jueves, 23 de mayo de 2013

PEDRO LASTRA, EL POETA


Siempre recordaré con inmensa gratitud cómo conocí a Pedro Lastra. Nos presentó nuestro común y llorado amigo Eugenio Montejo, quien ya venía hablándome tiempo atrás de su excelencia humana y creadora. Así que, cuando coincidimos por primera vez en unas jornadas poéticas organizadas por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en Sevilla, a finales de 2000, o sea, a caballo de dos siglos, surgió entre nosotros un recíproco e inmediato afecto, mantenido con creces hasta hoy. En estos casi trece años de entrañable amistad, hemos emprendido juntos, a instancias de Juan Carlos Marset, entusiastas empresas, como el frustrado proyecto de levantar la Casa de los Poetas de Sevilla y la fructífera formación de la Biblioteca Sibila, cuyo propósito de revisar y difundir las diversas tradiciones poéticas de los países hispanohablantes continúa la familiar tarea editorial de Pedro Lastra, iniciada en los años 60, al dirigir la colección «Letras de América» de la Editorial Universitaria de Santiago de Chile.
      Dentro de este campo, descubrimos su decidido y persistente interés por los poetas marginales, sobre algunos de los cuales ha escrito oportunas páginas para sacarlos del injusto ostracismo. A quienes leemos y tratamos a Pedro Lastra, este noble empeño suyo no nos sorprende si tenemos en cuenta su finura de espíritu, tan acorde con su profundo y delicado conocimiento de la literatura hispanoamericana, desde la época colonial hasta hoy, donde ni las teorías académicas ni las esporádicas modas han condicionado sus gustos de lector, «lector de todas las horas», como se autocalifica en una entrevista que tuve la fortuna de hacerle. Se pueden decir de Pedro Lastra las mismas palabras que él dijo de Jorge Teillier, «quien siempre tenía presentes a los poetas perdidos de Chile». Estoy convencido de que, por debajo de esta necesaria llamada de atención crítica, late en Lastra un íntimo sentimiento de pertenencia a esa cambiante nómina de poetas situados al margen del prestigio o la fama por una u otra circunstancia, pese al considerable reconocimiento público de su poesía en los últimos años. Dado su discreto talante ante la vida y, por ende, ante el fenómeno artístico, uno está tentado de creer que, si no ha buscado dicha marginalidad, al menos se siente cómodo fuera de foco, dejando, sin resentimiento alguno, que su tan apreciada labor docente ocupara el primer plano de sus actividades públicas. En el fondo, su modestia nos revela la auténtica posición del poeta de hoy y nos previene contra el afán desorbitado de estar en el candelero, como si esto fuera una cualidad estética.
      Esta lección moral, infrecuente en los cenáculos literarios, ha influido decisivamente, a mi parecer, en el tono y los enfoques de su poesía, la cual, según Gonzalo Rojas, posee «la cortesía del recato», frase que no puede aunar mejor sus maneras de hombre y de poeta. La pulcra concisión de su escritura se distancia de la corriente más oceánica y experimental de la tradición chilena, aunque no desdeñe de ella ciertos sondeos imaginativos. En realidad, Pedro Lastra ha publicado a lo largo de su dilatada vida un solo libro, al que en sucesivas ediciones, bajo distintos títulos, ha añadido y eliminado este o aquel poema. En este sentido, sin llegar al desaforado inconformismo de Juan Ramón Jiménez, la poesía de nuestro chileno también está en marcha, aunque, a diferencia de la del poeta de Moguer, es breve, tanto en número de poemas como –salvo contadas composiciones– en la extensión de los mismos. Sin duda, Lastra firmaría el pensamiento del cineasta Robert Bresson, según el cual «no se crea agregando, sino suprimiendo». Se podría pensar, en una primera y apresurada lectura, que la unidad de su obra poética no va más allá de un tono sostenido, de unos temas recurrentes y de ciertos poemas que se han mantenido en todas las entregas a modo de columna vertebral de su poesía. Sin embargo, dicha unidad resulta de mayor alcance si se advierten las relaciones temáticas o de clima que unos poemas establecen con otros, como si, al complementarse, formaran las dos caras de una moneda. Por ejemplo los vínculos más o menos evidentes entre «Copla» y «Contracopla», «Balada para una historia secreta» y «Lección de historia natural», «Carta de navegación» y «Nostradamus», «Noticias del maestro Ricardo Latcham...» y «Noticias de Roque Dalton», «Puentes levadizos» y «Plaza sitiada»…
      La brevedad, la limpieza del verso –cuyo periodo rítmico, sin el sobresalto del encabalgamiento, suele coincidir con la idea y los cambios respiratorios– invitan a aprender poemas de memoria. Pulidos y amortiguados, su tersura es tal que parecen hechos de una sola pieza. A su vez, la brevedad los aparta del énfasis, favoreciendo la sugerencia, la reticencia y la evocación en voz baja. Raros son los poemas en que Pedro Lastra describe una anécdota hasta sus últimas consecuencias, aunque no desestime el dato personal ni siquiera, a veces, cierto desarrollo narrativo. En general, son imágenes y sensaciones fugaces las que tejen con indeleble sutileza el tapiz de una emoción o una idea. De ahí, cierta impresión anonadada que nos transmiten muchos poemas suyos, donde las palabras crean antes una atmósfera que un discurso. Ya reza un verso de Luis Rosales que «la ambigüedad es el pulso corporal del poema».
      Poesía desconcertada, no desconcertante, que desdibuja la frontera entre pasado y presente y se desliza entre la vigilia y el sueño para mostrar la condición inestable, escurridiza y fantasmagórica de la existencia. Estos poemas narran un sueño como si rasgos de la vigilia lo enmascararan. El sueño representa a veces un último reducto, un espacio propicio al encuentro, como la memoria. En este sentido, hay poemas centrados en describir un sueño sin la previa advertencia de que lo es, como, por ejemplo, «Informe para extranjeros», en el que la incoherencia interna de los hechos narrados, lejos de dejarnos fuera de su significado, intensifica la perplejidad y la esencial descolocación de los seres, verdadera intención del poema:

mis hermanos me miran y no me reconocen,
me preguntan quién soy, por qué he venido
tan tarde, ya es de noche, no sé qué contestar,
mi padre abre una puerta y alguien entra,
yo sigo dando cuerda a una caja de música
que se rompe en mis manos

      La angustia que queda flotando la alivia de algún modo el solitario verso final, separado del resto por un espacio de inquietante silencio:

Que no haya tristeza.

      Este sesgo estoico es otra característica, más o menos perceptible, de toda esta poesía. Estoicismo que encuentra su natural complemento en refinadas insinuaciones irónicas, como en el poema titulado «Carta de navegación», de corte aforístico, que cito completo:

El futuro está claro
pero el presente es imprevisible

      Al contrario del tópico, el temor no es por lo que vendrá, que ya se da por hecho, sino por lo que pueda suceder aquí y ahora. La ironía, pues, funciona en esta obra como una segunda voz, que no llega a degradar o corroer la condición humana. Ironía que ya está implícita en la misma perspectiva desde la que está escrito uno de los poemas más hondos y conmovedores de Pedro Lastra, «Ya hablaremos de nuestra juventud»:

Ya hablaremos de nuestra juventud,
ya hablaremos después, muertos o vivos
con tanto tiempo encima,
con años fantasmales que no fueron los nuestros
[…]
Hablaremos sentados en los parques
como veinte años antes, como treinta años antes,
indignados del mundo,
sin recordar palabra, quiénes fuimos

      Es decir, ya hablaremos justamente cuando no podamos, cuando seamos nadie o lo que recordemos nos resulte ya ajeno. El poema, como otros de Lastra, se adelanta a lo irremediable, llenándonos de anticipada nostalgia.
      Poesía que nos recuerda a cada verso que ya no estamos en donde estuvimos o no estaremos en donde estamos. El inexorable paso del tiempo alienta el tema central de este mundo lírico, que es el exilio, entendido en un sentido existencial e incluso metafísico, sin por ello desentenderse de las circunstancias personales del autor, quien fue víctima, como tantos otros, de la diáspora que provocó el golpe de estado de 1973 en su país. En «Los días contados», título significativo al respecto, leemos:

Después de todo, el país es muy bello,
si de mí dependiera
creo que no abandonaría estos lugares

      El poema, considerado aisladamente, puede interpretarse que alude a una situación concreta, pero en el contexto de la obra adquiere una estremecedora dimensión simbólica de nuestra condición de seres provisionales, cuyo último verso, de tan eficaz sencillez emotiva, refrenda:

A mí me gustaría quedarme con ustedes.

      Así pues, más allá de acontecimientos históricos o personales, la poesía de Pedro Lastra está dominada de cabo a rabo, en palabras de Carlos Germán Belli, por «los sentimientos del forastero absoluto». De ahí que sus versos parezcan ir de puntillas, tratando de pasar inadvertido, apoyándose unos en otros sigilosamente hasta lograr eso que Óscar Hahn denomina «recóndita armonía» y que, según creo, contrarresta, mientras dura el poema, el desorden y el desconcierto del mundo. Poesía sin esperanza, pero tampoco desesperada.
      Ojalá que quienes lean a Pedro Lastra, compartan con Gonzalo Rojas que es «un poeta necesario».

Prólogo a Al fin del día (1958-2013) de Pedro Lastra (Biblioteca Sibila-Fundación BBVA, Sevilla, 2013).

viernes, 10 de mayo de 2013

LAS MANERAS DE VIVIR DEL POETA FRANCISCO JOSÉ CRUZ por Ramelis Velásquez


La poesía es un asumir la vida desde miradas que no se pliegan a nada ni a nadie. La poesía es autónoma, libre, insubordinada incluso a lo inútil. Tal como es justo concebirla, hacerla y sentirla, constituye una filosofía que interroga y nombra los elementos más simples, los más pequeños, los que no se pueden asir tanto como los que ocupan inmensas sombras en el universo. Se hace poesía para retener algo, para procurar darle alguna forma temporal, efímera, aunque se tenga la certeza de que todo lo que existe contiene en sí mismo lo amorfo, el rechazo, la desmemoria y el olvido. Es innegable que la poesía representa un reconstruirse constante del hombre ante el ineludible desvanecimiento de lo que ya se ha vivido. En palabras de María Zambrano «el hombre no es tan siquiera una criatura incompleta, sino simplemente encubierta, envuelta en los velos del olvido. La verdad, desgarrando sus velos le devuelve a la unidad su origen, le reintegra». La poesía reintegra al hombre a la luz, es su única verdad, lo hace pleno por instantes, pero luego le restituye su orfandad, sus carencias, sus sombras o su estar en ellas. El poeta, que es un ser incompleto, pugna en la búsqueda que le dará su unidad y en ese tránsito otorga materia a lo inmaterial, sonido a lo que calla, sentir a lo inerte, hurga en la memoria y salva a deudores, y a sí mismo, con su propia palabra. Dice José Gorostiza que «el poeta se adueña de los poderes escondidos del hombre y establece contacto con aquel o aquello que está más allá». Se adueña del verbo que ha hecho al hombre, inalcanzable en la monótona tarea de decantar el día. Es el poeta quien activa las fuerzas ocultas del idioma y, como un encantador de serpientes, que sueña con abolir el libre albedrío de la naturaleza, intenta hacer que el lenguaje se subordine a él, se incline y le obedezca (Paz, 1973). Nada ajeno a la palabra de Francisco José Cruz en el libro Hasta el último hueso (2007), editado bajo el sello El otro@el mismo, una hermosa edición al cuidado del escritor Víctor Bravo y con prefacio del poeta Eugenio Montejo. Como es evidente, la poesía desde diversos ángulos hace posible que lleguen a nuestras manos libros como éste del poeta sevillano Cruz con poemas que pertenecen a un lapso comprendido entre 1998-2007.
      La obra de Francisco José Cruz nos ubica ante un mundo donde el sentir de cada elemento cotidiano es un asunto vital, de respiración, de pulsación. En toda su poesía domina una visión irónica del equilibrio, de esa estacionaria manera de vivir o de construirse la existencia, casi una condena absurda, pero necesaria e ineludible como el poema «El funambulista», que nos sugiere la imagen del día destejiéndose en la cotidianidad de los otros, en la mujer que tiende su vida en los cordeles del patio, en esa tensión que si se pierde deja sólo el vacío, una búsqueda interior profunda e infinita. Sin duda, el equilibrio es propiedad de las cosas acabadas. Por lo tanto, nada en el espacio nombrado por la voz poética contiene esa cualidad, nada se apega a la quietud ni al reposo. Ni siquiera el poema en «El travieso» que debe hacer presencia en su propia creación para trazar las señales en el hacer poético o ser el lazarillo de quien se empeña en imprimir sus huellas. Si fuese así, si el poema apareciese sólo porque la voz poética lo pide, lo interpela, sin piedras, ni obstáculos, aceptando lo impuesto por sublime y amoroso que fuere, nada tendría sentido. El poema no acepta riendas y naufraga en el intento por ser para dar paso a otro comienzo, a otro nacimiento. Hay, pues, un acto violento en la creación poética, una lucha del poeta por dotarse de palabras y una resistencia del poema por definirse totalmente. Por eso intenta escurrirse, como lo advierte Paz, cuando habla del desarraigo de la palabra, su desprendimiento del «equilibrio» común en la lengua y su dramático regreso convertida en otra cosa. Se trata de un desdoblamiento doloroso, el momento más fuerte, más tenso para el poeta: ¿Cómo capturar la palabra? ¿Cómo obligar al poema?
      Francisco José Cruz aborda con sobrado detalle la quietud del objeto, su signo material, y eleva esa supuesta pasividad de la cosa otorgándole voces y estados de conciencia, vida y razón. Como el barro que sabe de las manos que lo han transformado, que han cambiado su forma y su destino, lo que era y para lo que era, su función originaria, y lo han dotado de una concreción material definida, lo que es, para lo que sirve, un presente finito, en «Habla el barro». O cuando el tiempo ha obligado a las cosas a perder sus nombres, la memoria de su propia razón de vida y las ha confinado a la materialidad de la irónica realidad que suponen, en «Lanza o remo».
      En los poemas no sólo es una constante la relación de identidad necesaria con el objeto o con el elemento lograda magistralmente por Francisco José Cruz. También se observa que intenta sumarse a la esencia del cuerpo que describe como si quisiera sentir el silencio que domina, por ejemplo, a los árboles en «Camino de cipreses» o vivir por un instante la certidumbre que da el orden visible, la aparente simetría que muestra la naturaleza y ese extraño acomodo a lo predecible. Aunque sabemos que la quietud es sólo un espejismo, no tiene caso negarse a la atracción por tenerla con la certeza de que en el fondo a los cipreses los mueve la intranquilidad.
      Hay una construcción de las imágenes en un reiterado juego de contrarios, en una significación dual, paralela, casi al extremo cruel de no mostrar asombro ni incomodidad por ese carácter rutinario de la existencia, que nos recuerda la cíclica ocupación temporal del espacio y el dramático abandono de éste. Tal como la sombra de la rama que queda temblorosa cuando pierde su materia en «Maneras de desarbolar» o la jaula que sólo alberga las alas del viento y se consuela en su vacío en «Muerte de un pájaro», así, en «Revisión», los miembros de dos seres se hacen y deshacen sin tiempo, ocupan y desocupan el umbral en un movimiento constante de construcción y destrucción, de comienzo y final. Ante esa pendulante afirmación y negación de la existencia que el hombre común esquiva, que evita nombrar y sopesar en sus no menos habituales cuentas del día, el poeta se impone con esa doble mirada incisiva y revela que «la realidad poética no sólo es la que hay, la que es; sino la que no es; abarca el ser y no ser en admirable justicia caritativa, pues todo, todo tiene derecho a ser hasta lo que no ha podido ser jamás» (María Zambrano).
      Cada poema enfatiza la distancia entre el hombre cotidiano que vive con indiferencia el olvido, la muerte, la ausencia, el tiempo, el cuerpo, la enfermedad, el vacío, signos de connotación afín e indisoluble, y el poeta que, al estar consciente de ello, se resigna ante lo inexorable, pero sin abandonar el empeño por restituir lo que fue. En este sentido, un dejo dramático subyace al poema «No tenía importancia» al reconocer la voz poética que en esa rutinaria urgencia de vivir y olvidar despojamos de importancia al hecho de establecer diálogo con alguien cercano o prestar la debida atención a eso de lo que adolecemos: «Quedé en llamarlo por la tarde a su casa / pero cuando me acordé ya estaba muerto /… / Quedé en llamarlo por la tarde a su casa, / seguro de que le dolería menos» . La poesía de Cruz se mueve en el medio de la dualidad y a través de ésta indaga honda y minuciosamente en los resquicios de sí mismo, de lo que le rodea e intenta cubrir «con pegotes resecos de memoria», como el abuelo de «Manera de dormir», cada grieta que se abre en su alma. La segunda estrofa del poema «En defensa del tiempo» resume esta idea con una marcada concisión: «A la muerte le da igual / que estemos casi empezando / o a punto de terminar».
      La infancia es un canto, una melodía, que no escapa a la crudeza en los poemas de Francisco José Cruz. Unos juguetes sin la niñez que los tuvo a un tiempo y la imposibilidad de ser animados o destruidos por las manos de otros niños porque fueron confinados por los adultos a una atmósfera fría y aislada, circunscrita a los límites de un vidrio en el poema «Orfandad», nos muestra que la eternidad sin libre albedrío es una condena tan cruel como la quietud y el olvido. La voz de la madre pidiéndole a su niño enfermo que se duerma, pero que no muera, en «Canción de cuna», nos pone una vez más ante la ineludible ausencia que la madre anticipa. En franco diálogo con esta concepción irónica de la vida y la muerte, ante las cuales no hay privilegio alguno por más puro que sea lo creado, se encuentra el poema «Con mi hija» que plantea la pregunta «Papá ¿los niños también se mueren?». La niña parece seguir el canto de la madre que mece al niño enfermo. Es, si se quiere, la voz de todos los niños negándose a la muerte y reafirmando la vida en la idea del juego y la imaginación «Y si no subo al cielo, / ¿qué hago dormida en una caja / todo el tiempo?/ Todo el tiempo voy a aburrirme. / Papi, cuéntame un cuento» (p. 84). En este tejido de imágenes, todos los poemas que nombran la niñez aparentan estructurarse en un solo poema.
      La palabra de Francisco José Cruz nos toma de la mano, nos mantiene en el filo del asombro durante el camino, da certidumbre sobre lo aparente en ese continuo hilar la memoria de lo que somos y dejaremos de ser. Pero, ya sintiéndonos plenos e impactados en esa sublime sensación de certeza que da la poesía, nos abandona a nuestra suerte, nos suelta, nos hace naufragar como el poema que cae en el vacío y que sólo lo podrá salvar la misma poesía. 
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Referencias bibliográficas:
Francisco José Cruz, Hasta el último hueso (Mérida, Venezuela, Ediciones El otro@el mismo 2007).
José Gorostiza, Poesía (México, Fondo de Cultura Económica, 1985).
Octavio Paz, El arco y la lira (México, Fondo de Cultura Económica, 1973).
María Zambrano, Filosofía y poesía (Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1993).

Publicado en Poda, Revista Latinoamericana de Poesía, Año 4, nº 6 (Barcelona, Anzoátegui, Venezuela, junio 2008).