viernes, 28 de junio de 2013

EL SER DE LA MADERA: LA POESÍA DE FRANCISCO JOSÉ CRUZ por Fabio Morábito

En el poema que abre Maneras de vivir, titulado «El funambulista», asistimos a una acción tan ordinaria y al mismo tiempo tan imposible como es el paso del día. Ordinaria, porque pocas cosas tan comunes como esa, e imposible, porque ¿puede decirse que los días pasan? ¿Y pasan sobre qué? Y si pasan sobre algo, presumiblemente sobre la tierra, ¿a dónde van? En otras palabras, ¿existen los días? ¿Cómo sería nuestra vida si no nos hubiéramos permitido la licencia poética de otorgar a cada intervalo de luz solar sobre la superficie terrestre un nombre y una personalidad definidos? De algún modo, parece sugerirnos Francisco José Cruz, el hombre se hizo hombre cuando incurrió, para bien o para mal, en esta primera licencia poética; pero, consciente de que es una licencia, en el fondo sabe que los días no pasan, que no existen, y que los hacemos existir nosotros para tener la ilusión de que la vida posee un sentido, una progresión y quizá un progreso. Algo en nosotros intuye que todo está fijo, eterno en cada instante, aunque a cada instante distinto. El cambio como una condición de la eternidad. ¿Cómo, entonces, conciliar nuestro sentimiento de la inmutabilidad de todo con la ilusión, tan real y respetable como aquél, de que los días pasan y se suceden uno diferente de otro? ¿Cómo, en otras palabras, indicar que los días son tan reales como ilusorios, tan nuestros como de nadie, tan necesarios como gratuitos? El poeta elige una figura que reúne estos extremos aparentemente incompatibles: un funambulista, el cual, desde su punto elevado, parece verlo y poseerlo todo, cuando en realidad apenas se posee a sí mismo, pues a cada instante está a punto de caerse. Así, el día, por cuya gracia y virtud el mundo existe, pasa de puntillas «por los altos cordeles de la ropa», delgado e inseguro. Incapaz de retroceder, sólo anhela llegar al otro extremo de la cuerda, donde termina de consumirse. Él, que en teoría todo lo abarca, en realidad sólo abarca su equilibrio; preocupado por no caerse, sólo percibe algún proveniente de las casas y la ropa tendida en los patios. Es el gran dueño sin posesión alguna o, como se nos dice en el poema, un fantasma, un don nadie: «un don nadie buscando su materia / perdida desde siempre en la galaxia».
      Es difícil no caer en la tentación de interpretar este poema en los términos de un autorretrato, sobre todo por su colocación al principio del libro. El día, ¿no es el mismo poeta, dueño de todo y de nada; poseedor de la mirada más abarcadora, pero obligado, por esa mirada, a mantenerse en equilibrio como un funambulista, con lo que debe contentarse de recoger a su paso sólo algún brillo fugaz, alguna iluminación aislada?
      El poema siguiente se titula «El visitado» y aborda un tema clásico de la poesía, el del espejo. Sin embargo, quien rompe a hablar en el poema no es el sujeto de carne y hueso que se refleja en él, como era de esperarse, sino la imagen reflejada, el «visitado» al que alude el título, que es tal porque se materializa cada vez que alguien asoma al otro lado del cristal. Este ser que espera pacientemente su momento de acudir a la cita con la realidad para dar comienzo a su compleja mímica de apariencias, ¿no es en el fondo otro equilibrista, otro doble del poeta, el cual nada posee, justamente, excepto una capacidad de entrega absoluta, de exteriorización total? Así, a través de los dos primeros poemas de su libro, Francisco José Cruz nos entrega su poética, esto es, ante todo, una idea de tránsito, de inestabilidad y de equilibrio precario. El término funambulista podría aplicarse a todos los seres y las cosas que aparecen en su libro, que luchan por mantenerse en equilibrio, obligados a representar un papel siempre efímero. No sorprende que una sutil brisa anárquica recorra estos poemas, proclamando por lo bajo que la plenitud radica en la indefinición, quizá en la disolución misma. Así, en el poema que se titula «Lanza o remo», un objeto largo y delgado de madera, de pie en la vitrina de un museo, se presenta al público con un letrero que plantea la incógnita de si se trata de una lanza o de un remo. ¿Para qué servía? ¿Era un arma para matar o un instrumento de navegación? El tiempo lo ha pulido hasta otorgarle su intrínseca perfección, su «claridad oculta», pero al precio de convertirlo en un objeto inútil, que no es ni lanza ni remo. Cuando más existimos, parece decirnos Cruz, cuando más plenos y reales somos, nuestro sentido y nuestro papel se diluyen, nos volvemos irreconocibles y, más aún, inservibles. Es un mensaje escalofriante o liberador, según lo veamos. Escalofriante para la vida práctica, pero liberador para la poesía, que se nutre de claridades ocultas, no de papeles ni de nombres. Cuando éstos dejan de servirnos, lanza o remo, asta o pértiga, palo o mástil, la poesía se encuentra en un terreno más propicio.
      Acorde con esta idea de que todo habla, no sólo aquello o aquellos que hablan tradicionalmente, el poeta se ve, justamente, como alguien visitado, visitado por la poesía, o por el poema, que es quien habla de verdad, a expensas del poeta. El poeta recibe el poema ya hecho, y debe cuidar, con las herramientas a su disposición, de no estropearlo. «Siempre hay que recordarle al poema / que tiene que ayudarnos a escribirlo», rezan los primeros dos versos de «El travieso», un poema que continúa de otro modo el tema de la reflexión especular iniciada en «El funambulista» y «El visitado». Esas palabras, en efecto, con una ligera variación, podrían estar en boca de los propios poemas, y sonarían más o menos así: «Siempre hay que recordarle al poeta / que tiene que ayudarnos a existir». En esa mutua ayuda entre poeta y poema, el segundo es quien tiene más autonomía y vivacidad. No se limita a ayudar al poeta; hace algo más: «El poema no aguanta aquí sentado / y a los pocos renglones ya desobedece». Y al poeta no le queda más remedio que seguirlo, porque, acorde con su naturaleza de un ser «visitado», de un sujeto reflejante, más que un inventor es un seguidor, un mero auxiliar, una comadrona que está allí para favorecer el nacimiento del poema. De ahí la sensación, leyendo los poemas de Francisco José Cruz, de leer una poesía que tiende a eliminar las huellas de la mano que le dio forma, porque aspira a una condición oral y anónima, de canto o de romance medieval. Al igual que el día, que debe consumirse para que el mundo se constate a sí mismo, así estos poemas anhelan acogerse a una instancia anónima que garantice su perdurabilidad. Bajo esta luz, me parece, deben verse las preocupaciones métricas y rítmicas de la poesía de Cruz. Cruz utiliza ciertas formas prosódicas tradicionales para atenuar el volumen de su voz, amortiguar la individualidad de sus poemas y diluir su originalidad. Esas formas son como disolventes que permiten que cada poema, siendo absolutamente dueño de sí mismo, parezca deudor de otros o, si no deudor, evocador, catalizador de otros. Para Cruz, en efecto, la tradición poética es sobre todo un acervo vivo de ritmos y respiraciones, de sonoridades y de cadencias. Son éstos, para él, el venero más profundo de cualquier poema. Podría sorprender que en la entrevista que aparece al final del volumen Cruz se defina a sí mismo como alguien poco aficionado a la música, siendo tan importante el papel que juega el oído en su obra. Su oído, sin embargo, parece a menudo más empeñado en sortear cualquier asomo de melodía que en buscarlo. Cruz trata de neutralizar con todos los medios cualquier despegue sonoro. Resignado a varar el poema en brazos de la música, se dedica a defenderse de sus embates, un poco como esos pescadores que, unidos indisolublemente al mar, se enorgullecen de no saber nadar, y de esta resistencia surge el temple de sus poemas, que parecen dichos a media voz, o sin voz propia, más dictados que escritos y más recordados que dictados. Comparemos a tantas voces contemporáneas que se montan sobre un soneto o una décima con el triunfalismo de los practicantes diestros y comparémoslas con la suya, que se desliza incómodamente en la horma que le otorga la tradición y trata por todos los medios de salirse de ella, de casi no ocupar el espacio que se le otorga, de no aprovecharse de ninguna oportunidad musical y retórica. Lo que resulta equivale, en el plano estilísitco, a esa misma disolvencia, por llamarla de algún modo, que el poeta detecta agudamente en su entorno físico, donde todo parece ocupar su forma de manera pasajera. Pero la música, acallada y todo, está allí, y la voz del poeta se somete a ella, secundándola finamente hasta crear la impresión que es ella la que dicta las palabras, pues tal vez la música es el único modo de superar el antagonismo de las formas, el único lugar donde la oposición entre una lanza y un remo deja de ser tajante y permite vislumbrar otra forma de ser que, sin negar las diferencias, logre reunirlas. La música nos permite acomodar nuestras pisadas en las huellas de otros que nos precedieron, haciéndonos virtualmente invisibles. Entonces, el poeta alcanza ese estatuto de fantasma, o de funambulista, que para Francisco José Cruz es tal vez la condición inherente al poeta. Decir que el poema «desobedece» al poeta es sólo una forma de decir que el camino del poema ya está parcialmente trazado cuando el poema arranca y que si el poeta no pone obstáculos con su vanidad y su torpeza, el poema hallará por sí solo su camino, su «manera de vivir». Esta afirmación, que puede parecer osada, debe acompañarse inmediatamente de otra, que es la siguiente: todo es antiguo, y la música, justamente, es la expresión más patente de esta verdad. La música (y, por extensión, la poesía) no puede surgir sino de esta certeza; brota espontánea cuando esta certeza nos embarga; es la respuesta que provoca en nosotros el sentimiento de que todo lo que nos rodea ha perdurado y perdurará sin límites. El poeta, en cierto modo, es el gran rastreador de lo antiguo en todo lo que toca; es quien nos recuerda que a la vida no le falta nada, que estamos vivos porque nada nos falta, pero también porque somos los últimos, los recién llegados, los herederos universales de todo lo que existe. Como dice Antonio Deltoro, un poeta próximo a Francisco José Cruz en más de un aspecto tanto temático como formal, vivir es estrenar el mundo. Precisamente porque quienes vivimos lo estrenamos, somos inseguros y, aunque conscientes de nuestra antigüedad, ésta nos abruma. La poesía, al revelarnos la claridad oculta de las cosas, o sea la necesidad que hay detrás de toda forma, nos alivia de ese peso abrumador. Hay un poema de Francisco José Cruz que expresa de manera particularmente hermosa esta estrecha unión entre forma y necesidad:

La mesa

Si una cosa de las que tiene encima
le dijera que siempre no fue mesa,
que sus patas fueron antes raíces
–aunque las tenga lisas, torneadas–,
lo negaría con todos sus clavos,
barnices y molduras a pesar
de las vetas o venas que la cruzan.

Nunca ha echado de menos una rama
flexible, acogedora. Sin embargo,
siempre dispuesta todo lo recibe
sin quejarse del peso ni del roce.
Necesita sentir encima cosas
como si fueran pájaros dormidos,
confiados al ser de la madera.

      De entrada, las dos estrofas en que se divide el poema, cada una espejo de la otra, sugiere que no es una mesa la que habla, sino dos: una que nada sabe del árbol. Es el dilema mismo de la madera, la cual, libre de savia, jubilada de todo humor y proceso bioquímico, conserva a través de sus vetas y nervaduras un vínculo con su pasado salvaje. Pero no voy a analizar el poema, sólo quiero llamar la atención sobre los últimos tres versos, que me parecen reveladores del modo de hacer poesía de Francisco José Cruz:

Necesita sentir encima cosas
como si fueran pájaros dormidos,
confiados al ser de la madera.

      Acorde con el animismo que recorre todo el libro, la mesa no está ahí simplemente para que pongan cosas encima de ella, sino que necesita sentir el peso de algo que encuentre en ella un soporte y un descanso. Podría concluirse, siempre en consonancia con el animismo del poema, que lo hace porque recuerda su ser de árbol, que prestaba sus ramas al descanso de los pájaros. Pero el poema, sin negar esta posibilidad, apunta a otra dirección, porque para el mundo de las formas, de las maneras de vivir, las mesas son tan antiguas como los árboles, y por eso, si alguien le dijera a una mesa que sus patas fueron raíces o troncos antes de ser patas, «lo negaría con todos sus clavos, barnices y molduras a pesar / de las vetas o venas que la cruzan». Porque ser una mesa es un asunto serio. Como lo es, por cierto, ser un árbol. El poeta se toma seriamente el mundo, y lo hace otorgándole a las cosas un estatuto de eternidad y, de acuerdo con esto, se pone en su lugar, redescubriendo el mundo desde su particular punto de vista. Así, lo que llamamos prosaicamente un reflejo o una imagen virtual, en la poesía es el universo de los visitados, que esperan pacientemente su turno al otro lado del espejo. La mesa también ha esperado pacientemente su turno de mesa, como el árbol ha esperado su turno de árbol. Y como una mesa es en parte un árbol, porque, «siempre dispuesta, todo lo recibe / sin quejarse del peso ni del roce», así el árbol es una mesa involuntaria, una mesa silvestre, que al renunciar a la fácil efusión horizontal del pasto y disciplinarse en un duro aprendizaje de elevación, se ha constituido en un mueble de la naturaleza, útil para la necesidad de descanso de todos los volátiles. Me parece que estamos ante un ejemplo inmejorable de poesía de los objetos, que nos descubre, a través de un fino animismo, ese tipo de claridad que sólo la poesía puede descubrir, donde lo físico conduce naturalmente a lo metafísico. La mesa no recuerda ni defiende su pasado de árbol y, sin embargo, se somete por instinto a servir de apoyo a lo que sea, como si sus genes arbóreos se lo ordenaran. Podríamos ir más allá y suponer, en un enfoque platónico, que servir de apoyo, de descanso es la función arquetípica de la madera, que ella cumple sirviéndose indistintamente de las mesas y de los árboles. Es una lectura que tampoco invalida el poema. Pero lo que más cuenta, lo que tienen de revelador y emocionante estos pocos versos ordenados en dos estrofas, es que nos abren un universo de asociaciones donde podemos vislumbrar la eternidad de las mesas y de los árboles y olvidar el dato histórico de la procedencia de unas con respecto a otros. Nos liberamos de los nombres y accedemos al alma de las formas. El poema elude la dicotomía árbol-mesa desde el momento que se niega a ver la mesa como un reflejo o una variación del árbol, y nos sugiere, para ello, incluso lo contrario: el árbol como una protomesa, como el primer ensayo exitoso de emancipación del suelo bruto y, al descubrirnos lo que de mesa tiene todo árbol, nos permite ver los árboles bajo una nueva luz, que es la de ser, por así decirlo, los titanes del pasto, los genios del herbazal, los fundadores de la espiritualidad en la sosa república de los vegetales. Nos descubre, en resumen, no una esencia inmutable, sino un cuerpo contaminado por los otros cuerpos, que lucha contra ellos y de ellos aprende; siempre en precario equilibrio y siempre en busca, como todos nosotros, de una manera de vivir.

 Publicado en Confabulario, suplemento de Cultura de El Universal, nº 30, México, 13 de noviembre de 2004.