Con el nº 30, Palimpsesto cumple veinticinco años de
existencia ininterrumpida, gracias al permanente y exclusivo patrocinio de las
sucesivas corporaciones municipales. Esta fidelidad nos ha permitido, con el
tiempo, afianzar aspectos técnicos y afinar los criterios estéticos hasta
encontrar un espacio propio dentro de la vorágine literaria del presente.
Recuerdo que cuando salió el primer número, en la primavera de 1990, aún no
estaban abiertas ni la Biblioteca ni la Oficina de Turismo y que nuestra
revista era la única publicación periódica bajo los auspicios del Ayuntamiento,
como lo es hoy, aunque, a diferencia de entonces, Carmona ofrece ahora una
variada oferta cultural a la altura de sus consolidadas instituciones. Así
pues, al cabo de un cuarto de siglo, Palimpsesto,
desde la inevitable marginalidad de la poesía, forma también parte del cada vez
más rico mosaico de esta ciudad pentamilenaria.
Toda fecha redonda es digna de destacarse
y, más aún, si tenemos en cuenta que, salvo meritorias excepciones, la vida de
las revistas literarias suele ser muy corta, ya por falta de sustento
económico, por desavenencias entre sus miembros o por ponerse al servicio de
movimientos o escuelas que pronto se agotan. Esta fugacidad, sin embargo, contrasta
con la constante proliferación de nuevas revistas. Sin este fenómeno editorial,
no se entendería cabalmente la compleja historia de la poesía contemporánea:
una revista, por modesta que sea, hecha con el debido rigor, favorece el
diálogo entre poetas de diversos países, generaciones e idiomas, en aras a la
imprescindible continuidad del legado poético y, por ende, de la memoria escrita
de tantos autores olvidados.
Para celebrar la sostenida trayectoria de
Palimpsesto, de acuerdo con su vocación
hispanoamericana, ilustran las páginas de este número imágenes que, procedentes
de diversos campos artísticos, nos hablan de un fructífero mestizaje entre
España y los pueblos del nuevo continente, cuyo encuentro, desde 1492, a la vez
con felices y penosas consecuencias (como siempre ha ocurrido en la historia
del hombre), irriga decisivamente todos los ámbitos de la vida, empezando y acabando
por el de la lengua, pues, como bien dicen estos versos de Eugenio Montejo,
«algunas de nuestras palabras / son barcos cargados de especias; / vienen y van
según el viento / y el eco de las paredes. // Otras tienen sombras de plátanos,
/ vuelos de raudos azulejos / […] Detrás de todas queda el Atlántico».
La colaboraciones de este número, de un
modo u otro, ponen de manifiesto este sin par sincretismo creador. Así, Beatriz
Barrera, profesora de la Universidad hispalense y estudiosa de la literatura
colonial, nos presenta al desconocido poeta Luis de Ribera (nacido en Sevilla a
mediados del siglo XVI), quien en su juventud viajó a México y Perú, donde
escribió sus Sagradas poesías,
salpicadas de alusiones bíblicas de insólito erotismo. El impecable ensayo
sitúa a la obra de Ribera en su contexto histórico e intercala, al hilo de sus
explicaciones, algunos de sus sonetos más llamativos.
Al contrario de Luis de Ribera, el poeta
colombiano Jaime Jaramillo Escobar ha ejercido gran influencia en el curso de
la poesía colombiana desde su primer libro, Poemas
de la ofensa, aparecido en 1968. Por este motivo, Robinson Quintero Ossa
mantiene una chispeante conversación con Jaramillo Escobar en torno a los peligros
y hallazgos, defectos y virtudes de la obra inicial de un autor novel. El hecho
de que el entrevistador se enmascare en la figura ficticia de un maestro de
taller de poesía, pensando en sus jóvenes alumnos, le da al diálogo una
perspectiva desacostumbrada.
Acompañan a estos dos amplios bloques
poemas del mexicano Antonio Deltoro (hijo de españoles exiliados tras la guerra
civil), en los que el asombro y la lucidez se entreveran con la ironía
metafísica y una lúdica aceptación de la vejez; del cubano, afincado en Estados
Unidos, Alejandro Anreus, donde se unen el tono coloquial y el carácter ético; de
la italiana Patrizia Cavalli, de gran densidad introspectiva, traducidos por
Fabio Morábito; del español Antonio Moreno, imbuidos de meditación
contemplativa; de la jovencísima chilena Micaela Paredes, cuyo dominio formal
augura un prometedor mundo propio; del músico y artista plástico venezolano
Andrés Barrios, que con su tono desenfadado, grotesco e irreverente se ríe de
toda trascendencia y, al hacerlo, pone de relieve nuestras vergüenzas y
debilidades, al estilo de un viejo juglar. Abre el número un conjunto de
veintisiete poemas breves del maestro chileno Pedro Lastra, titulado
«Transparencias», donde una admirable decantación expresiva recoge un personal
mundo de silenciosas perplejidades en que la frontera entre el sueño y la
vigilia se difumina.
En las últimas páginas de la revista, el
poeta cubano Manuel Díaz Martínez conmemora los cien años de la Antología de Spoon Rivers, libro único
de la poesía en lengua inglesa y, por ende, del siglo XX, escrito por el
estadounidense Edgar Lee Masters, cuyos poemas son monólogos en forma de
epitafios, a través de los cuales los mismos muert0s, ya libres de las
obligadas apariencias de la vida, narran entre todos la intrahistoria de un
pequeño pueblo de su Illinois natal, con sus miserias y grandezas cotidianas,
resultando un gran friso de la sociedad de la época, compasivo y crítico a la
vez.
Si
cosmopolita es el contenido de la revista, lo es también la poesía del puertorriqueño
Luis Palés Matos (1898-1959), de quien el escritor Toni Montesinos ha preparado
para nuestra colección una muy cuidada antología de sus poemas. La poesía de
Palés Matos alterna el tono intimista en serenas y equilibradas estructuras
clásicas con la desatada voluptuosidad de los ritmos afrocaribeños, donde el
verso suena de tal manera que podría bailarse, dejándose llevar a un tiempo por
el ir y venir de las poderosas imágenes del trópico.
Pocos
conciertos habrá más idóneos para celebrar las Bodas de Plata de Palimpsesto con la poesía del nuevo
continente que Las idas y las vueltas,
cuyo título ya evoca el incesante trasiego cultural entre las dos orillas del
Atlántico desde los viajes colombinos. Resulta tan frustrante hablar de música
con un lenguaje ajeno a ella, cuando lo suyo es escucharla, que uno tiene la
tentación de callarse y dar paso inmediato al espectáculo. Sin embargo, nunca
está mal ponerse en situación, máxime, como es el caso, si el arriesgado
propósito y singular hallazgo de esta obra lo sugieren. Dirigida por Fahmi
Alqhai e interpretada por Arcángel y la Accademia
del Piacere, en ellas dialogan, con una desenvoltura sin precedentes, la
música colonial del barroco y el cante jondo, dos estilos tonales y temáticos
tan distintos que parece imposible que entren en contacto sin caer en una especie
de fusión caprichosa o aleatoria sucesión de piezas. Lejos de dar esta
impresión, la riqueza de ambos mundos musicales, sin renunciar a sus características
ni interferir uno en el otro, logra que el flamenco y la música antigua
compartan el espacio de una misma canción y que alternen en una continuidad
armónica, gracias a la dulzura y versatilidad de Arcángel, cuya voz alcanza por
momentos acentos líricos, y a la sintonía de las violas de gambas con la
guitarra flamenca, capaces de acompañarse mutuamente, pasando de las delicadas
insinuaciones cortesanas del violín a los duros rasgueos raciales de la guitarra
hasta convencernos de la necesidad de esta insólita comunión melódica.
Entre la toná del comienzo y la alegre guaracha-guajira del final van y
vienen por las ondas sonoras y atlánticas granaínas, romances, folías, siguiriyas
y alegrías para crear un océano musical y poético, que es el privilegio de las
culturas mestizas como la hispanoamericana. Les dejo ya con este bellísimo
concierto, recordando estas palabras de Miguel de Cervantes –quien no pudo
cumplir su reiterado deseo de ir a América–, puestas en boca de la hermosa Dorotea,
fino personaje del Quijote, de cuya segunda parte se conmemora este año el IV centenario
de su publicación: «La música compone los ánimos descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu». Con ustedes, Las idas y las vueltas.