© Andrea del Zapatero |
Para comenzar, haré un brevísimo apunte sobre Francisco José Cruz, aunque muchos de los que estáis aquí lo conocéis ya. Además de poeta, Francisco José Cruz fue codirector de la revista Ritmo de viento (1986-1989); creador –junto a su pareja Chari Acal– y director de la revista Palimpsesto, auspiciada por el Ayuntamiento de Carmona y que cuenta ya nada menos que con 30 años de trayectoria; también bajo su supervisión y cuidado se ha editado la colección de poemarios de Sibila, y se sigue editando la prestigiosa y hermosísima revista del mismo nombre; fue el fundador, tras una propuesta de Juan Carlos Marset, de la Casa de los Poetas de Sevilla, y su director, durante unos años en los cuales consiguió reunir a reconocidos escritores de ambos lados del Atlántico, en unos encuentros de gran nivel, muy enriquecedores, que desgraciadamente no se han repetido desde entonces. Y tiene en su haber una serie de trabajos como antólogo, prologuista y articulista en el ámbito de la literatura hispanoamericana, que es el que nos unió inicialmente. Y ya centrándonos en la poesía, cuenta con seis poemarios publicados entre 1984 y 2019, así como un par de antologías.
He de decir, antes de compartir con ustedes mis impresiones sobre este libro
que, contrariamente a lo que pudiera pensarse, mi amistad con él y mi
admiración por su obra me lo ponen más difícil. Sé que a él le molestaría mucho
una apología impostada y poco seria, pero inevitablemente, porque lo siento, he
de alabar sus logros, así que ahí procuraré mantener el equilibrio.
Por forma de
entender la poesía y por voluntad propia, la obra de Francisco José Cruz no es muy
extensa, teniendo en cuenta que se desarrolla a lo largo de 35 años. ¿Cuáles
son las razones? Podríamos decir que Francisco José Cruz no se siente por
encima de la Poesía, ni un iluminado por ella, ni quiere «utilizarla», servirse
de ella; la respeta sobremanera y la ama, y ese amor y ese respeto lo han
llevado en primer lugar a observarla, a través de múltiples lecturas, después a
esforzarse por conocerla, y finalmente a escribirla, desde la mayor
consideración y la mínima arrogancia. A modo de ejemplo, voy desvelar aquí algo
que me contó hace unos días: a la propuesta de una editorial que le pedía un
nuevo poemario y le daba un plazo de dos años para entregarlo, contestó que no,
porque sentir que escribe para cumplir un compromiso adquirido es una traición
a sí mismo y a la propia creación. ¿Quién hace eso hoy en día? Oído a esto los
poetas jóvenes y los que empiezan.
Pero vamos ya
con Un vago escalofrío, el último
poemario de Francisco José Cruz, en edición de Pre-textos, una editorial –hay
que decir estas cosas– que publica con un cuidado y elegancia que es de agradecer.
Me he acercado a él en esta ocasión para compartirlo con ustedes, desde una
perspectiva muy personal, guiándome expresamente por el impulso y el
sentimiento que la lectura de sus poemas me ha sugerido. Por justificar esto
con un argumento de autoridad, recordaré aquí que Dámaso Alonso, que como saben
ha sido uno de los grandes teóricos de la estilística, partía de la base de lo
que llamó «eterno misterio de la poesía», y decía que, para el acercamiento a
ella, lo mejor era no seguir un criterio racional, sino intuitivo, porque en
cada estilo, en cada autor, añadiría yo, la indagación estilística resulta
distinta, única y nueva.
De inicio, lo
que nos llega al leer la poesía de Francisco José Cruz es la constatación de
que la suya es una voz muy particular, una voz propia que ha ido buscando hasta
encontrarla, y moldearla a lo largo del tiempo. Y es una voz, además, que
resulta bastante singular dentro del panorama poético actual y de las últimas
décadas. Una voz en la que predomina la sencillez, la claridad, la cercanía, yo
diría que la discreción desde el punto de vista cervantino del término y todo
lo que conlleva. Una voz que, en numerosas ocasiones, sale de él para dársela a
objetos, personas o situaciones, como en «Monólogo de la nieve» o «Lamento de
Lázaro»; una voz con gran poder de sugerencia, como sucede en «Canción de la
marea»; que gusta a veces sorprender al lector en los versos finales; como pasa
en «Aquí y ahora» y «En el tren»; y que disfruta a ratos con un sabroso tono
juguetón, como verán en «Con Gerardo Diego en Soria» o en «Cantos de un triste
gallo», tono que en algún momento me ha recordado al de nuestro admirado Carlos
Germán Belli; así ocurre muy claramente en el poema «Ante el David de Miguel
Ángel», que me gustaría leerles:
¿Cómo es que no has lanzado
todavía la piedra a ese gigante
después de tantos siglos?
¿A qué esperas, David,
mirando sin cesar a un punto fijo?
Petrificado, absorto,
¿desconfías, en el último instante,
de tu fuerza y tu tino?
En eterna amenaza
se quedarán, David, todos tus bríos.
Tira la piedra ya,
aunque a nadie le des y, finalmente,
se pierda en el vacío
del tiempo, y tú con ella,
sin que cumplas, David, con tu destino.
Es una ironía en la que funcionan los silencios, en los
cuales se esconde realmente la profundidad del poema, es eso que hay detrás de
la media sonrisa que nos provoca y que hace resonar simultáneamente un eco contrario
en nuestro interior; en otros poemas se vislumbra una voz de denuncia, pero que
se hace, no desde la atalaya del ideólogo convencido de su verdad, sino del
observador que ha comprobado que así es la vida. Veámoslo por ejemplo en «Paloma
muriéndose», poema en el que una paloma está muriendo, echada patas arriba,
mientras las otras se mueven con naturalidad, ignorándola, y que concluye:
En el sol de mediodía,
su indiferencia me agobia,
tan ajenas al dolor
de la otra.
En su
conjunto, es el «estupor y la incertidumbre» lo que vibra siempre en la palabra
y en los silencios de su poesía. Estas son palabras de un poema dedicado a
Wislawa Szymborska, que él atribuye al trabajo de esta poeta polaca, pero que,
en realidad, son suyas. La poesía es identificación, y aquí se ve claramente.
Es en este poemario y en los anteriores ese «vago escalofrío» que siente –como las
hermanas de Lázaro en el citado poema– al observar y reflexionar sobre la vida.
Antonio Calvo Laula, en la presentación del libro que se hizo en Carmona el
pasado abril, lo definió como un «amable pesimismo», «una suerte de vanitas doméstica, un memento mori desdramatizado en el que el
autor, con verdadera gentileza, ha sabido silenciar las campanadas fúnebres».
La disparidad
de las voces que Francisco José Cruz confiesa que le han influido van desde
Carlos Germán Belli a Wislawa Szymborska, por nombrar
dos formas muy distintas de hacer poesía, de Miguel Hernández a Antonio Machado,
de la lírica griega al Romancero y el flamenco, y las mejores voces de la
poesía hispanoamericana del siglo xx.
Su poética aparece
aquí y allá en varias composiciones del libro; por ejemplo en «Carta póstuma a
Wislawa Szymborska», donde en las últimas estrofas dice:
Estupor e incertidumbre,
esos hermanos eternos,
parecen entre tus líneas
encontrarse en su elemento.
Tus palabras se conforman
con dar el tono concreto
para que hablen por sí solos
las situaciones, los hechos.
Ahora que ya te has ido,
con gratitud te confieso
que he tratado de callarme
a tu manera en mis versos,
callarme con otros ritmos,
otra métrica, otros ecos,
no los tuyos, y nombrar,
sin nombrar, mi desconcierto.
Qué bien me entiendo a mí mismo
cada vez que te releo.
Además de
todo esto, y junto a todo esto, es una voz que apuesta por el cuidado formal,
incluso por el uso de la rima, como hace de forma muy directa en «Ante la tumba
de Joseph Brodsky».
He venido a agradecerte
tu defensa de la rima,
pues te debo en parte el gusto
con que la empleo en mis versos,
aunque sea una rima pobre,
sin resonancias ni lujos.
Sabe que el desprecio hacia la métrica es, en la mayoría
de los casos, un esnobismo que esconde falta de rigor. Eso que llamamos
estilística, y que equivocadamente se simplifica en la suma de rima más versos
contados, no gozó en los últimos tiempos de mucho aprecio, porque se asociaba a
normas coercitivas que encorsetan la libertad creadora, de las que es preciso
liberarse, de la misma manera que Francisco de Asís se despojó de sus ricas
vestiduras para quedarse al desnudo; pero, cuidado, porque también con ese
mismo discurso de liberación, diversos tipos de intransigencias ideológicas han
arrasado con legados culturales, dinamitado obras de arte o quemado
bibliotecas. El pecado está, creo yo, en la falta de información y de
formación. Cuando se dice que un poeta utiliza metro y rima, como lo hace
Francisco José Cruz –rima asonante es la suya–, parece que irremediablemente nos
instalamos en la premisa de imaginarlo anclado en formas rancias y retóricas,
en un estadio anterior a las innovaciones de todo punto esenciales que ha
tenido la poesía desde el modernismo y las vanguardias hasta hoy, y que por
suerte no tienen vuelta a atrás. La lectura de cualquiera de los poemas de este
libro despeja este grave error, y nos enseña que, en cada composición, la
medida, el ritmo, la cadencia, las palabras, los sentimientos, los silencios,
la emoción y lo que se dice en él están intrincados de tal manera que son un todo
indisociable, son una misma materia, un mismo objeto. Un poema donde esto se
puede apreciar muy claramente es en «Canción de la marea». En Un vago escalofrío encontraremos versos
y composiciones breves, con formas estróficas sencillas (pareados, coplas, lira
sin rima, y de formas variadas, el sonido del romance), o lo que llamamos
sencillas por su apariencia, pero que no lo son, y un tono expresamente distante
de esa poesía llamada oscura, que ha tenido también durante un tiempo bastante
prestigio. Podríamos decir que es el Góngora de las coplillas, no el del Polifemo.
Igualmente
sucede con la estructura del libro. No hay un armazón previo sobre el que
encajar los textos. Cada poema, 40 en total, es soberano, pero el conjunto es
unitario, porque las composiciones se encardinan y encajan hasta formar una
pieza que podemos contemplar en su conjunto. Si reunimos los títulos de los
poemarios de Francisco José Cruz, observamos que hay una continuidad: Maneras de vivir, A morir no se aprende, El
espanto seguro, y Un vago escalofrío.
Incluso una de sus antologías se titula Con
la mosca detrás de la oreja. Es algo que no descubro yo, que se ha dicho
ya, pero que creo interesante repetir. Estos títulos sombríos, sus
incertidumbres y estupores, especialmente alrededor principalmente de la
contundencia e inexorabilidad de la muerte, son tema principal y recurrente en todos
ellos, y también en este que presentamos hoy. En la obra de Francisco José Cruz
no es un motivo que haya ido apareciendo cuando ha ido cumpliendo años, como es
común que suceda, sino que ha estado ahí desde siempre. Unido a ello, la
reflexión sobre el tiempo, en la que predomina el instante presente, que
defiende, pero no a la manera reiterada del tópico del carpe diem sino con la cotidianidad que lo caracteriza («Aquí y
ahora»).
El mar es
otro elemento muy presente, pero no es un mar profundo, lejano y misterioso, es
nuevamente cercano, es el que baña sus pies, el que lleva a la orilla las
mareas. Como lo son esos poemas en que nos regala una reflexión que le provoca
algún objeto o situación, que suele ser cotidiana y cercana, como, por ejemplo,
unas sillas, un caracol pegado en el quicio de una puerta, su máquina de
escribir, el canto de un gallo, un pañuelo que le regaló su madre, etc.
El libro se
cierra con un peculiar «Vía crucis», en el que se siguen las 14 estaciones
propias de este rito, pero que encabeza, dándonos la clave de su punto de
vista, una cita de Borges que dice así: «¿De qué puede servirme que aquel
hombre / haya sufrido, si yo sufro ahora?». De nuevo el estupor y la
incertidumbre.
Pero Un vago escalofrío es también un libro
de amor. El amor ha sido y sigue siendo uno de los temas recurrentes y más vigorosos
en su poesía. No es ni el amor impostado, ni el erotismo carnal tan recurrentes
entre los poetas, es una unión real, cierta, que comparte con Chari, su pareja
de siempre y a quien ha dedicado todos sus libros. Pero es también, y a la vez,
un amor a la poesía. El uno y el otro desdibujan sus perfiles, al punto de no
saber a veces a quién debemos adjudicarlo, si a la una, a la otra, o a ambas. Como
tengo la suerte de contar con su amistad y cercanía, sé que ambas cosas son inseparables
para los dos, y que serían personas diferentes, y una pareja diferente, si la
poesía no formase parte de ellos, de sus vidas.
Y concluyo ya,
aunque es mucho lo que podría seguir diciendo. Solo dos últimas frases que creo
pueden resumir todo lo dicho: la primera del poeta Antonio Deltoro, que en un
comentario a este libro dice que los versos de Francisco José Cruz «son
productos de una perseverancia en la verdad». Y la segunda del propio poeta,
que en una entrevista afirmó: «la poesía ha hecho de mí quien soy».
© Chari Acal |
VÍDEO
© Efraín Espinoza |
© Chari Acal |
© Andrea del Zapatero |
Francisco José Cruz aviva emociones con Un vago escalofrío http://www.gatropolis.com/literatura/noticias-lit/francisco-jose-cruz-vago-escalofrio/?fbclid=IwAR1oNX5X5lIdPJV4sttnFynp0wi0Sq3r16qVT5TiEy7ZZBPfmFnpx5idfxs |
Casa del Libro, Sevilla,
6 de junio de 2019