jueves, 22 de noviembre de 2018

HORACIO BENAVIDES, ARREANDO SUEÑOS

Ilustración de portada: Carmen Herrera
Soy un viejo lector de la poesía colombiana, de cuyas corrientes, estilos e inclasificables figuras ha dado amplia cuenta Palimpsesto en muchos de sus números y libros de la colección, al punto de ser Colombia el país con más presencia en la revista. Pese a tan familiar trato, uno a veces no advierte ciertas obras señeras, que solo al cabo del tiempo al fin descubre, extrañado de no haberse fijado antes en ellas. Este es mi caso con Horacio Benavides, a quien he empezado a leer ahora, con entusiasta aprecio, por mucho que uno de sus principales veneros literarios ―al menos en el ámbito de su inmediata tradición― sea la poesía de José Manuel Arango, tan cercana a mí. Con ella, la de Benavides comparte la actitud contemplativa, un fino erotismo, la sobriedad verbal y la capacidad de sugerencia, la cual nuestro poeta define, según refiere a Robinson Quintero Ossa, de este gráfico modo: «un poema debe ser como una nadadora de la que solo se ve su cabeza; el resto, el cuerpo sumergido, lo construye el que mira»[1].
      Sin embargo, a diferencia de los rasgos analíticos e incluso dialécticos de la escritura de Arango, los primordiales resortes de Benavides son emotivos. Prueba del predominio del sentimiento sobre la razón es la fidelidad a su infancia, transcurrida en Bolívar, municipio de la región del Cauca, al sur del país, en cuyos viejos caminos se cruzaron antaño los incas con los españoles. Su ascendencia indígena y su educación rural en la finca de su padre, cultivador de café, dotaron al poeta de una aguda sensibilidad mestiza, tocada de compasivo estoicismo, rica en costumbres y experiencias ancestrales, que le permitieron formar parte de la naturaleza que le rodeaba de niño, o sea, vivirla desde dentro. De esta temprana integración en el mundo natural y su posterior desarraigo nace la poesía de Horacio Benavides.
      Escrita ya en Cali, lejos de su paraíso primigenio, la memoria lo devuelve a su infancia con tal fuerza que en sus poemas el tiempo no parece haber pasado. Ajenos al curso de las horas, late en ellos un presente trascendido en el que la realidad diaria se abre a incitaciones imaginativas de carácter mítico. Así, animales como el cerdo, el gato, la vaca, las hormigas, los bueyes o, sobre todo, el caballo adoptan en este mundo poético cualidades humanas o se revisten de un halo legendario. De ahí la recurrencia a mitos grecolatinos, bíblicos o prehispánicos, mediante los cuales se vislumbra lo desconocido y se intuyen sus oscuros mensajes.
      Basada en la brevedad ―con versos irregulares, normalmente de arte menor― y en ágiles transiciones metafóricas para evitar cualquier tentativa de discurso, esta poesía, alusiva y elusiva a la vez, posee una transparencia misteriosa que, más que recordar, parece estar soñando. Pero inconforme con esta dimensión onírica, movido por su empeño de volver a vivir la realidad de entonces, el poeta escribe:

Te traigo tu mula, padre
[…]
Pasa la mano por su lomo
échale el peso de tu carga
no me hagas dudar, padre

No me digas que arreo sueños

      Se diría que, sabiendo su condición de soñador, no quisiera en última instancia despertarse. En el fondo, esta apariencia de vida acentúa la sensación de irreparable pérdida.
      Sin salirse de esta atmósfera fantasmal, transposición lírica del trasmundo de Juan Rulfo, Benavides aborda en Conversación a oscuras la violencia criminal y sistemática que ha martirizado a Colombia durante el último medio siglo y de la que fue víctima su hermano Javier. Poemas en que, desde múltiples perspectivas, los muertos expresan de viva voz sus escalofriantes historias o su definitivo desamparo, a través de recursos narrativos como el monólogo, el diálogo, el uso de nombres propios y cierto desarrollo de la anécdota, no exenta de detalles íntimos, que potencian más si cabe la concreta humanidad de los ausentes al situarlos en su entorno, con sus circunstancias, deseos o planes incumplidos. Se trata, pues, de un alucinante conjunto de pesadillas sublimadas, cuya estructura ―en la que el verso, acorde con un ritmo más coloquial, se alarga y se distiende― nos remite hasta cierto punto a los epitafios interconectados de Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters, aunque el tono y la intención de este resulten muy distintos a los del poeta colombiano.
      Pese a su recato expresivo, la obra de Horacio Benavides ―donde presencia y ausencia se funden en un mismo plano intemporal― es de una delicada sensualidad plástica, casi táctil, gracias a sus precisas descripciones, repartidas estratégicamente en el poema hasta crear una suerte de realidad compleja. Esta impresión material, al contrastar con su carácter fantasmagórico, muestra, como señaló Octavio Paz, que la poesía no busca la inmortalidad, sino la resurrección.

Francisco José Cruz


[1] Robinson Quintero Ossa, «El oscuro sobretodo del poeta», en 13 entrevistas a 13 poemas colombianos [y una conversación imaginaria] (Letra a Letra, Bogotá, 2014).
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Prólogo a Migajas de la boca del tiempo de Horacio Benavides (selección de Francisco José Cruz, Col. Palimpsesto, Carmona, 2018).