© Mª Esther Almao |
Algunas palabras sobre Eugenio Montejo
por Francisco José Cruz
Me resulta tan grato como difícil
hablar de Eugenio Montejo, maestro y entrañable amigo durante sus últimos
dieciséis años, en los que la admiración y el afecto se hicieron uno dentro de
mí. Al evocarlo, me embargan la emoción por su ausencia y el temor de no estar
a la altura de su recuerdo. Ausencia y recuerdo, esos dos vasos comunicantes de
su indeleble obra poética, donde la vida y la muerte borran sus fronteras en un
acto de compasiva rebeldía contra el paso del tiempo, haciéndonos sentir,
mediante una honda memoria afectiva, parte de un todo que gira confiado con la
Tierra.
Compartí con Eugenio Montejo vicisitudes
de toda índole para darme cuenta del estrecho correlato existente entre su
poesía y su vida, alimentándose la una a la otra sin solución de continuidad.
En este orden de cosas, me viene a la memoria la primera vez en que Chari y yo –meses
después de recibirlo en nuestra casa de Carmona junto a Aymara, su mujer y a su
hijo Emilio– lo visitamos en la suya de Lisboa, ciudad donde, a finales de 1992,
aún ejercía de consejero cultural en la Embajada de su país. En aquellos
familiares días en los que nuestra amistad iba arraigando, comprobé el celo con
que llevaba a cabo sus tareas diplomáticas, difundiendo la excelencia artística
venezolana con el mismo esmero con que leía a un poeta querido o cuidaba de sus
propios versos. Siempre relacioné este fervor natural suyo –tan afín a la idea
del trabajo gustoso defendida por Juan Ramón Jiménez– con esa suerte de
discreta habilidad que empleaba para sembrar nuevas amistades entre unos y
otros.
Así, Eugenio me habló del proyecto
musical de Chamario conforme iban
surgiendo las canciones del Taller de los
juglares, mucho antes de que yo escuchara y apreciara sin paliativos la
loable labor artística de Andrés Barrios y Bartolomé Díaz Sahagún, a quienes, gracias
a Aymara Montejo, conocí precisamente en el apartamento donde vivió con ella nuestro
añorado amigo. Allí fructificó la semilla del cariño que siento hoy por estos
entusiastas músicos.
Según una nota de Eduardo Polo, «escribir
para niños es algo perfectamente serio». Esta atinada frase afianza mi idea de
que los lúdicos poemas del Chamario,
con sus invenciones verbales –siempre dentro, sin embargo, de moldes clásicos–
y su tierno humor, reflejan a la vez la rigurosa libertad creadora de Eugenio
Montejo y su abierta predisposición al misterio del mundo, cualidades humanas
opuestas por completo al monolítico discurso del poder, incapaz siquiera de una
broma. Se diría, leyendo o escuchando las ingeniosas historias del Chamario,
que el amor por la vida nace de su atrevido juego de palabras, mecidas por
viejos y sencillos ritmos.
¡Cuántas veces he deseado saber la
opinión de Eugenio Montejo sobre este o aquel libro y contarle cualquier
circunstancia de mi vida diaria! Desde su muerte, imagino con frecuencia sus
respuestas y sus prudentes consejos, como el que me dio en un momento en que me
notaría demasiado intransigente con algún error mío: «Fran, tienes que ser más
cordial contigo mismo». Es esa cordialidad machadiana la que animó mi trato
personal con Eugenio Montejo, cuyo ejemplo moral y estético procuro no olvidar
nunca.
En diciembre de 2011 escribí «Cantos de
un triste gallo», poema aún inédito en que el carácter claustrofóbico de mi
poesía se da la mano con la condición fantasmal de la suya. Quizá mejor que
esta titubeante semblanza, mis versos expresen hasta qué punto me acompaña su
magisterio:
Cantos de un triste gallo
Cantos de un gallo llegan
hasta aquí
desde cualquier azotea
cercana,
cantos de un triste gallo
que enjaulado
ni tendrá espacio para abrir
sus alas.
Lo imagino sin hembras ni
corral,
haciendo de su canto una
plegaria
a quien pueda escucharla
como yo
o acaso solamente a la
mañana.
Canto febril de un gallo
solitario
que en estas calles no me lo
esperaba,
calles donde lo propio es ya
el ruido
de los coches y las motos
que pasan.
Gallo que en versos de
Eugenio Montejo
es un eco remoto de la
infancia,
cuyo canto se enreda en las
antenas
de ciudades insomnes o
sonámbulas.
Cantos de un gallo como
agudos gritos
llegan intermitentes a mi
casa,
gallo sin grito cuando al
fin lo maten
para esta Nochebuena,
si lo
matan.
Texto leído en el acto de homenaje
por Bartolomé Díaz Sahagún
© Rafael Hernández |
Andrés Barrios © Mª Esther Almao |
© Rafael Hernández |
Bartolomé Díaz Sahagún © Rafael Hernández |
© Rafael Hernández |
© Mª Esther Almao |
La guitarra Aixa © Mª Esther Almao |
Biblioteca Los Palos Grandes, Sala Eugenio Montejo, Caracas, 2 de julio de 2015