viernes, 12 de abril de 2019

"Un vago escalofrío" de Francisco José Cruz por ANTONIO CALVO LAULA


Algo que suele ocurrir cuando destacamos de manera insistente la entrega de una persona a una labor constante y admirable, es que acabamos solapando la existencia de otras cualidades y tareas no menos dignas de remarcar. Así, cuando nos referimos una vez más a la larga trayectoria de Francisco José Cruz como director de la revista Palimpsesto, su impagable esfuerzo y voluntad en la difusión de la poesía hispanoamericana contemporánea, su solvencia al frente de la prestigiosa colección Sibila y sus actividades como recopilador, introductor y prologuista de otros autores, a fuerza de elogios, estamos arrojando injustamente una espesa sombra sobre la madre impulsora y nutricia de todos estos logros: su propia obra poética. Una obra a la que en este tipo de actos siempre nos solemos referir (si es que nos referimos a ella) como pasando de puntillas, aludiéndola si acaso como el remate de una torre al que no se le prodigan muchos detalles puesto que sólo se verá de lejos. Pero no olvidemos que fuera del estricto campo de la aritmética, el orden de los factores sí puede alterar el producto.
          Dicho esto, he de confesarles que la presentación de un libro de poemas es un honor incómodo pues exige un tacto y una cautela que acaban rozando la inseguridad. Mientras que la novela nos permite acercarnos a ella con la desenvoltura que nos da nuestra experiencia de la vida; mientras que el ensayo nos respeta el derecho a la glosa y la discrepancia, la poesía sigue conservando intacto el prestigio que Grecia le concedió hace ya casi tres mil años: el misterio de la inspiración, su origen sagrado.
Es una rara paradoja que la vanguardia, que con tanto entusiasmo abrazó la causa de expulsar a los dioses de la esfera del arte, reservase a la poesía el último sagrario; y que sus grandes sacerdotes, adorando los juguetones sacrilegios de los nuevos artefactos verbales, proclamasen su fe inconmovible en esa hendidura tenebrosa en la que la Sibila murmura sus visiones. Tal vez por ello, la crítica poética moderna ha adoptado los malos hábitos de los teólogos que empiezan diciendo que Dios es incomprensible y acto seguido dedican quinientas páginas a hacerlo más incomprensible todavía; de manera que la franca sencillez de un poema diáfano nos parece sospechosa y nos empeñamos en un forzado más allá del poema lleno de prometedoras incertidumbres.
          Cesare Pavese, un día en el que se encontraba menos pesimista de lo que era habitual en él, anotó en su diario este pensamiento: «hacer poesía es como hacer el amor: uno nunca está seguro de que el otro esté compartiendo nuestra propia felicidad». Utilizaré este aforismo como asidero y dejaré que sea mi propia felicidad de lector la que me guíe, aun a riesgo de no coincidir con la felicidad del autor.
          Un vago escalofrío es un título que establece la continuidad con los anteriores poemarios de Francisco José Cruz. A morir no se aprende, Con la mosca detrás de la oreja, El espanto seguro… Títulos que, colocados uno tras otro y anulando las distancias entre las fechas y circunstancias en que fueron publicados, no resultan demasiado alentadores. Títulos que sugieren la recurrencia obsesiva a experiencias personales dolorosas y concretas a las que no nos concierne aludir. En realidad, son títulos que cualquiera de nosotros podría hacer suyos para darle nombre a esos fantasmas que, una vez alcanzada la edad para que despierten, ya no dejan de rondarnos. Porque no es más optimista el que cree ignorarlos, ni el que se fuerza a mirar hacia otro lado (esos, si acaso son más insensatos), es más optimista el que es capaz de contemplar esta danza grotesca sin dejar que sus muecas de bufones crueles le paralicen la vida. A su manera, estos títulos sombríos son un sano ejercicio.  
Ahora bien, aunque en este libro volvemos a encontrarnos con los temas recurrentes del asombro ante la fugacidad del tiempo, la vislumbre de esa silueta huidiza, a veces burlona, siempre amenazante, que se percibe a través del frágil tejido de la existencia, que juega a romperlo y que acabará rompiéndolo (¡qué difícil se nos hace nombrar a la muerte!), el autor nos acerca a ellos de una manera un tanto más dulcificada, optando por lo que yo llamaría un amable pesimismo. La humilde proximidad de los objetos y sujetos que provocan la perplejidad del poeta y de los que no surge la revelación sino la pregunta; la total ausencia de artificios retóricos y casi de imágenes metafóricas; esa afinada sensibilidad hacia el sujeto inmediato, hacia el breve lapso en el que sujetos y objetos se desprenden de su anonimato y se enlazan al poeta a través de una conmovedora corriente de empatía, antes de disolverse definitivamente en el tiempo; ese algo tan cercano en espíritu al haiku japonés… todos esos elementos construyen una suerte de vanitas doméstica, un memento mori desdramatizado en el que el autor, con verdadera gentileza, ha sabido silenciar las campanadas fúnebres.
          Nada de lo que destaco debería confundirse con la llamada poesía de la cotidianidad en cuyo resignado abandono de toda búsqueda más allá de la inmanencia, bajo su falsa apariencia de serenidad alimentada de prosaicas tautologías, siempre acaba asomando la angustiosa vacuidad de existir, la entrega impotente a una realidad autista, la alienación y la indiferencia en medio de una corriente caótica que todo lo convierte en fragmentos y material de derribo. Muy al contrario, en los poemas de Francisco José Cruz, la breve contemplación que precede al asombro, a la duda reflexiva, incluso al estupor, ese vago escalofrío que estremece la consciencia, ya es un primer paso hacia la redención.
          Son muchos en este libro los poemas que me gustaría reseñarles, como por ejemplo esos poemas amatorios de los que tan orgullosa debe sentirse la persona a la que van dirigidos; tan refinados a fuerza de discreción, tan pudorosamente elípticos, tal como corresponde a alguien que sabe muy bien (como sin duda lo sabemos todos los presentes), que, llegados a ciertas alturas de la vida, las confesiones públicas de amor deben ceñirse estrictamente al elogio de la ternura y al agradecimiento, porque todo lo demás podría interpretarse como delirios de un viejo verde.
Pero sería muy descortés por mi parte acaparar su atención más tiempo del razonablemente necesario, de manera que sólo comentaré brevemente aquellos en los que en mi opinión –y sin tener demasiado en cuenta mis preferencias– mejor se aprecia el relieve de las cualidades que quiero resaltar. En primer lugar los titulados A Jaume d’Olesa…, Ante la tumba de Joseph Brodsky y Carta póstuma a Wislawa Szymborska porque constituyen el resumen, la declaración sinóptica del posicionamiento estético y vital de nuestro autor: el metro, la rima, la tonalidad concreta, la sintaxis diáfana y la convicción de que la experiencia poética puede encontrarse a pocos centímetros de nosotros sin necesidad de buscarla en las regiones etéreas.
          Ya desde los últimos poemarios de Francisco José Cruz, venimos apreciando su progresiva vuelta a la métrica, pero es en este último donde la pauta silábica domina de principio a fin para sorpresa de nuestro oído tan desacostumbrado ya tras décadas de uso y abuso del verso libre y de un acomplejado desprecio por el arte declamatorio. No es infrecuente que en los ambientes poéticos más snobs, el metro y la rima se consideren bagatelas propias de aficionados de gusto dudoso. Un vago escalofrío, al margen de cualquier dogmatismo, nos demuestra que un poema debe llevar implícita su partitura y también, indirectamente y por oposición, nos advierte que dejar que un poema supere la prueba de la lectura en voz alta confiando en las intuiciones de un recitador habilidoso, es una actitud de padre poco responsable.
          En 1922, Jean Cocteau en su ensayo El secreto profesional, decía lo siguiente: «Las infidelidades a la rima, a las reglas fijas, en pro de otras reglas intuitivas, nos devuelven a la regla fija y a la rima con un nuevo escrúpulo». Ya por aquel entonces, Cocteau percibía la necesidad de un remedio a la metástasis verbal que estaba poniendo en peligro la vida de la poesía. La cura no significaría una vuelta atrás sino una verdadera renovación.
          Medir y rimar tal vez sea más fácil de lo que parece, pues al fin y al cabo es una cuestión de técnica y existen buenos manuales para esto; lo difícil es conseguir que la forma no acabe imponiéndose y condicionando al contenido. La palabra acompañada de música es una canción. La música acompañada de palabras una ópera; sólo cuando música y palabra son indivisibles podemos decir con seguridad que estamos ante un poema. En un brocado, el oro y la seda se entretejen para formar la tela. Si tiramos y tiramos de un hilo suelto sea de oro o de seda, al final no tenemos ni brocado ni tela. Tal es la naturaleza musical de un poema.
          Cuando el susceptible Apolo, un dios cuya belleza y crueldad corrían parejas, castigaba a alguno de sus protegidos por alguna afrenta, no les retiraba la voz sino el don de escuchar, y desde ese momento las profecías de las sibilas se tomaban por los gritos de una borracha y los poetas, que ya no discernían las palabras cantadas por las hojas del sagrado bosque de laureles, quedaban reducidos a lamentables compositores de ripios. Todavía hoy, cuando ponderamos la capacidad de una persona para la música decimos: «Qué buen oído tiene!».
Como muestra cito esas deliciosas partituras que son «En el tren», «Bajamar», y «Canción de la marea».
En la primera de las composiciones, la repetición del mismo esquema métrico y el mismo verso al principio de cada estrofa, los largos intervalos entre ellas (semejantes a grises y aburridas estaciones), el sobresalto de ese verso aliterado que recrea el chirrido de las ruedas sobre los raíles; son recursos que nos cuentan sin necesidad de pormenores descriptivos la monotonía de un viaje previsible cuyo destino, por conocido, carece de interés. El último verso igual podría enlazarse al primero iniciando un bucle sin fin que nos llevaría a leer el poema una vez y otra hasta quedar atrapados en la pura encarnación del tedio y el sinsentido.
Cualquiera de ustedes que practique la magia en sus ratos libres, sabe de sobra que no basta con conocer las palabras, también hay que conocer la cadencia y la entonación con las que deben ser pronunciadas para que se obre el milagro y se desate la tempestad. Es la música la que convierte el galimatías en un conjuro verdadero y poderoso. Igualmente, en este poema, su musicalidad transmuta la imagen trivial de un tren que se desplaza en experiencia palpable, tan densa y elocuente como un cuerpo dotado de alma.
En «Canción de la marea» la presencia del oleaje es tan notoria que casi nos hace superfluo el comentario. La marea sube, la marea baja… y en el reflujo de cada ola se inserta brevemente la voz evocativa del poeta que construye sus imágenes para que las olas las arrasen como castillos de arena; reiterativas e incansables como en esos juegos entre un niño y un adulto. Aquí, el niño es el mar y el mar es el sonido del mar recreado por el ritmo silábico. Aquí, las olas no existen por el simple hecho de nombrarlas, existen porque la vigorosa ondulación de su músculo de agua y su perpetuo vaivén, son la misma música que las invoca.
«Bajamar», ya en su misma estructura verbal y visual (pues resulta un involuntario caligrama), casi llega a materializarse como un paisaje en el que contemplamos la progresiva retirada del agua desde el largo verso inicial hasta los versos cada vez más cortos y adelgazados; pasando de la poderosa cresta de la ola que avanza arrastrando tras de sí el borde del mar, al debilitado cabrilleo de las ondas que lamen el fondo fangoso y dispersan, desganadas, despojos y diminutas maravillas.
Leyendo estos tres poemas no puedo evitar asociarlos con esas delicadas miniaturas para piano que son las Gymnopedias y las Gnossiennes de Erik Satie. No sabría explicarles por qué mi mente ha tejido un hilo secreto que los conecta.
Y ya que hablamos de partituras, forzosamente he de referirme a la más extensa y solemne de todas: «Vía Crucis», un canto monódico en catorce poemas compuestos, cada uno, por dos estrofas liras de verso blanco. La lira, que ya viene prestigiada por el uso que de ella hizo San Juan de la Cruz en el Cántico, en este caso ha sido despojada de la rima para darle una sonoridad más abrupta, más dramática, sin concesiones al halago de los sentidos. La disparidad métrica que introducen los dos versos endecasílabos y la distribución asimétrica de los heptasílabos, crean un avance entrecortado, son como obstáculos en un camino. Evocan un penoso y sombrío arrastramiento al que se le niega el alivio de la rima. Se diría que a veces tienen la textura de un tronco seco que nos llena las manos de astillas. En cada una de las catorce estaciones, la primera lira es una larga pregunta que abarca la descripción del momento contemplado. La segunda lira es la respuesta que el poeta narrador se da a sí mismo, una respuesta siempre en tono condicional: «quizás», «pudiera ser», «tal vez»… Una respuesta que parte de la incertidumbre y conduce a la humildad. Una respuesta que establece una distancia de respeto en la que no caben ni la familiaridad meliflua ni la culpabilidad impostada (tan comunes en este género). Un puñado de respuestas que sólo revelan una evidencia: la fatal necesidad de que así deben ser las cosas, porque el rito no se explica, simplemente se vive como se vive la experiencia poética. La doctrina pertenece a un plano en el que el poeta no pretende entrar.
Sólo el último poema carece de respuesta, porque ¿quién esperaría respuestas de un cadáver? Ni siquiera la pregunta va dirigida al sujeto del poema. Ya solamente cabe constatar la consumación de un hecho; narrarlo sin interferencias subjetivas para que permanezca como una imagen congelada en el tiempo:
y, cuidadosamente,
                    lo acostó en un sepulcro
                    donde nadie había estado todavía.

De esta manera tan enigmática, se hace el silencio y concluye el libro.

Carmona, abril de 2019

Texto leído en la presentación de Un vago escalofrío en el Aula Maese Rodrigo (Antigua Capilla del Hospital San Pedro), Carmona, 5 de abril de 2019.