viernes, 28 de junio de 2013

EL SER DE LA MADERA: LA POESÍA DE FRANCISCO JOSÉ CRUZ por Fabio Morábito

En el poema que abre Maneras de vivir, titulado «El funambulista», asistimos a una acción tan ordinaria y al mismo tiempo tan imposible como es el paso del día. Ordinaria, porque pocas cosas tan comunes como esa, e imposible, porque ¿puede decirse que los días pasan? ¿Y pasan sobre qué? Y si pasan sobre algo, presumiblemente sobre la tierra, ¿a dónde van? En otras palabras, ¿existen los días? ¿Cómo sería nuestra vida si no nos hubiéramos permitido la licencia poética de otorgar a cada intervalo de luz solar sobre la superficie terrestre un nombre y una personalidad definidos? De algún modo, parece sugerirnos Francisco José Cruz, el hombre se hizo hombre cuando incurrió, para bien o para mal, en esta primera licencia poética; pero, consciente de que es una licencia, en el fondo sabe que los días no pasan, que no existen, y que los hacemos existir nosotros para tener la ilusión de que la vida posee un sentido, una progresión y quizá un progreso. Algo en nosotros intuye que todo está fijo, eterno en cada instante, aunque a cada instante distinto. El cambio como una condición de la eternidad. ¿Cómo, entonces, conciliar nuestro sentimiento de la inmutabilidad de todo con la ilusión, tan real y respetable como aquél, de que los días pasan y se suceden uno diferente de otro? ¿Cómo, en otras palabras, indicar que los días son tan reales como ilusorios, tan nuestros como de nadie, tan necesarios como gratuitos? El poeta elige una figura que reúne estos extremos aparentemente incompatibles: un funambulista, el cual, desde su punto elevado, parece verlo y poseerlo todo, cuando en realidad apenas se posee a sí mismo, pues a cada instante está a punto de caerse. Así, el día, por cuya gracia y virtud el mundo existe, pasa de puntillas «por los altos cordeles de la ropa», delgado e inseguro. Incapaz de retroceder, sólo anhela llegar al otro extremo de la cuerda, donde termina de consumirse. Él, que en teoría todo lo abarca, en realidad sólo abarca su equilibrio; preocupado por no caerse, sólo percibe algún proveniente de las casas y la ropa tendida en los patios. Es el gran dueño sin posesión alguna o, como se nos dice en el poema, un fantasma, un don nadie: «un don nadie buscando su materia / perdida desde siempre en la galaxia».
      Es difícil no caer en la tentación de interpretar este poema en los términos de un autorretrato, sobre todo por su colocación al principio del libro. El día, ¿no es el mismo poeta, dueño de todo y de nada; poseedor de la mirada más abarcadora, pero obligado, por esa mirada, a mantenerse en equilibrio como un funambulista, con lo que debe contentarse de recoger a su paso sólo algún brillo fugaz, alguna iluminación aislada?
      El poema siguiente se titula «El visitado» y aborda un tema clásico de la poesía, el del espejo. Sin embargo, quien rompe a hablar en el poema no es el sujeto de carne y hueso que se refleja en él, como era de esperarse, sino la imagen reflejada, el «visitado» al que alude el título, que es tal porque se materializa cada vez que alguien asoma al otro lado del cristal. Este ser que espera pacientemente su momento de acudir a la cita con la realidad para dar comienzo a su compleja mímica de apariencias, ¿no es en el fondo otro equilibrista, otro doble del poeta, el cual nada posee, justamente, excepto una capacidad de entrega absoluta, de exteriorización total? Así, a través de los dos primeros poemas de su libro, Francisco José Cruz nos entrega su poética, esto es, ante todo, una idea de tránsito, de inestabilidad y de equilibrio precario. El término funambulista podría aplicarse a todos los seres y las cosas que aparecen en su libro, que luchan por mantenerse en equilibrio, obligados a representar un papel siempre efímero. No sorprende que una sutil brisa anárquica recorra estos poemas, proclamando por lo bajo que la plenitud radica en la indefinición, quizá en la disolución misma. Así, en el poema que se titula «Lanza o remo», un objeto largo y delgado de madera, de pie en la vitrina de un museo, se presenta al público con un letrero que plantea la incógnita de si se trata de una lanza o de un remo. ¿Para qué servía? ¿Era un arma para matar o un instrumento de navegación? El tiempo lo ha pulido hasta otorgarle su intrínseca perfección, su «claridad oculta», pero al precio de convertirlo en un objeto inútil, que no es ni lanza ni remo. Cuando más existimos, parece decirnos Cruz, cuando más plenos y reales somos, nuestro sentido y nuestro papel se diluyen, nos volvemos irreconocibles y, más aún, inservibles. Es un mensaje escalofriante o liberador, según lo veamos. Escalofriante para la vida práctica, pero liberador para la poesía, que se nutre de claridades ocultas, no de papeles ni de nombres. Cuando éstos dejan de servirnos, lanza o remo, asta o pértiga, palo o mástil, la poesía se encuentra en un terreno más propicio.
      Acorde con esta idea de que todo habla, no sólo aquello o aquellos que hablan tradicionalmente, el poeta se ve, justamente, como alguien visitado, visitado por la poesía, o por el poema, que es quien habla de verdad, a expensas del poeta. El poeta recibe el poema ya hecho, y debe cuidar, con las herramientas a su disposición, de no estropearlo. «Siempre hay que recordarle al poema / que tiene que ayudarnos a escribirlo», rezan los primeros dos versos de «El travieso», un poema que continúa de otro modo el tema de la reflexión especular iniciada en «El funambulista» y «El visitado». Esas palabras, en efecto, con una ligera variación, podrían estar en boca de los propios poemas, y sonarían más o menos así: «Siempre hay que recordarle al poeta / que tiene que ayudarnos a existir». En esa mutua ayuda entre poeta y poema, el segundo es quien tiene más autonomía y vivacidad. No se limita a ayudar al poeta; hace algo más: «El poema no aguanta aquí sentado / y a los pocos renglones ya desobedece». Y al poeta no le queda más remedio que seguirlo, porque, acorde con su naturaleza de un ser «visitado», de un sujeto reflejante, más que un inventor es un seguidor, un mero auxiliar, una comadrona que está allí para favorecer el nacimiento del poema. De ahí la sensación, leyendo los poemas de Francisco José Cruz, de leer una poesía que tiende a eliminar las huellas de la mano que le dio forma, porque aspira a una condición oral y anónima, de canto o de romance medieval. Al igual que el día, que debe consumirse para que el mundo se constate a sí mismo, así estos poemas anhelan acogerse a una instancia anónima que garantice su perdurabilidad. Bajo esta luz, me parece, deben verse las preocupaciones métricas y rítmicas de la poesía de Cruz. Cruz utiliza ciertas formas prosódicas tradicionales para atenuar el volumen de su voz, amortiguar la individualidad de sus poemas y diluir su originalidad. Esas formas son como disolventes que permiten que cada poema, siendo absolutamente dueño de sí mismo, parezca deudor de otros o, si no deudor, evocador, catalizador de otros. Para Cruz, en efecto, la tradición poética es sobre todo un acervo vivo de ritmos y respiraciones, de sonoridades y de cadencias. Son éstos, para él, el venero más profundo de cualquier poema. Podría sorprender que en la entrevista que aparece al final del volumen Cruz se defina a sí mismo como alguien poco aficionado a la música, siendo tan importante el papel que juega el oído en su obra. Su oído, sin embargo, parece a menudo más empeñado en sortear cualquier asomo de melodía que en buscarlo. Cruz trata de neutralizar con todos los medios cualquier despegue sonoro. Resignado a varar el poema en brazos de la música, se dedica a defenderse de sus embates, un poco como esos pescadores que, unidos indisolublemente al mar, se enorgullecen de no saber nadar, y de esta resistencia surge el temple de sus poemas, que parecen dichos a media voz, o sin voz propia, más dictados que escritos y más recordados que dictados. Comparemos a tantas voces contemporáneas que se montan sobre un soneto o una décima con el triunfalismo de los practicantes diestros y comparémoslas con la suya, que se desliza incómodamente en la horma que le otorga la tradición y trata por todos los medios de salirse de ella, de casi no ocupar el espacio que se le otorga, de no aprovecharse de ninguna oportunidad musical y retórica. Lo que resulta equivale, en el plano estilísitco, a esa misma disolvencia, por llamarla de algún modo, que el poeta detecta agudamente en su entorno físico, donde todo parece ocupar su forma de manera pasajera. Pero la música, acallada y todo, está allí, y la voz del poeta se somete a ella, secundándola finamente hasta crear la impresión que es ella la que dicta las palabras, pues tal vez la música es el único modo de superar el antagonismo de las formas, el único lugar donde la oposición entre una lanza y un remo deja de ser tajante y permite vislumbrar otra forma de ser que, sin negar las diferencias, logre reunirlas. La música nos permite acomodar nuestras pisadas en las huellas de otros que nos precedieron, haciéndonos virtualmente invisibles. Entonces, el poeta alcanza ese estatuto de fantasma, o de funambulista, que para Francisco José Cruz es tal vez la condición inherente al poeta. Decir que el poema «desobedece» al poeta es sólo una forma de decir que el camino del poema ya está parcialmente trazado cuando el poema arranca y que si el poeta no pone obstáculos con su vanidad y su torpeza, el poema hallará por sí solo su camino, su «manera de vivir». Esta afirmación, que puede parecer osada, debe acompañarse inmediatamente de otra, que es la siguiente: todo es antiguo, y la música, justamente, es la expresión más patente de esta verdad. La música (y, por extensión, la poesía) no puede surgir sino de esta certeza; brota espontánea cuando esta certeza nos embarga; es la respuesta que provoca en nosotros el sentimiento de que todo lo que nos rodea ha perdurado y perdurará sin límites. El poeta, en cierto modo, es el gran rastreador de lo antiguo en todo lo que toca; es quien nos recuerda que a la vida no le falta nada, que estamos vivos porque nada nos falta, pero también porque somos los últimos, los recién llegados, los herederos universales de todo lo que existe. Como dice Antonio Deltoro, un poeta próximo a Francisco José Cruz en más de un aspecto tanto temático como formal, vivir es estrenar el mundo. Precisamente porque quienes vivimos lo estrenamos, somos inseguros y, aunque conscientes de nuestra antigüedad, ésta nos abruma. La poesía, al revelarnos la claridad oculta de las cosas, o sea la necesidad que hay detrás de toda forma, nos alivia de ese peso abrumador. Hay un poema de Francisco José Cruz que expresa de manera particularmente hermosa esta estrecha unión entre forma y necesidad:

La mesa

Si una cosa de las que tiene encima
le dijera que siempre no fue mesa,
que sus patas fueron antes raíces
–aunque las tenga lisas, torneadas–,
lo negaría con todos sus clavos,
barnices y molduras a pesar
de las vetas o venas que la cruzan.

Nunca ha echado de menos una rama
flexible, acogedora. Sin embargo,
siempre dispuesta todo lo recibe
sin quejarse del peso ni del roce.
Necesita sentir encima cosas
como si fueran pájaros dormidos,
confiados al ser de la madera.

      De entrada, las dos estrofas en que se divide el poema, cada una espejo de la otra, sugiere que no es una mesa la que habla, sino dos: una que nada sabe del árbol. Es el dilema mismo de la madera, la cual, libre de savia, jubilada de todo humor y proceso bioquímico, conserva a través de sus vetas y nervaduras un vínculo con su pasado salvaje. Pero no voy a analizar el poema, sólo quiero llamar la atención sobre los últimos tres versos, que me parecen reveladores del modo de hacer poesía de Francisco José Cruz:

Necesita sentir encima cosas
como si fueran pájaros dormidos,
confiados al ser de la madera.

      Acorde con el animismo que recorre todo el libro, la mesa no está ahí simplemente para que pongan cosas encima de ella, sino que necesita sentir el peso de algo que encuentre en ella un soporte y un descanso. Podría concluirse, siempre en consonancia con el animismo del poema, que lo hace porque recuerda su ser de árbol, que prestaba sus ramas al descanso de los pájaros. Pero el poema, sin negar esta posibilidad, apunta a otra dirección, porque para el mundo de las formas, de las maneras de vivir, las mesas son tan antiguas como los árboles, y por eso, si alguien le dijera a una mesa que sus patas fueron raíces o troncos antes de ser patas, «lo negaría con todos sus clavos, barnices y molduras a pesar / de las vetas o venas que la cruzan». Porque ser una mesa es un asunto serio. Como lo es, por cierto, ser un árbol. El poeta se toma seriamente el mundo, y lo hace otorgándole a las cosas un estatuto de eternidad y, de acuerdo con esto, se pone en su lugar, redescubriendo el mundo desde su particular punto de vista. Así, lo que llamamos prosaicamente un reflejo o una imagen virtual, en la poesía es el universo de los visitados, que esperan pacientemente su turno al otro lado del espejo. La mesa también ha esperado pacientemente su turno de mesa, como el árbol ha esperado su turno de árbol. Y como una mesa es en parte un árbol, porque, «siempre dispuesta, todo lo recibe / sin quejarse del peso ni del roce», así el árbol es una mesa involuntaria, una mesa silvestre, que al renunciar a la fácil efusión horizontal del pasto y disciplinarse en un duro aprendizaje de elevación, se ha constituido en un mueble de la naturaleza, útil para la necesidad de descanso de todos los volátiles. Me parece que estamos ante un ejemplo inmejorable de poesía de los objetos, que nos descubre, a través de un fino animismo, ese tipo de claridad que sólo la poesía puede descubrir, donde lo físico conduce naturalmente a lo metafísico. La mesa no recuerda ni defiende su pasado de árbol y, sin embargo, se somete por instinto a servir de apoyo a lo que sea, como si sus genes arbóreos se lo ordenaran. Podríamos ir más allá y suponer, en un enfoque platónico, que servir de apoyo, de descanso es la función arquetípica de la madera, que ella cumple sirviéndose indistintamente de las mesas y de los árboles. Es una lectura que tampoco invalida el poema. Pero lo que más cuenta, lo que tienen de revelador y emocionante estos pocos versos ordenados en dos estrofas, es que nos abren un universo de asociaciones donde podemos vislumbrar la eternidad de las mesas y de los árboles y olvidar el dato histórico de la procedencia de unas con respecto a otros. Nos liberamos de los nombres y accedemos al alma de las formas. El poema elude la dicotomía árbol-mesa desde el momento que se niega a ver la mesa como un reflejo o una variación del árbol, y nos sugiere, para ello, incluso lo contrario: el árbol como una protomesa, como el primer ensayo exitoso de emancipación del suelo bruto y, al descubrirnos lo que de mesa tiene todo árbol, nos permite ver los árboles bajo una nueva luz, que es la de ser, por así decirlo, los titanes del pasto, los genios del herbazal, los fundadores de la espiritualidad en la sosa república de los vegetales. Nos descubre, en resumen, no una esencia inmutable, sino un cuerpo contaminado por los otros cuerpos, que lucha contra ellos y de ellos aprende; siempre en precario equilibrio y siempre en busca, como todos nosotros, de una manera de vivir.

 Publicado en Confabulario, suplemento de Cultura de El Universal, nº 30, México, 13 de noviembre de 2004.

viernes, 14 de junio de 2013

MANUEL DÍAZ MARTÍNEZ, POETA DE IDA Y VUELTA. Entrevista de Francisco José Cruz

Francisco José Cruz y Manuel Díaz Martínez en el
 Alcázar de la Puerta de Sevilla. Al fondo, la torre de 
la iglesia de San Pedro, conocida como La Giraldilla.
Carmona, 1 de abril de 2011. © Rosario Acal 
«Poesía, cosa cordial». Este aserto de Antonio Machado expresa bien la entrañable relación que se establece entre la vida y la obra de Manuel Díaz Martínez a través de su coherencia moral y su humedad afectiva, cualidades irrigadoras tanto de sus textos como de su trato humano. Pese a nuestros años de amistad, volví a sentir de manera renovada esta reconfortante impresión cuando, al tiempo que releía sus libros para esta entrevista, lo llamaba frecuentemente por teléfono, incitado por el deseo de ahondar o aclarar cuestiones de diversa índole. Nuestras conversaciones han enriquecido sin duda mis comentarios y mis preguntas, ayudándome, además, a no sacarlos fuera de contexto. Equidistantes de vaguedades conceptuales y ramplonerías pseudorrealistas, sus respuestas tienen la sensatez cultivada de un hombre siempre abierto a las posibilidades imaginativas de su propia experiencia. Su temprano descubrimiento de la poesía española, el fecundo influjo de ésta en la suya y su ya larga estancia de exiliado en Cádiz y en Las Palmas de Gran Canaria hacen de Manuel Díaz Martínez un poeta de ida y vuelta, como algunas coplas y cantes flamencos, con los que cierta zona de su escritura comparte similares sesgos de ligereza, gracia y desparpajo. Esta entrevista supone, pues, un reconocimiento a su magisterio poético y a su encomiable honradez intelectual, caracterizados en igual medida por el antidogmatismo y el valor de rectificar a toda costa viejas convicciones.

En tu libro de recuerdos Sólo un leve rasguño en la solapa (2002) –escrito al modo de breves viñetas, salvo algunos textos más extensos– refieres tus primeras relaciones con escritores de tu generación y el ambiente de aquellos momentos, pero no te detienes en esos oscuros resortes que impulsaron tu vocación poética. ¿Cómo fue surgiendo ésta? Háblame de esas circunstancias, quizá entonces inadvertidas, y que ahora te parecen determinantes para consolidarla.

―Esos resortes son tan oscuros, que no puedo explicar por qué las Rimas de Bécquer provocaron la apetencia de escribir poesía en el adolescente que yo era cuando las descubrí, un muchacho que iba para médico. Y comencé a escribir imitándolas en uno de mis cuadernos de clases cuando hacía el bachillerato. A partir de entonces, con la misma alegría con que jugaba al béisbol, me dediqué a devorar libros de versos en la espléndida biblioteca del instituto donde estudiaba en La Habana. El descubrimiento de la poesía fue para mí, lo he comprendido muchos años después, el descubrimiento de un lenguaje que necesitaba para vivir. Lo curioso es que en mi entorno familiar no tuve nada ni hubo nadie que me despertara esa necesidad ni me facilitara ese descubrimiento. Quizás, digo yo, heredé genes de Agustín Acosta, primo hermano de mi abuela paterna, uno de los grandes nombres de la poesía cubana del siglo XX.

―En este mismo libro aparecen sólo unos cuantos episodios infantiles, aunque llenos de vida y de una sensibilidad muy despierta. ¿A qué se debe esta reticencia, comparada con la profusión de jugosos detalles con que cuentas otros hechos?

―Fui un niño feliz, y la felicidad, a pesar de que en este mundo que padecemos debería ser noticia de primera plana, tradicionalmente ha dado menos juego a la escritura que la tragedia. Siendo, como sin duda eres, un lector sagacísimo, habrás advertido que las viñetas que dedico a mi infancia recogen anécdotas más o menos aciagas. Se las ofrezco al lector como un ejercicio de reflexión por lo que tienen de simbólicas. Las escribí porque manifiestan rasgos que considero esenciales de mi personalidad.

―Desde niño, padeciste frecuentes cambios de domicilio por deudas o reveses comerciales de tu padre. ¿Cómo ha podido influir esta temprana inestabilidad en tu carácter y, por consiguiente, en tu poesía?

―Mi padre era una persona muy inteligente y noble. Siempre lo vi encarar las dificultades con aplomo y haciendo uso de un envidiable sentido común y también de un imbatible sentido del humor. Él decía que los problemas existen para resolverlos, y los abordaba utilizando en la misma medida el corazón y la cabeza. Ésta es, básicamente, la enseñanza que le debo. A su muerte, escribí una elegía en la que canto a esa fabulosa herencia, una herencia que ha influido de manera determinante en mi conducta ante la realidad y, por extensión, en mi trato con la poesía.

―De tu poesía completa, Objetos personales 1961-2011, publicada por la Biblioteca Sibila-Fundación BBVA, excluyes tus dos primeros libros de poemas, Frutos dispersos (1956) y Soledad y otros temas (1957). ¿Cuáles fueron las razones que te llevaron a desestimarlos? ¿Te arrepentiste muy pronto de ellos?

―Es que son la prehistoria de mi obra. No los incluí en Objetos personales por rigor, no porque reniegue de ellos. Sin esos primeros pasos, en los que obviamente no alcancé lo que pretendía pero en los que aprendí algo de lo que hay que aprender para hacer un poema, no estaría en el punto del camino donde ahora estoy.

―En 1959, aparecieron dos cuentos tuyos en la legendaria revista Ciclón, «Insubordinación» y «Un hecho histórico». Más adelante, en 1968, publicaste el relato de traza fantástica «La cruzada» en una antología de cuentos cubanos. ¿A qué atribuyes tu esporádica incursión en la narrativa?

―Los poquísimos cuentos que he escrito los hice atendiendo una sugerencia, una invitación o un encargo, como quien se somete a una prueba arriesgada. Por ejemplo, los que aparecieron en el número final de Ciclón los escribí, en parte, por una sugerencia de mi amigo el poeta Roberto Branly, y, en parte, porque José Rodríguez Feo, que dirigía la revista con Virgilio Piñera, me invitó a colaborar con cuentos, pues ya tenía demasiados poemas para aquel número. «La cruzada» lo hice respondiendo a una petición de mi paisano el narrador Rogelio Llópiz, autor de una magnífica antología del cuento fantástico cubano, en la cual lo incluyó. Sólo he escrito un cuento por iniciativa propia: «Crónica de un cazador». Tengo un problema de timidez con este género literario porque, aunque es el más homologable con la poesía, en él nunca me he sentido en terreno propio.

Vivir es eso (1968) está considerado el primer libro significativo de tu obra poética. Antes de él, sin embargo, publicaste algunas plaquettes, en cuyos poemas, según los casos, domina la plasticidad metafórica, el sondeo existencial de intricadas sensaciones o el buceo onírico. Háblame de este primer periodo creativo. ¿Qué perdura de él en tu escritura de madurez?

―En aquella etapa previa a Vivir es eso, lo que yo escribía estaba aún demasiado cerca de mis modelos, o sea, excesivamente expuesto a la fascinación que esas referencias ejercían sobre el principiante que yo era. La experiencia estética que entonces acopié está presente, digerida, en mi obra de madurez. Sabes, como yo, que los poetas estamos hechos, entre otras cosas, de poetas y que en esa amalgama de influencias va cuajando y aflorando, trabajo mediante, nuestra identidad. Por suerte, he bebido con avidez en múltiples y muy disímiles fuentes, clásicas y modernas, lo cual me ha salvado de servidumbres onerosas y me ha permitido transitar con suficiente independencia hacia mí mismo. Para concretar mi respuesta, se me ocurre una metáfora bonita: entre mi poesía inicial y la posterior veo la misma relación que hay entre la caña de azúcar y el ron, o entre la uva y el vino.

―Dentro de esta etapa inicial, publicaste en 1966 La tierra de Saúd, compuesto en 1962 durante tu estancia diplomática en Bulgaria e inspirado en los cantares de gesta eslavos. Se trata de un poema, dividido en veinte fragmentos, cuyo irracionalismo borra casi por completo el argumento propio del género, en aras de la imagen, conservando, eso sí, cierto tono épico. ¿Cómo ves ahora esta rareza en tu obra y qué te animó a escribirla?

―Es un poema experimental en el que me propuse referir una historia con el formato propio de los cantares épicos, pero conjugando el expresionismo con las libertades del surrealismo y la escritura automática. Lo escribí como homenaje a esas grandes crónicas medievales en verso, que tanto me gustan. Yo acababa de leer el Cantar de las huestes de Ígor y me sentía sumamente motivado. Sin duda, La tierra de Saúd es un poema excéntrico en el conjunto de mi obra. Por cierto, mi admirado Luis Alberto de Cuenca me dijo, cuando nos conocimos hace años en Madrid, que este libro fue leído con entusiasmo por él y otros poetas españoles amigos suyos, lo cual, además de sorprenderme, me hinchó de satisfacción, como podrás imaginar.

―En «Rafael Alcides y el hombre común», recogido en tu libro Oficio de opinar (2008), escribes, refiriéndote a los miembros de tu generación que «reaccionando contra el barroquismo nos hicimos coloquialistas para “humanizar el canto”». ¿Qué pesaron más en ti entonces para este cambio poético, las necesidades morales de la incipiente revolución cubana o tus nuevas convicciones estéticas? Te pregunto esto a la luz de tu ensayo sobre el modernismo, en el que, al contrario de las premisas críticas del realismo social en boga, sostienes que son complementarias las dos tendencias extremas del movimiento modernista: la evasiva o exótica y la que cuestiona la realidad americana.

―Entre 1920 y 1940, mucho antes del triunfo de la revolución fidelista, grandes poetas con preocupaciones sociales, como Agustín Acosta, Regino Pedroso, Rubén Martínez Villena, José Zacarías Tallet, María Villar Buceta, Manuel Navarro Luna y Nicolás Guillén, iniciaron una corriente de poesía discursiva, más o menos conversacional según el autor, afín a la voluntad rupturista y renovadora del Vanguardismo y, en algunos casos, también del marxismo. Al llegar la revolución de 1959, esta corriente, que contaba con adeptos entusiastas entre los poetas más jóvenes, va a renacer con nuevos bríos en el ámbito emocional e ideológico creado en el país por el nuevo régimen político. Los comprometidos con la revolución, yo entre ellos, queríamos apoyarla también como creadores intelectuales. En mi caso, y con esto respondo a tu pregunta, pesaron tanto mis deseos de contribuir a transformar en realidades las promesas de la revolución como mis convicciones estéticas, ya por entonces alejadas de barroquismos, esteticismos y sutilezas líricas. De ahí que yo participara en el rechazo conceptual de casi toda mi generación al influyente grupo de poetas agrupados en torno a José Lezama Lima y la revista Orígenes, una de las más valiosas publicaciones literarias de Cuba, pero pensada para intelectuales. Me propuse, como decía Milosz, «humanizar el canto», o sea, hacerlo permeable a las realidades circundantes y lo más accesible que se pudiera a quienes braceaban cotidianamente en esas realidades, y acogí las ventajas que en tal sentido me brindaba el coloquialismo o conversacionalismo, que fue la tendencia reinante en mi generación, la del 50, y la que la ha etiquetado.

―Considerada tu poesía en conjunto, creo, modestamente, que Vivir es eso, pese a contribuir a un nuevo rumbo de la poesía cubana, no contiene del todo tus temas más propios ni tus formas de expresarlos, excepto aislados poemas que los anticipan, como «La guerra», «Fábula del tiempo», «Este hombre que es mi padre» o los sonetos a tus abuelos. En general, siento el libro impregnado del típico prosaísmo conversacional, algo discursivo de la época. Aún no se encuentran en primer plano ni la precisión ni la sobriedad –dos cualidades que destacas en Gustavo Adolfo Bécquer, uno de tus poetas predilectos– y que, a mi juicio, definen también lo mejor de tu obra. ¿Hasta qué punto compartes mis apreciaciones?

―Los autores suelen ser los peores analistas de su propia poesía, y no soy una excepción de la regla, sino más bien un paradigma de ella. Pero me atrevería a decir que esa lectura que haces de Vivir es eso obedece a que se trata de un libro de transición, al menos así lo he visto. Es un puente donde transito, desde mi etapa más intimista y apegada a la belleza de las palabras, hacia la que posiblemente sea mi etapa definitiva, en la cual persigo la sobriedad y la precisión al servicio de una reflexión realista. Y como libro de transición, en él conviven restos de la primera etapa con lo que va apareciendo de la nueva.    

―Después de dieciséis años sin poder publicar nada –ni siquiera traducciones con tu propio nombre–, debido al férreo veto a que te sometieron las autoridades castristas por tu entereza en el caso Padilla, apareció en 1984 Mientras traza su curva el pez de fuego, donde sí despliegas tu definitiva variedad de formas y registros expresivos. ¿Cómo incidió tan largo y obligado silencio en la creación de tu estilo más personal?

―En ese túnel de silencio en que me metieron a la fuerza tuve tiempo para meditar en cosas fundamentales relacionadas con mi pésimo presente y mi nebuloso futuro, a pesar de lo embrutecedora que resultaba la insoslayable tarea de sobrevivir con mujer, dos hijas pequeñas y un sueldo insuficiente en un país caótico donde hasta lo más elemental del día a día era una pesadilla. Siempre he sido muy permeable a mi entorno, y creo que lo único bueno que me reportó aquella situación, que me condujo a las puertas de un sanatorio psiquiátrico, se produjo en el plano intelectual, tanto en mis ideas políticas como en mi concepción de la poesía. En ésta, que es lo que ahora nos interesa, perdí definitivamente mi predisposición a transformar el mundo en poesía, y me propuse acercar la poesía al mundo.   

―También tu poesía, como observas en la de Bécquer, crea formas nuevas de las ya creadas. En tu caso, sin ir más lejos, a modo de ejemplo, haces sonetos sin rima, con rima asonante, conviertes los cuartetos o los tercetos en pareados o le das a esta composición cerrada un ritmo polimétrico. Tu obra es una prueba inequívoca de que modificando sutilmente unas cuantas estrofas clásicas, se amplía enormemente el espectro expresivo. Se diría que cada poema, al singularizar su forma, consigue una nueva perspectiva sobre el asunto que trata. ¿Qué intención última te anima a estas transformaciones y qué te hace elegir una estructura determinada?

―Mis manipulaciones métricas y estróficas están en función del tema y obedecen a una intención expresiva concreta. Lo que busco, lo que me interesa es que los elementos formales del poema, desde la palabra y el ritmo hasta la rima y la estructura del verso y la estrofa, no sean meros elementos ancilares, perchas donde colgar las ideas, sino que tengan un papel protagónico en el poema y respondan orgánicamente a lo que quiero comunicar. Te confieso que estos experimentos me divierten: son parte del juego que interviene en toda creación artística.

―Esta diversidad de formas y de tonos, sin dejar de ser fiel a tus íntimas obsesiones, parece negarse a dar una visión demasiado homogénea o preconcebida de las cosas, como si cada motivo de escritura fuera único y el poeta sólo estuviera al servicio de plasmarlo emocionalmente. ¿Se podría decir que renuncias, en cierta medida de manera deliberada, a una reconocible marca de fábrica en beneficio de la honestidad y la eficacia?

―Sin duda. Has dicho muy bien: para mí es «como si cada motivo de escritura fuera único». Me enfrento a la realización de cada poema como si ejecutara una pieza sin antecedente e irrepetible. Y me parece que así debe acometerse la creación de las obras de arte. Sin embargo, los rasgos temperamentales e intelectuales que nos singularizan inexorablemente extienden un aire de familia, más o menos visible, sobre todo lo que escribimos y decimos.

―Has meditado, a lo largo de tu vida, sobre la dimensión artesanal de la poesía, desinteresándote, en cambio, de la recurrente preocupación moderna por su función social o su destino. Tu poema «El imaginero de Cádiz», perteneciente a Memoria para el invierno (1995), describe a un viejecito en su sombrío taller, atareado en restaurar tallas deterioradas para devolverles la vida. Unos versos de «Palabrología» dicen: «Los clásicos me enseñaron a no temer a las palabras / […] Lo importante, sobre todo, es aprender a usarlas». Tu prioritaria atención al lenguaje como medio o herramienta de expresión, ¿conlleva una crítica implícita a ciertas corrientes contemporáneas, que sacralizan la palabra o se limitan a pobres variantes del verso libre? Háblame de cuanto te comento.

―El lenguaje es la materia de que disponemos los poetas para hacer nuestro trabajo, como el mármol y otras son las del escultor, y flaco favor nos hacemos si no la cuidamos, si no la dominamos. No hablo de purismo académico, que poco o nada tiene que ver con la poesía, sino de no perder de vista, por ejemplo, que en la creación poética no existen sinónimos, que cada palabra, además de su significado, es lo que en la pintura sería un matiz cromático, o en la música una nota insustituible, y que hasta la métrica y la disposición tipográfica del texto deben obedecer a una necesidad de comunicación. Mallarmé sabía mucho de esto, y Apollinaire con sus caligramas evidenció cuánto lo desvelaba la correspondencia entre forma y contenido. En la poesía, el lenguaje y las formas no son un mero depósito: o son dispositivos en función de las ideas, las emociones y los sentimientos, o un obstáculo. 

―En tu libro de recuerdos confiesas que, al principio, pensabas que la poesía estaba en las cosas y el poeta las descubre. Luego, apartándote de esta idea romántica, que la poesía se encuentra en el poeta y las cosas se la revelan. En esta línea persevera tu poema «Mínimo discurso sobre el poeta, la palabra y la poesía», uno de los textos más lúcidos y abarcadores que he leído al respecto, cuando proclama que «la Poesía no mana del jardín sino del jardinero» o, contradiciendo a tu maestro Bécquer, «podrá no haber poetas, / en cuyo caso tampoco habrá poesía». ¿Cómo y cuándo te sucedió este cambio de concepción creadora?

―Hace mucho tiempo que comprendí que la poesía, y el arte en general, es inteligencia, cultura, ambición y labor, o sea, un asunto estrictamente humano, como la ingeniería de caminos o la gastronomía. Si no existiera el hombre que la ve, la toca, la huele y la piensa, la rosa no sería ni una emoción ni un símbolo. Incluso, carecería de nombre. Y el dios que supuestamente la creó no constituiría un misterio: sencillamente no habría nadie para dudar de su existencia o temerle. En una de sus conferencias sobre la poesía, Jorge Luis Borges recordó que el obispo Berkeley decía que el sabor de la manzana no está en ella ni tampoco en la boca de quien la come, sino en la conjunción del paladar y la fruta. En ese poema mío al que aludes figuran estos dos versos: «…el vano prodigio que sería el Universo / si no contase con la angustia del hombre que lo mira».

―Uno de tus temas recurrentes es el tópico literario del alter ego, planteado desde situaciones y enfoques distintos en poemas como «Visitas», «Mi discreto cadáver» o «Si yo fuera yo». Este último comienza: «Si yo fuera yo / no escribiría poemas». ¿Qué predisposición adopta ante la composición de un poema ese que no eres tú cuando lo escribes?

―Esos poemas míos son el producto de soliloquios nada narcisistas, sino angustiosos. Uno de los temas primordiales para mí es el de la identidad. Lo he abordado en algunos poemas imaginándome en la piel de otro, como si me enfrentase a un espejo y me viera con un rostro desconocido que tuviera que asumir. Yo converso mucho conmigo, y en estas catarsis sin testigos, en las que me interrogo y respondo sin ambages las preguntas que me hago, no he conseguido otra cosa que sentirme disuelto en el magma de sinsentidos que, según mi perplejidad, es la vida. Decía uno de mis maestros, Antonio Machado, que quien habla solo espera a hablar a Dios un día. Desgraciadamente, no espero tanto.   

―Abundando en el juego de las dualidades, cierras tu libro Memorias para el invierno (1995) con dos sonetos a la Condesita de Jaruco. El primero de los cuales está firmado por Severo Sarduy. ¿Cómo surgió esta idea? Al final de Objetos personales insertas una serie titulada Poemas al alimón (1997), que escribiste junto a Leopoldo María Panero, cuando tú ya vivías en Las Palmas de Gran Canaria. En ellos oigo sobre todo la voz agónica, irreverente del poeta español. ¿En qué consistió tu participación y qué te indujo a incluir este cadáver exquisito en tu Poesía completa?

―Severo y yo nos conocimos en Cuba cuando comenzábamos a escribir y, hasta su muerte, mantuvimos un vínculo más que amistoso, fraternal. Me hacía gracia que me tratara como a un hermano mayor. El día de mi cumpleaños solía hacerme un presente, y cuando cumplí los cincuenta y uno me mandó a La Habana, desde París, una estilográfica y el soneto «A la casa de los Condes de Jaruco», dedicado a mí, que luego incluyó en su último libro, aparecido poco antes de su muerte. Para responderle, escribí el soneto «Escena de la condesita de Jaruco» y se lo dediqué. Incluí ambos sonetos, con un texto explicativo, a título de homenaje a nuestra amistad, en mi poemario Memorias para el invierno. En cuanto a los poemas escritos al alimón con Panero, lo primero que hay que decir es que también fueron propiciados por la amistad. Leopoldo vino a vivir a Las Palmas de Gran Canaria y aquí nos conocimos. Un domingo por la mañana, sentados a una mesa en la terraza de un hotel, frente a la playa de Las Canteras, me invitó a que hiciéramos un cadáver exquisito, y el producto de aquella ocurrencia son esos poemas a que te refieres. Nos divertimos muchísimo en el juego de la improvisación. Yo me quedé con los manuscritos, y al leerlos tranquilamente en mi casa me pareció una experiencia rescatable que dos poetas tan distintos hubieran logrado una alquimia capaz de generar textos llenos de tan provocativas sorpresas. Creo que estás en lo cierto cuando «oyes» que la voz predominante es la de Panero. Es que intenté, como se dice, seguirle la rima.

―En el ámbito de las visiones ilógicas, de índole muy distinta a La tierra de Saúd, has escrito inquietantes poemas de corte onírico como «La cena», «Los cuervos» o «La academia de los oscuros», cuya precisa significación se me escapa. ¿Son meros símbolos pesadillescos o responden a experiencias concretas? Háblame de esta zona de tu poesía.

―Responden a experiencias concretas, lo cual no impide que sean pesadillescos, sino todo lo contrario. No hay pesadillas peores que aquéllas con que nos aflige la realidad. El origen de «La cena» está descrito detalladamente en mi libro de recuerdos Sólo un leve rasguño en la solapa. En los tres poemas que citas doy carácter alegórico, con tintes expresionistas, a experiencias que me marcaron. Podría definir estos poemas, y otros semejantes que hay en mi obra, como «mis caprichos goyescos». Mi propensión a la ironía, el sarcasmo y el humor me induce a escribir estos poemas, que paradójicamente suelen partir de vivencias dramáticas.

―En tus memorias, hay un texto titulado «Sobre la poesía» donde, entre otras cosas, dices que esperas de ella ver algo de la extraña realidad. En este afán sitúo yo, por ejemplo, tu poema «Poética», cuya estructura repetitiva, con su peculiar disposición de rima, refleja esta aspiración tuya a no quedarte en la superficie de lo inmediato. ¿Qué has visto de la extraña realidad que sin los versos no hubieras descubierto? ¿O este tipo de búsqueda acaba siempre en algún espejismo?

―Sería un acto gratuito recurrir a la poesía sin la intención de escarbar, revelar, iluminar, comprender, y de poner las cosas en el sitio que creemos que deben ocupar. Lo primero que la poesía me ha ayudado a conocer es que lo mejor del conglomerado de virtudes y defectos que llamamos condición humana no se aviene con el espantoso mundo que hemos construido, y que los «espejismos» a que suele conducirnos la poesía están básicamente hechos de los deseos, las ilusiones y las rebeldías que nos permiten sobrevivir.

―Se alude, con frecuencia, al cariz nostálgico de tu poesía, pero no todos tus poemas miran hacia atrás, al tiempo que ya pasó. «Venecia», por ejemplo, mediante el reiterado empleo de la onomatopeya, está hecho para captar el instante que llega y se va en un solo golpe de agua, así como «Oscuramente yacen» contrasta los restos de insectos chamuscados sobre la mesa con los insectos que, en ese mismo instante, pululan en torno a una lámpara. ¿En qué medida la poesía ha modificado tu percepción del tiempo?

―El tiempo es uno de los temas recurrentes en mi poesía, y en ella lo he enlazado con la muerte y el olvido. El tiempo es lo que demoran las cosas en desaparecer. Y el olvido es la muerte del tiempo.

―Has escrito pocos poemas de amor, casi todos concentrados en breves y luminosas colecciones de tus comienzos: El amor como ella (1961) y El país de Ofelia (1965), en los cuales la vivencia serena del júbilo amoroso está imbuida de transparentes sensaciones no anecdóticas, que culminan en las analogías con los elementos de la naturaleza en El país de Ofelia. Ellos transmiten una confianza sentimental muy reconfortante, al punto de que en «Historia muy vieja» –uno de tus poemas más hondos para mí–, tu relación amorosa prolonga la que ya sostuvieron amantes remotos, en la cual ya estaba también la tuya de manera latente. Es como si sólo el amor derrotara al tiempo. ¿Por qué has escrito a partir de entonces tan pocos poemas amorosos? ¿Qué significó para ti Ofelia, tu mujer?

―Ofelia Gronlier Lamar no ha sido la única mujer en mi vida, pero sí la más importante. Era la madre de mis hijas. Estuvimos casados durante treinta y cinco años y su muerte nos separó en el exilio en 1995. La musa de El amor como ella es Josefina Ruiz Yarini, una bella compatriota mía con la que coincidí casualmente en Praga en 1960, cuando yo estudiaba en París. Después, en La Habana, reapareció Ofelia, a quien yo había conocido antes de ir a estudiar a Europa. Era la secretaria de José Lezama Lima en el Museo de Bellas Artes y él me la presentó. Recuerdo que, cuando comencé a salir con ella, una mañana en la cafetería del hotel Habana Libre se nos acercó Guillermo Cabrera Infante y le dijo: «Señorita, tenga cuidado con el poeta, que primero le hace la corte y después le hace un poema». Y no dejé que Guillermo quedara mal, aunque se quedó corto: cuando me casé con ella escribí El país de Ofelia. A este libro pertenece ese poema que tanto valoras, en el que el amor, como la eternidad, no cesa de recomenzar.

―Tu poesía irradia una ternura y un afecto infrecuentes hoy. ¿A qué crees que se debe el prejuicio de tantos poetas contemporáneos a expresar sus sentimientos? ¿Se trata sólo de una ya vieja reacción antirromántica o de una carencia emotiva de nuestra época, que iría más allá del fenómeno artístico?

―La intensidad de la presencia de los sentimientos y las emociones en un poema, como en cualquier manifestación artística, depende básicamente de si al creador le interesa el arte como fin en sí mismo o si le interesa como trasmisión de experiencias. En el primer caso, el culto a las formas es hegemónico, y en el segundo se impone el factor humano con su carga vivencial. Ambas tendencias han coexistido siempre, aunque hay épocas en que una de ellas ha predominado ostensiblemente. Tengo la impresión de que en el momento actual coexisten sin gran desbalance.

―En tu trayectoria poética asoma la ironía casi siempre aliada a la bondad o al humor amable, hasta que en Paso a nivel (2005), libro de tono más desencantado y desnudo, cobra mayor presencia y evidente cariz amargo. Háblame del recurso de la ironía en tu obra.

―Reconozco que soy irónico, pero habitualmente mi ironía es de bajo voltaje y va asociada con el humor. La ironía me sirve para sortear la acrimonia y el dramatismo. Es cierto que en Paso a nivel, colección de poemas escritos en el exilio bajo el lema «¡Basta de comedias en mi alma!», que es un verso de Pessoa, me sale amarga. Y es natural que así sea porque ése es el libro de alguien que ya ha vivido mucho, o sea, que ha acumulado muchas decepciones.

―«Sermón», «Que canten este salmo», «Teo-agonía» o «Ex corde» son poemas en que, dentro de este sesgo irónico, se dirigen a Dios o aluden a él indirectamente, según los casos. ¿La divinidad es para ti una figura retórica más, como tantas otras de la mitología pagana, para expresar el desamparo humano o posees inquietudes religiosas?

―No soy creyente, y lo lamento. Me encantaría tener el refugio de la fe, pero el Señor me lo ha negado.

―Has vivido gravísimas vicisitudes personales por culpa del régimen castrista. Los conflictos de peores consecuencias para ti y tu familia fueron el famoso caso Padilla –por el que te apartaron de la dirección de la Gaceta de Cuba, defenestrándote al marginal empleo de hacer programas musicales en Radio Enciclopedia– y tu firma en la llamada Carta de los Diez, documento que, junto a otros intelectuales, reclamaba reformas democráticas para tu país. ¿Por qué, salvo excepciones, y de manera indirecta como en tu tardío poema «Discurso del títere», tus problemas y pensamientos políticos no afloran en tu poesía, caracterizada por no engañarse y no darle la espalda a la vida?

―Contrariamente a tu apreciación, mis inquietudes políticas aparecen, con mayor o menor relieve, en cada uno de mis poemarios, en unos con más frecuencia que en otros. En lo que respecta a mis conflictos con la dictadura castrista, en un principio los abordé de manera explícita porque, lejos de provocarme el poema, me obligaron a la confrontación más prosaica. Pero si como periodista los enfrenté de inmediato, cosa que hice en infinidad de artículos y entrevistas que di a la prensa, como poeta tuve que esperar a que el tiempo me ayudara a «digerirlos» para poder llevarlos al verso. En mi libro Memorias para el invierno, gran parte del cual escribí recién llegado a Canarias, hay, además del que citas, dos poemas vinculados también a mis problemas con el castrismo: «Ese raro ruidito» y «Primer testamento».

―Al hilo de lo anterior, en Sólo un rasguño en la solapa, reconoces que puede hacerse una gran poesía social, como la de Miguel Hernández. ¿Qué hay que tener en cuenta para abordar con fortuna estética la llamada poesía comprometida?

―En primer lugar hay que tener en cuenta que un poema no es un panfleto. Son géneros diferentes: el panfleto se escribe desde fuera, y el poema se escribe desde dentro. En efecto, en mi libro de recuerdos cito a Miguel Hernández, y lo hago porque él es uno de los poetas que me enseñaron que la política puede generar gran poesía, pero a condición de que el poeta «logre vibrar con los dramas de la calle como con los de su propia intimidad».  

―A petición del poeta gaditano Jesús Fernández Palacios, Ofelia Gronlier, tu mujer, escribió un detallado texto sobre su relación personal con Lezama Lima durante el tiempo en que trabajó con él. En sus páginas hace un vivo y muy revelador cuadro del ambiente entusiasta, eufórico e incluso de gran credulidad que se suscitó en los primeros momentos de la Revolución. En tu artículo «Testigo de una decepción», integrado en Oficio de opinar, expresas tu total desengaño con dicho proceso político y concluyes que, en realidad, nunca cambiaron tus convicciones ideológicas, sino el inicial programa de Fidel Castro por sus sistemáticos incumplimientos democráticos y falta de respeto al individuo. ¿Por qué te costó tanto tiempo romper definitivamente con el régimen cubano, pese a sus tempranos y reiterados indicios totalitarios de los que fuiste víctima?

―Por lo mismo que la revolución había despertado en mí grandes ilusiones, me resultaba harto difícil aceptar su fracaso. Durante demasiado tiempo quise creer que sus errores y horrores eran inevitables por el tamaño de la empresa en que nos habíamos embarcado, los desmesurados obstáculos que teníamos delante y el idealismo quijotesco del líder, y que todo era susceptible de enmienda, hasta que me rendí a la evidencia de que Fidel Castro, siguiendo al pie de la letra un guión estalinista, nos había vendido, como «dictadura del proletariado», su ruinoso despotismo personal. Si el general Machado, un sátrapa que martirizó a los cubanos hace ochenta años, quiso ser el Mussolini tropical y no pudo, Castro, con más suerte y astucia, ha logrado ser el Stalin caribeño, o sea, cambiando la pipa por el puro. 

―También luchaste en tu juventud contra la dictadura de Fulgencio Batista. ¿Qué diferencias esenciales, no de discursos cara a la galería, que afecten a la vida diaria, encuentras entre ésta y la de Castro? Me viene el recuerdo de tu poema «Este hombre que es mi padre», incluido en Vivir es eso donde haces un entrañable y vivo retrato de tu padre dentro de ambas épocas.

―Batista era un espadón tradicional latinoamericano. En su segundo mandato, nacido del golpe de Estado que en 1952 derribó al presidente Carlos Prío Socarrás, gobernó manu militari, pero sin más pretensiones que mantenerse en el poder, mimar la casta castrense que lo sostenía y enriquecerse. Logró, con el favor de las circunstancias, que Cuba fuera la tercera o cuarta economía de América Latina, y, a lo largo de su trayectoria política, iniciada en los años 30, practicó con largueza el crimen de Estado. Curiosamente, y para su desgracia, con Fidel Castro fue benigno: después de que éste asaltara el cuartel Moncada y en Santiago de Cuba y Bayamo le matara decenas de soldados, lo mantuvo en la cárcel unos meses como en un hotel y finalmente le permitió salir de la isla. Las ambiciones de Fidel Castro eran infinitamente mayores que las del adocenado general. A Castro no le interesaba engordar una cuenta bancaria, sino ser el dueño de Cuba, y lo consiguió matando, antes y después del triunfo de su revolución, más cubanos que Batista. Castro quería mucho más que gobernar una isla: quería entrar en la historia como el Simón Bolívar del siglo XX en todo el Tercer Mundo. La ruina de Cuba da fe de tanto delirio.

―Tu artículo «Ojo, Pinter» discrepa del hipócrita comportamiento moral de la academia sueca por conceder el Premio Nobel a escritores que apoyan algunas dictaduras de izquierda, como Harold Pinter, y negárselo a otros, como a Borges, porque en un momento dado elogió a Augusto Pinochet, aunque se retractara más tarde. ¿Cómo te explicas que a estas alturas de la historia reciente haya todavía intelectuales que no usen la misma vara de medir crítica ante cualquier régimen totalitario?

―Cuando el tieso sectarismo y el gelatinoso relativismo se mezclan, aleación practicada con alegría en nuestros tiempos, aparecen varas de medir para todos los gustos pero destinadas a lo mismo: sustituir los principios por los fines. Creo que esto explica las grotescas contradicciones que nos alucinan. Son demasiados los intelectuales adictos a ese maquiavélico mejunje, y entre ellos los hay de primera magnitud, como Pinter, o como Saramago, o como García Márquez, los tres coronados por la Academia Sueca, los tres enemigos de dictadores malos y amigos de dictadores buenos. Lo que no sé es si se pierde el sentido común y la decencia antes o después de adquirir la adicción.   

―Has escrito poemas centrados en algún aspecto personal, no literario, de algunos escritores, como los titulados «¿Qué fue de Luis?» sobre la elegancia en el vestir y otros refinados hábitos de Cernuda, «Miss Emily» donde vemos a Dickinson elaborando sus pasteles con el mismo mimo con que hace sus versos o «El testamento de Luis de Góngora» en el que reproduce el texto completo de su última voluntad, intercalándolo, a modo de collage, entre tus propios líneas, para que veamos, sin mediaciones, el lado más humano del poeta cordobés. Al margen de la lógica curiosidad que podamos tener todos por las intimidades de nuestros queridos poetas, ¿hay alguna razón especial que explique tu interés por sus maneras de vivir y de ser?

―Aparte de homenajear a esos maestros, subrayar que es imposible entender la poesía y su razón de ser si se olvida que para hacer un poema hay dos requisitos insoslayables: ser humano y estar vivo.

―Siempre mantuviste un trato muy cordial con José Lezama Lima, al punto de escribir un ensayo y varios poemas sobre él, pese a ser vuestros derroteros poéticos tan opuestos. Dime en qué se funda tu interés por el poeta de Orígenes y qué tipo de magisterio ejerció en tu generación –«generación arrasada», como la denominó Armando Álvarez Bravo–, tan alejada de su estética.

―Aunque, como dices, nuestros derroteros poéticos son opuestos, siempre he reconocido y respetado la independencia, la sinceridad y el poderío intelectual de Lezama. Poniéndome levemente griego, pienso que no hay que compartir su poiesis para valorar su ethos, y soy de los que sitúan la honestidad en la cabecera de las virtudes que deben presidir la labor intelectual. Escribir con miedos es traicionarse, y cuando uno lee a Lezama, le guste o no lo que lee, tiene la impresión de que este hombre jamás se asomó con temblores o melindres a la cuartilla en blanco. Sea como sea, Paradiso es una joya imprevista, algunos de sus ensayos son fascinantes y no pocos de sus poemas figuran entre los que envidio.

―Has trabajado en Noticias de hoy y La Gaceta de Cuba. Además, desde hace algunos años tienes un blog misceláneo donde alternas comentarios políticos y artísticos. Háblame de tu experiencia periodística y, sobre todo, en qué aspecto ha podido influir ésta en la poética y viceversa.

―El periodismo ha sido y sigue siendo para mí un medio y un modo de vida, y a él, sobre todo como articulista, he dedicado la mayor parte de mi actividad intelectual. Publiqué mi primer texto de opinión en un periódico cuando estudiaba el bachillerato, con veinte y tres años comencé a trabajar de reportero y redactor cultural en un diario habanero de gran tirada y desde entonces he ocupado cargos directivos en varias publicaciones cubanas y he colaborado en numerosos periódicos y revistas de América y Europa. Mis artículos y crónicas son parte inseparable de mi obra literaria. Le debo al periodismo la buena costumbre de no derrochar palabras y otras virtudes del oficio de escribir, pero sobre todo le debo haber mantenido despierta mi curiosidad ante el mundo que me tocó en suerte, algo que ha repercutido en mi poesía vitalizándola. He escrito poemas motivado por gacetillas y noticias leídas en la prensa. Por ejemplo, un día, mientras trabajaba en la redacción del periódico Hoy, en La Habana, llegó a mi escritorio un teletipo en el cual se informaba de que en Rusia se había hallado, en unas excavaciones arqueológicas, una corteza de abedul donde se leía una declaración de amor que un tal Nikita había hecho a una tal Uliana hacía cientos de años. Conmovido, acto seguido escribí «Historia muy vieja», ese poema que tanto te gusta y que es uno de los míos que más quiero. 

―Como demuestra tus penetrantes ensayos sobre Bécquer, Antonio Machado, Miguel Hernández o la Generación del 27, posees un íntimo conocimiento de la poesía española y eres, además, por tu estilo poético, uno de los poetas cubanos más cercano a su tradición. ¿Cómo y cuándo te identificaste con España? ¿Qué descubriste en su legado poético que no encontraras en el cubano?

―En todos los tiempos, en Cuba se ha conocido más la literatura española que en España la cubana. Por ejemplo, cuando mi generación tenía como autores de lectura obligada a Bécquer, Pérez Galdós, Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Unamuno, Ortega, Azorín, Gómez de la Serna, Lorca y Miguel Hernández, por citar sólo unos cuantos de los modernos más notables, y no digamos Cervantes, Quevedo, Góngora y Lope de Vega, en España apenas se conocía a Martí, y casi exclusivamente por su papel en la independencia de Cuba, y los autores cubanos restantes, salvo la Avellaneda y un poco Dulce María Loynaz, eran ilustres desconocidos. Si a esto añadimos que Cuba fue España de 1492 a 1898, no resulta nada raro que un escritor cubano identificase la literatura española como parte de su propia cultura.

―Desde 1992 vives exiliado en España, primero en Cádiz y, luego, en Las Palmas de Gran Canaria, lugar donde resides. ¿De qué modos ha repercutido la experiencia del exilio en tu persona y en tu condición de poeta?

―Un exilio tan prolongado como el mío deviene necesariamente en cambio de vida, lo que implica la incorporación de nuevas experiencias vitales y culturales, y esto no podía dejar de repercutir en mi cosmovisión y, por añadidura, en mi poesía. El exilio suele ser una aventura traumática, sobre todo si es forzado, como el mío, pero asimismo suele ser, si hay suerte, intelectualmente enriquecedor, y en este sentido he sido muy afortunado. Creo que la distancia que me separa de mi país natal me ayudó a ganar perspectiva sobre mi vida en él, y ello me facilitó el trabajo de escribir mi libro autobiográfico Sólo un leve rasguño en la solapa. En el exilio he escrito, además, mis dos últimos poemarios: Memorias para el invierno y Paso a nivel. En éstos ya acojo vivencias de mi destierro. Otra zona de mi trabajo intelectual en la que han quedado reflejadas mis experiencias españolas es la que ocupan mis incontables artículos periodísticos publicados, mayoritariamente, en diarios nacionales como ABC y El País, o locales como Diario de Cádiz y el grancanario La Provincia

Sanlúcar de Barrameda-Las Palmas de Gran Canaria, agosto-diciembre de 2012

Publicada en Palimpsesto 28 (Carmona, 2013)

sábado, 1 de junio de 2013

PALIMPSESTO 28. Recital de AMANCIO PRADA

Francisco Hidalgo (director de Olavide en Carmona), Francisco José Cruz, Chari Acal y María Ávila (coordinadora general de El Colegio de América). © Fernando Romero
© Rosario Acal
Francisco José Cruz y Ramón Gavira (delegado de Cultura, Turismo y Patrimonio) 
© Fernando Romero

PALIMPSESTO 28
© Fernando Romero
A veces damos por hecho cosas que los demás no tienen por qué darlas y, sin embargo, es justo y necesario que las sepan. Una de ellas es que Palimpsesto en sus veintitrés años de existencia debe, sin asomo de duda, tanto su elaboración como sus contenidos, a la tarea común, inseparable, de Chari y mía. De modo que, aunque sea yo quien se dirija a ustedes, estas palabras son también suyas.          
      El nº 28 de Palimpsesto que ahora les presentamos persevera en el propósito de prestar oído a las voces poéticas del ámbito hispánico y otras lenguas del mundo, sin dejarnos llevar por prejuicios, modas o tendencias estéticas determinadas. Consecuentes con la filosofía de la revista, en estas páginas se reúnen poetas de diversos países, índole y edad, cuyas obras, a nuestro modesto entender, merecen ser atendidas por un motivo u otro, sobre todo las de aquellos autores menos difundidos en España, pese a la larga y personal trayectoria de algunos de ellos.       
      Así, de entre los colaboradores, destacamos, por la relevancia de su figura y el estrecho trato con Palimpsesto –él dio incluso una lectura en Carmona hace dos años– a Manuel Díaz Martínez, poeta cubano, exiliado en Las Palmas de Gran Canaria, de quien publicamos, además de varios poemas, una extensa entrevista en la que aborda con entrañable sensatez sus vicisitudes vitales e ideas creadoras más significativas, como su creciente e inflexible conciencia crítica de los regímenes totalitarios –sean del color que sean–, la importancia de la técnica artesanal en la escritura poética, sus temas y tonos recurrentes o el fecundo influjo de la poesía española en la suya.
      Si Díaz Martínez abre el número, lo cierra el poeta guatemalteco Humberto Ak’abal, quien también ha leído en un par de ocasiones en nuestra ciudad. Al hilo del reciente cambio de era maya, Ak’abal nos escribe ahora sendos textos en verso y prosa sobre los acuciantes problemas de supervivencia de su cultura en un mundo tan convulso y, por ende, el abandono creativo en que se encuentra el k’iche’, su lengua materna, pese al reconocimiento internacional de su propia obra.
      Son también dignas de mención las autoras Circe Maia y Susana Benet. De la primera, nacida en Uruguay en 1932, el poeta asturiano Jordi Doce ha preparado una breve muestra de sus sobrios y lúcidos poemas, precedida de una pulcra introducción crítica. La segunda, nacida en Valencia en 1950, es una tardía y delicadísima hacedora de haikus, esa inasible forma de poesía japonesa. De ella publicamos treinta y dos poemitas de este género, tan exacto en su sencillez que uno se pregunta, dada su inmediata belleza, cómo no existieron antes. A ellos se suman unas reflexiones de la propia Benet sobre su descubrimiento del haiku y su exclusivo cultivo. Ambas mujeres, Circe Maia y Susana Benet, aun teniendo concepciones estéticas muy distintas, comparten su interés por el ámbito doméstico y la contemplación detallista de los fenómenos naturales.
      Esta cierta afinidad las acerca de alguna manera a Karl Blossfeldt (1865-1932), fotógrafo alemán con cuyas imágenes nuestra diseñadora, Carmen Herrera, ha ilustrado este número. Sus fotografías, sobredimensionadas, plasman, desde múltiples puntos de vista, una ingente variedad de plantas vivas que Blossfeldt empleó en sus clases de dibujo antes de que el destino las considerase obras maestras de la nueva objetividad artística.
      El número se completa con los sugerentes e íntimos versos, a modo de estampas cotidianas, del colombiano Rubén Darío Lotero; el vigor imaginativo del peruano Miguel Ángel Zapata, los tiernos poemas a sus hijos del joven riojano Paulino Lorenzo y los nostálgicos e introspectivos de su paisano Juan Manuel González Zapatero.
      El libro de la colección Palimpsesto está dedicado al maestro ecuatoriano Manuel Zabala Ruiz, nacido en 1928, cuya poesía empieza a ser reconocida en estos últimos años, de modo que este volumen es el primero que se edita de él fuera de su país. Biografía humilde, así titulado, recoge la mitad de su parca y rigurosa creación poética. El prólogo, a cargo del poeta y compatriota suyo, Xavier Oquendo Troncoso, expone las singularidades de este mundo poético, en el que las formas clásicas de la tradición española, algunas en desuso, se alían a la brillantez metafórica y a un tono, a la vez humorístico y compasivo, que renueva nuestras esperanzas en el ser humano. Quizá esta heterodoxa amalgama de elementos justifique su marginalidad por tanto tiempo y lo convierta, paradójicamente, en un ejemplo sin par del encuentro de la España de ayer con la América de hoy.
F.J.C.
© Mª Gracia Carrera


© Mª Gracia Carrera
Amancio Prada, juglar exquisito
por Francisco José Cruz
 
© Rosario Acal
Pocos músicos, como Amancio Prada, han hecho de la poesía el corazón de sus creaciones musicales, con una trayectoria tan sostenida y coherente. La revista Palimpsesto reconoce hoy con su presencia la excelencia de su arte y su fidelidad a los poetas.       
      Recuerdo que el primer concierto al que asistí de Amancio Prada, ya en mi lejana juventud, se celebró en el Patio de las Monterías del Real Alcázar de Sevilla, noble lugar de nuestro patrimonio histórico, como lo es, sin duda, este convento de Santa Clara, en Carmona, modelo arquitectónico, por cierto, para algunos macroconventos americanos. La amplitud de miras de Amancio Prada es realmente abarcadora. Su rico repertorio nos lleva de los romances anónimos medievales a los sonetos del amor oscuro de Federico García Lorca, del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz a los Cantares gallegos de Rosalía de Castro, pasando por las Coplas de Jorge Manrique e incluso temas propios. Poetas que, aunque distantes en el tiempo, se hacen contemporáneos en su voz, voz desnuda hasta la transparencia misma, en la que sentimos depurarse una inmemorial tradición lírica, cuyos versos, ligados a una melodía, ya nacieron hechos canciones. A diferencia de los antiguos aedos o trovadores, casi todos los poemas cantados por Amancio Prada surgieron del silencio de la escritura, ajenos a la cítara o a la guitarra. Sin embargo, su refinado espíritu selectivo y sus indelebles cualidades compositivas lo hacen ser fiel tanto a los textos como a su propio estilo, al punto de crearnos la ilusión de que los poemas que vamos a oír esta noche fueron originados en el canto, tan íntima y necesaria resulta la compenetración entre música y letra. Esta impresión se acentúa más si cabe cuando escuchamos en la voz de Amancio Prada algún poema que no habíamos leído antes, como me ocurrió en mi adolescencia con el Cántico Espiritual, cuya lectura no puedo disociar desde entonces de su disco de vinilo, que tantas veces me reconfortó. Acorde con estos sentimientos, termino haciendo mías las emocionantes palabras que el porquerizo Eumeo pronuncia sobre Ulises en el canto xvii de La Odisea: «Como cuando uno contempla a un aedo que, inspirado por los dioses, canta sus palabras que seducen a las gentes, y se siente el ansia de escucharlo sin fin mientras canta, así él me tenía encantado mientras estuvo en mi cabaña». Con ustedes, este juglar exquisito, Amancio Prada.
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Amancio Prada interpreta a cappella el Romance del Enamorado y la Muerte© Rosario Acal
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Restaurante Tabanco. Carmen Herrera (diseñadora de PALIMPSESTO) conversa, tras el concierto, con Amancio Prada© Fernando Romero

VIDEOS:
Palimpsesto 28. Recital completo de Amancio Prada
©Televisión Carmona

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Algunas palabras sobre San Juan de la Cruz y su Cántico Espiritual
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«Salutación elegíaca a Rosalía de Castro» de Federico García Lorca,
cantada por Amancio Prada
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Amancio Prada canta un poema de Chicho Sánchez Ferlosio, con un jugoso comentario introductorio
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«Romance del Enamorado y la Muerte» 
cantado a cappella 
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Claustro del Convento de Santa Clara, Carmona, 24 de mayo de 2013.