lunes, 16 de abril de 2012

ALGUNAS PREGUNTAS A FABIO MORÁBITO PARA SABER UN POCO MENOS


«Ahora, / después de casi veinte años / lo voy sintiendo: / como un músculo que se atrofia / por falta de ejercicio/ […] / el italiano, / en que nací, lloré, / […] /pero en el que no he amado / aún, / se evade de mis manos, / […] / Así, si tú te vas, / idioma de mi lengua, / razón profunda / de mis torpezas / y mis hallazgos, / […] / ¿con qué palabras / recordaré mi infancia, / […] / ¿Cómo completaré mi edad?» («Ahora…», De lunes todo el año). Usted llegó a México a los catorce años de Italia. ¿Por qué decidió escribir en un idioma no materno? ¿Fue por la necesidad de adaptación al medio en que se vive o hay también motivos que sólo gradualmente se aclaran y que van más allá de un interés por comunicar?
El español se me impuso, no lo elegí. Soy un italiano anómalo, nacido en Egipto, y eso me hacía sentir en mi infancia diferente a los demás, un italiano a medias, o sea un extranjero también a medias. Tal vez eso facilitó más adelante mi asimilación a otra lengua, al grado de llegar a expresarme en ella. Quizá fue una forma de liberarme de la ambigüedad de mi infancia, o sea, dejar de ser un extranjero a medias para serlo plenamente.
Uno de los temas vertebrales de su obra es el desarraigo. Pero este sentimiento no está planteado desde la nostalgia o la queja por lo perdido, sino que en él se reconoce una condición esencial de la existencia humana. Este aspecto de su obra se reconoce en el siguiente poema de Juan Ramón Jiménez: «Raíces y alas. Pero que las alas arraiguen / y las raíces vuelen». «La esponja» de Caja de herramientas lleva a cabo «la participación al centésimo, al milésimo o a lo que haga falta para neutralizar cualquier intento de sedimentación, de tribalización, de patriarcado. […] cada vez que exprimimos una esponja, en los cartílagos y tendones de nuestra mano se insinúa el secreto deseo, que nunca nos abandona, de rehabilitarnos a fondo, de ser otros, disponibles y ligeros como el primer día». Esta idea de fuga, de renovación constante se hace obsesiva en su relato «El huidor», de La lenta furia, donde la única tarea del protagonista consiste en no detenerse en ningún sitio de la ciudad. No obstante, sus rasgos, si no fuera por esta singular característica, pasarían inadvertidos por ordinarios. Esta necesidad de no permanecer, de no identificarse con el entorno donde se está, parece hallar su contrapeso en el afán de pasar desapercibido, de integrarse a un ritmo anónimo y cotidiano, de no salir de la realidad corriente: «El tráfico no cansa, / nos cansarían las calles / anchas, despejadas, / […] / Uno se deja transportar / por otras decisiones, / se integra a un ritmo, / apenas se desvía de un tronco / otro lo absorbe, / poniéndolo al corriente. / […] / Nadie se queda solo / con sus argumentos, / nadie se pierde» (“El tráfico no cansa”, De lunes…). Estas dos tendencias, la de huir y la de perderse en un oleaje común son dos maneras de desaparecer. ¿Cómo se integran en la vida íntima el desapego y la rutina?
Me gusta huir, lo confieso, no ser de ningún lado y, por otra parte, siento la necesidad contraria, de permanecer hasta lo más recóndito. A esta segunda tendencia debo mi inclinación por ocuparme, en lo que escribo, de las materias y los lugares desdeñados y anómalos, que el ojo no registra o registra de sesgo, sin apoyarse nunca en ellos. Mi primer libro de poesía se titula Lotes baldíos y el segundo De lunes todo el año, y creo que los dos títulos se corresponden. Explorar los lotes sin construir, que han dejado de ser naturaleza y aún no llegan a ser ciudad, es como explorar la materia del lunes, ese día que también es un día sin construir, todavía entumido por la fanfarria del domingo y ya complicado con el ritmo laboral de la semana. En esta hibridez que me acompaña desde niño y hacia la cual he desarrollado una mirada avizora perdiéndome tantas otras cosas, seguramente se conjugan el anhelo de huir y el de arraigar en profundidad. Denme una patria, pero tal delgada que sólo yo la vea, como quien dice.
«En eso consiste, en gran parte, cualquier cura: en suprimir, ahí donde se forman, cadencias y orgullos locales, en recordar la existencia de horizontes más vagos y complejos que nos incluyen, en devolver todo al sentido común y comunitario» («El resorte», Caja de herramientas). En una obra que oscila entre una cierta nostalgia por la integración en la vida comunitaria y la independencia personal, ¿es el sentido común un modo de conformidad, una opción intermedia entre irse y quedarse, una discreta resignación?
El sentido común es para mí el sentido más difícil de conquistar. La poesía es probablemente la mayor herramienta que tenemos para apresarlo. Hacer poesía es revelarnos unos a otros qué significa estar vivos. Y en este sentido de revelación, también podemos hablar de resignación. Todo aquello que nos revela algo, en efecto, nos resigna, no en el sentido de claudicación, sino de aceptación profunda. Un poema que nos revele la vida de un árbol, que nos haga intuir vívidamente el estado árboreo, nos cura en cierto modo de los árboles, porque nos resigna profundamente, por así decirlo, a su existencia. La resignación nos iguala a ellos.
«Los pleitos entre el hombre / y la mujer del cuarto, / el niño que berrea del once / la radio eterna del catorce, / el taconeo nocturno / de los de arriba / que llegan del trabajo / mientras duermo: / así es como me llegas / a la médula, ciudad, / y no te dejas reducir / a mis horarios/ […] / ¡Vivir rodeado de aire / que se lleve los ruidos, / forrar de dobles vidrios / las ventanas, / no abrirle a nadie!. / ¿Pero qué haría metido en mí? / ¿Escribiría en silencio / oyendo sólo el lápiz, / que es el peor ruido, / oyendo lo que escribo?» («Ruido», De lunes…). Su escritura insiste en un anhelo de estar entre los otros pero, ¿también con los otros? En la fábula juvenil Cuando las panteras no eran negras, a través del conflicto de la identidad se llega a la cuestión de la soledad y la compañía. Las panteras negras hablan entre ellas, sabiendo que para ser quienes son, individuos emancipados de diversas manadas, deben permanecer solas, cazar solas y sólo de tarde en tarde reunirse para contarse sus vidas en un ocio transitorio. Su realización la encuentran en la soledad pero necesitan transmitirla. El relato sugiere que para alcanzar la soledad se requiere un aprendizaje.
Su pregunta es crucial: estar entre los otros no siempre significa estar con ellos, en efecto. En un poema mío publicado en este mismo librito, el que comienza: «No quiero, pese a todo, muros gruesos», doy las gracias a mis vecinos por no molestarme con sus ruidos; les agradezco que estén ahí, al otro lado del muro, callándose. Su silencio me conmueve, porque me toma en cuenta. Es la prueba de que no se olvidan de mí. No sería lo mismo si el departamento fuera deshabitado. Están ahí, y lo sé porque de repente los oigo: un mueble que se arrastra, un grito. Pero lo que oigo, junto con esos ruidos, es el silencio que cultivan para no excederse conmigo, y con el cual agradecen el silencio que yo cultivo para no excederme con ellos. Este silencio mutuo, obra paciente de todos los días, es nuestro lazo de unión, más valioso que mil abrazos y mil palabras.
En esta misma fábula se plantea, con más extensión que en ningún otro texto suyo, el tema del origen como mito y realidad fugitiva o cambiante, el origen como anhelo y falsa identidad. «El turista», relato de La lenta furia, parodia el sentimiento de pertenencia a un lugar y a un pueblo, ¿Qué le falta al hombre para superar la dicotomía grupo-individuo?
En el cuento «El turista», el joven conde que se «atasca» en un pueblo insignificante en su viaje rumbo a París, aprende dolorosamente que no vale la pena ir a ningún lado, por más que haya lugares que nos atraen poderosamente. El relato sugiere que se quedará para siempre en Werst, la pobre aldea de pastores, y renunciará a su soñado París. En esa aldea ha entrevisto la miseria humana y sabe que es la misma miseria que encontrará en la gran ciudad a la que se dirigía. En realidad ha aprendido que la tierra es infinita e inagotable, y que cualquiera de sus puntos, bien mirado, es equivalente a los otros. Este cuento es el más fiel al epígrafe de Silvina Ocampo que puse al comienzo del libro: «Ninguna cosa es más importante que otra». Creo que todo lo que escribo parte de esta simple premisa. De ahí el desarraigo como condición de lucidez. No hay lugar que nos salve, como tampoco un origen que nos redima o ilumine. Y, sin embargo, hay que viajar y saber desprenderse. El conde, de joven aristócrata que es, acabará por fundirse y confundirse con los pastores de Werst. Esta es la verdadera cita que le ha deparado el destino, y él la toma. Otra vez el tema de la resignación, como ve.
«En la mañana oigo los coches / que no pueden / arrancar. / A lo mejor, entre los árboles, / hay pájaros así, / que tardan en lanzarse / al diario vuelo, / […] / Qué hermoso es el ruido / del motor, / la realidad vuelta a su cauce» («Oigo los coches», De lunes…). Su poesía no sigue la tradición crítica que denosta la ciudad, su caos, su atmósfera infernal. El ritmo de la ciudad favorece el anonimato y nos inserta en una costumbre. Los coches y los pájaros son vistos con pareja cordialidad, naturaleza y civilización amortiguan en el espacio urbano sus diferencias. De ningún modo estamos ante la fría exaltación mecánica futurista. En definitiva, su ciudad es habitable a pesar de ser México o precisamente por serlo. ¿Qué ha dado o ha quitado al hombre la ciudad moderna?
Considero que el abandono de la tradición antiurbana, es decir de la tradición que denosta la ciudad, es un rasgo generacional y corresponde a un cambio de punto de vista poético sobre las cosas. En primer lugar, la nueva generación de poetas es reticente a la imagen del poeta como profeta o como oráculo, como un ser iluminado. Esto significa un cambio de lenguaje, de mirada, igual que un cambio de elementos expresivos. Creo que en América Latina este viraje obedece en gran parte a la necesidad de oponer un lenguaje calibrado y concreto a ese otro lenguaje, espurio, genérico y sin alma, de nuestra política. Una mirada más inclinada hacia la metonimia que hacia la metáfora empieza a descubrir en la realidad de todos los días una serie de nexos, de junturas y de trabazones ocultos que el manto ruidoso y a menudo espléndido de la metáfora no permitía ver. La visión de la ciudad se resiente de este cambio de actitud, y una mirada más filtrante, más desnuda y menos presurosa, admite la sustancial inabarcabilidad de la ciudad y renuncia a denostarla y a idealizarla, o sea a metaforizarla, y prefiere detenerse en sus elementos más emblemáticos. Ya no se busca el brillo, sino la adherencia. Y en esta búsqueda de adherencia, la ciudad ofrece a la mirada del poeta unas fraternidades y unas relaciones inéditas.
«Yo a veces ya no tengo / ganas de crecer / sino de zambullirme, / […] / poseer la justa dosis / de alteridad / y de letargo, / […] / y conformarme con el verde / de los hechos, nada más» («Rebaños», De lunes…). Esa humildad decisiva que alienta en todos sus textos parece susurrarnos que no sólo no es tan importante conocer sino que, más bien, hay que desprenderse de un exceso de sabiduría inútil, o que hay un modo menos ambicioso de conocimiento. Conocer sería entonces estar cerca de, ponerse en su lugar, dejarse ir sin perder una lucidez última que nos salve del gregarismo y la inconsciencia. ¿Es la sabiduría ese estado de conformidad afectiva antes que de exigencia intelectual, un estado anímico en que ni pregunta ni respuesta sean necesaria al hombre?
Sí, lo ha expresado usted muy bien: «un modo menos ambicioso de conocimiento». Pero, ¿cuál es ése? No sabría decirlo. Intuyo que está del lado de los animales. Los animales son para mí una fuente de constante reflexión, de interrogación. No puedo decir que yo ame los animales, porque casi no tengo trato con ellos, pero siempre me asombran. Podría mirar una vaca durante horas, sin aburrirme. Creo que si existiera de veras un paraíso y un infierno, los animales, y no Dios, deberían ser nuestros jueces. Igual que a Dios, les bastarían una sola mirada para saber si merecemos salvarnos. Los versos que usted cita pertenecen justamente a un poema que habla del rebaño, de la «medianía» que se respira dentro de un rebaño, donde se da ese mágico equilibrio en donde la integración y la conformidad con los otros no ofenden nuestro sentimiento individual.
«Vivo en un edificio / […] / que cada vez que pasan / los camiones / se cimbra dos o tres segundo, / […] En este piso escribo / […] / vivo donde se siente más / el bamboleo / y escribo, / […] / tal vez sólo escribiendo / este edificio, que es tan frágil, / no se cae» («Miramontes», De lunes…) Noto una confianza por su parte en el lenguaje poético, que es el de todos los días. Su prosaísmo cordial no rehúye la anécdota diaria, ni la rebaja a un rosario de datos biográficos anodinos, sino que la ahonda y le da sentido. Hábleme de su relación con la escritura y dígame qué añade ésta a la vida.
Toca usted un punto delicado. Eso que usted llama confianza con el lenguaje poético, en mi caso es una confianza relativa. El español no es mi lengua materna y a menudo me he preguntado si vale la pena escribir poesía en un idioma que no es el propio idioma materno. Esa duda es una espina que siempre tengo clavada. Mi confianza con el lenguaje nunca es total, porque soy un extranjero. Las palabras aparentemente sencillas que uso para expresarme, para mí no lo son tanto. Existe siempre un resquemor, una cautela y un irse a tientas. Esto desde luego puede traer ventajas notables, por ejemplo una mayor lucidez y una mayor sensibilidad para atisbar relaciones nuevas e imprevistas, pero también puede ocultar un fracaso de fondo irremediable.
«Hay que rimar de otra manera, / más sutil, / que casi no se oiga» («Cruzando el puente», De lunes…). Estos versos no hablan de la escritura poética, al menos en primera instancia, sino de adelgazar los rasgos personales y suavizar los perfiles sobresalientes. El don de lo inadvertido lo recoge la estructura formal de cada uno de sus poemas. Hay en ellos una aparente pobreza de recursos, incluso frecuentes asonancias. Esa pobreza, sin embargo, lejos de suponer un desaliño, potencia el significado, lo airea y no resta naturalidad a las imágenes. Los elementos del poema mantienen una sólida correspondencia de fondo entre sí para preservar la unidad del discurso. La música de sus poemas está en lo que Juarroz llamó «música del sentido» y no del sonido. Cada verso justifica al siguiente y al anterior. Se necesitan unos a otros. Aislados no sobreviven. Su ritmo entrecortado les obliga a juntarse. Se diría que su adaptación al español ha facilitado esta estrecha relación entre fondo y forma hasta lograr que el poema sea un cuerpo vivo y no una simple reunión de elemento más o menos acertada. Hábleme de todo esto que le comento. ¿Cómo sopesa la elaboración de un poema? ¿Qué va teniendo en cuenta ? ¿A qué hay que renunciar, además del alarde, para que la poesía deje de ser un adorno, una cosa bella pero nada más?
Sí, lo que dice me conforta y me cautiva la expresión «música de sentido» de Juarroz, que no conocía. En cuanto a la relación que en mis poemas guardan los versos entre sí, ha visto usted bien: procuro, en efecto, que estén en íntima colaboración. Cada uno de ellos renuncia, si así puede decirse, a brillar en exceso. Cuando un verso brilla demasiado, creo que ha sido mal oído. Un verso bien oído, extraído sin forzaturas, debe tener algo de surco en la maleza: por momentos visible y por momentos no. El encabalgamiento es inmejorable para amortiguar el brillo de los versos, porque inyecta una saludable ración de prosa que impide que el poema se convierta en música vacía. Pero desde luego es sólo una técnica. Lo importante es oír en profundidad, y oír en profundidad es lograr una adhesión tan vívida a las palabras del poema. que cada verso parezca fatalmente derivado de los anteriores. Un buen poema es siempre fruto de una escucha atenta, y escribir poesía es ponerse a oír atentamente.
Su poesía, aunque muy alejada en casi todo de la de Roberto Juarroz, se acerca a la del poeta argentino en cierto modo de tantear el pensamiento. Incluso algunas construcciones sintácticas guardan un oscuro parentesco. En Juarroz, cualquier rasgo de experiencia personal desaparece del poema en favor de una abstracción plástica y transparencia conceptual. En usted la experiencia cotidiana está tan presente que hace del tema de cada poema un semiargumento, una mínima narración decantada por la meditación. En ambos, poesía y pensamiento son inseparables, se nutren mutuamente, forman un tejido. Y además se cumple la idea de Juarroz de que «sentir y pensar no son cosas distintas». ¿Con qué línea poética dialoga su obra?
Admiro la poesía de Juarroz, su rigor y su economía, y admiro su voluntad de construir una obra. Admiro su concentración que le ha permitido escribir todos sus libros bajo un mismo título, agotando los límites del terreno que se propuso explorar. Un ejemplo parecido en pintura es el de Morandi, uno de mis pintores preferidos, con su búsqueda sostenida sobre unos poquísimos presupuestos. Ahí están los mismos paisajes y los mismos objetos de sus bodegones vueltos a visitar una y otra vez: botellas, tarros, vasos y floreros. Siempre iguales, y sin embargo siempre colocados de otro modo, bajo otra luz, y siempre distintos. En narrativa pienso en el despojamiento casi heroico de Beckett y en su capacidad de no perder de vista el surco elegido y de ahondarlo cada vez más. Pero, en el caso concreto de Juarroz, confieso que mi admiración a veces decae y que algo me fatiga en tanto rigor, y me desalienta. La vida está hecha de desviaciones y tropezones, que a menudo son lo mejor que nos puede pasar. Y en la vida hay máscaras que ponerse y máscaras que quitarse. Yo siento una atracción por el juego que me impide asentarme demasiado a plomo en cualquier lugar y en cualquier convicción. No acabo de levantar unos muros y ya me pregunto si no me van a aprisionar. Sobre todo aborrezco la imagen del artista como sabio o profeta. Me inclino, al igual que los dos escritores que quizá me han marcado más, Kafka y Beckett, por la imagen del clown, siempre en la cuerda floja y siempre recomenzando a vivir porque no aprende nunca a vivir.
«Quizá en la rosca en forma de espiral del tornillo, donde la continuidad y el arraigo, la progresión y la permanencia han hallado una solución común, anide el misterio del lenguaje» («El tornillo», Caja de herramientas). En una obra tan de cara a la vida, hasta el punto de que el arte de escribir parece depender profundamente del arte de vivir, ¿en qué medida le es necesaria una tradición poética determinada para lograr una escritura propia?
Creo que la virtud principal de una tradición poética es que ayuda a caminar, siempre que sepamos encontrar entre las distintas tradiciones, la que nos corresponde más íntimamente y, una vez encontrada, que podamos ahondarla. No hay que quedarse nunca sin amigos, aunque sean contados. La tradición nos provee de nuestros compañeros afines. Hallar estas afinidades no es fácil, a menudo uno se equivoca y, si persiste en su equivocación, puede malograrse como escritor, igual que un hombre puede tornarse infeliz si elige equivocadamente a su mujer. Parte del talento de un escritor es saber elegir el cauce justo, las alianzas que más le convienen con los escritores del pasado. Siempre acabamos por establecer un pacto con ciertas tribus y no con otras. No se trata de repetir, por supuesto, aunque repetir también es necesario. Se trata de dialogar, y la tradición nos ofrece un repertorio de diálogos posibles y toca a nosotros elegir los más cercanos a nuestra alma, los más fructíferos.
Sus cuentos abordan los mismos temas que su poesía pero desde un planteamiento fantástico, onírico, paródico o absurdo, según los casos. ¿Qué le hace escribir un relato y no un poema?
Escribo cuentos y poemas por épocas, nunca los alterno en el mismo periodo. Actualmente estoy escribiendo cuentos. Puedo pasar un año, dos o tres sin escribir un solo verso, si estoy escribiendo prosa, y lo mismo vale en el caso contrario. Así, mientras estoy escribiendo en un registro, todo lo que se me ocurre, se me ocurre en ese registro. Me siento incluso tan ajeno al otro registro, que invariablemente dudo seriamente que podré volver a cultivarlo.
Su fábula Cuando las panteras no eran negras tiene una indudable riqueza expresiva y temática que hace que el texto sea un gozo para el adulto. ¿Qué actitud hay que adoptar cuando se escribe para niños? ¿Qué elementos distinguen la literatura juvenil de la que no lo es?
El género infantil ofrece la oportunidad de descansar de la casualidad. La casualidad es cosa de adultos. La lógica cotidiana, con sus incidentes azarosos y sus desviaciones y desarrollos impredecibles, es una lógica de adultos. Los niños no saben nada de eso. Aquello que para un adulto es una aparición mágica, para el niño es una aparición necesaria e inevitable. Porque el niño es más realista y no pierde de vista los aconteceres primarios, los hechos básicos que tienen que ver con la sobrevivencia. El que fantasea, el que se distrae es el adulto. Si no hay distracción de por medio, a partir de ciertas premisas se pueden deducir sus consecuencias más lógicas e inmediatas en estricto orden de sucesión, de acuerdo no con la lógica de la fantasía, que es la lógica del adulto, sino con la realista del niño, que es la lógica de la sobrevivencia, o sea del mito. Por eso, para escribir un relato infantil, es secundario el lenguaje que se escoja, o no tan importante como se cree. Lo importante es saber no irse por las ramas, eligiendo en cada momento el paso sucesivo más apegado a una lógica de la sobrevivencia. El dibujo riguroso y sucesivo de las nervaduras de una hoja, he ahí, creo, una imagen cabal de una fábula lograda.
Muchos textos suyos están escritos en presente del indicativo, quizá para acomodarse mejor a la corriente de la vida. Leyendo su obra, creo intuir que el olvido no sólo no es perjudicial, sino incluso beneficioso para el hombre. Hábleme de esta confluencia entre olvido y memoria en su obra. ¿De qué nos compensa el olvido y qué aporta a la creación poética?
El olvido es poder siempre recomenzar, es poder conservar el asombro, es poder ver todo lo acostumbrado por primera vez. Pero el olvido radical no es vida, sino aridez. El encanto de ver algo como si lo viéramos por primera vez es que, justamente, no es la primera vez que lo vemos. Es más, yo creo que la primera vez, en rigor, no vemos nada. La vida es primera vez sólo cuando se nace, después es una larga hilera de segundas veces. Y el terreno que a mí me interesa es ese, precisamente, el de las cosas segundas y usadas.
Carmona-Ciudad de México, 1997
Publicada en El buscador de sombras de Fabio Morábito (Col. Palimpsesto, Carmona, 1997).