Algo que suele ocurrir
cuando destacamos de manera insistente la entrega de una persona a una labor
constante y admirable, es que acabamos solapando la existencia de otras cualidades
y tareas no menos dignas de remarcar. Así, cuando nos referimos una vez más a la
larga trayectoria de Francisco José Cruz como director de la revista Palimpsesto, su impagable esfuerzo y
voluntad en la difusión de la poesía hispanoamericana contemporánea, su
solvencia al frente de la prestigiosa colección Sibila y sus actividades como recopilador, introductor y
prologuista de otros autores, a fuerza de elogios, estamos arrojando injustamente
una espesa sombra sobre la madre impulsora y nutricia de todos estos logros: su
propia obra poética. Una obra a la que en este tipo de actos siempre nos
solemos referir (si es que nos referimos a ella) como pasando de puntillas,
aludiéndola si acaso como el remate de una torre al que no se le prodigan
muchos detalles puesto que sólo se verá de lejos. Pero no olvidemos que fuera
del estricto campo de la aritmética, el orden de los factores sí puede alterar
el producto.
Dicho esto, he de confesarles que la presentación de un
libro de poemas es un honor incómodo pues exige un tacto y una cautela que acaban
rozando la inseguridad. Mientras que la novela nos permite acercarnos a ella
con la desenvoltura que nos da nuestra experiencia de la vida; mientras que el
ensayo nos respeta el derecho a la glosa y la discrepancia, la poesía sigue
conservando intacto el prestigio que Grecia le concedió hace ya casi tres mil
años: el misterio de la inspiración, su origen sagrado.
Es una rara
paradoja que la vanguardia, que con tanto entusiasmo abrazó la causa de
expulsar a los dioses de la esfera del arte, reservase a la poesía el último
sagrario; y que sus grandes sacerdotes, adorando los juguetones sacrilegios de
los nuevos artefactos verbales, proclamasen su fe inconmovible en esa hendidura
tenebrosa en la que la Sibila murmura sus visiones. Tal vez por ello, la
crítica poética moderna ha adoptado los malos hábitos de los teólogos que
empiezan diciendo que Dios es incomprensible y acto seguido dedican quinientas
páginas a hacerlo más incomprensible todavía; de manera que la franca sencillez
de un poema diáfano nos parece sospechosa y nos empeñamos en un forzado más
allá del poema lleno de prometedoras incertidumbres.
Cesare Pavese, un día en el que se encontraba menos
pesimista de lo que era habitual en él, anotó en su diario este pensamiento: «hacer
poesía es como hacer el amor: uno nunca está seguro de que el otro esté
compartiendo nuestra propia felicidad». Utilizaré este aforismo como asidero y
dejaré que sea mi propia felicidad de lector la que me guíe, aun a riesgo de no
coincidir con la felicidad del autor.
Un vago escalofrío
es un título que establece la continuidad con los anteriores poemarios de
Francisco José Cruz. A morir no se
aprende, Con la mosca detrás de la oreja, El espanto seguro… Títulos que,
colocados uno tras otro y anulando las distancias entre las fechas y
circunstancias en que fueron publicados, no resultan demasiado alentadores.
Títulos que sugieren la recurrencia obsesiva a experiencias personales
dolorosas y concretas a las que no nos concierne aludir. En realidad, son títulos
que cualquiera de nosotros podría hacer suyos para darle nombre a esos
fantasmas que, una vez alcanzada la edad para que despierten, ya no dejan de
rondarnos. Porque no es más optimista el que cree ignorarlos, ni el que se
fuerza a mirar hacia otro lado (esos, si acaso son más insensatos), es más
optimista el que es capaz de contemplar esta danza grotesca sin dejar que sus
muecas de bufones crueles le paralicen la vida. A su manera, estos títulos
sombríos son un sano ejercicio.
Ahora bien, aunque
en este libro volvemos a encontrarnos con los temas recurrentes del asombro ante
la fugacidad del tiempo, la vislumbre de esa silueta huidiza, a veces burlona,
siempre amenazante, que se percibe a través del frágil tejido de la existencia,
que juega a romperlo y que acabará rompiéndolo (¡qué difícil se nos hace nombrar
a la muerte!), el autor nos acerca a ellos de una manera un tanto más
dulcificada, optando por lo que yo llamaría un amable pesimismo. La humilde
proximidad de los objetos y sujetos que provocan la perplejidad del poeta y de
los que no surge la revelación sino la pregunta; la total ausencia de
artificios retóricos y casi de imágenes metafóricas; esa afinada sensibilidad
hacia el sujeto inmediato, hacia el breve lapso en el que sujetos y objetos se
desprenden de su anonimato y se enlazan al poeta a través de una conmovedora
corriente de empatía, antes de disolverse definitivamente en el tiempo; ese
algo tan cercano en espíritu al haiku
japonés… todos esos elementos construyen una suerte de vanitas doméstica, un memento
mori desdramatizado en el que el autor, con verdadera gentileza, ha sabido
silenciar las campanadas fúnebres.
Nada de lo que destaco debería confundirse con la llamada
poesía de la cotidianidad en cuyo resignado abandono de toda búsqueda más allá
de la inmanencia, bajo su falsa apariencia de serenidad alimentada de prosaicas
tautologías, siempre acaba asomando la angustiosa vacuidad de existir, la
entrega impotente a una realidad autista, la alienación y la indiferencia en
medio de una corriente caótica que todo lo convierte en fragmentos y material
de derribo. Muy al contrario, en los poemas de Francisco José Cruz, la breve
contemplación que precede al asombro, a la duda reflexiva, incluso al estupor,
ese vago escalofrío que estremece la consciencia, ya es un primer paso hacia la
redención.
Son muchos en este libro los poemas que me gustaría reseñarles,
como por ejemplo esos poemas amatorios de los que tan orgullosa debe sentirse
la persona a la que van dirigidos; tan refinados a fuerza de discreción, tan
pudorosamente elípticos, tal como corresponde a alguien que sabe muy bien (como
sin duda lo sabemos todos los presentes), que, llegados a ciertas alturas de la
vida, las confesiones públicas de amor deben ceñirse estrictamente al elogio de
la ternura y al agradecimiento, porque todo lo demás podría interpretarse como
delirios de un viejo verde.
Pero sería muy
descortés por mi parte acaparar su atención más tiempo del razonablemente
necesario, de manera que sólo comentaré brevemente aquellos en los que en mi
opinión –y sin tener demasiado en cuenta mis preferencias– mejor se aprecia el
relieve de las cualidades que quiero resaltar. En primer lugar los titulados A Jaume d’Olesa…, Ante la tumba de Joseph Brodsky y Carta póstuma a Wislawa Szymborska porque constituyen el resumen,
la declaración sinóptica del posicionamiento estético y vital de nuestro autor:
el metro, la rima, la tonalidad concreta, la sintaxis diáfana y la convicción
de que la experiencia poética puede encontrarse a pocos centímetros de nosotros
sin necesidad de buscarla en las regiones etéreas.
Ya desde los últimos poemarios de Francisco José Cruz,
venimos apreciando su progresiva vuelta a la métrica, pero es en este último
donde la pauta silábica domina de principio a fin para sorpresa de nuestro oído
tan desacostumbrado ya tras décadas de uso y abuso del verso libre y de un
acomplejado desprecio por el arte declamatorio. No es infrecuente que en los
ambientes poéticos más snobs, el
metro y la rima se consideren bagatelas propias de aficionados de gusto dudoso.
Un vago escalofrío, al margen de
cualquier dogmatismo, nos demuestra que un poema debe llevar implícita su
partitura y también, indirectamente y por oposición, nos advierte que dejar que
un poema supere la prueba de la lectura en voz alta confiando en las
intuiciones de un recitador habilidoso, es una actitud de padre poco
responsable.
En 1922, Jean Cocteau en su ensayo El secreto profesional, decía lo siguiente: «Las infidelidades a la
rima, a las reglas fijas, en pro de otras reglas intuitivas, nos devuelven a la
regla fija y a la rima con un nuevo escrúpulo». Ya por aquel entonces, Cocteau percibía la necesidad de un
remedio a la metástasis verbal que estaba poniendo en peligro la vida de la poesía.
La cura no significaría una vuelta atrás sino una verdadera renovación.
Medir y rimar tal vez sea más fácil de lo que parece, pues
al fin y al cabo es una cuestión de técnica y existen buenos manuales para esto;
lo difícil es conseguir que la forma no acabe imponiéndose y condicionando al contenido.
La palabra acompañada de música es una canción. La música acompañada de
palabras una ópera; sólo cuando música y palabra son indivisibles podemos decir
con seguridad que estamos ante un poema. En un brocado, el oro y la seda se
entretejen para formar la tela. Si tiramos y tiramos de un hilo suelto sea de
oro o de seda, al final no tenemos ni brocado ni tela. Tal es la naturaleza
musical de un poema.
Cuando el susceptible Apolo, un dios cuya belleza y crueldad
corrían parejas, castigaba a alguno de sus protegidos por alguna afrenta, no
les retiraba la voz sino el don de escuchar, y desde ese momento las profecías
de las sibilas se tomaban por los gritos de una borracha y los poetas, que ya
no discernían las palabras cantadas por las hojas del sagrado bosque de
laureles, quedaban reducidos a lamentables compositores de ripios. Todavía hoy,
cuando ponderamos la capacidad de una persona para la música decimos: «Qué buen
oído tiene!».
Como muestra cito
esas deliciosas partituras que son «En el tren», «Bajamar», y «Canción de la
marea».
En la primera
de las composiciones, la repetición del mismo esquema métrico y el mismo verso
al principio de cada estrofa, los largos intervalos entre ellas (semejantes a
grises y aburridas estaciones), el sobresalto de ese verso aliterado que recrea
el chirrido de las ruedas sobre los raíles; son recursos que nos cuentan sin
necesidad de pormenores descriptivos la monotonía de un viaje previsible cuyo
destino, por conocido, carece de interés. El último verso igual podría
enlazarse al primero iniciando un bucle sin fin que nos llevaría a leer el
poema una vez y otra hasta quedar atrapados en la pura encarnación del tedio y
el sinsentido.
Cualquiera de
ustedes que practique la magia en sus ratos libres, sabe de sobra que no basta
con conocer las palabras, también hay que conocer la cadencia y la entonación
con las que deben ser pronunciadas para que se obre el milagro y se desate la
tempestad. Es la música la que convierte el galimatías en un conjuro verdadero
y poderoso. Igualmente, en este poema, su musicalidad transmuta la imagen
trivial de un tren que se desplaza en experiencia palpable, tan densa y
elocuente como un cuerpo dotado de alma.
En «Canción de
la marea» la presencia del oleaje es tan notoria que casi nos hace superfluo el
comentario. La marea sube, la marea baja… y en el reflujo de cada ola se
inserta brevemente la voz evocativa del poeta que construye sus imágenes para
que las olas las arrasen como castillos de arena; reiterativas e incansables como
en esos juegos entre un niño y un adulto. Aquí, el niño es el mar y el mar es
el sonido del mar recreado por el ritmo silábico. Aquí, las olas no existen por
el simple hecho de nombrarlas, existen porque la vigorosa ondulación de su músculo
de agua y su perpetuo vaivén, son la misma música que las invoca.
«Bajamar», ya en
su misma estructura verbal y visual (pues resulta un involuntario caligrama), casi
llega a materializarse como un paisaje en el que contemplamos la progresiva
retirada del agua desde el largo verso inicial hasta los versos cada vez más cortos
y adelgazados; pasando de la poderosa cresta de la ola que avanza arrastrando
tras de sí el borde del mar, al debilitado cabrilleo de las ondas que lamen el
fondo fangoso y dispersan, desganadas, despojos y diminutas maravillas.
Leyendo estos
tres poemas no puedo evitar asociarlos con esas delicadas miniaturas para piano
que son las Gymnopedias y las Gnossiennes de Erik Satie. No sabría
explicarles por qué mi mente ha tejido un hilo secreto que los conecta.
Y ya que
hablamos de partituras, forzosamente he de referirme a la más extensa y solemne
de todas: «Vía Crucis», un canto monódico en catorce poemas compuestos, cada
uno, por dos estrofas liras de verso blanco. La lira, que ya viene prestigiada
por el uso que de ella hizo San Juan de la Cruz en el Cántico, en este caso ha sido despojada de la rima para darle una
sonoridad más abrupta, más dramática, sin concesiones al halago de los
sentidos. La disparidad métrica que introducen los dos versos endecasílabos y
la distribución asimétrica de los heptasílabos, crean un avance entrecortado, son
como obstáculos en un camino. Evocan un penoso y sombrío arrastramiento al que
se le niega el alivio de la rima. Se diría que a veces tienen la textura de un
tronco seco que nos llena las manos de astillas. En cada una de las catorce
estaciones, la primera lira es una larga pregunta que abarca la descripción del
momento contemplado. La segunda lira es la respuesta que el poeta narrador se
da a sí mismo, una respuesta siempre en tono condicional: «quizás», «pudiera
ser», «tal vez»… Una respuesta que parte de la incertidumbre y conduce a la
humildad. Una respuesta que establece una distancia de respeto en la que no
caben ni la familiaridad meliflua ni la culpabilidad impostada (tan comunes en
este género). Un puñado de respuestas que sólo revelan una evidencia: la fatal
necesidad de que así deben ser las cosas, porque el rito no se explica,
simplemente se vive como se vive la experiencia poética. La doctrina pertenece
a un plano en el que el poeta no pretende entrar.
Sólo el último
poema carece de respuesta, porque ¿quién esperaría respuestas de un cadáver? Ni
siquiera la pregunta va dirigida al sujeto del poema. Ya solamente cabe
constatar la consumación de un hecho; narrarlo sin interferencias subjetivas
para que permanezca como una imagen congelada en el tiempo:
…
y, cuidadosamente,
lo acostó en un sepulcro
donde
nadie había estado todavía.
De esta manera
tan enigmática, se hace el silencio y concluye el libro.
Carmona, abril de 2019
Texto leído en la presentación de Un vago escalofrío en el Aula Maese Rodrigo (Antigua Capilla del Hospital San Pedro), Carmona, 5 de abril de 2019.