
Dentro de este campo, descubrimos su
decidido y persistente interés por los poetas marginales, sobre algunos de los
cuales ha escrito oportunas páginas para sacarlos del injusto ostracismo. A
quienes leemos y tratamos a Pedro Lastra, este noble empeño suyo no nos
sorprende si tenemos en cuenta su finura de espíritu, tan acorde con su
profundo y delicado conocimiento de la literatura hispanoamericana, desde la
época colonial hasta hoy, donde ni las teorías académicas ni las esporádicas modas
han condicionado sus gustos de lector, «lector de todas las horas», como se
autocalifica en una entrevista que tuve la fortuna de hacerle. Se pueden decir
de Pedro Lastra las mismas palabras que él dijo de Jorge Teillier, «quien
siempre tenía presentes a los poetas perdidos de Chile». Estoy convencido de
que, por debajo de esta necesaria llamada de atención crítica, late en Lastra
un íntimo sentimiento de pertenencia a esa cambiante nómina de poetas situados
al margen del prestigio o la fama por una u otra circunstancia, pese al
considerable reconocimiento público de su poesía en los últimos años. Dado su
discreto talante ante la vida y, por ende, ante el fenómeno artístico, uno está
tentado de creer que, si no ha buscado dicha marginalidad, al menos se siente
cómodo fuera de foco, dejando, sin resentimiento alguno, que su tan apreciada
labor docente ocupara el primer plano de sus actividades públicas. En el fondo,
su modestia nos revela la auténtica posición del poeta de hoy y nos previene
contra el afán desorbitado de estar en el candelero, como si esto fuera una
cualidad estética.
Esta lección moral, infrecuente en los cenáculos literarios, ha influido
decisivamente, a mi parecer, en el tono y los enfoques de su poesía, la cual,
según Gonzalo Rojas, posee «la cortesía del recato», frase que no puede aunar
mejor sus maneras de hombre y de poeta. La pulcra concisión de su escritura se
distancia de la corriente más oceánica y experimental de la tradición chilena,
aunque no desdeñe de ella ciertos sondeos imaginativos. En realidad, Pedro
Lastra ha publicado a lo largo de su dilatada vida un solo libro, al que en
sucesivas ediciones, bajo distintos títulos, ha añadido y eliminado este o
aquel poema. En este sentido, sin llegar al desaforado inconformismo de Juan
Ramón Jiménez, la poesía de nuestro chileno también está en marcha, aunque, a
diferencia de la del poeta de Moguer, es breve, tanto en número de poemas como
–salvo contadas composiciones– en la extensión de los mismos. Sin duda, Lastra
firmaría el pensamiento del cineasta Robert Bresson, según el cual «no se crea
agregando, sino suprimiendo». Se podría pensar, en una primera y apresurada
lectura, que la unidad de su obra poética no va más allá de un tono sostenido,
de unos temas recurrentes y de ciertos poemas que se han mantenido en todas las
entregas a modo de columna vertebral de su poesía. Sin embargo, dicha unidad
resulta de mayor alcance si se advierten las relaciones temáticas o de clima
que unos poemas establecen con otros, como si, al complementarse, formaran las
dos caras de una moneda. Por ejemplo los vínculos más o menos evidentes entre «Copla»
y «Contracopla», «Balada para una historia secreta» y «Lección de historia natural»,
«Carta de navegación» y «Nostradamus», «Noticias del maestro Ricardo Latcham...»
y «Noticias de Roque Dalton», «Puentes levadizos» y «Plaza sitiada»…
La brevedad, la limpieza del verso –cuyo
periodo rítmico, sin el sobresalto del encabalgamiento, suele coincidir con la
idea y los cambios respiratorios– invitan a aprender poemas de memoria. Pulidos
y amortiguados, su tersura es tal que parecen hechos de una sola pieza. A su
vez, la brevedad los aparta del
énfasis, favoreciendo la sugerencia, la reticencia y la evocación en voz baja.
Raros son los poemas en que Pedro Lastra describe una anécdota hasta sus
últimas consecuencias, aunque no desestime el dato personal ni siquiera, a
veces, cierto desarrollo narrativo. En
general, son imágenes y sensaciones fugaces las que tejen con indeleble
sutileza el tapiz de una emoción o una idea. De ahí, cierta impresión anonadada
que nos transmiten muchos poemas suyos, donde las palabras crean antes una
atmósfera que un discurso. Ya reza un verso de Luis Rosales que «la ambigüedad
es el pulso corporal del poema».
Poesía desconcertada, no desconcertante,
que desdibuja la frontera entre pasado y presente y se desliza entre la vigilia
y el sueño para mostrar la condición inestable, escurridiza y fantasmagórica de
la existencia. Estos poemas narran un sueño como si rasgos de la vigilia lo
enmascararan. El sueño representa a veces un último reducto, un espacio
propicio al encuentro, como la memoria. En este sentido, hay poemas centrados en describir un sueño sin
la previa advertencia de que lo es, como, por ejemplo, «Informe para
extranjeros», en el que la incoherencia interna de los hechos narrados, lejos
de dejarnos fuera de su significado, intensifica la perplejidad y la esencial
descolocación de los seres, verdadera intención del poema:
mis hermanos me miran y no me reconocen,
me preguntan quién soy, por qué he venido
tan tarde, ya es de noche, no sé qué
contestar,
mi padre abre una puerta y alguien entra,
yo sigo dando cuerda a una caja de música
que se rompe en mis manos
La angustia que queda flotando la alivia
de algún modo el solitario verso final, separado del resto por un espacio de
inquietante silencio:
Que no haya tristeza.
Este sesgo estoico es otra
característica, más o menos perceptible, de toda esta poesía. Estoicismo que
encuentra su natural complemento en refinadas insinuaciones irónicas, como en
el poema titulado «Carta de navegación», de corte aforístico, que cito
completo:
El futuro está claro
pero el presente es imprevisible
Al contrario del tópico, el temor no es
por lo que vendrá, que ya se da por hecho, sino por lo que pueda suceder aquí y
ahora. La ironía, pues, funciona en esta obra como una segunda voz, que no
llega a degradar o corroer la condición humana. Ironía que ya está implícita en
la misma perspectiva desde la que está escrito uno de los poemas más hondos y
conmovedores de Pedro Lastra, «Ya hablaremos de nuestra juventud»:
Ya hablaremos de nuestra juventud,
ya hablaremos después, muertos o vivos
con tanto tiempo encima,
con años fantasmales que no fueron los
nuestros
[…]
Hablaremos sentados en los parques
como veinte años antes, como treinta años
antes,
indignados del mundo,
sin recordar palabra, quiénes
fuimos
Es decir, ya hablaremos justamente cuando
no podamos, cuando seamos nadie o lo que recordemos nos resulte ya ajeno. El
poema, como otros de Lastra, se adelanta a lo irremediable, llenándonos de
anticipada nostalgia.
Poesía que nos recuerda a cada verso que
ya no estamos en donde estuvimos o no estaremos en donde estamos. El inexorable
paso del tiempo alienta el tema central de este mundo lírico, que es el exilio,
entendido en un sentido existencial e incluso metafísico, sin por ello
desentenderse de las circunstancias personales del autor, quien fue víctima,
como tantos otros, de la diáspora que provocó el golpe de estado de 1973 en su
país. En «Los días contados», título significativo al respecto, leemos:
Después de todo, el país es muy bello,
si de mí dependiera
creo que no abandonaría estos lugares
El poema, considerado aisladamente, puede
interpretarse que alude a una situación concreta, pero en el contexto de la
obra adquiere una estremecedora dimensión simbólica de nuestra condición de
seres provisionales, cuyo último verso, de tan eficaz sencillez emotiva,
refrenda:
A mí me gustaría quedarme con ustedes.
Así pues, más allá de acontecimientos históricos o personales, la poesía
de Pedro Lastra está dominada de cabo a rabo, en palabras de Carlos Germán
Belli, por «los sentimientos del forastero absoluto». De ahí que sus versos parezcan
ir de puntillas, tratando de pasar inadvertido, apoyándose unos en otros
sigilosamente hasta lograr eso que Óscar Hahn denomina «recóndita armonía» y
que, según creo, contrarresta, mientras dura el poema, el desorden y el desconcierto
del mundo. Poesía sin esperanza, pero tampoco desesperada.
Ojalá que quienes lean a Pedro Lastra, compartan con Gonzalo Rojas que
es «un poeta necesario».
Prólogo a Al fin del día (1958-2013) de Pedro Lastra (Biblioteca Sibila-Fundación BBVA, Sevilla, 2013).