miércoles, 30 de noviembre de 2011

BIBLIOTECA SIBILA-FUNDACIÓN BBVA: Presentación de nuevos libros


De izqda. a dcha: Juan Carlos Marset, Rafael Pardo, César Antonio Molina y Francisco José Cruz.

El diálogo infinito de JORGE EDUARDO EIELSON por Francisco José Cruz
A veces, en mi vida de lector, la admiración por una obra me ha llevado al encuentro con su autor. Así me ocurrió con Jorge Eduardo Eielson, con quien mantuve varias conversaciones telefónicas pocos meses antes de su muerte. Sin embargo, mi esporádico trato con Eielson no impidió entre ambos cierta corriente afectiva, gracias a la cual él me envió, para mi sorpresa, El diálogo infinito, libro que yo no había leído, pese a conocer bien por aquel tiempo –me refiero a 2005– la rica obra del poeta peruano. Digo esto porque estoy convencido de que su publicación por parte de la Biblioteca Sibila-Fundación BBVA supone un extraordinario acierto editorial si tenemos en cuenta que sólo hay una edición anterior a ésta –de la Universidad Iberoamericana de México, en 1995– y que el libro sigue siendo hoy una rareza, incluso para los fieles lectores de este sui generis autor. A diferencia de aquel volumen, el que ahora presentamos incluye dos extensas entrevistas más, realizadas también por la poeta y profesora Martha Canfield, profunda conocedora del mundo poético de Eielson, íntima amiga suya y heredera universal de todos sus derechos. Ella dirige con incisiva inteligencia el curso de los temas (sus años en el Perú, su temprana y definitiva marcha a Europa, la indagación del propio cuerpo, su visión del arte clásico, precolombino y contemporáneo, la mística cristiana y oriental, su afán de transgresión de los lenguajes…), situándolos en su contexto para que Eielson exponga ampliamente su pensamiento estético y hable de su experiencia de la vida. El desarrollo y la hondura de las reflexiones dan por momentos a El diálogo infinito calidad de ensayo, donde la existencia de otro interlocutor lo salva de esa dosis de dogmatismo tan proclive a dicho género.
Creador radicalmente inconformista, Jorge Eduardo Eielson (Lima, 1924-Milán, 2006) se ha entregado con igual fortuna a las artes verbales y a las visuales, sin confundir nunca la esencia de cada una. De ahí que, en una de sus revelaciones a Martha Canfield le advierta que «no se puede mezclar indiscriminadamente lo que ya tiene una identidad milenaria». Esta condición polifacética revela una insólita libertad de espíritu, que traspasa los propios límites estéticos para entrar de lleno en el budismo zen y en el complejísimo mundo de la ciencia contemporánea, cuyas dispares concepciones de la realidad entre uno y otro se reconcilian en los nudos de energía que Eielson lleva a cabo con telas, inspirándose en los quipus prehispánicos del antiguo Perú. De este abrazo entre lo sagrado y lo empírico, el vacío y la materia, parte su noción de la belleza efímera, cuestionando así la aspiración de permanencia del arte occidental. Al respecto, en otras de sus preciosas páginas confiesa a Martha Canfield: «no creo en el mito de la eternidad de la obra de arte». Como consecuencia de ello, surgen sus performances, sus esculturas subterráneas e inclasificables creaciones que él abandona en cualquier parte como piezas anónimas. Todo esto explica también que le importe más el proceso creativo que su resultado.
En fin, acorde con su concepción circular del tiempo, ideas y sentimientos aparecen y reaparecen, visto desde distintos ángulos, provocando en el lector estímulos, incitaciones y gratitud por la excelencia espiritual y humana que encierran sus páginas.


Objetos personales (1961-2011) de MANUEL DÍAZ MARTÍNEZ por Francisco José Cruz


Mi ya larga y entrañable relación con el poeta cubano Manuel Díaz Martínez data de 1999, fecha en que empezó a colaborar con Palimpsesto, revista que Chari, mi mujer, y yo dirigimos en Carmona, aunque no lo conocí personalmente hasta noviembre de 2005, cuando tuve la fortuna de que aceptara mi invitación a participar en el II Encuentro Sevilla, Casa de los Poetas. Durante aquella memorable semana, de tan amena convivencia, su trato natural y efusiva inmediatez ya los había adivinado, de algún modo, en sus poemas. En las intensas conversaciones de aquellas jornadas, llenas de significativas anécdotas, su humor y su simpatía no disimulaban, sin embargo, cierto asomo de amargura por la intransigencia política de que fue víctima en su país, al punto de no tener más remedio que exiliarse en 1992 en España, primero en Cádiz y luego en Las Palmas de Gran Canaria, donde todavía reside. Esta desgarradora experiencia ha marcado para siempre su recuerdo y su actitud ante la vida.


La publicación por parte de la Biblioteca Sibila-Fundación BBVA de Objetos personales (1961-2011), reúne por primera vez la poesía completa de Manuel Díaz Martínez, o sea, la que a estas alturas de su vida, él considera realmente suya, eliminando del conjunto algunas primerizas colecciones de textos que hoy no pasan de ser meras tentativas de un poeta en ciernes. Así pues, el libro que presentamos aquí está organizado y revisado por su autor con la inequívoca voluntad de que se convierta en su obra de referencia, tanto para los estudiosos como para los lectores en general. El volumen, además, lleva un singular prólogo del también poeta cubano, Raúl Rivero, en cuyas humanas y chispeantes páginas se entreveran, de modo inseparable, el dato biográfico, el retrato interior y agudas pistas críticas, con tal de que el conocimiento del hombre y de sus versos sea, dentro de lo que cabe, uno solo.

Destacado integrante de la generación del 50, Manuel Díaz Martínez es el poeta cubano, junto a Eliseo Diego, con más hondas raíces en la tradición poética española. Esto se reconoce en la mesura de su voz y en el empleo de metros y estrofas de viejo cuño, que sutilmente rehace. La poesía de Manuel Díaz Martínez despliega una variedad de formas, tonos y enfoques con el fin de ponerse al servicio de las necesidades expresivas de cada poema. Esta suerte de humildad estética –que renuncia a un único registro dominante e inconfundible a favor de la eficacia emocional y temática– ya supone un claro síntoma de la autenticidad de su obra, donde el paso del tiempo –agazapado en las cosas y los gestos más nimios– y las vicisitudes personales dejan un poso nostálgico, triste que, lejos de la autocompasión derrotista, se mantiene dentro de un estoico eclecticismo, como revelan, por ejemplo, estos versos suyos: «Mis relaciones con la angustia son cordiales / porque no creo que en el mundo todo está ganado, / pero tampoco que todo está perdido.» Si la tierna ironía y la lucidez crítica de estos poemas nos hablan de una manera a veces explícita y otras implícitas de los tiempos oscuros en que muchos de ellos fueron escritos, su cordialidad machadiana y sentimentalismo becqueriano los sitúan más allá de las meras circunstancias históricas y dan a esta poesía, delicada y transparente, su íntimo carácter meditativo, donde, según Lezama Lima, «el hueso quevediano se junta con las brisas habaneras». Con ustedes, Manuel Díaz Martínez.

El poeta cubano Manuel Díaz Martínez
Palacio del Marqués de Salamanca, Madrid, 24 de noviembre de 2011.

viernes, 4 de noviembre de 2011

DOS POETAS ESPAÑOLES DE HOY

Mi labor no es la del crítico al uso que ordena, interpreta –a veces hasta decide– tendencias, estilos, generaciones. No sabría llevarla a cabo. Además, desconfío de esas listas, sobre todo de las que se centran en el presente inmediato, por la poca distancia y los muchos intereses, voluntarios e involuntarios. Sin ir más lejos, algunos poetas de cierta edad y obra dilatada preparan cada tanto una antología de poetas jóvenes. Uno de sus motivos, según sospecho, podría venir del temor a dejar de ser una referencia y no seguir en el candelero. Esas antologías suelen proclamar posibles cambios de rumbo, cambios que rara vez se producen, debido al breve espacio de tiempo que dista entre una compilación y otra. En verdad, se trata antes de huir de la quema de un discurso agotado que de captar cualquier matiz novedoso.

Al hilo de esta confusa proliferación de autores noveles y al prematuro prestigio de algunos, se ha extendido una opinión autocomplaciente sobre la poesía española de las últimas décadas, a todas luces injusta y paralizante. En efecto, se publican en España más libros de poemas que nunca. Sin embargo, las editoriales de poesía, por lo general, al fomentar demasiados premios literarios, escudándose en subvenciones económicas, han dejado en manos de los jurados, en mayor o menor medida, el criterio de sus colecciones. El resultado es el de obras mediocres cuando no insignificantes que por turno se premian entre sí los poetas que controlan el cotarro y que, con frecuencia, ya tenían algún libro en la editorial convocante. Pero no quisiera cometer la injusticia de echar toda la culpa de la pobreza de la poesía española actual a la falta de independencia y rigor de ciertos editores de peso. Ellos, al fin y al cabo, son productos de un ambiente y no los principales responsables del nivel de una época. Creo que el nivel medio de un periodo determinado lo marcan sus poetas notables que, cuando no aparecen, la exigencia creadora baja considerablemente.

Los caminos de la poesía española de los últimos veinte o treinta años son numerosos. Pero de esta variedad han surgido, a mi modesto entender, muy pocos poetas auténticos, poetas que justifiquen una corriente en vez de ser justificados por ella y conciban cierta línea de la tradición como un punto de partida no de llegada para alcanzar un mundo propio que se nos imponga de pronto, sin excusas teóricas. A mis 43 años siento que es hora de no conformarme con cualquier cosa y, por consiguiente, empezar a perder el prurito de estar al día de libros anodinos por trillados y triviales, que no soy capaz de terminar. Llega un momento en que el lector, al igual que el poeta, debe elegir su propio camino, vaya o no vaya solo por él. Poco a poco, aprendo a esperar a esos poetas que, al darme conciencia de la precariedad e indefensión humanas, me acompañan y alivian extrañamente de ellas. Unos poetas me llevan a otros a través de oscuras intuiciones y necesidades profundas que parecen sólo parecen casualidades. Sus obras no tienen por qué compartir una misma visión del mundo, ni un mismo tono, ni una misma época. Su autenticidad reside, para mí, en esa coherencia interna en que fondo y forma se influyen mutuamente, convenciéndome de que no pueden ser de otro modo del que son. Dicha coherencia a partir de la cual una obra se distingue de otra al adquirir un carácter singular le falta a casi todos los poetas españoles del momento. Vengan de la corriente que vengan, al confundir sencillez con espontaneidad y meditación con ocurrencia, no pasan de un realismo anecdótico de brocha gorda, sin encarnadura vital, de una retórica pseudometafísica, del refrito irracional o la moralina sociopolítica por nombrar algunas inclinaciones recurrentes. Esta variedad de estilos y temas la contrarresta la escasez de metros y estrofas empleados. Patrones miméticos y rígidos acarrean una rutina expresiva que impide que cada contenido encuentre su forma adecuada para no desdibujarse y hacerse necesario. Soy consciente de que la honestidad de mis apreciaciones no garantiza su acierto, pero prefiero, a riesgo de equivocarme, contar mi experiencia de lector sin dejarme llevar por manuales ni reseñistas de periódicos. He optado, pues, por ofrecer una muestra de dos poetas que, sin estar olvidados ni al margen de los circuitos editoriales, no tienen la presencia que a mi juicio merecen, si la comparamos con algunos, tan sobrevalorados.

Ni Julio Martínez Mesanza ni Jesús Aguado centran su poesía en la realidad inmediata, aunque cada uno, con procedimientos y enfoques diferentes, la incorpore decantada a una reflexión más abarcadora de la existencia humana, adquiriendo el presente vivido una dimensión simbólica o atemporal sin que, por ello, estos mundos poéticos pierdan concretud o sentido de lo cotidiano. Así pues, el presente aparece en la medida en que lo reconocemos en cualquier sesgo de la historia o introspección imaginativa, a través de preocupaciones, hechos y sentimientos primordiales de nuestra especie. En consecuencia, ambos poetas evitan referirse de manera directa a sus circunstancias personales y supeditan sus propias experiencias a la visión de la vida que el conjunto de sus obras desarrolla.

En los poemas de Martínez Mesanza (Madrid, 1955), oímos la voz de soldados anónimos de los que desconocemos, incluso, sus rostros y su rango. Soldados que rememoran y meditan sobre vicisitudes de batallas más o menos remotas en las que participaron, cuyos enclaves imprecisos sólo a veces podemos situar por datos dispersos entreverados en la narración. Hombres, normalmente, sin influencia alguna en el curso de las contiendas. Por esto, los recuerdos y deseos que refieren se limitan a sensaciones y sentimientos básicos de aislados episodios bélicos, cuya acción omiten. Esta no es, pues, una poesía de la aventura épica, sino de las huellas ambiguas o contradictorias que quedan en la mente y en el corazón de quienes la vivieron. Siempre con idéntico acento, nos hablan desde la soledad, el desconcierto, la crueldad o la lástima de situaciones repetidas en esencia, ante las cuales la gama de sus reacciones tampoco es amplia. De ahí que tengamos la impresión de que detrás de cada poema oigamos la misma voz, la de un único testigo de campañas ya olvidadas, ocurridas en épocas y escenarios distintos. Esta suerte de monotonía o uniformidad castrense encuentra su férrea correspondencia en la construcción formal de los poemas. De los dos libros publicados por Martínez Mesanza en realidad, varias entregas de uno solo, todos los poemas, salvo “Tres hermanas” están escritos en endecasílabos blancos y ninguno de ellos se divide en estrofas. Acorde con la grisura de este ambiente, los frecuentes encabalgamientos y cesuras internas impiden que ningún verso brille sobre los demás y consiguen que, al depender unos de otros para completar el sentido de una frase y, por extensión, del texto, pasen desapercibido a favor del plano semántico, rondándonos en la memoria al final un clima y una idea. El endecasílabo es el metro más manoseado de la poesía española de hoy. Pero, a diferencia de casi todos los poetas coetáneos suyos que lo usan por simple inercia rítmica, Martínez Mesanza lo llena de contenido. Su desgaste actual y los suaves hipérbatos recogen el aire anacrónico justo de este mundo heroico y decadente. Como apunté, ya no se trata de resaltar las hazañas pasadas. Importan sus secuelas humanas y la conciencia estoica ante la derrota final de todas las empresas. De ahí el carácter epigramático de estos poemas, al que contribuyen el tono, los mecanismos formales y la brevedad; epigramas guiados por el sentido común de las contrapuestas inclinaciones de los hombres con sus grandezas y sus miserias.

La poesía de Jesús Aguado (Madrid, 1961) supone, ante todo, una apertura extrema de la realidad. Nos habla desde nuestro tiempo, pero negándolo, en fuga hacia otro que ella misma va construyendo. Un tiempo que, liberado de lastres, viejos conceptos o tópicos inservibles, resulta ser éste o, al menos, la posibilidad utópica de serlo, hasta el punto de que su espacio natural es el poema. Para habitarlo, debemos dejarnos llevar sin prejuicios ni condiciones. Se trata de un espacio dinámico, entregado al júbilo de la metamorfosis y del juego, donde la impermanencia intrínseca de los seres y las cosas actúa a favor de la vida y no en contra, como suele pensarse. Así, la identidad del yo se convierte en un flujo y en el olvido de quienes fuimos hace sólo un instante con tal de estar, incluso, dispuesto a ser nada. De esta disponibilidad última, surgen los cambios de perspectiva de la obra de Aguado, en la que cada libro posee sus propias características, adecuadas siempre al enfoque adoptado, aunque como se abordan las mismas cuestiones desde puntos de vista diferentes, sus principales mecanismos y su tono no varían en esencia. Varían, eso sí, según la función o el peso que un recurso determinado tenga en cada caso. Hay libros enteros y partes de otros cuyos poemas establecen entre ellos una dependencia decisiva para desplegar su sentido más completo y abierto. Un sentido que no está marcado de antemano, sino que se afirma y se niega de continuo y que se sostiene en la falta de puntos de apoyo, de hábitos y metas. En esta movilidad, el pensamiento y la imaginación se interpenetran, saliéndose de sus contextos endogámicos, sin confundir ni debilitar sus propias cualidades. De ahí que el juego no sea un fin en sí mismo, sino el recurso más personal y eficiente de esta obra. El juego suspende todo discurso, librando al pensamiento de sacar conclusiones. El juego, pues, provoca esa actitud desenfadada y desinhibida tan propicia al intercambio de papeles y a las correspondencias de todo con todo, donde la imagen más abarcadora y sugerente que la metáfora se ofrece como punto de encuentro entre el pensamiento y la imaginación. Gracias, además, al dinamismo de las imágenes que influye a su modo en el ritmo del poema las combinaciones métricas parecen más sueltas y ricas de lo que son. Esta suerte de pensamiento imaginante conecta con algunos aspectos de ciertas filosofías orientales, asumidos e integrados por nuestro autor en los esquemas formales y temáticos de la tradición hispánica a los que recurre. Por esto, sus poemas no están desarraigados de la lengua ni remedan procedimientos ajenos a ella. Sin embargo, dicha hibridación es la responsable de que la poesía de Aguado suene tan distinta a la de los poetas españoles de las últimas promociones.

Publicado en Revista Universidad de Antioquia nº 283 (Medellín, Colombia, enero-marzo de 2006).