«No vamos ni venimos / Estamos en
las manos del tiempo». A un siglo del nacimiento de Octavio Paz vuelven a mi
memoria estos dos versos suyos, que siempre sentí como una réplica
esperanzadora, propia de su amplitud de miras, a los que demoledoramente
cierran «Lo fatal», el soneto de Rubén Darío.
Acompañado de Chari, por entonces mi
novia, tuve la fortuna de asistir al recital que, junto a varios poetas
andaluces de distintas generaciones, ofreció Octavio Paz en el Real Alcázar de
Sevilla, dentro de unas jornadas sobre Luis Cernuda en 1988. Sólo esa vez
hubiera podido expresarle personalmente mi juvenil fervor por su obra, pero mi
timidez de principiante venció el deseo de acercarme a él, siempre rodeado de
otros más atrevidos.
Este mismo año, Chari y yo leímos llenos
de entusiasmo Árbol adentro. Al cabo
de tanto tiempo, la extenuante catarata de las enumeraciones y el conceptual
lirismo de estos poemas, sobre todo los extensos –que entonces me deslumbraban sin paliativos– me
resultan ahora, como otros muchos del maestro mexicano, vertiginosos
malabarismos retóricos, expresados con tal transparencia que, en sus mejores
composiciones, parece materializarse el instante. Quizá mi paulatino
alejamiento de este mundo poético fuera necesario para encontrar el mío, mucho
más modesto que el suyo y menos pendiente de la novedad. Sin embargo, no me
cabe duda de que sus reveladores ensayos contribuyeron decisivamente a mi
madurez de lector y de poeta, infundiéndome el valor de la discrepancia. En
ellos aprendí, entre tantas lecciones, que la admiración es hermana del sentido
crítico y que la poesía, lejos de ser un mero desahogo sentimental al margen de
la historia, forma parte intrínseca de ésta, ya sea para superarla o contradecirla.
Además de El arco y la lira o La llama doble, tengo especial aprecio
por Sor Juana Inés de la Cruz o las
trampas de la fe, libro monumental, donde la biografía, el análisis
literario y el contexto socio-cultural se entrelazan hasta conseguir esa
dimensión de totalidad, tan infrecuente como característica de su pensamiento. Esta
manera tan lúcida de relacionar las múltiples tradiciones poéticas entre sí y a
éstas con otras manifestaciones artísticas de cualquier índole, ha mitigado el
pudor de considerarme poeta en una época demasiado insensible a la inmemorial
vocación de medir con acentos o sílabas los milagros y calamidades de nuestra
especie. Acabo estas líneas evocando a mi madre, quien, ajena a la literatura, al
final de mi adolescencia, me leyó Los
hijos del limo durante muchos mediodías, sentada junto a mí en un banco, entre
naranjos, de la plaza de mi pueblo, mientras tomábamos el sol. Árboles, plaza y
sol, imágenes tan familiares a nuestro poeta.
Carmona, febrero de 2014
Publicado en Periódico de Poesía, dossier Octavio Paz, UNAM, México, marzo-abril de 2014.