Ilustración de portada: Carmen Herrera |
Soy un viejo lector de la poesía
colombiana, de cuyas corrientes, estilos e inclasificables figuras ha dado
amplia cuenta Palimpsesto en muchos
de sus números y libros de la colección, al punto de ser Colombia el país con
más presencia en la revista. Pese a tan familiar trato, uno a veces no advierte
ciertas obras señeras, que solo al cabo del tiempo al fin descubre, extrañado
de no haberse fijado antes en ellas. Este es mi caso con Horacio Benavides, a
quien he empezado a leer ahora, con entusiasta aprecio, por mucho que uno de
sus principales veneros literarios ―al menos en el ámbito de su inmediata
tradición― sea la poesía de José Manuel Arango, tan cercana a mí. Con ella, la
de Benavides comparte la actitud contemplativa, un fino erotismo, la sobriedad
verbal y la capacidad de sugerencia, la cual nuestro poeta define, según
refiere a Robinson Quintero Ossa, de este gráfico modo: «un poema debe ser como
una nadadora de la que solo se ve su cabeza; el resto, el cuerpo sumergido, lo
construye el que mira»[1].
Sin embargo, a diferencia de los rasgos
analíticos e incluso dialécticos de la escritura de Arango, los primordiales
resortes de Benavides son emotivos. Prueba del predominio del sentimiento sobre
la razón es la fidelidad a su infancia, transcurrida en Bolívar, municipio de
la región del Cauca, al sur del país, en cuyos viejos caminos se cruzaron
antaño los incas con los españoles. Su ascendencia indígena y su educación
rural en la finca de su padre, cultivador de café, dotaron al poeta de una
aguda sensibilidad mestiza, tocada de compasivo estoicismo, rica en costumbres
y experiencias ancestrales, que le permitieron formar parte de la naturaleza
que le rodeaba de niño, o sea, vivirla desde dentro. De esta temprana
integración en el mundo natural y su posterior desarraigo nace la poesía de
Horacio Benavides.
Escrita ya en Cali, lejos de su
paraíso primigenio, la memoria lo devuelve a su infancia con tal fuerza que en
sus poemas el tiempo no parece haber pasado. Ajenos al curso de las horas, late
en ellos un presente trascendido en el que la realidad diaria se abre a
incitaciones imaginativas de carácter mítico. Así, animales como el cerdo, el
gato, la vaca, las hormigas, los bueyes o, sobre todo, el caballo adoptan en
este mundo poético cualidades humanas o se revisten de un halo legendario. De
ahí la recurrencia a mitos grecolatinos, bíblicos o prehispánicos, mediante los
cuales se vislumbra lo desconocido y se intuyen sus oscuros mensajes.
Basada en la brevedad ―con versos
irregulares, normalmente de arte menor― y en ágiles transiciones metafóricas
para evitar cualquier tentativa de discurso, esta poesía, alusiva y elusiva a
la vez, posee una transparencia misteriosa que, más que recordar, parece estar
soñando. Pero inconforme con esta dimensión onírica, movido por su empeño de
volver a vivir la realidad de entonces, el poeta escribe:
Te traigo tu mula, padre
[…]
Pasa la mano por su lomo
échale el peso
de tu carga
no me hagas
dudar, padre
No me digas
que arreo sueños
Se diría que, sabiendo su condición de
soñador, no quisiera en última instancia despertarse. En el fondo, esta
apariencia de vida acentúa la sensación de irreparable pérdida.
Sin salirse de esta atmósfera fantasmal,
transposición lírica del trasmundo de Juan Rulfo, Benavides aborda en Conversación a oscuras la violencia criminal
y sistemática que ha martirizado a Colombia durante el último medio siglo y de
la que fue víctima su hermano Javier. Poemas en que, desde múltiples perspectivas,
los muertos expresan de viva voz sus escalofriantes historias o su definitivo
desamparo, a través de recursos narrativos como el monólogo, el diálogo, el uso
de nombres propios y cierto desarrollo de la anécdota, no exenta de detalles
íntimos, que potencian más si cabe la concreta humanidad de los ausentes al
situarlos en su entorno, con sus circunstancias, deseos o planes incumplidos.
Se trata, pues, de un alucinante conjunto de pesadillas sublimadas, cuya
estructura ―en la que el verso, acorde con un ritmo más coloquial, se alarga y
se distiende― nos remite hasta cierto punto a los epitafios interconectados de Antología de Spoon River de Edgar Lee
Masters, aunque el tono y la intención de este resulten muy distintos a los del
poeta colombiano.
Pese a su recato expresivo, la obra de
Horacio Benavides ―donde presencia y ausencia se funden en un mismo plano
intemporal― es de una delicada sensualidad plástica, casi táctil, gracias a sus
precisas descripciones, repartidas estratégicamente en el poema hasta crear una
suerte de realidad compleja. Esta impresión material, al contrastar con su
carácter fantasmagórico, muestra, como señaló Octavio Paz, que la poesía no
busca la inmortalidad, sino la resurrección.
Francisco José Cruz
[1] Robinson Quintero Ossa,
«El oscuro sobretodo del poeta», en 13
entrevistas a 13 poemas colombianos [y una conversación imaginaria] (Letra
a Letra, Bogotá, 2014).
_____________
Prólogo a Migajas de la boca del tiempo de Horacio Benavides (selección de Francisco José Cruz, Col. Palimpsesto, Carmona, 2018).