Casa Palacio de los Briones. De izqda. a dcha.: Fran Cruz, Félix Grande, Juan Ávila (alcalde) y Francisco Hidalgo (director de Olavide en Carmona). |
FÉLIX GRANDE A TUMBA ABIERTA
por Francisco José Cruz
Sólo al cabo de los años nos damos cuenta de la verdadera importancia
de ciertos hechos, de su decisiva influencia en nuestra trayectoria vital o
literaria. Uno de ellos fue para mí, sin duda alguna, mi encuentro con Félix Grande,
a quien mi amigo, el poeta Rafael Adolfo Téllez, me presentó en Sevilla una ya
imprecisa noche de 1991. Yo andaba entonces deslumbrado por la inclasificable
obra del argentino Antonio Porchia, del que acababa de publicar en el nº 3 de
la colección Palimpsesto la primera
antología de sus Voces en España. Sin
más prueba que la de mi joven entusiasmo, Félix Grande me animó a escribir un
ensayo sobre este autor para Cuadernos
Hispanoamericanos, revista señera en el ámbito de la lengua y obligada
referencia para quien, como yo, empezaba la modesta aventura de Palimpsesto, cuya premisa principal ya
era acercar a Carmona el riquísimo mundo poético del nuevo continente. A partir
de aquella fecha, colaboré con frecuencia en los Cuadernos Hispanoamericanos hasta que, en 1996, Félix Grande –punto de unión imprescindible entre los
escritores de las dos orillas del Atlántico durante tanto tiempo– dejó de dirigirla. Esos estimulantes años
los considero hoy –gracias
a los sugerentes libros que él me enviaba desde Madrid para que los reseñara– mi escuela literaria, donde me fui haciendo
un lector más atento y aprendí la suficiente soltura expresiva para ordenar mis
incipientes juicios críticos. Pero mi deuda con Félix Grande no se queda aquí. Amén
de su amistad, le debo también –como indiscutible maestro en la materia– el descubrimiento del inmenso valor poético de la copla flamenca,
comparable en sus momentos más altos a cualquier gran poema culto.
La poesía de Félix Grande, como la
del cante jondo, se nutre del magma de las emociones primordiales de nuestra
especie, donde el amor, el miedo, la piedad, la pena, el odio, la alegría, la
lujuria o el coraje de vivir se entrelazan irremisiblemente. Por esto, uno de
sus versos descubre «el pánico en el fondo del placer», o son habituales en
este rotundo mundo verbal paradojas del tipo «atroz ternura», «misericordiosa
crueldad», «humildad abominable», «espantosa dulzura», «huracán de quietud»…
que, en su contexto anímico, reflejan con demoledora precisión, al modo de
descargas eléctricas de alto voltaje, una conmoción extrema. De ahí, su singular
empleo de la hipérbole, de la insistencia y de la adjetivación enfática e
inesperada. Félix Grande concibe, pues, la
escritura poética como una catarsis donde no caben las medias tintas. En
«Madrigal del odio muerto», perteneciente a su flamante Libro de familia, nos
remite a una suerte de vértigo de la memoria, cuya antiquísima fórmula, de
raigambre mítico poética, suena aquí con extraordinaria novedad, entre la súplica
y la rebeldía contra el olvido. El poeta no duda en ajustar cuentas con su madre muerta, guiado por el
remordimiento y la necesidad del perdón:
…Acomódate
en tu mecedora de tierra.
Aparta
de las cuencas de tus ojos
los
gusanitos, los escarabajos,
la
mansa podre de la eternidad
y
mírame despacio, con amor: lo necesito, ya soy viejo
y no
quiero morirme sin explicarte cuánto te he querido
chapoteando
en aquel charco de odio.
Pese a su gran
extensión, que alterna verso y prosa, el poema no se demora en las experiencias
concretas que lo originaron: alude a ella lo justo para regodearse, en cambio,
en sus repercusiones afectivas. Este contraste entre el control de la anécdota
y sus incontenibles efusiones sentimentales es, quizá, la cualidad más propia
de esta obra, púdica e impúdica a un tiempo. Ya en
«Nanas de la metralla», escrito en 1976, con el dominio técnico que lo
caracteriza y su renovador sentido de la tradición poética, Félix Grande torna
las famosas seguidillas de Miguel Hernández en un poema aterrado por el drama
de España, cuyo protagonista es más él mismo que su propia hija, a la que trata
de dormir. El inocente y persuasivo ritmo de canción de cuna aumenta aún más su
escalofriante contenido:
En
la cuna del pánico
tu
padre estaba.
Con
sangre de tabaco
se
amamantaba.
[…]
Duerme
en tu nido:
tu
padre está velando
despavorido.
Visceral y tierna a la
vez, la poesía de Félix Grande aborda a tumba abierta, sin mediaciones
anecdóticas, los recónditos recovecos de los sentimientos humanos hasta que la
propia intimidad y las circunstancias históricas se entreveran, como ocurre en
«Recuerdos de infancia», uno de los poemas más estremecedores de Blanco Spirituals (1966), en el que las
terribles noticias de la prensa diaria recuerdan al poeta su niñez de cabrero y
la sangre manando de los animales sacrificados:
hoy
el periódico traía sangre en volumen considerable
y
mientras leo pacientemente civilizadamente el intento
de
justificación de esos destrozos escrito de sutil manera
recuerdo
vacas cabras chotos la gran orza en el suelo
y
recuerdo imagino pienso que unos cuantos carniceros
continúan
desollando troceando pesando en sus básculas
haciendo
su negocio mediante esos pobres animales sacrificados.
Ambas escenas, la del
periódico y la de la memoria, se iluminan mutuamente hasta que la segunda deja
de ser la mera comparación de la primera para adquirir en los versos un
desarrollo polisémico.
Nacido en 1937, en el
seno de una familia humilde, en plena guerra civil, su entorno y la aciaga
época en que creció, fomentaron en Félix Grande su dosis de fatalismo, su
exacerbado sentimiento de indefensión y, en definitiva, su visión fatídica del
destino humano. Se diría que él es uno de esos «artistas amamantados en la
pesadumbre», a los que se refiere en «El abogado del poema» de Puedo escribir los versos más tristes esta
noche (1971). Sin embargo, Félix Grande, como todo poeta verdadero, nos recuerda
que sólo quien asume a fondo su dolor sabe agradecer sin paliativos esos
momentos de plenitud que nos regala la vida y que, en su obra, alcanzan su
máximo sentido en la pasión amorosa. Por esto, su ancestral desconcierto –el mismo que hereda del hombre de las cavernas– no le priva del puro asombro de existir, que
también sentirían nuestros remotos antepasados. Asombro y compasión por sus
congéneres, lección que sin duda aprendió de sus maestros Antonio Machado y
César Vallejo.
Poesía,
pese a todo, del coraje de vivir, narrativa y lírica, en la que el romance y el
soneto –formas tradicionales por excelencia de nuestras
dos vertientes creadoras, la popular y la culta– se alían con el verso libre y el poema en prosa de largo aliento en
este vasto mundo expresivo, en el que casi todos los registros y tonos
imaginables caben. No en vano, Félix Grande es, a mi parecer, el poeta español contemporáneo
que –contradiciendo abiertamente reductoras teorías
lingüísticas de la modernidad– más
fervor y confianza muestra por la fuerza significativa del lenguaje, por su
belleza y capacidad de consuelo, al punto de «sentir por las palabras un
profundo respeto» y considerar a la poesía, junto al amor, «un milagro».
VIDEOS:
Presentación de PALIMPSESTO 27
Félix Grande recita y comenta su poema "El desterrado del Espasa"
© KARCOMEN
Carmona, Casa Palacio de los Briones, 22 de junio de 2012.