torno a su abarcadora concepción de la poesía, que irriga también La voz humana, el más conocido de sus cuatro monólogos, que interpretó, en una singular versión masculina, el actor sevillano Antonio Dechent en el Teatro Cerezo con motivo de la presentación del nº 29 de nuestra revista. En aras de este mismo espíritu integrador, el músico Amancio Prada ―cuya trayectoria guarda una indeleble fidelidad a la poesía de todos los tiempos― ha actuado dos veces en nuestra ciudad así como la agrupación de música antigua Accademia del Piacere junto al cantaor flamenco Arcángel en su espectáculo Las idas y las vueltas, con un repertorio de canciones de ambas orillas del Atlántico que se ajusta como anillo al dedo a la intención primordial de Palimpsesto.
      La vida de las revistas literarias suele ser muy corta, ya por falta de sustento económico, por desavenencias entre sus miembros o por ponerse al servicio de movimientos o escuelas que pronto se agotan. Esta fugacidad, sin embargo, contrasta con la constante proliferación de nuevas revistas. Sin este fenómeno editorial, no se entendería cabalmente la compleja historia de la poesía contemporánea: una revista, por modesta que sea, hecha con el debido rigor, favorece el diálogo entre poetas de diversos países, generaciones e idiomas, en aras a la imprescindible continuidad del legado poético y, por ende, de la memoria escrita de tantos autores olvidados. Si algo en la vida social requiere constancia y tiempo es la cultura (esa que no se deja llevar por la moda, la improvisación, la renta inmediata, ni se confunde con el espectáculo de masas) y, dentro de la cultura, la difusión de la poesía. Solo la paciente continuidad seguirá dando a esta aventura estética verdadero sentido y carácter propio.
      José Moreno Villa, exiliado en México, anotó en sus memorias, a mediados del siglo XX que «el pasarlo bien es una forma moderna de la enfermedad». Esta sorprendente idea, más propia en principio de un masoquista apocalíptico que de un poeta atento a su época, lejos de perder vigencia, refleja con exactitud nuestra disposición actual ante todos los órdenes, incluido el de la cultura. Una especie de contagiosa pereza intelectual o autocomplacencia acomodaticia nos ha ido convenciendo de que lo divertido es un ingrediente básico de cualquier actividad estética, sin el cual esta no merece la pena ser llevada a cabo. El entretenimiento, por sí solo, se considera hoy un elemento de juicio tan favorable que puede justificar, por encima de otros aspectos, un producto mediocre. Como consecuencia de ello, las líneas divisorias de ciertas escalas de valores se borran y, en esta suerte de cajón de sastre, todo acaba teniendo la misma importancia.
      La poesía, como las demás artes, ni mucho menos escapa a esta confusión, donde la falta de criterios hace del éxito de público o de ventas nuestra única vara de medir. Ante este desconcertante panorama, en el que las minorías corren el permanente riesgo de ser menospreciada, cómo no agradecer una vez más la sostenida confianza del Ayuntamiento de Carmona en Palimpsesto, que dura ya veintisiete años, y que nos obliga a vigilar siempre nuestro nivel de exigencia.

FRANCISCO JOSÉ CRUZ

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Texto leído en el XI Congreso de Historia de Carmona, el 29 de septiembre de 2017 y publicado en La imagen de Carmona a través de la historia, la literatura y el arte (edición de Manuel González Jiménez y Antonio Caballo Rufino, Ayuntamiento de Carmona-Universidad de Sevilla, 2019)

jueves, 15 de agosto de 2019

VIII Velada de vino y versos


El 9 de agosto de 2019, ante la portada gótica de la iglesia de Santa María de Requena, cuya plaza estaba abarrotada de público, se celebró la VIII Velada de Vino y versos, dirigida y presentada de manera impecable por Juan Vicente Piqueras. En el acto se rindió un emotivo homenaje a los poetas, recientemente fallecidos, Francisca Aguirre y Antonio Cabrera. Participaron las portuguesas Filipa Leal y Mafalda Veige, junto a los españoles David Leo García, Juan Carlos Mestre y Francisco José Cruz, quien recitó sus poemas de memoria. El ambiente, el entorno, el trato y la consideración a la poesía fueron tan cálidos y estimulantes como exquisitos.
El poeta Juan Vicente Piqueras, director de la Velada, abre el acto   ©Ayuntamiento de Requena 

                                             Juan Vicente Piqueras     ©Chari Acal

                                                                                  ©Ayuntamiento de Requena 
La mujer y la hija del poeta Antonio Cabrera leen sendos poemas de este en su memoria ©Chari Acal  
La poeta portuguesa Filipa Leal. Traduce sus poemas Juan Vicente Piqueras 
©Ayuntamiento de Requena 

Fran Cruz con David Leo García     ©Chari Acal  
David Leo García   ©Ayuntamiento de Requena 
 ©Ayuntamiento de Requena 
Francisco José Cruz             ©Ayuntamiento de Requena 

"No te quites la máscara"
"En el tren"
"No llames a la puerta"
 ©Laura Rosal
Juan Carlos Mestre                 ©Chari Acal 
 ©Ayuntamiento de Requena 
Mafalda Veige          ©Chari Acal 

 ©Ayuntamiento de Requena 
Fran Cruz con Daniel Cabrera       ©Chari Acal 
 ©Laura Rosal
 ©Laura Rosal 


   Requena, 9 de agosto de 2019










lunes, 24 de junio de 2019

Lectura de Pedro Lastra en el III Encuentro Sevilla, Casa de los Poetas

El poeta chileno Pedro Lastra ofreció una lectura de sus poemas el 24 de octubre de 2006 en el III Encuentro Sevilla, Casa de los Poetas,"Fronteras fecundas", dirigido por Francisco José Cruz, bajo los auspicios del Ayuntamiento hispalense, siendo delegado de Cultura Juan Carlos Marset.

viernes, 21 de junio de 2019

Lectura de Pedro Lastra en el I Encuentro Sevilla, Casa de los Poetas

Presentado por la poeta Charo Prados, el poeta chileno Pedro Lastra ofreció una lectura de sus poemas el 25 de febrero de 2005 en el I Encuentro Sevilla, Casa de los Poetas, dirigido por Francisco José Cruz, bajo los auspicios del Ayuntamiento hispalense, siendo delegado de Cultura Juan Carlos Marset.



I Encuentro Sevilla, Casa de los Poetas (25 de febrero de 2005)

lunes, 10 de junio de 2019

UN VAGO ESCALOFRÍO. FRANCISCO JOSÉ CRUZ por Inmaculada Lergo


                                                                                             © Andrea del Zapatero

Para comenzar, haré un brevísimo apunte sobre Francisco José Cruz, aunque muchos de los que estáis aquí lo conocéis ya. Además de poeta, Francisco José Cruz fue codirector de la revista Ritmo de viento (1986-1989);
creador –junto a su pareja Chari Acal– y director de la revista Palimpsesto, auspiciada por el Ayuntamiento de Carmona y que cuenta ya nada menos que con 30 años de trayectoria; también bajo su supervisión y cuidado se ha editado la colección de poemarios de Sibila, y se sigue editando la prestigiosa y hermosísima revista del mismo nombre; fue el fundador, tras una propuesta de Juan Carlos Marset, de la Casa de los Poetas de Sevilla, y su director, durante unos años en los cuales consiguió reunir a reconocidos escritores de ambos lados del Atlántico, en unos encuentros de gran nivel, muy enriquecedores, que desgraciadamente no se han repetido desde entonces. Y tiene en su haber una serie de trabajos como antólogo, prologuista y articulista en el ámbito de la literatura hispanoamericana, que es el que nos unió inicialmente. Y ya centrándonos en la poesía, cuenta con seis poemarios publicados entre 1984 y 2019, así como un par de antologías.
      He de decir, antes de compartir con ustedes mis impresiones sobre este libro que, contrariamente a lo que pudiera pensarse, mi amistad con él y mi admiración por su obra me lo ponen más difícil. Sé que a él le molestaría mucho una apología impostada y poco seria, pero inevitablemente, porque lo siento, he de alabar sus logros, así que ahí procuraré mantener el equilibrio.
      Por forma de entender la poesía y por voluntad propia, la obra de Francisco José Cruz no es muy extensa, teniendo en cuenta que se desarrolla a lo largo de 35 años. ¿Cuáles son las razones? Podríamos decir que Francisco José Cruz no se siente por encima de la Poesía, ni un iluminado por ella, ni quiere «utilizarla», servirse de ella; la respeta sobremanera y la ama, y ese amor y ese respeto lo han llevado en primer lugar a observarla, a través de múltiples lecturas, después a esforzarse por conocerla, y finalmente a escribirla, desde la mayor consideración y la mínima arrogancia. A modo de ejemplo, voy desvelar aquí algo que me contó hace unos días: a la propuesta de una editorial que le pedía un nuevo poemario y le daba un plazo de dos años para entregarlo, contestó que no, porque sentir que escribe para cumplir un compromiso adquirido es una traición a sí mismo y a la propia creación. ¿Quién hace eso hoy en día? Oído a esto los poetas jóvenes y los que empiezan.
      Pero vamos ya con Un vago escalofrío, el último poemario de Francisco José Cruz, en edición de Pre-textos, una editorial –hay que decir estas cosas– que publica con un cuidado y elegancia que es de agradecer. Me he acercado a él en esta ocasión para compartirlo con ustedes, desde una perspectiva muy personal, guiándome expresamente por el impulso y el sentimiento que la lectura de sus poemas me ha sugerido. Por justificar esto con un argumento de autoridad, recordaré aquí que Dámaso Alonso, que como saben ha sido uno de los grandes teóricos de la estilística, partía de la base de lo que llamó «eterno misterio de la poesía», y decía que, para el acercamiento a ella, lo mejor era no seguir un criterio racional, sino intuitivo, porque en cada estilo, en cada autor, añadiría yo, la indagación estilística resulta distinta, única y nueva.
      De inicio, lo que nos llega al leer la poesía de Francisco José Cruz es la constatación de que la suya es una voz muy particular, una voz propia que ha ido buscando hasta encontrarla, y moldearla a lo largo del tiempo. Y es una voz, además, que resulta bastante singular dentro del panorama poético actual y de las últimas décadas. Una voz en la que predomina la sencillez, la claridad, la cercanía, yo diría que la discreción desde el punto de vista cervantino del término y todo lo que conlleva. Una voz que, en numerosas ocasiones, sale de él para dársela a objetos, personas o situaciones, como en «Monólogo de la nieve» o «Lamento de Lázaro»; una voz con gran poder de sugerencia, como sucede en «Canción de la marea»; que gusta a veces sorprender al lector en los versos finales; como pasa en «Aquí y ahora» y «En el tren»; y que disfruta a ratos con un sabroso tono juguetón, como verán en «Con Gerardo Diego en Soria» o en «Cantos de un triste gallo», tono que en algún momento me ha recordado al de nuestro admirado Carlos Germán Belli; así ocurre muy claramente en el poema «Ante el David de Miguel Ángel», que me gustaría leerles:

¿Cómo es que no has lanzado
todavía la piedra a ese gigante
después de tantos siglos?
¿A qué esperas, David,
mirando sin cesar a un punto fijo?

Petrificado, absorto,
¿desconfías, en el último instante,
de tu fuerza y tu tino?
En eterna amenaza
se quedarán, David, todos tus bríos.

Tira la piedra ya,
aunque a nadie le des y, finalmente,
se pierda en el vacío
del tiempo, y tú con ella,
sin que cumplas, David, con tu destino.

Es una ironía en la que funcionan los silencios, en los cuales se esconde realmente la profundidad del poema, es eso que hay detrás de la media sonrisa que nos provoca y que hace resonar simultáneamente un eco contrario en nuestro interior; en otros poemas se vislumbra una voz de denuncia, pero que se hace, no desde la atalaya del ideólogo convencido de su verdad, sino del observador que ha comprobado que así es la vida. Veámoslo por ejemplo en «Paloma muriéndose», poema en el que una paloma está muriendo, echada patas arriba, mientras las otras se mueven con naturalidad, ignorándola, y que concluye:

En el sol de mediodía,
su indiferencia me agobia,
tan ajenas al dolor
de la otra.

      En su conjunto, es el «estupor y la incertidumbre» lo que vibra siempre en la palabra y en los silencios de su poesía. Estas son palabras de un poema dedicado a Wislawa Szymborska, que él atribuye al trabajo de esta poeta polaca, pero que, en realidad, son suyas. La poesía es identificación, y aquí se ve claramente. Es en este poemario y en los anteriores ese «vago escalofrío» que siente –como las hermanas de Lázaro en el citado poema– al observar y reflexionar sobre la vida. Antonio Calvo Laula, en la presentación del libro que se hizo en Carmona el pasado abril, lo definió como un «amable pesimismo», «una suerte de vanitas doméstica, un memento mori desdramatizado en el que el autor, con verdadera gentileza, ha sabido silenciar las campanadas fúnebres».
      La disparidad de las voces que Francisco José Cruz confiesa que le han influido van desde Carlos Germán Belli a Wislawa Szymborska, por nombrar dos formas muy distintas de hacer poesía, de Miguel Hernández a Antonio Machado, de la lírica griega al Romancero y el flamenco, y las mejores voces de la poesía hispanoamericana del siglo xx. Su poética aparece aquí y allá en varias composiciones del libro; por ejemplo en «Carta póstuma a Wislawa Szymborska», donde en las últimas estrofas dice:

Estupor e incertidumbre,
esos hermanos eternos,
parecen entre tus líneas
encontrarse en su elemento.

Tus palabras se conforman
con dar el tono concreto
para que hablen por sí solos
las situaciones, los hechos.

Ahora que ya te has ido,
con gratitud te confieso
que he tratado de callarme
a tu manera en mis versos,

callarme con otros ritmos,
otra métrica, otros ecos,
no los tuyos, y nombrar,
sin nombrar, mi desconcierto.

Qué bien me entiendo a mí mismo
cada vez que te releo.

      Además de todo esto, y junto a todo esto, es una voz que apuesta por el cuidado formal, incluso por el uso de la rima, como hace de forma muy directa en «Ante la tumba de Joseph Brodsky».

He venido a agradecerte
tu defensa de la rima,
pues te debo en parte el gusto
con que la empleo en mis versos,
aunque sea una rima pobre,
sin resonancias ni lujos.

Sabe que el desprecio hacia la métrica es, en la mayoría de los casos, un esnobismo que esconde falta de rigor. Eso que llamamos estilística, y que equivocadamente se simplifica en la suma de rima más versos contados, no gozó en los últimos tiempos de mucho aprecio, porque se asociaba a normas coercitivas que encorsetan la libertad creadora, de las que es preciso liberarse, de la misma manera que Francisco de Asís se despojó de sus ricas vestiduras para quedarse al desnudo; pero, cuidado, porque también con ese mismo discurso de liberación, diversos tipos de intransigencias ideológicas han arrasado con legados culturales, dinamitado obras de arte o quemado bibliotecas. El pecado está, creo yo, en la falta de información y de formación. Cuando se dice que un poeta utiliza metro y rima, como lo hace Francisco José Cruz –rima asonante es la suya–, parece que irremediablemente nos instalamos en la premisa de imaginarlo anclado en formas rancias y retóricas, en un estadio anterior a las innovaciones de todo punto esenciales que ha tenido la poesía desde el modernismo y las vanguardias hasta hoy, y que por suerte no tienen vuelta a atrás. La lectura de cualquiera de los poemas de este libro despeja este grave error, y nos enseña que, en cada composición, la medida, el ritmo, la cadencia, las palabras, los sentimientos, los silencios, la emoción y lo que se dice en él están intrincados de tal manera que son un todo indisociable, son una misma materia, un mismo objeto. Un poema donde esto se puede apreciar muy claramente es en «Canción de la marea». En Un vago escalofrío encontraremos versos y composiciones breves, con formas estróficas sencillas (pareados, coplas, lira sin rima, y de formas variadas, el sonido del romance), o lo que llamamos sencillas por su apariencia, pero que no lo son, y un tono expresamente distante de esa poesía llamada oscura, que ha tenido también durante un tiempo bastante prestigio. Podríamos decir que es el Góngora de las coplillas, no el del Polifemo.
      Igualmente sucede con la estructura del libro. No hay un armazón previo sobre el que encajar los textos. Cada poema, 40 en total, es soberano, pero el conjunto es unitario, porque las composiciones se encardinan y encajan hasta formar una pieza que podemos contemplar en su conjunto. Si reunimos los títulos de los poemarios de Francisco José Cruz, observamos que hay una continuidad: Maneras de vivir, A morir no se aprende, El espanto seguro, y Un vago escalofrío. Incluso una de sus antologías se titula Con la mosca detrás de la oreja. Es algo que no descubro yo, que se ha dicho ya, pero que creo interesante repetir. Estos títulos sombríos, sus incertidumbres y estupores, especialmente alrededor principalmente de la contundencia e inexorabilidad de la muerte, son tema principal y recurrente en todos ellos, y también en este que presentamos hoy. En la obra de Francisco José Cruz no es un motivo que haya ido apareciendo cuando ha ido cumpliendo años, como es común que suceda, sino que ha estado ahí desde siempre. Unido a ello, la reflexión sobre el tiempo, en la que predomina el instante presente, que defiende, pero no a la manera reiterada del tópico del carpe diem sino con la cotidianidad que lo caracteriza («Aquí y ahora»).
      El mar es otro elemento muy presente, pero no es un mar profundo, lejano y misterioso, es nuevamente cercano, es el que baña sus pies, el que lleva a la orilla las mareas. Como lo son esos poemas en que nos regala una reflexión que le provoca algún objeto o situación, que suele ser cotidiana y cercana, como, por ejemplo, unas sillas, un caracol pegado en el quicio de una puerta, su máquina de escribir, el canto de un gallo, un pañuelo que le regaló su madre, etc.
      El libro se cierra con un peculiar «Vía crucis», en el que se siguen las 14 estaciones propias de este rito, pero que encabeza, dándonos la clave de su punto de vista, una cita de Borges que dice así: «¿De qué puede servirme que aquel hombre / haya sufrido, si yo sufro ahora?». De nuevo el estupor y la incertidumbre.
      Pero Un vago escalofrío es también un libro de amor. El amor ha sido y sigue siendo uno de los temas recurrentes y más vigorosos en su poesía. No es ni el amor impostado, ni el erotismo carnal tan recurrentes entre los poetas, es una unión real, cierta, que comparte con Chari, su pareja de siempre y a quien ha dedicado todos sus libros. Pero es también, y a la vez, un amor a la poesía. El uno y el otro desdibujan sus perfiles, al punto de no saber a veces a quién debemos adjudicarlo, si a la una, a la otra, o a ambas. Como tengo la suerte de contar con su amistad y cercanía, sé que ambas cosas son inseparables para los dos, y que serían personas diferentes, y una pareja diferente, si la poesía no formase parte de ellos, de sus vidas.
      Y concluyo ya, aunque es mucho lo que podría seguir diciendo. Solo dos últimas frases que creo pueden resumir todo lo dicho: la primera del poeta Antonio Deltoro, que en un comentario a este libro dice que los versos de Francisco José Cruz «son productos de una perseverancia en la verdad». Y la segunda del propio poeta, que en una entrevista afirmó: «la poesía ha hecho de mí quien soy».

                                                                                                                                          © Chari Acal
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                                                                                                                                   © Efraín Espinoza
                                                                                                                                             © Chari Acal
                                                                                                                            © Andrea del Zapatero
     Casa del Libro, Sevilla, 6 de junio de 2019