miércoles, 3 de agosto de 2011

Presentación de LOS PASOS LEJANOS de Rafael Adolfo Téllez

Rafael Adolfo Téllez y Francisco José Cruz

Como bien escribe H. Heine, “en las obras de los poetas hay que buscar la historia de su vida, […] sus confesiones más secretas”. Por ello no voy a referirme, en acto público, a las cualidades humanas del presentado ni a presumir de su larga y entrañable amistad. Esto es algo exclusivo de la esfera privada y en ella adquiere su valor auténtico. Pero sí comparto con ustedes mi impresión de que él, después de un cuarto de siglo de conocernos a fondo, ha cambiado mucho menos que yo en estos años. Esta fidelidad a sus íntimas y viejas obsesiones personales la refleja, libro a libro, su poesía, cuya unidad de tono y mundo –sólo alterada sutilmente por lógicos influjos de sucesivos maestros de oficio- podemos comprobar en Los pasos lejanos, volumen que nos convoca hoy aquí y que reúne los poemas de Rafael Adolfo Téllez hasta la fecha.

Según Octavio Paz, “la poesía no busca la inmortalidad, sino la resurrección”. Si esta idea pudiera no convenir a cualquier obra, a la de Rafael Adolfo Téllez le viene como anillo al dedo. En ella, más que sentir cómo pasa el tiempo, descubrimos de golpe que ya ha pasado. De ahí su acusado carácter atemporal y, por lo tanto, nada anecdótico, a pesar de que los seres queridos ya muertos aparezcan en el poema con sus nombres, sus gestos más propios y dentro de un inconfundible ámbito familiar de calle, casa, patio, tapias, gallos, lluvia… Con ellos, el poeta parece recobrar un precario y fugaz contacto. Digo parece porque la nítida concreción de las imágenes no oculta ni un ápice su irreductible condición de fantasmas. En realidad, ellos deambulan como aislados en un aire de soledad remota, ajenos a todo y a punto de ser de nuevo polvo a cada verso. Así pues, estas amadas presencias, paradójicamente, subrayan las huellas que sus ausencias definitivas dejan en el lenguaje y en el corazón. En este fatal contraste residen el escalofrío, la ternura y la piedad de esta poesía. Su estremecedora verdad que, más que una visión del mundo, expresa una emotiva vivencia telúrica.

Esta dimensión de lo ancestral la aprehende Rafael Adolfo Téllez de sus maestros iniciales: Borges, Vallejo o Félix Grande, y la ahonda gracias a los posteriores como Eliseo Diego, Eugenio Montejo y Jorge Teillier, en quienes descubre un modo abierto, no lineal, de concebir el tiempo. De ahí que la infancia, el amor y la muerte –las tres heridas sin cerrar de esta poesía- conformen un único temblor hasta contagiarse mutuamente.

Pero si Rafael Adolfo Téllez encuentra su familia poética en la América Hispana, el misterio elemental de sus imágenes surge de lo más profundo de su memoria, cuya finura lírica pertenece a esa zona de nuestra tradición andaluza, tan poco cultivada hoy, más recogida, esencial y delicada. Es en esta sencillez de las cosas y hábitos primordiales –que la liviana y casi invertebrada enumeración va convocando sin apoyaturas conceptuales- donde reconozco lo más singular e intransferible de estos poemas.

Puede que más de uno de los que estamos aquí haya tenido con ellos, como yo, la repetida y doble experiencia según se los oiga recitar a Rafael o los lea a solas. La lectura en silencio, reposada, me muestra versos cortos, frecuentemente encabalgados, al contrario de la que él suele hacer a sus amigos o en público, donde los versos se alargan, fluyen sin trabas, más acordes, a mi gusto, con la inocencia de esta poesía y su inmediatez sentimental. Estos poemas, en la voz de Rafael Adolfo Téllez, de algún modo, nos devuelven al origen de la poesía, a ese primigenio asombro de vivir y nombrar a la vez, llevando siempre el poema con uno como una antigua oración que ya comienza.

Francisco José Cruz

Casa del Libro, Sevilla, 24 de abril de 2008.