viernes, 29 de junio de 2012

PALIMPSESTO 27. Lectura de FÉLIX GRANDE

Casa Palacio de los Briones. De izqda. a dcha.: Fran Cruz, Félix Grande, Juan Ávila (alcalde) y Francisco Hidalgo (director de Olavide en Carmona).

FÉLIX GRANDE A TUMBA ABIERTA
por Francisco José Cruz

Sólo al cabo de los años nos damos cuenta de la verdadera importancia de ciertos hechos, de su decisiva influencia en nuestra trayectoria vital o literaria. Uno de ellos fue para mí, sin duda alguna, mi encuentro con Félix Grande, a quien mi amigo, el poeta Rafael Adolfo Téllez, me presentó en Sevilla una ya imprecisa noche de 1991. Yo andaba entonces deslumbrado por la inclasificable obra del argentino Antonio Porchia, del que acababa de publicar en el nº 3 de la colección Palimpsesto la primera antología de sus Voces en España. Sin más prueba que la de mi joven entusiasmo, Félix Grande me animó a escribir un ensayo sobre este autor para Cuadernos Hispanoamericanos, revista señera en el ámbito de la lengua y obligada referencia para quien, como yo, empezaba la modesta aventura de Palimpsesto, cuya premisa principal ya era acercar a Carmona el riquísimo mundo poético del nuevo continente. A partir de aquella fecha, colaboré con frecuencia en los Cuadernos Hispanoamericanos hasta que, en 1996, Félix Grande –punto de unión imprescindible entre los escritores de las dos orillas del Atlántico durante tanto tiempo– dejó de dirigirla. Esos estimulantes años los considero hoy –gracias a los sugerentes libros que él me enviaba desde Madrid para que los reseñara– mi escuela literaria, donde me fui haciendo un lector más atento y aprendí la suficiente soltura expresiva para ordenar mis incipientes juicios críticos. Pero mi deuda con Félix Grande no se queda aquí. Amén de su amistad, le debo también –como indiscutible maestro en la materia– el descubrimiento del inmenso valor poético de la copla flamenca, comparable en sus momentos más altos a cualquier gran poema culto.
   La poesía de Félix Grande, como la del cante jondo, se nutre del magma de las emociones primordiales de nuestra especie, donde el amor, el miedo, la piedad, la pena, el odio, la alegría, la lujuria o el coraje de vivir se entrelazan irremisiblemente. Por esto, uno de sus versos descubre «el pánico en el fondo del placer», o son habituales en este rotundo mundo verbal paradojas del tipo «atroz ternura», «misericordiosa crueldad», «humildad abominable», «espantosa dulzura», «huracán de quietud»… que, en su contexto anímico, reflejan con demoledora precisión, al modo de descargas eléctricas de alto voltaje, una conmoción extrema. De ahí, su singular empleo de la hipérbole, de la insistencia y de la adjetivación enfática e inesperada. Félix Grande concibe, pues, la escritura poética como una catarsis donde no caben las medias tintas. En «Madrigal del odio muerto», perteneciente a su flamante Libro de familia, nos remite a una suerte de vértigo de la memoria, cuya antiquísima fórmula, de raigambre mítico poética, suena aquí con extraordinaria novedad, entre la súplica y la rebeldía contra el olvido. El poeta no duda en ajustar cuentas con su madre muerta, guiado por el remordimiento y la necesidad del perdón:

…Acomódate en tu mecedora de tierra.
Aparta de las cuencas de tus ojos
los gusanitos, los escarabajos,
la mansa podre de la eternidad
y mírame despacio, con amor: lo necesito, ya soy viejo
y no quiero morirme sin explicarte cuánto te he querido
chapoteando en aquel charco de odio.

            Pese a su gran extensión, que alterna verso y prosa, el poema no se demora en las experiencias concretas que lo originaron: alude a ella lo justo para regodearse, en cambio, en sus repercusiones afectivas. Este contraste entre el control de la anécdota y sus incontenibles efusiones sentimentales es, quizá, la cualidad más propia de esta obra, púdica e impúdica a un tiempo. Ya en «Nanas de la metralla», escrito en 1976, con el dominio técnico que lo caracteriza y su renovador sentido de la tradición poética, Félix Grande torna las famosas seguidillas de Miguel Hernández en un poema aterrado por el drama de España, cuyo protagonista es más él mismo que su propia hija, a la que trata de dormir. El inocente y persuasivo ritmo de canción de cuna aumenta aún más su escalofriante contenido:

En la cuna del pánico
tu padre estaba.
Con sangre de tabaco
se amamantaba.
[…]
Duerme en tu nido:
tu padre está velando
despavorido.

            Visceral y tierna a la vez, la poesía de Félix Grande aborda a tumba abierta, sin mediaciones anecdóticas, los recónditos recovecos de los sentimientos humanos hasta que la propia intimidad y las circunstancias históricas se entreveran, como ocurre en «Recuerdos de infancia», uno de los poemas más estremecedores de Blanco Spirituals (1966), en el que las terribles noticias de la prensa diaria recuerdan al poeta su niñez de cabrero y la sangre manando de los animales sacrificados:

hoy el periódico traía sangre en volumen considerable
y mientras leo pacientemente civilizadamente el intento
de justificación de esos destrozos escrito de sutil manera
recuerdo vacas cabras chotos la gran orza en el suelo
y recuerdo imagino pienso que unos cuantos carniceros
continúan desollando troceando pesando en sus básculas
haciendo su negocio mediante esos pobres animales sacrificados.

            Ambas escenas, la del periódico y la de la memoria, se iluminan mutuamente hasta que la segunda deja de ser la mera comparación de la primera para adquirir en los versos un desarrollo polisémico.
            Nacido en 1937, en el seno de una familia humilde, en plena guerra civil, su entorno y la aciaga época en que creció, fomentaron en Félix Grande su dosis de fatalismo, su exacerbado sentimiento de indefensión y, en definitiva, su visión fatídica del destino humano. Se diría que él es uno de esos «artistas amamantados en la pesadumbre», a los que se refiere en «El abogado del poema» de Puedo escribir los versos más tristes esta noche (1971). Sin embargo, Félix Grande, como todo poeta verdadero, nos recuerda que sólo quien asume a fondo su dolor sabe agradecer sin paliativos esos momentos de plenitud que nos regala la vida y que, en su obra, alcanzan su máximo sentido en la pasión amorosa. Por esto, su ancestral desconcierto –el mismo que hereda del hombre de las cavernas– no le priva del puro asombro de existir, que también sentirían nuestros remotos antepasados. Asombro y compasión por sus congéneres, lección que sin duda aprendió de sus maestros Antonio Machado y César Vallejo.
            Poesía, pese a todo, del coraje de vivir, narrativa y lírica, en la que el romance y el soneto –formas tradicionales por excelencia de nuestras dos vertientes creadoras, la popular y la culta– se alían con el verso libre y el poema en prosa de largo aliento en este vasto mundo expresivo, en el que casi todos los registros y tonos imaginables caben. No en vano, Félix Grande es, a mi parecer, el poeta español contemporáneo que –contradiciendo abiertamente reductoras teorías lingüísticas de la modernidad– más fervor y confianza muestra por la fuerza significativa del lenguaje, por su belleza y capacidad de consuelo, al punto de «sentir por las palabras un profundo respeto» y considerar a la poesía, junto al amor, «un milagro».

VIDEOS:

Presentación de PALIMPSESTO 27

Félix Grande recita y comenta su poema "El desterrado del Espasa"

© KARCOMEN

Carmona, Casa Palacio de los Briones, 22 de junio de 2012.

martes, 19 de junio de 2012

GARCÍA MÁRQUEZ: LAS REALIDADES IRREALES




El presente volumen, editado por Mondadori en 1993, De Europa y América (1955-1960) nos ofrece la producción periodística en distintos diarios y semanarios de Colombia y Venezuela de Gabriel García Márquez en estos años y que la editorial Bruguera ya recogió en 1982. Lo más relevante de esta etapa, desde el punto de vista personal para el colombiano, es su traslado al viejo continente, enviado por El Espectador de Bogotá como corresponsal, aunque «nada tenía que buscar García Márquez en Europa, porque ya disponía de sus convicciones culturales; las claves que por entonces ignoraba, ya las poseía en realidad, sin saberlo»[1].
            A pesar de que la misión periodística de García Márquez en Europa y, más tarde, desde Venezuela no es sustancialmente distinta de la que llevó a cabo en Bogotá para El Espectador, las condiciones de trabajo en el viejo continente le son mucho menos favorables y privilegiadas. La posibilidad para obtener primicias informativas resultan ahora nulas. Su posición de corresponsal relegado respecto a los potentes medios de comunicación llega hasta el punto de que «sólo en los primeros días de Ginebra mandó García Márquez unos pocos cables. El resto del tiempo tuvo que contentarse con mandar sus crónicas por correo aéreo»[2]. La tardanza de la información para el lector de Colombia constituye el primer grado de irrealidad, ya que éste no estaba siendo informado de lo que ocurría, sino de lo que, con creces, ya había sucedido. El público americano no estaba al día y, sin saberlo, empezaba a vivir una actualidad ficticia. El segundo grado de irrealidad lo constituye la imposibilidad de García Márquez de acceder al verdadero meollo de las cuestiones, allí donde las noticias ardían de vigencia y rigor. Esta falta de información de primera mano obligó a García Márquez a prestar atención a hechos y circunstancias más que coyunturales y, en ningún momento, noticiable. Por tanto, aunque el colombiano acuda donde se produce la noticia de verdadero interés internacional, no la cubre de modo fiable, incluso llega a escamotearla. En «El susto de las 4 grandes» (El Espectador, 27-VII-55) no consigue mandar para Colombia el debate político que se suscita, moviéndose en terrenos extrapolíticos y periféricos, más propios para un escritor audaz que para un periodista deseoso de datos y declaraciones candentes: «A esa misma hora, las esposas de los diplomáticos comían y hablaban de las señoras que no estaban presentes, en un hotel particular de la rue des Granges. Mientras, la señora Eisenhower elogiaba el resplandeciente traje de satín blanco de la señora Faure –un modelo exclusivo de Fath– […] La señora Dulles dijo que no podía comer frutas congeladas, porque echaba a perder su dieta». Estas incursiones en lo imaginario, apoyadas en la retórica de la ocurrencia, llenan el espacio periodístico que las dificultades de reportero hispanoamericano impiden a García Márquez cubrir de otro modo. Sin embargo, aunque Gilard, con acierto, señala que «lo que hasta entonces había sido su originalidad se convertía en una necesidad», no podemos olvidar que, cuando en Colombia García Márquez tenía un extraordinario acceso a las noticias, prefirió optar en numerosos reportajes por el enfoque humorístico y buscar también el «otro aspecto de la noticia». De todos modos, sí es reconocible una mayor exacerbación o, más bien, un abuso al recurrir a las desviaciones narrativas y a su sentido del humor que, a veces, no sólo en el tono, sino en el tema mismo, desemboca en los intereses periodísticos de las revistas del corazón, como, por ejemplo, la crónica titulada «Inglaterra y la reina tienen un problema doméstico: Felipe» (Élite, Caracas, 23-III-57). La elección de este tipo de temas, que él mismo califica de chismografía internacional, conecta, a su vez, con aquellas situaciones en que García Márquez se encontraba sin tema sobre el que escribir y acudía a noticias banales y nada prioritarias en los volúmenes anteriores. Lo mejor de este tipo de textos está en la habilidad narrativa del colombiano y en la estructura formal que, en algunos reportajes, literariamente hablando, salvó la pobreza de sus contenidos. En este sentido, el colombiano desarrolla la técnica de la narración policíaca en largos reportajes publicados por entrega como «El escándalo del siglo» (El Espectador, septiembre de 1955) y «El proceso de los secretos de Francia» (El Independiente, Bogotá, marzo y abril de 1956). En el primer reportaje García Márquez informa sobre el asesinato de la muchacha Wilma Montesi y, en el segundo, sobre el juicio a algunas personas que, supuestamente, filtraron a la luz pública importante información secreta del Comité de Defensa francés. Ambos reportajes reconstruyen historias llenas de contradicciones, de oscuridades no resueltas, de especulaciones de testigos y fechas coincidentes que, envueltas en una atmósfera de relato, no exenta de invención, crean un clima de incertidumbre y suspense, propios del género. El lector puede perderse con facilidad en los sinuosos vericuetos de insinuaciones y fechas, pero no pierde el interés por la solución de los casos, la cual no llega. También, en «El año más famoso del mundo» (Momento, Caracas, 3-I-58), crónica donde el colombiano hace un balance de muchas noticias dadas en 1957, el valor de este texto está en la endiablada estructura formal. Se trata de reflejar la simultaneidad en el tiempo de noticias que nada tienen que ver entre sí. La variedad de las noticias, al ser puestas en el mismo plano temporal de la escritura, le sirve a García Márquez no sólo para cortar la monotonía de la información, sino que dicha técnica llega a ser en sí misma humorística, debido a que noticias muy distintas, por el procedimiento de la simultaneidad, entran en relación: «En cambio, en ese mismo febrero en que Brigitte Bardot llevó su descote hasta el límite inverosímil en el carnaval de Munich y el primer ministro francés, señor Guy Mollet, atravesó el Atlántico para reconciliar a su país con los Estados Unidos después del descalabro de Suez, Moscú soltó la primera sorpresa del que había de ser el año más atareado, desconcertante y eficaz de la Unión Soviética».
            A partir de julio del 59, en el semanario Cromos de Bogotá, García Márquez publica una serie de reportajes titulada «90 días en la Cortina de Hierro». A diferencia de los reportajes hasta ahora referidos, éstos nos transmiten una visión personal de la situación política y, sobre todo, social de los países de régimen comunista europeos. Lejos de cualquier actitud preconcebida, García Márquez recorre estos países con una mirada antidogmática que, en cada momento, refleja su sincero esfuerzo de objetividad. Estamos aquí ante textos escritos de primera mano por un testigo, ya que estos reportajes están basados en la experiencia personal y en la convivencia del colombiano con la gente de la calle. García Márquez no depende de la primicia periodística ni está obligado a atender la noticia destacada del momento. Estos reportajes se ciñen como anillo al dedo a la necesidad de conocimiento del propio García Márquez, con lo que, al abordar su escritura, es antes el escritor que el periodista quien los redacta. La experiencia personal impregna cada uno de los textos, concediéndoles inequívocos visos de realidad. Sin embargo, la tardía publicación de los mismos[3]los reviste a su vez de una atmósfera de irrealidad. El lector no comparte con García Márquez la actualidad de los reportajes y, por tanto, se produce, en ocasiones, claros desajustes entre las evocaciones vertidas por el periodista, hechas al dictado de lo que vivió, y la realidad de estos países en el momento en que estos reportajes llegan a Colombia. García Márquez, ante todo, nos da una visión humanizada, desprovista de abstracciones; recurre a relatos, testimonios y opiniones de individuos para acercarnos a la realidad de cada uno de los países. Estos reportajes comparten el empeño del colombiano por recoger su pulso diario, aspirando a la totalidad al abarcar todos los aspectos posibles de una realidad determinada. De ahí que arranquen de los testimonios particulares para, de este modo, lograr transmitir una visión global: «Tengo la manía profesional de interesarme por la gente»[4]. Esta forma de proceder no elude las contradicciones con las que se va encontrando el novelista. Así pasamos de la asfixiante burocracia soviética a la extraordinaria distensión y generosidad de sus habitantes, del bien vestir de los checos a la crispada pobreza de los alemanes, de la escalofriante visita a Auschwitz, describiéndola sin regatear ningún detalle que pudiese precisar el horror, a situaciones insólitas para un occidental: «El instinto nos llevó a los servicios sanitarios. Era una larga plataforma de madera, con media docenas de huecos sobre los cuales media docena de respetables ciudadanos hacían lo que debían hacer, acuclillados, conversando animadamente, en una colectivización de la fisiología no prevista en la doctrina»[5]. Esta anécdota, como otras muchas, nos hace sonreír por su carácter ridículo y no por la intención y habilidad del colombiano. «El humor –apunta Gilard– también interviene aquí, pero hay una gran diferencia con relación a todas las crónicas, de primera a segunda mano, sobre Europa occidental. No es un humor iconoclasta. Funciona aquí como el estribo que permite alcanzar las imprescindibles explicaciones históricas». Así pues, podríamos decir que García Márquez desarrolla en esta serie un humor didáctico, sostenido a veces por una sensación de lógica: «―¿Un hombre puede tener cinco apartamentos en Moscú? ―Naturalmente –me respondieron–. Pero ¿cómo diablos puede hacer un hombre para vivir en cinco apartamentos a la vez?»[6]. La unidad de la serie viene dada por el afán del colombiano en señalar los contrastes y las similitudes que estos países mantienen entre sí: «La réplica socialista al empuje del Berlín Occidental es el colosal mamarracho de la avenida Stalin […] Una indigestión de todos los estilos que corresponde al criterio arquitectónico de Moscú»[7] y por el tono equilibrado y compacto de su prosa, ágil, precisa y plástica. Aunque en ningún momento se aparta de la sobriedad verbal, el lenguaje de estos reportajes está salpicado de hallazgos líricos y de un relieve que hacen que sea leído con agrado y de un tirón.
            Si, como hemos visto, la tendencia predominante de los trabajos de este volumen parte de una realidad, incluso a veces árida, para desembocar en la más pura narración, en «Un film estremece el Japón» (Élite, Caracas, 30-III-57), García Márquez comenta una película cuyo argumento, sacado de la realidad más diaria, es un crimen no esclarecido aún por los tribunales japoneses y que la cinta cinematográfica obliga a aplazar el fallo del jurado japonés. El periodista y el crítico de cine trabajan en este texto al alimón. El interés de la crítica reside en probar cómo la imaginación influye e ilumina puntos oscuros de la realidad más común. Esta misma actitud de esclarecimiento la encontramos en los textos más logrados de esta época. En ellos, los elementos narrativos, lejos de desenfocar la información, la refuerzan, permitiéndonos acceder al mundo interior de los protagonistas, a las inquietudes, angustias o síntomas ambientales que la aplastante simplicidad del dato nunca descubre. Sean o no puras invenciones, lo cierto es que estos elementos imaginarios añadidos completan la noticia, le dan atmósfera. En «Sólo doce horas para salvarlo» (Momento, Caracas, 14-II-58), la manera de contar la noticia acaba siendo la noticia misma, es decir, García Márquez no se limita al hecho escueto de informar sobre la mordedura de un perro rabioso, sino que busca transmitir la inquietud, la incertidumbre y las complicadas maniobras de una familia para salvar a su hijo. Esta tensión interior que alberga la noticia, la angustia de unos seres concretos, es a lo que García Márquez concede relevancia, gracias a la estructura del relato[8]: no descartando ningún detalle de todo el proceso, acumulando matices, movimientos, llamadas telefónicas, tratando de abarcar todo el trasiego que supone la búsqueda de una medicina… Contado con un lenguaje sobrio, con lo que logra transmitir cierta sensación de urgencia y desesperación, García Márquez nos presenta un ir y venir de personajes, definido con rapidez pero con precisión, que dan relieve a la crónica. Las estadísticas de los perros rabiosos en Venezuela van pasando por la página junto a la movilización de los medios de comunicación y al temor operativo de los familiares. En definitiva, García Márquez consigue una visión de totalidad de un hecho que podría haberse quedado en una noticia simple, ahogada entre datos y, por tanto, vaciada de contenido real, humano. Según Gilard, «“Sólo doce horas para salvarlo” tiene la misma densidad narrativa que El coronel no tiene quien le escriba». Parecido grado de perfección posee el reportaje «Caracas sin agua» (Momento, 11-IV-58), donde García Márquez inserta en el texto un personaje que actúa a modo de protagonista y a través de cuyas reacciones vemos la dimensión del problema que provoca la falta de agua. El novelista llega a darnos un perfil humano del personaje, poniéndolo en las situaciones más elementales y diarias, en aquellas incluso en que el lector percibe que no las ha presenciado pero que, por ser comunes a cualquier individuo, son fáciles de imaginar sin caer en la inverosimilitud. Rasgo principal que define al personaje es su afán por afeitarse con gaseosa, gesto que aparece en el reportaje en varias ocasiones. Unidad, atmósfera y apariencia de relato lo da también la repetida relación del protagonista con su vecina, a la que increpa en distintas fases de la crónica por su irresponsabilidad en regar. García Márquez maneja con soltura los movimientos del personaje y la información propiamente datificable de la escasez de agua. Así pues, información y relato coinciden: protagonista imaginario sobre un fondo estrictamente real. Un lector, a la vez que se informa, se divierte. Esta tendencia al entretenimiento, así como su atención al individuo, conceden a los reportajes de García Márquez un inequívoco toque personal y hacen que muchas de sus crónicas se lean todavía con gusto, a pesar de la caducidad de la noticia.
            Sin embargo, a pesar de los frecuentes recursos literarios, a los que el colombiano echa mano para construir sus trabajos periodísticos, en este volumen, al contrario de los anteriores, no resulta fácil encontrar vinculaciones, más o menos directas y evidentes con su producción novelística. Los pocos indicios que pueden testificar dicha relación no son sino esporádicos y, si aceptamos que algunos pasan apenas de ser hipotéticos, en ningún caso se les puede conferir relevancias. Según Gilard, «el reportaje sobre el nacimiento de un pueblo en el basurero de Caracas hace pensar, por supuesto, en el nacimiento de Macondo», y en «Senegal cambia de dueño» (Momento, 2-V-58), crónica sobre una venta de caballos, «los sospechosos triunfos hípicos cosechados por los amigos del dictador pueden verse como un anticipo de la constante buena suerte del patriarca en la lotería nacional».
            En cambio, en «Dos o tres cosas sobre la novela de violencia» (La calle, Bogotá, 9-X-59) y «La literatura colombiana, un fraude a la nación» (Acción Liberal, Bogotá, nº 2, abril de 1960), García Márquez desarrolla consideraciones sobre temas literarios que corroboran sus enfoques novelísticos y distinguen con precisión y lucidez entre la literatura de compromiso y el panfleto literario. Difícil misión intelectual, ya que no podemos desentendernos de las arduas polémicas al respecto que en los 50 y 60 dicho debate suscitó. García Márquez, en este sentido, demuestra ser un escritor de gran madurez, adelantándose a muchos colegas prestigiosos del momento. Él ve con reconfortante claridad que las leyes de la literatura no son las de la vida y que, por tanto, para que la vida esté en la literatura, debe ajustarse a las exigencias de ésta. Algo tan simple como es diferenciar el hecho de vivir y el hecho de contar. La literatura no puede copiar la vida, pero sí nos enseña mejor a verla y, por tanto, a vivirla. El siguiente párrafo nos trasluce, además, la actitud de rigor que el colombiano ha tenido siempre a la hora de abordar sus obras: «Quienes hayan leído las crónicas de las pestes medievales, comprenderán el rigor que debió imponerse Camus para no desbocarse en descripciones alucinantes. […] Hay que recordar las luchas encarnizadas en que los agonizantes se disputaban un hueco en la tierra, para darse cuenta de que Camus tenía suficiente documentación para ponernos los pelos de punta durante dos noches. Pero acaso la misión del escritor en la tierra no sea ponerles los pelos de punta a sus semejantes. […] Camus –al contrario de nuestros novelistas de la violencia– no se equivocó de novela. Comprendió que el drama no eran los viejos tranvías que pasaban abarrotados de cadáveres al anochecer, sino los vivos que le lanzaban flores, desde las azoteas, sabiendo que ellos mismos podían tener un puesto reservado en el tranvía de mañana». Así mismo, en «La literatura colombiana, un fraude a la nación», García Márquez efectúa una apretada síntesis crítica sobre el devenir de la literatura colombiana, un fraude a la nación», García Márquez efectúa una apretada síntesis crítica sobre el devenir de la literatura colombiana. Texto escrito con extraordinaria contundencia, donde se hace una negativa valoración de ésta y se denuncia la falta de una auténtica literatura nacional. Algunos trabajos notables no justifican para García Márquez la ausencia de un sólido friso literario. Particularmente interesante son las antirrománticas líneas, que contrastan con el tono lírico de su obra, para que surja en Colombia un escritor profesional: «Tal vez la falla principal que podría señalarse a muchos de nuestros escritores, especialmente en los últimos tiempos, es no tener conciencia de las dificultades físicas y mentales del oficio literario. Grandes escritores han confesado que escribir cuesta trabajo, que hay una carpintería de la literatura que es preciso afrontar con valor y hasta con un cierto entusiasmo muscular». ¿No parecen estas palabras, además, una sorda insistencia sobre la responsabilidad con que hay que ejercer el oficio de la escritura y la repercusión social de éste? En esta misma onda desmitificadora se mueve el pensamiento de Vargas Llosa: «… trabajo con mucha disciplina: durante las mañanas, hasta las dos de la tarde, no salgo nunca de mi estudio. […] No puedo trabajar de otra manera. Si yo esperara los períodos de inspiración, nunca terminaría un libro, porque para mí la inspiración es algo que viene a través de una rutina»[9]. Aunque lejos del manifiesto, el artículo del colombiano tampoco va más allá de unas tramadas opiniones responsables y de un intento de ordenar y sacudir el mundo de la escritura colombiana. Nos sirve, sobre todo, para comprobar cómo García Márquez pasa de la teoría a la práctica en su obra, teniendo en cuenta dichas opiniones. Su contundencia no parece dogmática sino, más bien, un vivo síntoma de exigencias y una sana necesidad de rigor.
            El volumen se cierra con textos escritos bajo el pseudónimo de Gastón Galdós, cuyo estilo no nos hace dudar de que bajo dicho nombre se movió la pluma del colombiano. Fuera del tono general está la entrevista a Jóvito Villalva, cuya simplicidad formal –su esquema obedece estrictamente a preguntas / respuestas– contrasta con «Una rueda de prensa en torno a René Clair» (El Espectador, 25-IX-55), información limpia, puntual y de gran relieve verbal en las descripciones: García Márquez traslada al papel el ambiente de la rueda de prensa con gran carga de densidad, que da a ésta un telón de fondo de vitalidad. García Márquez no sólo informa, sino que además nos envuelve en una atmósfera. Percibimos también cierta ironía dirigida hacia el torpe periodismo y a la obviedad de algunas preguntas. Se diría que el periodismo aquí se mira a sí mismo y sabe de sí mismo reírse. García Márquez demuestra que es un periodista que no se olvida de que, sobre todo, es un escritor.
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[1] Jacques Gilard, del prólogo a De Europa y América de Gabriel García Márquez.
[2] Idem.
[3] García Márquez visitó estos países en 1955 y, aunque publicó «Yo visité Hungría» y «Yo estuve en Rusia» en el semanario Momento de Caracas en noviembre de 1957, hasta dos años más tarde no consiguió publicar la serie bajo el título referido. Aquí no se incluyó la crónica dedicada a Hungría, pero sí la de Rusia, con ligeras variantes y añadidos.
[4] «Moscú, la aldea más grande del mundo» (14-IX-59)
[5] «El hombre soviético empieza a cansarse de los contrastes» (28-IX-59)
[6] «Moscú, la aldea más grande del mundo»
[7] «Berlín es un disparate» (3-VIII-59)
[8] «La maestría es tal, en Momento, que García Márquez renuncia por completo al empleo del “yo” del narrador-testigo; su narración es impersonal, lejana, casi fría, a pesar de evocar y a veces defender con ardor entrañables causas humanas» Jacques Gilard, en su prólogo.
[9] Ricardo A. Setti, Diálogo con Vargas Llosa (Ed. InterMundo, Madrid, 1989).

Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos nº 528 (Madrid, junio de 1994).

miércoles, 13 de junio de 2012

GARCÍA MÁRQUEZ, LA REALIDAD SIN MEDIACIONES


La editorial Mondadori, confirmando su propósito de reeditar la obra periodística de García Márquez, pone ahora su segundo volumen en el mercado, Entre cachacos, que, bajo el mismo título pero en dos tomos, publicó la editorial Bruguera en 1982. Entre cachacos recoge todo el trabajo periodístico que García Márquez hizo para El Espectador de Bogotá entre 1954 y 1955. Dicho trabajo se desmarca notablemente del que el colombiano efectuó en El Universal de Cartagena y El Heraldo de Barranquilla. Si en estos diarios dominaron la creación y el artículo, en El Espectador están reemplazados por la crítica de cine y por el reportaje, añadiéndose así a la actividad periodística del colombiano dos nuevas disciplinas, aunque en rigor sólo debamos considerar como novedad al reportaje ya que, desde la intermitencia, como pronto veremos, García Márquez se había dado anteriormente al juicio cinematográfico. También, de modo muy esporádico, encontramos en Entre cachacos páginas dedicadas a la creación literaria pero, a pesar de estas diferencias de tono y tema, que alejan a Entre cachacos de Textos costeños y, sobre todo, a Entre cachacos de la obra literaria del colombiano, este trabajo se propone establecer las casi siempre subrepticias vinculaciones que, sin duda, las hay entre ambos tomos y, particularmente, entre el segundo y la obra literaria.
            Señala Jacques Gilard en el prólogo al libro que comento que «antes de aparecer su crónica inicial no había habido en la prensa de Colombia una columna regular que hablara en forma tan sistemática de las películas estrenadas en Bogotá». Esta afirmación –independientemente de cualquier valor intrínseco que entrañen estos textos– enmarca la importancia del gesto del colombiano y subraya el atrevimiento de su aventura. García Márquez, pues, se da a la tarea de comentar muchas películas que van pasando por Bogotá durante los años 1954 y 1955. Esta labor adquiere un mayor relieve, al menos desde el punto de vista biográfico y estadístico, ya que es la primera que el novelista ejerce en El Espectador y, además, de manera prolífica. Por tanto, la abundancia de las críticas cinematográficas nos informa sobre la dedicación del periodista a esta tarea. Al ser una actividad nueva en el periodismo colombiano, estas críticas están salpicadas por una intención didáctica y no sólo informativa. En muchos casos, la formación se convierte en la sombra que proyecta el cuerpo de la información. A GGM le interesa, tanto o más que criticar una película, elevar el nivel del público y crear las condiciones adecuadas para que el incipiente cine nacional no caiga en saco roto. De algún modo, la tendencia pedagógica explicaría la vinculación entre cine y vida que, con enorme frecuencia, encuentra el lector en estos textos. Es decir, cuanto más se parezca la película a la vida diaria, más alta será la nota con la que el colombiano calificará la proyección. Esta vara de medir, tan ambigua y tan corta en sus pretensiones, lleva a GGM a realzar películas que, desde el punto de vista del arte cinematográfico, no pasan de mediocres e incluso «la más insoportable sensiblería debía alcanzar para él ese estimable grado de lo “humano”»[1]. Este enfoque crítico lo había ya adoptado el colombiano en sus esporádicos comentarios cinematográficos que redactó en El Heraldo de Barranquilla. La claridad del siguiente párrafo nos indica que dicho modo de proceder en El Espectador acaba siendo una convicción. Esta relación cine-vida adopta tintes de radicalidad a favor de la segunda, con la que el concepto de creación cinematográfica queda, en verdad, anulado: «Quienes participan en ella no son actores profesionales. Son hombres sacados de las calles de Roma, transeúntes ordinarios que, probablemente asisten al cine con muy poca frecuencia, que ignoran los secretos de la representación teatral, pero que están tan íntimamente ligados al drama de la vida de postguerra, que no encuentran dificultad alguna para desempeñarse frente a las cámaras» (Ladrones de bicicletas, 15-octubre-1950)[2]. Esta supremacía de lo humano es tan exaltada que no deja sitio a la información estricta que cualquier lector demanda de una película. Esto mismo, por ejemplo, ocurre en Mogambo (10-abril-1954), donde la descripción de Ava Gadner vuelve a demostrarnos el interés de GGM por los personajes que más se acerquen a la vida común diaria y, en esta misma descripción, percibimos cómo el crítico asemeja estas cualidades humanas con los posibles aciertos cinematográficos. Podríamos decir que el crítico GGM busca en el cine a la vida cotidiana («La película tiene de entrada un delicioso ambiente de realidad, que la hace extraordinariamente parecida a la vida»)[3] y el novelista Gabriel García Márquez registra en la vida cotidiana todos aquellos elementos, caracteres y actitudes que, perteneciendo a la realidad, no se hallan en el ámbito de lo normal, lo lógico, lo gris. O sea, todo lo que el cine como arte, sin duda, puede aportar de extraordinario a la realidad, ya está cumplido en el trabajo novelístico del colombiano; de ahí, tal vez, la falta de interés del crítico por buscar en el cine otra cosa que no sea la sencillez del mundo cotidiano. No obstante, apunta Gilard, «su mundo interior enriqueció notablemente las películas comentadas». En este sentido, la complejidad de lo real no siempre escapa a las opiniones cinematográficas, aunque tampoco son frecuentes. Así, criticando Milagro en Milán (24-abril-1954), vemos cómo GGM se detiene en comentar los episodios cuyos caracteres mágicos y reales no se diferencian con claridad. El siguiente párrafo supone toda una lección gráfica sobre la manera de entender esta ambigua relación: «… el hallazgo de un pozo de petróleo es un acontecimiento enteramente natural. Pero si el petróleo que brota es refinado, gasolina pura, el hallazgo resulta enteramente fantástico […] La escena de los vagabundos disputándose un rayo de sol, que ha sido considerada como un acontecimiento fantástico es, sin embargo, enteramente real». Percibimos el interés del colombiano por esta borrosa frontera: hechos reales contaminados de magia y hechos mágicos salpicados de verosimilitud para que resulten creíbles. Esta visión crítica se corresponde directísimamente con su mundo narrativo. Esta tendencia demuestra que la atracción por lo mágico no puede desvincularse nunca de su atención por el hombre, es decir, el sentido de lo mágico nada tiene que ver aquí con el juego de la ficción. Sus críticas cinematográficas en este punto no desmienten a su trabajo literario. El crítico y el novelista aquí coinciden. O sea, GGM veía el cine con los ojos de la pluma de García Márquez y no con los de una cámara. La vinculación cine-literatura afecta también a los procedimientos técnicos propios de la escritura, a esas oscuras operaciones de taller –no siempre explicables de manera explícita– al servicio de la eficacia narrativa. El siguiente apunte sobre Los pescadores de la isla de Sein (12-junio-1954) es puesto en práctica en El coronel no tiene quien le escriba (novela que García Márquez redactó por estos años) para registrar con solidez la espera del protagonista y su fe rutinaria: «La historia ha sido contada con maestría, con una lentitud interior que se hacía indispensable para la exacta comprensión del problema dramático y del proceso psicológico». Esta lentitud justifica también otra de las características novelescas del colombiano: la minuciosa precisión de detalles, en apariencias insignificantes, pero que captados en su profunda dimensión, matizan y revelan toda la psicología de un rostro o de una conducta. Esta minuciosidad nada tiene que ver con la proliferación de datos o rasgos pertenecientes al dominio de la obviedad, sino a esa zona movediza de lo imperceptible y que, sin embargo, está por debajo definiendo una personalidad o una situación. Al respecto, en Umberto D (5-febrero-1955), el colombiano, como si el novelista hubiese arrebatado la pluma al crítico, o GGM se diluyera en la densa mirada de García Márquez, apunta: «Una historia igual a la vida había que contarla con el mismo método que utiliza la vida: dándole a cada minuto, a cada segundo la importancia de un acontecimiento decisivo». Así pues, aunque GGM desenfoque, en ocasiones, su trabajo crítico, incluso hasta el punto de no abordar la película en cuestión, estos textos revelan ciertas claves del mundo literario de García Márquez y nos confirman otras. Lógicamente, el lenguaje empleado aquí nada tiene que ver con el que se desliza en sus novelas. En la crítica de películas encontramos una escritura correcta, pero exenta de cualquier licencia literaria, aunque en los párrafos de mayor entusiasmo, que suelen ser los mismos que delatan sus preocupaciones novelísticas, vemos cierta brillantez en la exposición y mayor relieve verbal. El hecho de que el colombiano firme tan sólo con sus iniciales nos da idea de la distancia respecto a estos textos que mantiene el novelista. Sin embargo, dicho lenguaje no excluye la contundencia en la opinión, registrándose términos que, bien a las claras, nos descubren la posición del crítico frente al film, pero cuyo empleo no conecta con el rigor de una crítica. El lenguaje refuerza la independencia que, en todas sus críticas, mantuvo el colombiano, a pesar de las quejas de los empresarios del ramo.
            Esta misma independencia del crítico cinematográfico auxilia al reportero Gabriel García Márquez. Esta básica actitud periodística para acercarse con fidelidad a los hechos, la mantiene el colombiano cuando efectúa reportajes pegados a la realidad más diaria. Metido, pues, en la realidad sin mediaciones, el lenguaje empleado por García Márquez se pone estrictamente al servicio de la información y a la exhaustiva captación de la noticia[4]. Así ocurre, por ejemplo, en «Balance y reconstrucción de la catástrofe de Antioquia» (2, 3, 4-agosto-1954) o «El Chocó que Colombia desconoce» (29, 30-septiembre, 1, 2-octubre-1954), a cuya región García Márquez acude para referir pormenorizadamente –el reportaje aparece por entrega– las carencias y el atraso que por abandono político tienen que soportar sus habitantes. Aquí, como en otros tantos reportajes, aunque el objetivo primordial sea el de informar, García Márquez no se priva del guiño irónico, en el que subyace una protesta: «Al revés de lo que ha ocurrido siempre, en el Chocó son los pueblos los que tienen que pasar ferozmente por las carreteras y no las carreteras por los pueblos». A pesar de este evidente alejamiento de su obra narrativa, podemos atisbar algunas sigilosas vinculaciones entre ésta y tal tipo de reportaje. Ya he señalado una, al hablar de la minuciosidad, que, a veces, se queda en simple detallismo, en recolección de anécdotas sin las cuales la objetividad del reportaje no se resentiría, pero que se justifican por el tono narrativo que los reportajes de García Márquez presentan a modo de música de fondo. Esta vocación narrativa hace que García Márquez recurra lo menos posible al testimonio directo y esta no intercalación de citas da al reportaje mayor unidad y agilidad. También, en la elección de ciertas noticias vemos cómo García Márquez se aproxima al mundo primitivo y mítico de sus novelas. «Hay una clara relación entre ciertos pasajes del reportaje –esclarece Gilard en su prólogo– con la temática macondiana del pueblo arruinado […] El reportero también debió prestarle involuntariamente a la región visitada muchos elementos de su mitología personal. Mucho antes de que Cien años de soledad le hablara a Colombia de sus frustraciones y de su historia circular, García Márquez empezaba a darle al país la forma de su propia visión». En «El Espectador visita a Paz de Río» (8-octubre-1954), el reportero se sitúa en las antípodas del Chocó. Si esta región está dominada por la pobreza, por una presente decadencia y un pasado esplendoroso –la gente del Chocó miraba con las lentes del recuerdo–, Belencito es una ciudad recientísima, construida con la urgencia de ganar dinero rápido, girando alrededor de una planta siderúrgica. El reportaje se centra en relatar, con múltiples ejemplos, hasta conseguir envolver al lector en una atmósfera vital, la apresurada formación de esta ciudad. El modo de describir la velocidad de construcción de la ciudad adquiere matices míticos, propiciados por el asombro del reportero. Además del deseo de informar, García Márquez busca de algún modo narrar, recrear lo visto hasta el límite que le permite el reportaje, sin salirse de sus moldes. En «La preparación de la Feria Internacional» (30-octubre-1954) –evidente paralelismo con la construcción de Belencito–, lo que atrae al reportero es el ajetreo previo de la feria, la dimensión pintoresca y los tipos humanos. En el subtítulo «Dicho y hecho» encontramos una clara visión de narrador penetrante. Tras recrearse en la descripción de la lluvia, inoportuna para el buen desarrollo de la inauguración ferial, García Márquez, aunque sin desviar la mirada de la información, de soslayo hace una incursión puramente imaginativa y que salpica de posible irrealidad los últimos acomodos para la inauguración: «Se tenía la impresión viéndolos trabajar afanosamente en la preparación de los matices finales, de que en cada pabellón se esperaba la visita personal, el examen minucioso del presidente de la república, que a esa hora debía contemplar la lluvia, a través de las ventanas de San Carlos, preguntándose acaso por qué no fue inaugurada la exposición a las tres de la tarde».
            Si en el suelo, muchas veces fangoso, de lo inmediato, el colombiano filtra gotas que caen de su capacidad imaginativa, en los reportajes que no están marcados por la urgencia, que siempre demanda para sí la noticia del día, García Márquez disimula mucho menos su tendencia narradora y hace del reportaje una excusa argumental para pisar la movediza tierra de lo creativo. Libre del viento de la prisa, en «¿Por qué va usted a Matinée?» (27-octubre-1954), García Márquez escribe sobre el aspecto de los cines en horas diurnas, comparándolo, a la vez que describiéndolo, con el aspecto que ofrecen en horas nocturnas. A pesar de tener estructura de reportaje, ésta le sirve a García Márquez para escribir un artículo gracioso y tierno, plagado de ocurrencias. Estrictamente aquí García Márquez no informa, más bien revela, sacando partido a lo que parecía no tenerlo. En este sentido, podemos decir que crea un mundo. En esta misma dudosa divisoria entre el reportaje y la narración, encontramos «El cartero llama mil veces» (1-noviembre-1954). Nuevamente predomina el ojo del narrador sobre el del reportero. A diferencia del periodista común, que trataría de investigar los errores del sistema de Correos, inquiriendo datos y refugiándose en las estadísticas, García Márquez hace del hecho frecuente de las cartas perdidas una recreación imaginativa, fresca y sugerente. Sólo a partir de los últimos párrafos, su lenguaje es más impersonal debido a su carácter informativo. El reportaje en sí tiene calor imaginativo y su tema nos remite al de El coronel no tiene quien le escriba. En este estilo de reportaje hay que incluir los dedicados a simples curiosidades y a personajes. «La historia se escribe con sombrero» (31-enero-1955) es un ejemplo de cómo la retórica personal de García Márquez permite desarrollar un tema tan anecdótico y secundario. En este tipo de reportaje el humor es una constante: «Los vendedores de sombrero no clasifican su mercancía por la calidad y las formas, sino por la psicología de la clientela». El dominio de la retórica puede compararse con el empleado en un sinnúmero de artículos de Textos costeños, cuyos temas en sí resultaban sosos e insignificantes.
            Sin apartarse del lenguaje puramente instrumental para contar sencillamente la vida del ciclista Ramón Hoyos[5], García Márquez hubiese regresado al reportaje informativo si la historia del ciclista, en lugar de contarla el protagonista, la hubiese contado el reportero. El hecho de que el reportaje esté escrito en primera persona –García Márquez actúa de amanuense, ordenando y ensamblando los datos suministrados por Hoyos– vuelve a tener un inconfundible aire de narración. Si Ramón Hoyos habla en primera persona, reconstruyendo su vida, García Márquez, en sus «Notas del redactor» se ocupa del presente diario del ciclista, haciendo observaciones personales y apuntando anécdotas. Las notas son algo así como un contrapunto a la memoria de Hoyos (el colombiano trata de pintarnos su entorno actual: círculos de amigos, su casa) y, otras veces, corrigen sus observaciones. Esta técnica del reportaje consigue acercarnos por dentro y por fuera a la personalidad del protagonista. Las notas del redactor son un guiño de éste al lector. En éstas, en las que García Márquez hace intervenir a personas cercanas a Hoyos, el reportaje sí se nos presenta, periodísticamente hablando, en estado puro.
            La técnica de contar en primera persona vuelve a ser utilizada en «La verdad sobre mi aventura» (abril-1955), publicado en catorce entregas[6], pero esta vez la información es totalmente transformada en materia narrativa, hasta tal punto que el lector podría prescindir de la veracidad del relato y considerarlo una creación ficticia. García Márquez crea un mundo literario con los hechos que le suministra el marinero Luis Alejandro Velasco. El lector percibe sin dificultad que de ningún modo el marinero le pudo contar los acontecimientos con tanta hilazón como el colombiano lo hace. Al relacionar los hechos y vitalizándolos de tal modo que constituyen una auténtica trama argumental, García Márquez ya no maneja las anécdotas para humanizar, como ocurre en el reportaje estrictamente periodístico, sino que las relaciona y distribuye en el texto, al servicio de una narración literaria más que literal. Esta forma de relacionar alusiones, de volver a personajes ya mencionados con el fin de reforzar el tejido de la narración, de detenerse en descripciones físicas, indagaciones psicológicas, diálogos, le permite a García Márquez ir desarrollando una atmósfera de incertidumbre y de suspense, propia de cualquier texto literario de estas características. Pensemos, por ejemplo, en la novela Juventud de Joseph Conrad. A pesar de lo dicho, el estilo narrativo de García Márquez no aparece en este relato. Sin embargo, podemos rastrear ciertos tics del mundo novelesco del colombiano en algunos toques líricos, en el modo de dilatar la historia, exprimiendo cualquier detalle que casi no admite desarrollo y, sobre todo, en el poder de resurrección de la memoria, haciendo que ésta sea un plano convergente al instante y no anterior: en uno de los muchos momentos de desesperación del náufrago, pisando ya en el borde de lo alucinatorio, el protagonista, sin transición alguna, sin previa explicación dialoga con Jaime Manjarrés, donde en el transcurso del relato adivinamos que se trata de uno de los compañeros muertos en el naufragio del barco: «…de noche no me cabía la menor duda de que Jaime Manjarrés estaba allí, en la borda, conversando conmigo, él también trataba de dormir, en la madrugada del quinto día. Cabeceaba en silencio, recostado en el otro remo. De pronto se puso a escrutar el mar. Me dijo: ―¡Mira!»[7].
            La serie de La Sierpe (publicada entre marzo y abril de 1954, en el dominical de El Espectador) tampoco tiene que ver con el mundo narrativo de García Márquez en lo concerniente al lenguaje ni a la estructura formal de reportaje que dan al texto inequívocos visos de realidad exótica. No obstante, La Sierpe se acerca al mundo interior del novelista en el interés de éste por lo mítico y en la invención del argumento, a pesar de que García Márquez nos presente La Sierpe como una región real aunque remota, como una estancada supervivencia del pasado. El texto, por su fecha de composición, 1950, no puede vincularse a los enfoques del momento del reportero, aunque, como señalé antes, la estructura de reportaje que posee la serie puede explicar de algún modo su inserción en El Espectador. Con un lenguaje de tono desenfadado, que tiene más de periódico que de introspección lírica, García Márquez, desde la ironía, nos va presentando todo un mundo de supersticiones, en el que todas las culturas han vivido con mayor o menor intensidad, con más o menos evidencia. La ironía aquí alivia la atmósfera asfixiante de lo sobrenatural y airea la narración: «Dicen quienes lo saben de primera mano que el Jesusito extraviado siguió haciendo milagros menos el de aparecer».
            También la ironía y el humor recorren de cabo a rabo los muchos textos atribuidos a García Márquez, recogidos en la sección «Día a día». A pesar de que no están firmados, la retórica de estos textos, la intrascendencia de los temas elegidos, son similares a la de muchos del mismo tipo escritos en su columna «La Jirafa» de El Heraldo de Barranquilla. Si allí el colombiano firmó sus textos con el seudónimo de «Séptimus», aquí se conforma con no firmarlos, como si quisiese romper los endebles hilos que todavía le unían a los escritos de Textos costeños de esta índole. Los artículos están basados en la retórica de la ocurrencia, no exenta de cierta poética imaginación («Una mujer tan hermosa no está necesariamente en la obligación de parecerse a su estatua»). Incluso noticias que podrían merecer un tratamiento más serio, con lo que se le daría la relevancia que demandan, el articulista no cambia sus planteamientos. Por ejemplo, refiriéndose a la noticia de que la mujer colombiana puede ejercer su derecho al voto, lo hace en los consiguientes términos: «El fervor con que un grupo de honorables constituyentes se ha empeñado en sacar adelante el voto femenino, es una indicación inequívoca de que aún no ha perecido en Colombia el sentido romántico de la galantería».
            En definitiva, podríamos decir que Entre cachacos es un libro de menor interés que Textos costeños para el que busque en sus páginas el rumor persistente del novelista, pero sí resulta tanto o más atractivo que el primero para el incondicional lector de García Márquez y, sobre todo, para el raro y escrupuloso gusto de la crítica por la arqueología literaria. Paradójicamente, a pesar de su escaso valor intrínseco, los textos de crítica cinematográfica conservan hoy más actualidad que la mayoría de los reportajes, ya que éstos, aunque más extensos y ambiciosos –García Márquez nunca los firmó con sus iniciales, salvo excepciones–, están realizados a ras de las exigencias noticiables del momento.
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[1] Del prólogo citado de Jacques Gilard.
[2] G. García Márquez, Obra periodística, vol. I. Textos costeños (ed. Mondadori, Madrid, 1991).
[3] Nosotros las mujeres, 19-junio-1954
[4] «En realidad los reportajes suelen iniciarse por un elemento anecdótico, a veces espectacular, y vuelven luego a los orígenes de la historia antes de irla reconstituyendo. El procedimiento aparece bajo su forma más llamativa en reportajes sobre individuos […] Es un procedimiento elemental y eficiente, que García Márquez no inventó (quizá lo aprendiera de los folletines del siglo XIX), pero que manejó con tanta habilidad que llegó a establecer una especie de pauta muy usada en el periodismo colombiano», del prólogo citado de Gilard.
[5] «El triple campeón revela sus secretos» (junio-julio de 1975)
[6] Más tarde, esta historia se editó bajo el título Relato de un náufrago, hecho significativo que nos habla de la estimación que García Márquez le confirió a dicho texto, aunque esté muy lejos de los intereses novelescos del colombiano.
[7] El cuento «Un hombre viene bajo la lluvia» (Dominical, 9-mayo-1954), donde el peso del recuerdo tiene tanta o más vigencia en la balanza del tiempo que el del presente, además de abrirnos la puerta al mundo novelístico de García Márquez, nos permite comprobar que se trata del desarrollo del esbozo de relato titulado «El huésped» (19-mayo-1950), recogido en su anterior volumen Textos costeños. La mayor carga simbólica de los elementos, la mayor interdependencia y la potenciación significativa de «Un hombre viene bajo la lluvia» reorienta nuestra consideración respecto a «El huésped» que, a partir de aquí, no es más que el sólido esqueleto de «Un hombre viene bajo la lluvia». La comparación de estos dos textos nos depara la inusual oportunidad de ver el proceso de composición de una obra, de comprobar sus dilataciones y rectificaciones y, por tanto, de poder asistir a esa lección silenciosa que supone siempre la elaboración de una pieza literaria.

Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos nº 512 (Madrid, febrero de 1993).

martes, 5 de junio de 2012

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: EL MEDIADOR DE REALIDADES


La editorial Mondadori acaba de editar las primeras colaboraciones periodísticas de García Márquez en un tomo titulado Textos costeños, que recoge los artículos del novelista escritos entre 1948 y 1952 en los diarios El Universal de Cartagena y El Heraldo de Barranquilla. El volumen es exactamente el mismo que el que la editorial Bruguera, y bajo el mismo título, en su colección Narradores de Hoy, publicó en 1981. Mondadori, al respetar íntegramente aquella edición, incluye, por tanto, un extenso y orientador prólogo de Jacques Gilard, en el que relaciona adecuadamente la biografía del colombiano con sus intereses literarios de aquellos años y los cambios políticos de entonces. Además, Gilard estudia el proceso periodístico de García Márquez, sus cambios estilísticos y temáticos desde su inicial y corta etapa en El Universal (1948-1949) hasta la más dilatada y rica de El Heraldo (1950-1952). Mondadori, sin lugar a dudas, nos entrega ahora un libro necesario por los motivos que trataré de mostrar.
            Uno de los hechos más comunes del escritor en la modernidad y, sobre todo en nuestro siglo, es su participación en los medios de comunicación de masas y, muy particularmente, en el periódico. Sin embargo, esta participación no tiene en todos los escritores el mismo carácter: la actitud frente a la página en blanco y la intencionalidad varían, según los casos, sustancialmente. Tenemos, por un lado, al escritor que ejerce abiertamente de periodista, apretándose cuerpo a cuerpo a la realidad más inmediata, persiguiendo con descaro su fugacidad, interesándole exclusivamente dar la noticia del momento, sea o no significativa, pero que el público pide, y olvidándose de su tono y su mundo personal. Así pues, en este caso, el escritor deja de serlo: las palabras no son suyas porque con ellas no crea, sino que repite el mundo. Por otro lado, tenemos al escritor anfibio, que, no alejándose de la inmediatez, tampoco abandona totalmente su personalidad, dándose a la opinión de la noticia que más le atraiga. Por último, está quien no renuncia un ápice a su condición de escritor y el periódico para él es una vía más de expresión, un espacio propicio para la reflexión y la invención que, aunque necesariamente breves, delata con claridad los recursos del autor y sus obsesiones. Este tipo de texto no se dirige al público habitual de periódico, sino que es buscado por el lector de literatura. Estos textos, más que reclamar público, dan densidad y prestigio al periódico. El escritor, en este caso, sí está creando realidad, añadiéndole espacio a la que ya teníamos. De esta manera, el lenguaje no es ya el vehículo de la urgencia, sino el lugar donde el individuo se siente más seguro, más protegido del vaivén imparable de los intereses diarios, de la noticia vulgar e insignificante que, lejos de retratarnos lo que pasa, nos lo oculta y distrae. Las colaboraciones de García Márquez en El Universal y en El Heraldo se ajustan a estas dos últimas dimensiones aludidas: artículos de opinión y textos estrictamente literarios.
            Los textos publicados en El Universal –primer periódico en el que escribe– son de carácter eminentemente literario, que nos van mostrando ya la plasticidad verbal del mejor García Márquez y su extraordinaria capacidad de sugerencia. Aquí nos ofrece el novelista impresiones, dibujos líricos, donde la frescura de las imágenes, ciertamente, nos alivia del peso de las cosas. Por estos escritos pasa el viento inmemorial del mundo, la remota convivencia de árboles y muertos, la belleza sin hondura del instante –donde la metáfora hace piruetas para formar descripciones atractivas, alcanzando, en ocasiones, la greguería– y la realidad transparente de la perplejidad. El reino animal y el vegetal entablan con el hombre una conversación de raíces imprevistas, y el poeta García Márquez acaba hablando de lo ineludible, de lo que irremisiblemente nos concierne. Así, en el texto que podríamos titular «El mono del parque» (8-junio-1948) García Márquez nos habla de un mono recluido en un zoológico y lo hace sacudiéndose todo atisbo de anécdota y tentativa de pintoresquismo. El colombiano contempla al animal ya desde el terreno de la decidida introspección, con una férrea voluntad de conocimiento. Texto que nos habla, no sobre el tiempo, sino sobre ese umbral anterior a la consciencia humana. García Márquez aquí, como en otros textos que veremos, se esfuerza en señalarnos que la idea de límite o frontera entre mundos diversos resulta casi siempre imprecisa. En este caso, la contemplación del animal ayuda a García Márquez a pensar sobre el origen del hombre: el mono es en realidad el vago espejo donde trata de verse a aquel que creímos haber sido antes de ser quienes somos. García Márquez nos remite a una presencia y quizás a una reconciliación, a una fusión no sólo de tiempos, sino también de espacios: «Gracias a su presencia el parque tiene ahora algo de selva. El viento entre los árboles trae una temperatura inmemorial, un cargado olor a generaciones primarias». Y esa reconciliación, esa mirada a fondo logra invertir la situación, haciendo que el hombre, al verse en el mono, sea a su vez visto por él: diálogo de espejos, borrando la noción de frontera: «Acaso, al ver los transeúntes apretujados en torno suyo, él piense que está metido en una selva distinta, incomprensible, en donde todos los monos se contagian con la incurable locura de la curiosidad». Este texto, en definitiva, salvo enormes diferencias de concepción y estructura, parece remitirnos y complementar el relato de Kafka, titulado Informe de una academia, donde el protagonista explica pormenorizadamente los pasos que recorrió desde que, siendo mono, lo enjaularon, hasta el momento en que consigue ser hombre. García Márquez aquí va por el mismo camino de Kafka pero en sentido contrario. Por eso, dice del mono en el texto: «Es bueno contemplarlo, tratar de descubrir la almendra de su meditación».
            Algunos de estos textos son rigurosos poemas en prosa, cuya estructura repetitiva nos permitiría dividirlos en versos. Hablo de poemas en los que la imaginación, la profundidad y la vitalidad de sus imágenes alcanzan gran intensidad, como en los del 4 y 6 de julio de 1948, donde el amor y la muerte hacen del tiempo algo tangible, materia del vértigo. En estos poemas, la imagen no acompaña al pensamiento, sino que lo crea y es su ámbito. Imágenes que, por provenir siempre de la naturaleza, cargan al texto de terrenalidad y esta terrenalidad nos contagia de fugacidad y asombro, que es, en definitiva, el sentirse vivo. En el texto del 4 de julio, la muerte, a pesar de imponer su realidad, no aniquila al amor que, en la elementalidad misteriosa de la tierra (tierra, árbol, fruto), logra sobrevivir al transformarse. Este vivir después de la muerte gracias a la metamorfosis, sitúa al poema en una antiquísima tradición mítica, que recoge una aspiración de todas las culturas del mundo: la de seguir amándose aunque los amantes ya no sean los mismos: «Pensar que alguna vez los árboles preguntarán a sus raíces cuándo van a pasar los vidrios de nuestros ojos para que sea más clara la luz de sus naranjas»[1]. En el poema del 6 de julio, la ausencia siembra inquietud, inquietud que genera una atmósfera de mayor ambigüedad y desesperación. Si en el texto del mono, García Márquez se mueve en el terreno fronterizo de la consciencia animal y personal, allí donde la mirada humana registra sus antecedentes, en estos poemas de amor y muerte, el poeta, desde el otro extremo del existir, se da la misma tarea de no remarcar las diferencias. Así pues, el comienzo y el fin no son dos hechos absolutamente opuestos e instantáneos, sino dos procesos, dos esfuerzos de la naturaleza que coinciden en la necesidad de la transformación. Esta visión abarcadora de lo real, empeñada en difuminar las fronteras esenciales que nos constituyen, reaparece en «Instante» (6-octubre-1950) y «El muro» (6-mayo-1950), ambos textos publicados en El Heraldo de Barranquilla. El primero, quizás el de mayor tono metafísico del libro, nos sitúa en el instante en que asomándonos al espejo, aún no vemos nuestra imagen reflejada: «el instante perfecto, el que define una situación universal, es ése en que te asomas al espejo y estás frente a él –ya–, pero no ha transcurrido todavía la fracción necesaria para que aparezcas». Aquí, el espejo ya no es el mono, sino uno mismo. La mirada viaja hacia sí misma. Pero no es el acto reflejo el que interesa, sino el proceso hasta llegar a él: esa escala de tiempo subterránea, imperceptible, que trabaja en el fondo de lo que somos. A pesar de su tono metafísico, más abstracto que los demás textos, nuestro autor no olvida el recurso de la imagen para explicar esta sensación, la sospecha de que un hilo secreto del transcurrir mantiene enlazada ambas imágenes: «Cuando la naranja acaba de caer ya te habrás reconocido a ti misma en el espejo, pero antes, cuando llegó a su límite frutal, había correspondido a tu instante». Viaje horizontal de la mirada y vertical de la naranja que completan el doble movimiento de la metamorfosis: el encuentro y la caída.
            En «El muro», García Márquez nos presenta la figura del sepulturero como mediador entre la vida y la muerte: «En el estado del hombre que sabe demasiado de los muertos para ser un hombre vivo, y que sabe de la vida mucho más que todos los vivos». A través de esta figura, el blanco muro de piedra del cementerio va dejando de ser un punto de separación entre ambos mundos para trasladarnos al ámbito mágico donde vivos y muertos siguen en comunicación. Vida y muerte, al poseer una misma vigencia, al abrir García Márquez una misma compuerta entre los dos mundos, inaugura el tiempo totalizador del poema: el tiempo desprovisto de tiempo. Este tiempo sin tiempo será, años más tarde, una de las características de sus grandes novelas Cien años de soledad y, sobre todo, El otoño del patriarca.
            Sin embargo, en sus colaboraciones de El Heraldo nos encontramos con alguien que no pierde de vista la noticia curiosa, insólita, superficial que García Márquez enfoca con las lentes de aumento de la ironía, del humor o de la guasa. Estos numerosísimos textos se hallan desprovistos, por lo general, de cualquier alarde lírico. Su lenguaje convencional está empleado aquí como puro instrumento, lenguaje que, en muchos casos, sólo sirve para salir del paso, para cumplimentar la obligación diaria de entregar un artículo. Textos, pues, coyunturales y cuyo lenguaje se mueve en una zona neutra, muy alejada del mundo interior del novelista. En los mejores textos de este tipo, resalta la audacia del colombiano, capaz de tramar un discurso donde el humor y la seriedad se juntan de tal forma y se interfieren, que el lector entra en una red de equívocos en la que su ánimo se extravía, descubriendo que García Márquez, más que querernos decir algo proveniente de la necesidad, huye constantemente de decirlo. Otras veces, los textos logran una carga polisémica, gracias a la cual, sin eludir el juego humorístico, García Márquez aborda sutilmente la crítica social.
            Pero, a pesar de la abundancia de este tipo de textos, muy a menudo nos encontramos con la actitud creadora de la época de El Universal, como si el novelista necesitara respirar un poco, ser él. Incluso aparecen verdaderos embriones narrativos, esbozos de historias e historias que se desenvuelven y concluyen en un palmo de terreno. En este sentido, nos encontramos con textos que ya preludian ambientes y personajes de su gran mundo novelístico posterior, como ocurre con «La hija del coronel» (13-junio-1950) y «La casa de los Buendía» (3-junio-1950). En la crónica sobre «La sierpe» (1952) no sólo advertimos el personaje de la Mamá Grande, sino también recursos de la mejor novelística de García Márquez, como el de la fantasía desaforada y la hipérbole. No obstante, la mayoría de estos textos de corte narrativo coinciden con el mundo novelístico de García Márquez, en que se encuadran en un marco imaginativo e inverosímil. La relación con sus novelas obedece, no tanto respecto a los personajes y a los detalles concretos y ambientación, sino más bien a la intimidad subterránea de las obsesiones, a ese plano interior del autor donde residen los temas ocurrentes de García Márquez: al tiempo, y en el tiempo, la relación entre vivos y muertos, la crítica sociopolítica y el amor.
            Como digo, no sólo preocupa a nuestro autor el paso del tiempo y su devastación, sino la búsqueda de un punto de enlace entre la vida y la muerte. Este afán por abolir la frontera entre ambos mundos consigue contrarrestar la imparable marcha de las horas. La vida y la muerte se interfieren y se interfluyen. Así, por ejemplo, en «Elegía para un bandolero» (12-enero-1950), el narrador nos presenta al protagonista llamando a las puertas del infierno y, a la vez, nos hace asistir a su entierro. Esta propuesta imaginativa permite a García Márquez no sólo ironizar sobre la vida después de la vida, sino, una vez más, conectar el mundo de los muertos con el de los vivos. A través de esta propuesta que sólo es verosímil para la tradición cristiana y real en la imaginación, García Márquez reduce a divertimento toda una cosmogonía religiosa. El tiempo, como ocurre en otros relatos, deja de ser fechable, acercándose a la manera mítica de medirlo: «En la edad de piedra –la época del colmillo y el mamut y los amaneceres silenciosos, de que habla la vieja extraordinaria– había un caballero llamado Xilón» («En la edad de piedra», 31-marzo 1950). Esta sutil habilidad para conectar la vida y la muerte, lo posible y lo imposible, la seriedad y el humor, hace de García Márquez un mediador de realidades.
            Esta tendencia a relacionar mundos opuestos la encontramos en «Negro» (25-junio-1951) aunque en esta ocasión, García Márquez se aplica a la crítica del racismo. En un garaje, el negro León Burns es obligado por unos blancos a tragarse «bujías Champion y casi un cuchillo entero». Paralelamente a este hecho angustioso, la narración nos descubre la falta de trabajo y, por tanto, la tranquilidad del inspector de la policía. El inspector, pues, desconoce lo que está sucediendo en el garaje. El relato nos presenta dos mundos que deberían haberse comunicado y que no lo hacen: tranquilidad en la comisaría y barbarie en el garaje. En un mismo plano narrativo, en el mismo espacio temporal, el autor nos presenta dos realidades que, al contrario de otros muchos relatos, se hallan descarnadamente distantes o ignorándose. Técnica perfecta para mostrar el total desvalimiento del negro.
            En «El huésped» (19-mayo-1950) García Márquez insiste en el tema de la incomunicación, pero ahora bajo un clima de incertidumbre e inquietud. El lector se encuentra en una historia que no logra entender, ya que las claves para ello no le son dadas. Dos mujeres en una habitación oyen llamar a una puerta. La intemperie y la lluvia del exterior contrastan con la estancada soledad de dentro. Una de las dos mujeres abre la puerta, entra un hombre en la casa y los tres permanecen en silencio. El lector sólo advierte que una de las mujeres esperaba a alguien, pero no alcanza a descubrir quién. Por su tono enigmático, el relato, además de ser una metáfora de la incomunicación, colinda con lo absurdo.
            Cada miércoles, durante diez semanas, García Márquez fue publicando en su columna La jirafa una suerte de historietas, marcadas de principio a fin por el absurdo. Estos relatos, además de su atmósfera de desatino y humor, tienen en común a la protagonista: una marquesa que cada miércoles recibe un regalo de su marido, Boris: «El primero, día de su cumpleaños, le hizo llegar un asesinato extraordinario. […] El miércoles pasado le envié el elefante blanco que tanto me habías pedido para hacer de contrabajo en la orquesta de tus treinta y dos canarios» («La marquesa y la silla maravillosa», 19-abril-1950). El disparate y lo inverosímil, valga la paradoja, dan sentido a la serie. Todos los relatos rebosan de colorido y de frescas ocurrencias imaginativas. Lo absurdo no es una característica novelesca del autor colombiano. Sin embargo, leyendo con atención estos textos, descubrimos que comparten con su obra posterior el sentido de lo imposible, la necesidad radical de estar naciendo siempre y ciertos rasgos de extravagancia, de comportamientos desencajados e irreales. Así la relación de la madre del protagonista de El otoño del patriarca con sus canarios y la que mantiene la marquesa con los suyos comparten una parecida atmósfera de extravíos. Entrar en estos textos de la marquesa equivale a cambiar el mundo, un mundo cuyas leyes son precisamente la ausencia de leyes: «¿Quién me manda asesinar? […] Le manda asesinar su esposo, señora […] Ya me lo imaginaba. Boris es tan gentil […] Supóngase usted que para las bodas de plata me hizo asesinar nada menos que por un príncipe árabe» («Un cuento de misterio», 5-abril-1950). Lo absurdo permite a García Márquez no sólo jugar –el juego da salud a la hondura–, sino reflejar el entorno más próximo: lo absurdo descompone al mundo pieza por pieza y refleja sus vísceras sin escrúpulos. Así pues, si la visión absurda del mundo responde al ensimismamiento de la inocencia y delata la demencia del humor, también nos transmite nuestro desconocimiento más radical de lo que somos. Estos textos, clarificados por el desenfado, terminan involucrando al lector, haciéndolo participar en ellos, que a su vez se ríen de sí mismos. Dentro de esta misma atmósfera, García Márquez vuelve a ser mediador entre el público –elevado aquí a categoría de ficción– y los personajes del texto: «Querida marquesa: […] El público se ha fastidiado de sus extravagancias […] Un venerable pastor de almas se ha dirigido a este periodista protestando por la absoluta falta de devoción de usted y de sus canarios […] Otro lector me escribe para decirme –con una franqueza alarmante– que usted es una mujer bruta» («Carta abierta a la marquesa», 3-mayo-1950). Y en esta atmósfera, pasa de la narración a la escenificación. Las maneras teatrales las descubrimos en «El congreso de los fantasmas» (22, 23 y 24-mayo-1950), donde por entrega y en clave de humor, García Márquez con estos textos vuelve a pisar la línea movediza que separa y une a la vida y a la muerte.
            Si en las narraciones –textos estrictamente creativos–, el lenguaje de García Márquez es atrevido, luminoso, lejos del engolamiento y las joyas, pero contagiado de plasticidad, en los artículos donde García Márquez se da al comentario de la noticia diaria y a la opinión urgente, el lenguaje se hace neutral, ajustándose únicamente a la tarea de decir sin ninguna intención literaria. En estos textos no encontramos rastro alguno del novelista, con lo que la imaginación está sustituida por la audacia. Jacques Gilard, en el prólogo del libro señala: «El periodismo de García Márquez, […] fue principalmente una escuela de estilo, y constituyó el aprendizaje de una retórica original». Retórica que, analizada desde el punto de vista del periodista, en García Márquez llega a ser magistral. La atmósfera política en los años en que el colombiano colabora en El Heraldo, está marcada por la censura y la turbulencia social. Esto explicaría –si realmente es necesario hacerlo– la tendencia de García Márquez a elegir para sus artículos noticias insólitas, anecdóticas e incluso frívolas. Esa falta de importancia del tema que nuestro autor elige para su columna diaria está subrayada por el humor. El humor, pues, es un guiño que García Márquez dirige al lector, una forma secreta de complicidad y, por tanto, de crítica. Hay textos, no obstante, en que la crítica es obvia como en el artículo «El barbero presidencial» (16-marzo-1950) o en el titulado «Motivos para ser perro» (20-marzo-1950), donde la figura del perro nos propone varios niveles de lectura gracias a su extraordinaria carga polisémica, que el lector avispado advierte de inmediato. Este artículo al que me refiero, como otros muchos, es un buen ejemplo de dominio estilístico, que se sustenta, como ya he dicho, en la neutralidad verbal, sólo al servicio de la eficacia: el humor y la seriedad conviven apretadamente en el texto hasta llegar a confundir al lector, a desconcertarlo en el mejor sentido del término. García Márquez hace suya la frase de Francisco Umbral: «Decir las cosas con humor es decirla dos veces».
            En algunos artículos detectamos la tendencia del colombiano a narrar la noticia que comenta, incorporando al protagonista de ésta, elementos provenientes de su imaginación, que en ningún momento molestan o desenfocan el comentario. A pesar de la siguiente opinión del colombiano: «Lo que uno quiere es ser escritor y todo lo demás le estorba y lo amarga mucho tener que hacerlo, tener que hacer otras cosas»[2], la experiencia de vivir entre el periodismo y la ficción merece reciente reflexión del novelista: «Yo no hubiera escrito ninguno de mis libros si no conociera las técnicas del periodismo, tanto de la forma de capturar y de elaborar la información como la forma de utilizarla en el relato»[3]. El periodismo ha enseñado a García Márquez a equilibrar los vuelos de la imaginación con la gravedad de lo diario. Quiero decir que, introduciendo en el relato, donde predominan la imaginación y lo imposible, datos y hechos del entorno más cotidiano, hace más creíble las historias. En este sentido, los Textos costeños nos permiten apreciar con nitidez ese proceso de engarce en que distintos niveles de la lengua se juntan.
            Así mismo, encontramos en el volumen artículos que se cuestionan el fenómeno de la creación («Margarita», 29-agosto-1950) y el propio quehacer periodístico («El hombre de la calle», 14-mayo.1950). También García Márquez, aunque de tarde en tarde, se ocupa en su columna La jirafa de la crítica cinematográfica y de libros. Estos textos le sirven no tanto para analizar críticamente las obras como para exponer sus ideas sobre la creación literaria. En esto y no en lo primero reside el interés de tales artículos. El hecho de que en comentarios a libros de diferentes autores aparezcan párrafos idénticos, subraya lo dicho. Así, opinando sobre la poesía de Rojas Herazo y Castro Saavedra, encontramos este párrafo común a ambos artículos: «Poesía en bruto, como no se daba entre nosotros desde que las generaciones literarias inauguraron el lirismo de cintas rosadas y trataron de imponerlo como código de estética […] animal común y corriente que ve apretarse el cerco de angustia y lo sabe decir con sus terribles palabras de bestia acorralada […] La poesía […] es espesa materia biológica» («El libro de Castro Saavedra», 4-marzo-1950 y «Héctor Rojas Herazo», 14-marzo-1950). Más que comentar minuciosamente los libros que elige para ello, vemos sus obsesiones poéticas, volcando en dichas críticas su mundo de fuerzas naturales, el lenguaje vivo y no estereotipado, huyendo del decadentismo.
            No siempre las repeticiones obedecen a lo dicho, sino, más bien, a la simple razón de tener que cubrir una página diaria y esto, a su vez, lleva a García Márquez a dedicar algunos artículos a la falta de tema («Tema para un tema», 11-abril-1950; «La peregrinación de la jirafa», 30-mayo-1950; «Una parrafada», 2-junio-1950) y a escribir otros, tan circunstanciales, que hoy ya no nos interesan. Así, tenemos la extraña sensación de que textos de verdadera calidad narrativa se hubiesen publicado en la columna de un periódico y de que otros textos propios efectivamente de una colaboración periodística, por ajustarse al comentario de cualquier noticia del momento, los hallemos aquí, compartiendo con los otros, el honor de un libro. Lógicamente, si nada más se hubieran publicado los artículos de calidad, el nivel del libro en su conjunto subiría. Por el contrario, al ofrecernos el presente volumen todas las colaboraciones periodísticas de Gabriel García Márquez durante los años 1948-1952, lo dota de un innegable valor documental y referencial. Hay que celebrar, pues, sin paliativos, que el documento y la creación, lo fugaz y lo duradero convivan en esta reedición de Textos costeños, ya que no estamos de ninguna manera ante un libro menor que la fama del novelista ha rescatado, sino ante un libro que, además de todo lo dicho hasta aquí, nos produce un innegable placer al leerlo. Libro, pues, que no podemos desligar de la trayectoria literaria y humana de García Márquez y que Jacques Gilard, en un largo, minucioso y certero prólogo ha sabido situar perfectamente: «Pese a su alta calidad, su periodismo no interesaría hoy si no existieran los cuentos y las novelas, y sin embargo es difícil –una vez que se dispone del material documental– separar ambos aspectos, si bien una espontánea y arbitraria jerarquización incita a ver las crónicas y notas de prensa como mero trasfondo de la obra de ficción».


[1] Como veremos más adelante, la ejecución de estos poemas concuerda plenamente con la idea que García Márquez tiene de lo que debe ser un poema, al criticar algunos libros de poetas colombianos en El Heraldo.
[2] Recogida en Miguel Fernández Braso: La soledad de Gabriel García Márquez (ed. Planeta, Barcelona, 1972).
[3] Recogida en Juan Cruz: «Gabriel García Márquez: el placer de narrar» (El País, suplemento cultural Babelia, Madrid, 16-noviembre-1991).

Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos nº 502 (Madrid, abril de 1992).