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El lector, ese prestigio o amago de
intenciones, entra en una poética. Levanta la mirada más allá del paisaje y
regresa a la «materia» de lo escrito con la venia de quien lo trazó en el papel
y en el adentro:
Siempre hay que recordarle al poema
que tiene que ayudarnos a escribirlo.
Esa confianza en el sujeto poema nos resigna a estar más cerca de la
angustia que de la celebrada felicidad de los conformes. El poeta de esta «travesura»,
el sevillano Francisco José Cruz, concita el encuentro gracias a la antología Hasta
el último hueso (Poemas reunidos 1998-2007) que publicara el otro@el mismo (Mérida, Venezuela,
septiembre 2007), dirigida por Víctor Bravo, y que ha propiciado tantas
sorpresas agradables a los lectores de éste y del otro lado del hemisferio de
habla castellana.
El autor de estos poemas, vidente de todos los mundos de la palabra, se
anuda a la imagen que lo ha hecho decir en una entrevista: «Procuro que sea el
lector el que ponga los sentimientos ante lo que se le muestre». Y así lo ha
dejado sentado en el prólogo del volumen antológico el poeta venezolano Eugenio
Montejo.
El poema no aguanta aquí sentado
y a los pocos renglones ya desobedece,
trazando con los pies
los garabatos que le van saliendo
a la vez que se acerca hasta la orilla
del folio y allí naufraga,
como un niño advertido del peligro
que implica no hacer caso a quien lo
cuida.
«El travieso», el poema/niño, el poema/rebelde, el desobediente, el que
se suelta de la mano del padre y desbarata el mundo, dialoga con su creador, lo
silencia y hasta lo conmina muchas veces a callar. Esta sensibilidad la
encontramos en toda la poesía de Francisco José Cruz (Alcalá del Río, 1962): se
trata de un creador que vibra con su propia libertad. Andaluz al fin, se
regodea en su ambulante imaginación. Gitano de los sonidos, canta su poética,
la acomoda a la gracia de saberse sujeto a riesgos y aventuras. El poema –qué bien suena en Cruz– es un juego: suerte de maravilla que se
agita en las manos del niño que lo inventa. Juguete, la palabra se hace visible
a través del mundo que el poeta re-crea, instruye con el fraseo diario de la
inteligencia, de una especial sensibilidad, cuyo referente está en la «perplejidad
de quedarnos un instante entre lo que fue y lo que podría ser».
2
Tres son los libros que aparecen en esta
selección: Maneras de vivir (1998), A morir no se aprende (2003) y El espanto seguro (2007). En ellos,
según palabras del mismo Cruz, ha quedado el paso del tiempo, lo que ha dejado en
su discurrir. Más que el tiempo, sus sobras, los poemas, pero sin aspavientos,
sin adornos que los hagan más cercanos, más hechos del barro con que es
moldeado el ser humano. No tanto la tradición de que se vale, más de esa
prosodia que tanto nos ha hecho andaluces a los que vivimos, soñamos y morimos
en esta herencia llamada Hispanoamérica. Se trata de una poesía que se pasea
por los laberintos del autor y logra salir luminosa, limpia de las sombras del
cuerpo y del alma. Sus referentes no tienen fronteras: todo tema se hace
transparencia, poema para consumir, para danzar con la inflexión de cada
sonido. Podemos decir que bailamos con esta lectura, que nos sacudimos la
timidez y nos hacemos lectores desengañados. Cada poema de Francisco José Cruz
es la inauguración de una sorpresa. No es la sorpresa per se. No; se trata de la víspera de lo que nos espera, de lo que
nos dará el poema con el primer encuentro.
3
Quiero quedarme en un texto que «piensa»,
que nos imagina como sujetos de experiencia, porque todo lector –al ser invitado a compartir el ágape, algún diálogo– genera un espacio, el trozo de silencio que ocupa un lugar
y forma parte de atracciones y rechazos. Digo: me quedo con este poema, «La
mesa», para regocijarme con este Francisco José Cruz que sabe verlo todo, que
viaja por la luz y por la sombra, por las señas de identidad de los objetos
renovados, hechos al gusto con los insumos de la imaginación, sin recargo de «belleza
innecesaria»:
Si una cosa de las que tiene encima
le dijera que siempre no fue mesa,
que sus patas fueron antes raíces
–aunque
las tenga lisas, torneadas–,
lo negaría con todos sus clavos,
barnices y molduras a pesar
de las vetas o venas que la cruzan.
Nunca
ha echado de menos una rama
flexible,
acogedora. Sin embargo,
siempre
dispuesta todo lo recibe
sin
quejarse del peso ni del roce.
Necesita
sentir encima cosas
como
si fueran pájaros dormidos,
confiados
al ser de la madera.
4
Leo al desgaire, a placer, con la
libertad que me brinda este saludable poeta. A tanto ha dado el tiempo, que
deja sobre la misma mesa, bajo el cielo entreverado, las voces de quienes
recuperaron la edad en el silencio definitivo. En «Manera de decir» Francisco
José Cruz reafirma su condición de heredero del tiempo, de lo que ha dejado en
el camino. Toda la poesía del sevillano es una provocación al lector. Él mismo
lo admite y así lo recalca: «Intento involucrarme lo menos posible en el poema
para crear en el lector, no en mí, ese estado de perplejidad al que aludí antes».
El poeta se nos entrega, afirma su presencia con la participación de quien
habla con los objetos, como el mismo autor lo dice. Y digo al desgaire para
entrar y salir de los sonidos que repetimos en el silencio de la soledad, eco
respetuoso de quien trabaja el tiempo acumulado:
Escucho
en una grabación antigua
las
voces de poetas que ya han muerto.
Son voces bien despiertas,
ajenas
por completo a la ceniza
de
las gargantas que las alentaron.
Tiene
la eternidad que esas gargantas
ni
siquiera soñaron y, no obstante,
sólo pueden decir
estas
pocas palabras que han quedado
al
margen del silencio, cuyo cauce
divide
para siempre la memoria
del
olvido. Las palabras son claras,
parecen recién dichas,
pronunciadas
ahora que las oigo,
como
si nunca hubieran conocido
garganta,
lengua, labios. Voces solas
hablando
decididas de la ausencia
sin que puedan callarse.
Tal
vez están diciendo lo que aquellos
poetas
no dirían si volviesen.
5
Si bien poema y poetas vertebran la
respiración de Francisco José Cruz, la materia prima, la materia, también se
aproxima a los motivos de su pasión por vivir. Dejemos que sea el más adentro
de su indagación el que cante, el que nos lleve de la mano al sótano de una
mirada cuyo silencio es el mismo poema:
Mis
padres murieron hace doce años.
A
veces sueño que vuelven y que tratan
de
vivir como si fuéramos los mismos
y
desde entonces nada hubiera cambiado.
Cómo
explicarles que ya no tiene casa,
que
muebles y dinero los repartimos,
naturalmente,
entre todos los hermanos.
Nos
miramos sin decir palabra
hasta
que me despierto con gran alivio.
(«Pesadilla»)
Restos del tiempo, de unas vidas que
rescatan su espacio en la memoria.
Uno lleva ventaja cuando oye al autor decir sus poemas. Francisco José
Cruz lee «desde adentro”, desde la iluminación de su invidencia, y nos acerca
más a ser ángel o demonio, luz o sombra, vida o muerte, verano o invierno, esos
contrarios que dice bien Montejo. Por eso, recurro a esta «Canción de sepultura»,
tan de la tradición de su patio como el limonero en el soleado de Lorca:
Púdrete,
amor mío,
que no hay más remedio,
púdrete sin mí,
que aún no me he muerto.
Púdrete, púdrete
dentro de tu sueño,
púdrete aunque yo
sin ti ya no duermo.
Púdrete, amor mío,
que no hay más remedio,
púdrete, púdrete
hasta el último hueso.
Con este último verso, nos damos por satisfechos. Mortalmente
satisfechos, vivamente urgidos por alcanzar el próximo poema, la próxima
estación que dice Virgilio Piñera: «Escribimos también lo que no vivimos», citado
para dejar claro que entre la vida y la eternidad casi no hay distancia.
Publicado en el blog Historiografías, 4 de julio de 2008.