martes, 5 de junio de 2012

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: EL MEDIADOR DE REALIDADES


La editorial Mondadori acaba de editar las primeras colaboraciones periodísticas de García Márquez en un tomo titulado Textos costeños, que recoge los artículos del novelista escritos entre 1948 y 1952 en los diarios El Universal de Cartagena y El Heraldo de Barranquilla. El volumen es exactamente el mismo que el que la editorial Bruguera, y bajo el mismo título, en su colección Narradores de Hoy, publicó en 1981. Mondadori, al respetar íntegramente aquella edición, incluye, por tanto, un extenso y orientador prólogo de Jacques Gilard, en el que relaciona adecuadamente la biografía del colombiano con sus intereses literarios de aquellos años y los cambios políticos de entonces. Además, Gilard estudia el proceso periodístico de García Márquez, sus cambios estilísticos y temáticos desde su inicial y corta etapa en El Universal (1948-1949) hasta la más dilatada y rica de El Heraldo (1950-1952). Mondadori, sin lugar a dudas, nos entrega ahora un libro necesario por los motivos que trataré de mostrar.
            Uno de los hechos más comunes del escritor en la modernidad y, sobre todo en nuestro siglo, es su participación en los medios de comunicación de masas y, muy particularmente, en el periódico. Sin embargo, esta participación no tiene en todos los escritores el mismo carácter: la actitud frente a la página en blanco y la intencionalidad varían, según los casos, sustancialmente. Tenemos, por un lado, al escritor que ejerce abiertamente de periodista, apretándose cuerpo a cuerpo a la realidad más inmediata, persiguiendo con descaro su fugacidad, interesándole exclusivamente dar la noticia del momento, sea o no significativa, pero que el público pide, y olvidándose de su tono y su mundo personal. Así pues, en este caso, el escritor deja de serlo: las palabras no son suyas porque con ellas no crea, sino que repite el mundo. Por otro lado, tenemos al escritor anfibio, que, no alejándose de la inmediatez, tampoco abandona totalmente su personalidad, dándose a la opinión de la noticia que más le atraiga. Por último, está quien no renuncia un ápice a su condición de escritor y el periódico para él es una vía más de expresión, un espacio propicio para la reflexión y la invención que, aunque necesariamente breves, delata con claridad los recursos del autor y sus obsesiones. Este tipo de texto no se dirige al público habitual de periódico, sino que es buscado por el lector de literatura. Estos textos, más que reclamar público, dan densidad y prestigio al periódico. El escritor, en este caso, sí está creando realidad, añadiéndole espacio a la que ya teníamos. De esta manera, el lenguaje no es ya el vehículo de la urgencia, sino el lugar donde el individuo se siente más seguro, más protegido del vaivén imparable de los intereses diarios, de la noticia vulgar e insignificante que, lejos de retratarnos lo que pasa, nos lo oculta y distrae. Las colaboraciones de García Márquez en El Universal y en El Heraldo se ajustan a estas dos últimas dimensiones aludidas: artículos de opinión y textos estrictamente literarios.
            Los textos publicados en El Universal –primer periódico en el que escribe– son de carácter eminentemente literario, que nos van mostrando ya la plasticidad verbal del mejor García Márquez y su extraordinaria capacidad de sugerencia. Aquí nos ofrece el novelista impresiones, dibujos líricos, donde la frescura de las imágenes, ciertamente, nos alivia del peso de las cosas. Por estos escritos pasa el viento inmemorial del mundo, la remota convivencia de árboles y muertos, la belleza sin hondura del instante –donde la metáfora hace piruetas para formar descripciones atractivas, alcanzando, en ocasiones, la greguería– y la realidad transparente de la perplejidad. El reino animal y el vegetal entablan con el hombre una conversación de raíces imprevistas, y el poeta García Márquez acaba hablando de lo ineludible, de lo que irremisiblemente nos concierne. Así, en el texto que podríamos titular «El mono del parque» (8-junio-1948) García Márquez nos habla de un mono recluido en un zoológico y lo hace sacudiéndose todo atisbo de anécdota y tentativa de pintoresquismo. El colombiano contempla al animal ya desde el terreno de la decidida introspección, con una férrea voluntad de conocimiento. Texto que nos habla, no sobre el tiempo, sino sobre ese umbral anterior a la consciencia humana. García Márquez aquí, como en otros textos que veremos, se esfuerza en señalarnos que la idea de límite o frontera entre mundos diversos resulta casi siempre imprecisa. En este caso, la contemplación del animal ayuda a García Márquez a pensar sobre el origen del hombre: el mono es en realidad el vago espejo donde trata de verse a aquel que creímos haber sido antes de ser quienes somos. García Márquez nos remite a una presencia y quizás a una reconciliación, a una fusión no sólo de tiempos, sino también de espacios: «Gracias a su presencia el parque tiene ahora algo de selva. El viento entre los árboles trae una temperatura inmemorial, un cargado olor a generaciones primarias». Y esa reconciliación, esa mirada a fondo logra invertir la situación, haciendo que el hombre, al verse en el mono, sea a su vez visto por él: diálogo de espejos, borrando la noción de frontera: «Acaso, al ver los transeúntes apretujados en torno suyo, él piense que está metido en una selva distinta, incomprensible, en donde todos los monos se contagian con la incurable locura de la curiosidad». Este texto, en definitiva, salvo enormes diferencias de concepción y estructura, parece remitirnos y complementar el relato de Kafka, titulado Informe de una academia, donde el protagonista explica pormenorizadamente los pasos que recorrió desde que, siendo mono, lo enjaularon, hasta el momento en que consigue ser hombre. García Márquez aquí va por el mismo camino de Kafka pero en sentido contrario. Por eso, dice del mono en el texto: «Es bueno contemplarlo, tratar de descubrir la almendra de su meditación».
            Algunos de estos textos son rigurosos poemas en prosa, cuya estructura repetitiva nos permitiría dividirlos en versos. Hablo de poemas en los que la imaginación, la profundidad y la vitalidad de sus imágenes alcanzan gran intensidad, como en los del 4 y 6 de julio de 1948, donde el amor y la muerte hacen del tiempo algo tangible, materia del vértigo. En estos poemas, la imagen no acompaña al pensamiento, sino que lo crea y es su ámbito. Imágenes que, por provenir siempre de la naturaleza, cargan al texto de terrenalidad y esta terrenalidad nos contagia de fugacidad y asombro, que es, en definitiva, el sentirse vivo. En el texto del 4 de julio, la muerte, a pesar de imponer su realidad, no aniquila al amor que, en la elementalidad misteriosa de la tierra (tierra, árbol, fruto), logra sobrevivir al transformarse. Este vivir después de la muerte gracias a la metamorfosis, sitúa al poema en una antiquísima tradición mítica, que recoge una aspiración de todas las culturas del mundo: la de seguir amándose aunque los amantes ya no sean los mismos: «Pensar que alguna vez los árboles preguntarán a sus raíces cuándo van a pasar los vidrios de nuestros ojos para que sea más clara la luz de sus naranjas»[1]. En el poema del 6 de julio, la ausencia siembra inquietud, inquietud que genera una atmósfera de mayor ambigüedad y desesperación. Si en el texto del mono, García Márquez se mueve en el terreno fronterizo de la consciencia animal y personal, allí donde la mirada humana registra sus antecedentes, en estos poemas de amor y muerte, el poeta, desde el otro extremo del existir, se da la misma tarea de no remarcar las diferencias. Así pues, el comienzo y el fin no son dos hechos absolutamente opuestos e instantáneos, sino dos procesos, dos esfuerzos de la naturaleza que coinciden en la necesidad de la transformación. Esta visión abarcadora de lo real, empeñada en difuminar las fronteras esenciales que nos constituyen, reaparece en «Instante» (6-octubre-1950) y «El muro» (6-mayo-1950), ambos textos publicados en El Heraldo de Barranquilla. El primero, quizás el de mayor tono metafísico del libro, nos sitúa en el instante en que asomándonos al espejo, aún no vemos nuestra imagen reflejada: «el instante perfecto, el que define una situación universal, es ése en que te asomas al espejo y estás frente a él –ya–, pero no ha transcurrido todavía la fracción necesaria para que aparezcas». Aquí, el espejo ya no es el mono, sino uno mismo. La mirada viaja hacia sí misma. Pero no es el acto reflejo el que interesa, sino el proceso hasta llegar a él: esa escala de tiempo subterránea, imperceptible, que trabaja en el fondo de lo que somos. A pesar de su tono metafísico, más abstracto que los demás textos, nuestro autor no olvida el recurso de la imagen para explicar esta sensación, la sospecha de que un hilo secreto del transcurrir mantiene enlazada ambas imágenes: «Cuando la naranja acaba de caer ya te habrás reconocido a ti misma en el espejo, pero antes, cuando llegó a su límite frutal, había correspondido a tu instante». Viaje horizontal de la mirada y vertical de la naranja que completan el doble movimiento de la metamorfosis: el encuentro y la caída.
            En «El muro», García Márquez nos presenta la figura del sepulturero como mediador entre la vida y la muerte: «En el estado del hombre que sabe demasiado de los muertos para ser un hombre vivo, y que sabe de la vida mucho más que todos los vivos». A través de esta figura, el blanco muro de piedra del cementerio va dejando de ser un punto de separación entre ambos mundos para trasladarnos al ámbito mágico donde vivos y muertos siguen en comunicación. Vida y muerte, al poseer una misma vigencia, al abrir García Márquez una misma compuerta entre los dos mundos, inaugura el tiempo totalizador del poema: el tiempo desprovisto de tiempo. Este tiempo sin tiempo será, años más tarde, una de las características de sus grandes novelas Cien años de soledad y, sobre todo, El otoño del patriarca.
            Sin embargo, en sus colaboraciones de El Heraldo nos encontramos con alguien que no pierde de vista la noticia curiosa, insólita, superficial que García Márquez enfoca con las lentes de aumento de la ironía, del humor o de la guasa. Estos numerosísimos textos se hallan desprovistos, por lo general, de cualquier alarde lírico. Su lenguaje convencional está empleado aquí como puro instrumento, lenguaje que, en muchos casos, sólo sirve para salir del paso, para cumplimentar la obligación diaria de entregar un artículo. Textos, pues, coyunturales y cuyo lenguaje se mueve en una zona neutra, muy alejada del mundo interior del novelista. En los mejores textos de este tipo, resalta la audacia del colombiano, capaz de tramar un discurso donde el humor y la seriedad se juntan de tal forma y se interfieren, que el lector entra en una red de equívocos en la que su ánimo se extravía, descubriendo que García Márquez, más que querernos decir algo proveniente de la necesidad, huye constantemente de decirlo. Otras veces, los textos logran una carga polisémica, gracias a la cual, sin eludir el juego humorístico, García Márquez aborda sutilmente la crítica social.
            Pero, a pesar de la abundancia de este tipo de textos, muy a menudo nos encontramos con la actitud creadora de la época de El Universal, como si el novelista necesitara respirar un poco, ser él. Incluso aparecen verdaderos embriones narrativos, esbozos de historias e historias que se desenvuelven y concluyen en un palmo de terreno. En este sentido, nos encontramos con textos que ya preludian ambientes y personajes de su gran mundo novelístico posterior, como ocurre con «La hija del coronel» (13-junio-1950) y «La casa de los Buendía» (3-junio-1950). En la crónica sobre «La sierpe» (1952) no sólo advertimos el personaje de la Mamá Grande, sino también recursos de la mejor novelística de García Márquez, como el de la fantasía desaforada y la hipérbole. No obstante, la mayoría de estos textos de corte narrativo coinciden con el mundo novelístico de García Márquez, en que se encuadran en un marco imaginativo e inverosímil. La relación con sus novelas obedece, no tanto respecto a los personajes y a los detalles concretos y ambientación, sino más bien a la intimidad subterránea de las obsesiones, a ese plano interior del autor donde residen los temas ocurrentes de García Márquez: al tiempo, y en el tiempo, la relación entre vivos y muertos, la crítica sociopolítica y el amor.
            Como digo, no sólo preocupa a nuestro autor el paso del tiempo y su devastación, sino la búsqueda de un punto de enlace entre la vida y la muerte. Este afán por abolir la frontera entre ambos mundos consigue contrarrestar la imparable marcha de las horas. La vida y la muerte se interfieren y se interfluyen. Así, por ejemplo, en «Elegía para un bandolero» (12-enero-1950), el narrador nos presenta al protagonista llamando a las puertas del infierno y, a la vez, nos hace asistir a su entierro. Esta propuesta imaginativa permite a García Márquez no sólo ironizar sobre la vida después de la vida, sino, una vez más, conectar el mundo de los muertos con el de los vivos. A través de esta propuesta que sólo es verosímil para la tradición cristiana y real en la imaginación, García Márquez reduce a divertimento toda una cosmogonía religiosa. El tiempo, como ocurre en otros relatos, deja de ser fechable, acercándose a la manera mítica de medirlo: «En la edad de piedra –la época del colmillo y el mamut y los amaneceres silenciosos, de que habla la vieja extraordinaria– había un caballero llamado Xilón» («En la edad de piedra», 31-marzo 1950). Esta sutil habilidad para conectar la vida y la muerte, lo posible y lo imposible, la seriedad y el humor, hace de García Márquez un mediador de realidades.
            Esta tendencia a relacionar mundos opuestos la encontramos en «Negro» (25-junio-1951) aunque en esta ocasión, García Márquez se aplica a la crítica del racismo. En un garaje, el negro León Burns es obligado por unos blancos a tragarse «bujías Champion y casi un cuchillo entero». Paralelamente a este hecho angustioso, la narración nos descubre la falta de trabajo y, por tanto, la tranquilidad del inspector de la policía. El inspector, pues, desconoce lo que está sucediendo en el garaje. El relato nos presenta dos mundos que deberían haberse comunicado y que no lo hacen: tranquilidad en la comisaría y barbarie en el garaje. En un mismo plano narrativo, en el mismo espacio temporal, el autor nos presenta dos realidades que, al contrario de otros muchos relatos, se hallan descarnadamente distantes o ignorándose. Técnica perfecta para mostrar el total desvalimiento del negro.
            En «El huésped» (19-mayo-1950) García Márquez insiste en el tema de la incomunicación, pero ahora bajo un clima de incertidumbre e inquietud. El lector se encuentra en una historia que no logra entender, ya que las claves para ello no le son dadas. Dos mujeres en una habitación oyen llamar a una puerta. La intemperie y la lluvia del exterior contrastan con la estancada soledad de dentro. Una de las dos mujeres abre la puerta, entra un hombre en la casa y los tres permanecen en silencio. El lector sólo advierte que una de las mujeres esperaba a alguien, pero no alcanza a descubrir quién. Por su tono enigmático, el relato, además de ser una metáfora de la incomunicación, colinda con lo absurdo.
            Cada miércoles, durante diez semanas, García Márquez fue publicando en su columna La jirafa una suerte de historietas, marcadas de principio a fin por el absurdo. Estos relatos, además de su atmósfera de desatino y humor, tienen en común a la protagonista: una marquesa que cada miércoles recibe un regalo de su marido, Boris: «El primero, día de su cumpleaños, le hizo llegar un asesinato extraordinario. […] El miércoles pasado le envié el elefante blanco que tanto me habías pedido para hacer de contrabajo en la orquesta de tus treinta y dos canarios» («La marquesa y la silla maravillosa», 19-abril-1950). El disparate y lo inverosímil, valga la paradoja, dan sentido a la serie. Todos los relatos rebosan de colorido y de frescas ocurrencias imaginativas. Lo absurdo no es una característica novelesca del autor colombiano. Sin embargo, leyendo con atención estos textos, descubrimos que comparten con su obra posterior el sentido de lo imposible, la necesidad radical de estar naciendo siempre y ciertos rasgos de extravagancia, de comportamientos desencajados e irreales. Así la relación de la madre del protagonista de El otoño del patriarca con sus canarios y la que mantiene la marquesa con los suyos comparten una parecida atmósfera de extravíos. Entrar en estos textos de la marquesa equivale a cambiar el mundo, un mundo cuyas leyes son precisamente la ausencia de leyes: «¿Quién me manda asesinar? […] Le manda asesinar su esposo, señora […] Ya me lo imaginaba. Boris es tan gentil […] Supóngase usted que para las bodas de plata me hizo asesinar nada menos que por un príncipe árabe» («Un cuento de misterio», 5-abril-1950). Lo absurdo permite a García Márquez no sólo jugar –el juego da salud a la hondura–, sino reflejar el entorno más próximo: lo absurdo descompone al mundo pieza por pieza y refleja sus vísceras sin escrúpulos. Así pues, si la visión absurda del mundo responde al ensimismamiento de la inocencia y delata la demencia del humor, también nos transmite nuestro desconocimiento más radical de lo que somos. Estos textos, clarificados por el desenfado, terminan involucrando al lector, haciéndolo participar en ellos, que a su vez se ríen de sí mismos. Dentro de esta misma atmósfera, García Márquez vuelve a ser mediador entre el público –elevado aquí a categoría de ficción– y los personajes del texto: «Querida marquesa: […] El público se ha fastidiado de sus extravagancias […] Un venerable pastor de almas se ha dirigido a este periodista protestando por la absoluta falta de devoción de usted y de sus canarios […] Otro lector me escribe para decirme –con una franqueza alarmante– que usted es una mujer bruta» («Carta abierta a la marquesa», 3-mayo-1950). Y en esta atmósfera, pasa de la narración a la escenificación. Las maneras teatrales las descubrimos en «El congreso de los fantasmas» (22, 23 y 24-mayo-1950), donde por entrega y en clave de humor, García Márquez con estos textos vuelve a pisar la línea movediza que separa y une a la vida y a la muerte.
            Si en las narraciones –textos estrictamente creativos–, el lenguaje de García Márquez es atrevido, luminoso, lejos del engolamiento y las joyas, pero contagiado de plasticidad, en los artículos donde García Márquez se da al comentario de la noticia diaria y a la opinión urgente, el lenguaje se hace neutral, ajustándose únicamente a la tarea de decir sin ninguna intención literaria. En estos textos no encontramos rastro alguno del novelista, con lo que la imaginación está sustituida por la audacia. Jacques Gilard, en el prólogo del libro señala: «El periodismo de García Márquez, […] fue principalmente una escuela de estilo, y constituyó el aprendizaje de una retórica original». Retórica que, analizada desde el punto de vista del periodista, en García Márquez llega a ser magistral. La atmósfera política en los años en que el colombiano colabora en El Heraldo, está marcada por la censura y la turbulencia social. Esto explicaría –si realmente es necesario hacerlo– la tendencia de García Márquez a elegir para sus artículos noticias insólitas, anecdóticas e incluso frívolas. Esa falta de importancia del tema que nuestro autor elige para su columna diaria está subrayada por el humor. El humor, pues, es un guiño que García Márquez dirige al lector, una forma secreta de complicidad y, por tanto, de crítica. Hay textos, no obstante, en que la crítica es obvia como en el artículo «El barbero presidencial» (16-marzo-1950) o en el titulado «Motivos para ser perro» (20-marzo-1950), donde la figura del perro nos propone varios niveles de lectura gracias a su extraordinaria carga polisémica, que el lector avispado advierte de inmediato. Este artículo al que me refiero, como otros muchos, es un buen ejemplo de dominio estilístico, que se sustenta, como ya he dicho, en la neutralidad verbal, sólo al servicio de la eficacia: el humor y la seriedad conviven apretadamente en el texto hasta llegar a confundir al lector, a desconcertarlo en el mejor sentido del término. García Márquez hace suya la frase de Francisco Umbral: «Decir las cosas con humor es decirla dos veces».
            En algunos artículos detectamos la tendencia del colombiano a narrar la noticia que comenta, incorporando al protagonista de ésta, elementos provenientes de su imaginación, que en ningún momento molestan o desenfocan el comentario. A pesar de la siguiente opinión del colombiano: «Lo que uno quiere es ser escritor y todo lo demás le estorba y lo amarga mucho tener que hacerlo, tener que hacer otras cosas»[2], la experiencia de vivir entre el periodismo y la ficción merece reciente reflexión del novelista: «Yo no hubiera escrito ninguno de mis libros si no conociera las técnicas del periodismo, tanto de la forma de capturar y de elaborar la información como la forma de utilizarla en el relato»[3]. El periodismo ha enseñado a García Márquez a equilibrar los vuelos de la imaginación con la gravedad de lo diario. Quiero decir que, introduciendo en el relato, donde predominan la imaginación y lo imposible, datos y hechos del entorno más cotidiano, hace más creíble las historias. En este sentido, los Textos costeños nos permiten apreciar con nitidez ese proceso de engarce en que distintos niveles de la lengua se juntan.
            Así mismo, encontramos en el volumen artículos que se cuestionan el fenómeno de la creación («Margarita», 29-agosto-1950) y el propio quehacer periodístico («El hombre de la calle», 14-mayo.1950). También García Márquez, aunque de tarde en tarde, se ocupa en su columna La jirafa de la crítica cinematográfica y de libros. Estos textos le sirven no tanto para analizar críticamente las obras como para exponer sus ideas sobre la creación literaria. En esto y no en lo primero reside el interés de tales artículos. El hecho de que en comentarios a libros de diferentes autores aparezcan párrafos idénticos, subraya lo dicho. Así, opinando sobre la poesía de Rojas Herazo y Castro Saavedra, encontramos este párrafo común a ambos artículos: «Poesía en bruto, como no se daba entre nosotros desde que las generaciones literarias inauguraron el lirismo de cintas rosadas y trataron de imponerlo como código de estética […] animal común y corriente que ve apretarse el cerco de angustia y lo sabe decir con sus terribles palabras de bestia acorralada […] La poesía […] es espesa materia biológica» («El libro de Castro Saavedra», 4-marzo-1950 y «Héctor Rojas Herazo», 14-marzo-1950). Más que comentar minuciosamente los libros que elige para ello, vemos sus obsesiones poéticas, volcando en dichas críticas su mundo de fuerzas naturales, el lenguaje vivo y no estereotipado, huyendo del decadentismo.
            No siempre las repeticiones obedecen a lo dicho, sino, más bien, a la simple razón de tener que cubrir una página diaria y esto, a su vez, lleva a García Márquez a dedicar algunos artículos a la falta de tema («Tema para un tema», 11-abril-1950; «La peregrinación de la jirafa», 30-mayo-1950; «Una parrafada», 2-junio-1950) y a escribir otros, tan circunstanciales, que hoy ya no nos interesan. Así, tenemos la extraña sensación de que textos de verdadera calidad narrativa se hubiesen publicado en la columna de un periódico y de que otros textos propios efectivamente de una colaboración periodística, por ajustarse al comentario de cualquier noticia del momento, los hallemos aquí, compartiendo con los otros, el honor de un libro. Lógicamente, si nada más se hubieran publicado los artículos de calidad, el nivel del libro en su conjunto subiría. Por el contrario, al ofrecernos el presente volumen todas las colaboraciones periodísticas de Gabriel García Márquez durante los años 1948-1952, lo dota de un innegable valor documental y referencial. Hay que celebrar, pues, sin paliativos, que el documento y la creación, lo fugaz y lo duradero convivan en esta reedición de Textos costeños, ya que no estamos de ninguna manera ante un libro menor que la fama del novelista ha rescatado, sino ante un libro que, además de todo lo dicho hasta aquí, nos produce un innegable placer al leerlo. Libro, pues, que no podemos desligar de la trayectoria literaria y humana de García Márquez y que Jacques Gilard, en un largo, minucioso y certero prólogo ha sabido situar perfectamente: «Pese a su alta calidad, su periodismo no interesaría hoy si no existieran los cuentos y las novelas, y sin embargo es difícil –una vez que se dispone del material documental– separar ambos aspectos, si bien una espontánea y arbitraria jerarquización incita a ver las crónicas y notas de prensa como mero trasfondo de la obra de ficción».


[1] Como veremos más adelante, la ejecución de estos poemas concuerda plenamente con la idea que García Márquez tiene de lo que debe ser un poema, al criticar algunos libros de poetas colombianos en El Heraldo.
[2] Recogida en Miguel Fernández Braso: La soledad de Gabriel García Márquez (ed. Planeta, Barcelona, 1972).
[3] Recogida en Juan Cruz: «Gabriel García Márquez: el placer de narrar» (El País, suplemento cultural Babelia, Madrid, 16-noviembre-1991).

Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos nº 502 (Madrid, abril de 1992).