No estoy dotado para las
grandes abstracciones metafísicas. El término caos, contemplado en su dimensión
cosmogónica, desborda mi capacidad imaginativa, al punto de resultarme un
concepto inconcebible si no fuera por el afán ordenador de Hesíodo que, a su
manera, despejó las abismales nebulosas del comienzo de un mundo que ya dejó de
ser el nuestro. Pero, sin ir tan lejos, múltiples manifestaciones del caos –de
un caos concreto en diversos grados– afectan decisivamente a nuestra vida, entre
ellas, el aliento creador y la enfermedad, temas opuestos y habituales en mi
escritura. Dos poemas míos, «Habla el barro» (Maneras de vivir, 1998) y
«Delirio» (El espanto seguro, 2010)
muestran, sin ambages, estos extremos de la condición humana. Ambos, pese a sus
contrarias realidades, se expresan en primera persona, pues, sólo a través del
recurso de la empatía se puede dar voz a lo que no la tiene o a quien ya la ha
perdido para siempre.
El primero responde a mi persistente inquietud por la apariencia de las
cosas cotidianas y sus cambios de función o aspecto, provocados por el curso
del tiempo y las circunstancias. Me lo inspiró una visita que a mediados de los
años 90 del siglo pasado hice con mi mujer al museo de artesanía popular de
Paco Tito, en la ciudad andaluza de Úbeda. Allí, rodeados de piezas acabadas o
a medio hacer, un hombre silencioso se atareaba en su torno, dando forma a algo
que aún no la tenía. En el poema, como su título indica, es un trozo de arcilla
el que va contando paso a paso, la radical transformación a que lo somete la
inmemorial destreza del alfarero desde su informe estado:
Habla el barro
Unas manos sin cuerpo,
anteriores al mundo,
parece que crearon a estas manos de barro
que, cuidadosas, hacen con mi forma
una forma distinta de las suyas.
Estas manos no piensan: es el tiempo
el que infunde a sus huesos el instinto
de salvarme del caos.
Yo no hubiera durado sin ser algo concreto.
Estoy siendo una cosa:
esta masa de dedos indudables
ya se ha impuesto a la mía
y he dejado de ser lo que no era.
Me siento circular y hasta profundo,
después de que el calor de una memoria
me asignó este destino
de plato que ya tengo.
Y me plazco en el cuerpo que ahora estreno,
decidido a durar en este instante
cerrado de materia.
En efecto, su punto de partida está en el
caos, pero un caos tangible, abarcable por la sensibilidad humana. Sólo en los
versos del comienzo asoma un vago vértigo cósmico que de inmediato desaparece
en pos de una paulatina concreción que el presente del poema refuerza. En la
suave alternancia polimétrica de los versos sueltos, acompañando como en
sordina al monólogo interior, sentimos la manipulación delicada de «esta masa
de dedos indudables» –donde la aliteración intensifica por un instante el
modelado del tacto– y el placer físico de llegar a ser un plato, ese objeto
reconocible y útil que da sentido a la materia informe, originaria, fructífera.
El segundo poema surge de mi exacerbada conciencia de la precariedad
física y, por ende, a la necesidad de revelarme ante dolor ajeno –que en
cualquier momento puede ser propio–, imaginando el sufrimiento. De ahí el agudo
realismo, casi impúdico, con que afronto este aspecto de mi poesía. Lo escribí
como al dictado –cosa rara en mí– a raíz del cáncer
agónico que devoró a mi suegro. Entre sus líneas, sin dejarse notar, aún late
la humillante impotencia de sus seres queridos durante tantos días al borde de
la cama:
Delirio
Se extiende el tumor
por el vientre el pecho
hasta la garganta
se extiende el tumor
se extiende no puedo
ya ni beber agua
se extiende el tumor
se extiende del cuerpo
a toda la cama
se extiende y me hundo en el sopor
de las sábanas
en el colchón
que me traga
y estiro y encojo las patas de mi cuerpo
las piernas de la cama
y me hundo me hundo en este sueño
sin alas
que tornillo a tornillo hueso a hueso
me confunde con la cama
y me duele el colchón
me duelen las sábanas
manchadas de sudor
o de miedo
y me hundo me hundo en el tumor
que me traga me traga
entero
Si «Habla el barro» va del desorden primigenio a un orden provisorio,
«Delirio» muestra el proceso contrario: de la previa armonía vital, ausente en
el texto, al desmoronamiento definitivo. Todos los elementos del poema están al
servicio de expresar el irremediable deterioro del cuerpo, sin ahorrar detalles
de sus demoledores estragos. En arte, paradójicamente, hasta el desconcierto requiere
una forma y ésta subraya la última lucidez del enfermo. Los nueve primeros
versos siguen un esquema fijo de metro y rima, que otorgan un deliberado equilibrio
inicial al poema, pese a la existencia del tumor desde el comienzo. Todos los
versos, a partir del décimo, se alargan o se acortan como espasmos, acordes con
el desaforado descontrol del organismo, y dicha regularidad se viene abajo. Sin
embargo, aunque ya su alternancia es caprichosa, las rimas no se pierden, cuyo
ir y venir, no da respiro, como tampoco lo dan el polisíndeton, la obsesivas
repeticiones de palabras, de estructuras sintácticas o incluso de versos. Estos
procedimientos, unidos a la falta de puntuación, contribuyen a un grado de
asfixia cada vez más agobiante y vertiginoso, al punto de que mediante
recurrentes metonimias, las sensaciones se confunden en la íntima perorata del
moribundo, y los contornos de su cuerpo –esos límites que defienden cualquier
forma definida del caos– se borran.
En definitiva, he recordado dos experiencias que no he vivido en
persona, aunque haya sido testigo directo de ellas, y que, gracias al carácter
eminentemente comunicativo de la poesía y mi confianza en todos sus niveles
expresivos, he hecho propias: una como trasunto de la composición poética y
otra como anticipo a esa postración final que, cuando me llegue, no podré dejar
escrita. Formas inocentes, pues, de contrarrestar estas dos caras del caos: la que
nos precede y la que nos acecha.
Carmona, enero de 2013.
Publicado en Luvina 70 (revista literaria de la Universidad de Guadalajara, México, primavera de 2013).