A veces es necesario bastante
tiempo para darnos cuenta del auténtico valor de una obra, sin acertar a
explicarnos del todo por qué antes nos pasó inadvertida. Este es mi caso con
Rodolfo Dada, a quien conocí en septiembre de 2003 en Colombia. Ambos, entre numerosos
poetas procedentes de varios países hispanohablantes, fuimos invitados al IX
Festival Internacional de Poesía de Bogotá. Pese a que coincidimos en una
lectura pública, en un paseo por el mercadillo de Las Pulgas o en una cena del Hotel
Bacatá donde nos hospedamos, nuestra relación fue tan afable como esporádica.
Quizá el trajín de constantes actividades y la vorágine de conversaciones e
intercambios de libros y revistas con unos y con otros, impidieron, al menos en
parte, que tuviéramos un trato más reposado y atento. Así pues, solo a los
quince años de nuestro único encuentro personal, lo descubrí en una antología
de bardos del nuevo continente. Aquellos pocos poemas me incitaron de inmediato
a buscarlo y ponerme en contacto con él para leer todo lo suyo y empaparme
―nunca mejor dicho― de las aguas de su escritura.
En la medida en que una obra artística
pueda reflejar, así sea de manera oblicua, la vida de su autor, he tenido la
impresión, conforme me adentraba en su mundo poético, de estar de nuevo junto a
Rodolfo, pero esta vez en su íntimo entorno del trópico costarricense, donde la
naturaleza marina y la selvática despliegan ante el lector su bullente
infinidad de seres que, lejos de cualquier exotismo, conforman la realidad
diaria del poeta. Desde los fondos oceánicos ―entre otros oficios, Dada ejerció
el de buzo― a las alturas arbóreas, ballenas, tiburones, delfines, mantarrayas,
sábalos, sardinas, jureles, tortugas, cangrejos, ranas, venados, colibríes o
albatros proliferan en estos versos con la cercanía casi doméstica de quien
está acostumbrado a observarlos sin perder por ello el curioso asombro del
niño.
Dentro de esta variadísima fauna ―que
poco tiene que ver, por cierto, con la postal turística―, los hombres
sobreviven precariamente de las faenas propias del medio que habitan. El hecho
de presentarlos, a veces, con sus nombres y apellidos, hablando en primera
persona, hace que los sintamos cercanos y vulnerables. «Canción del pescador al
río», «Señora corriente» o «Busco trabajo, señor» son poemas de indudable
denuncia social, que en vez de expresarse en forma de rotunda protesta, adoptan
un tono de lastimado ruego, más propio de la resignación que de la rebeldía,
como si en estas criaturas sin defensas no hubiera aflorado aún el sentimiento
de injusticia. De este emotivo modo, se tocan las fibras más sensibles de los
lectores. Se diría que la mirada de niño del poeta extiende un halo de
compasiva inocencia sobre todas las cosas, en aras, según refiere Jorge
Boccanera, de la «empatía, cordialidad y comprensión»[1].
En este sentido, la poesía infantil de
Dada ―al contrario de lo que les sucede a muchos autores que también la cultivan―
no se desvincula en absoluto de la escrita para adultos, sino que comparte con
esta ciertos temas centrales y registros de tan singular obra, al punto de que
poemas pensados en principio para los pequeños, pueden ser leídos por los
mayores sin menoscabo alguno de su hondura y calidad estética, aunque se
distingan por una mayor sencillez expresiva, el frecuente uso del verso rimado
de arte menor, al modo de la tradición popular española, y el desarrollo
narrativo como, por ejemplo, en «Cuento de una sirena», al que ―sin
desprenderse del clima fantástico del texto de Hans Christian Andersen en el
que se basa― Rodolfo Dada dota de un toque realista al mostrar la imposibilidad
de que el hombre y la sirena convivan, por mucho amor a ella y al mar que aquel
tenga.
La libertad imaginativa de la poesía
infantil de Dada contagia, ya en su mismo plano formal, a la adulta, a través
de las repeticiones, enumeraciones e inesperadas asociaciones sensoriales y
afectivas. Estos procedimientos, al ligarse a un tono coloquial, trufado de
términos locales de diversos ámbitos, producen un vago efecto de exuberancia,
desmentido al instante por la contención verbal que rige este mundo poético. El
contraste de recursos lingüísticos ―que parece dar la razón a Gabriela Mistral
cuando afirmaba en otro contexto que «el trópico no es excesivo, es intenso»[2]―
sugiere el sigiloso dinamismo de la naturaleza y sus incesantes
transformaciones, provocadas también por el hombre en la medida en que
interactúa con ella. Así, el colibrí nos remite a su remota condición de pez,
la mariposa nos recuerda que fue gusano y el bote nuevo de Atanasio no olvida
el cedro al que perteneció su madera. Poesía, pues de las metamorfosis, como
metáfora del tiempo en el espacio cambiante.
Este dejar de ser para ser otra cosa nos
remonta al deslumbramiento del origen, donde, acorde con la mirada instantánea
del niño, todo está empezando siempre. De ahí que el presente, pese a las
mudanzas y las ausencias, sea el tiempo dominante de esta obra poética. Esta es
la razón por la que, en «Fotografía en blanco y negro», el poeta vea a su padre
al mirarse al espejo y en los objetos personales que le pertenecieron, como si
en verdad no hubiera muerto. Inversamente a este poema, en los titulados «Karina
dice sus primeras palabras» y «Nicole y Karina pintan el mundo», son los actos
de hablar y dibujar los que convocan las presencias desde las más íntimas y
caseras a las inalcanzables estelares. Ambos poemas, plenos de ternura e
inventiva, están divididos en partes como corresponde al paulatino desarrollo creador
del Universo. El abuelo Rodolfo, mientras oye y observa a sus dos nietas, se
mete dentro de su sensibilidad de niñas hasta situarse en esa etapa inicial de
la percepción en que las cosas y los signos que las representan no difieren
aún.
Efusiva y anfibia, la poesía de Rodolfo
Dada celebra hasta la mínima manifestación de la materia que forme parte de la
vida humana. Por esto, le da la voz a una red de pescar, a los restos orgánicos
con los que el colibrí construye su nido e, incluso a un grano de arena o una
gota de agua ―personajes estos últimos del cuento infantil Kotuma, la rana y la luna―, recordándonos que, como escribió el
poeta italo-argentino Antonio Porchia, «quien conserva su cabeza de niño,
conserva su cabeza».
Carmona, noviembre de 2018
Prólogo a Un niño mira el mar de Rodolfo Dada (selección de Francisco José Cruz, Col. Palimpsesto, Carmona, 2019).
[1]
Jorge Boccanera, «La palabra en un bosque de peces», prólogo a Cardumen de Rodolfo Dada (San José de
Costa Rica, 2014)
[2]
cita recogida por Miguel Rojas Mix en su libro América Imaginaria (Barcelona, 1992)