Algunas impresiones sobre Rafael Montesinos
En 1996, tuve el honor de ser
invitado al XXIV Congreso de Arte Flamenco, celebrado en Sevilla y dirigido por
Manuel Herrera Rodas. Allí conocí personalmente a Rafael Montesinos, pues ambos
participamos en una mesa redonda sobre la poesía del cante donde –con su
inconfundible voz pastosa, ya débil por la edad, ensimismada, como si hablara
para adentro– leyó unas pocas cuartillas sobre la soleá, estrofa que él ha
contribuido a su hondura y belleza literarias, sin menos cabo de su sabor
popular. Pero fue en mi primera juventud, recién arrepentido de mis
adolescentes veleidades surrealistas, cuando descubrí su poesía en la muestra
antológica La verdad y otras dudas[1],
libro que aún me acompaña y cuyo paradójico título resume bien una de las
características de este mundo poético.
Cada vez que he vuelto a los versos de
Rafael Montesinos, en distintas etapas de mi vida, he tenido al leerlos los
mismos sentimientos encontrados de placer y disgusto por una rara mezcla de
hallazgos y rémoras, incluso dentro de un solo poema. Admiro sin paliativos sus
decisivos estudios de Gustavo Adolfo Bécquer, que despejan su figura y su obra
de malentendidos, medias verdades y falsedades enteras, hasta dibujarnos una
imagen del autor de las Rimas mucho más justa y acorde a la realidad en que
vivió. Pese a dar por sentado que la actitud del crítico ante la escritura es
de índole casi opuesta a la del creador, me causa cierta extrañeza que la
distancia objetiva que Montesinos aplica a sus exhaustivas investigaciones de
auténtico sabueso, desaparezca del todo de su poesía, la cual incurre en
rezagos románticos que seguramente no hubiera aprobado en Bécquer. Me refiero,
según él mismo reconoce en Los años irreparables[2],
a ese «malsano y demoledor sentimiento de nostalgia» por la inconsolable
pérdida del paraíso de la infancia. El abuso de palabras como dolor, tristeza,
sufrimiento o pena –esta última de resonancia flamenca–, desinfla
en parte las emociones, impidiendo así que el lector las sienta con plena
intensidad. Este exacerbado regodeo en la melancolía, rayano en el victimismo
autocompasivo, me sorprende aún más si tenemos en cuenta que está expresado en
poemas escritos muy temprano, a los veintitantos años. Al leerlos, sin embargo,
se diría que reflejan la angustia propia de alguien maduro, lleno de
experiencias adversas. En el ya citado libro de recuerdos, Montesinos confiesa
que «en el fondo de mi pecho, en mi soledad de siempre, nunca, nunca he dejado
de ser niño», aunque sus versos proclamen que lo dejó de ser muy pronto:
pobre niño perdido por mi
infancia
y, antes de tiempo, viejo[3]
Este constante estado de congoja,
aliviado a veces por un humor amargo, revela una tan patética como prematura
consciencia del paso del tiempo.
Indisoluble de la añoranza por su niñez,
se encuentra la que el poeta siente por su ciudad natal desde que en 1941 se
trasladó a Madrid con su familia, siendo muy joven. Salvo algunos detalles de
rincones íntimos, la imagen de Sevilla que con más frecuencia aparece en sus
versos es la típica del río Guadalquivir, la Giralda o la Semana Santa,
elementos que eleva a categoría de símbolos de su visión estereotipada y
decadente:
Calle de la Sierpes,
donde están las sillas,
donde está mi infancia
recién fallecida,
jugando ¡la pobre!
a las cuatro esquinas,
de cuerpo presente,
con mi historia encima.[4]
Si esta suerte de chovinismo lírico,
entreverado con el tópico mito de la infancia feliz, me causa un rechazo instintivo,
me atrae especialmente de Rafael Montesinos, además de sus audacias léxicas (cambios
de contexto de frases hechas, construcciones inesperadas o transformación de
sustantivos y pronombres en adverbios), que potencian sus significados en todos
los niveles de la lengua, su versatilidad formal, capaz de reunir en un mismo
poema estrofas y metros populares y cultos, como es el caso del titulado «A
Rafael Alberti»[5],
donde, entre los cuartetos y los tercetos de un soneto, se intercalan
seguidillas, alegrías o fandangos. Esta gran flexibilidad técnica –que tanto
echo de menos en los poetas de hoy– favorece el juego de los contrastes entre
espacios y tiempos distintos, entre hombre y paisaje, entre el que fuimos y el
que somos, enriquece sus enfoques temáticos e incentiva un sui generis
don imaginativo. Así ocurre, por ejemplo, en «Homenaje para mi centenario»[6],
escrito a los veinticuatro años con una premonitoria e inusual distancia
irónica de sí mismo, que la severidad de los alejandrinos blancos subraya:
O en «Oración a Dios Padre»[7],
cuya primera parte, de las tres que tiene, revierte el mensaje bíblico con un atrevimiento
insólito, dada la ortodoxia religiosa que rige casi siempre esta obra:
Te estoy soñando, Dios, te
estoy creando,
porque soñarte es crear tu
nombre.
Siento el terrible afán del
primer hombre,
que a su imagen te hacía
sollozando.
Estaba en soledad el hombre
cuando
sintió que su interior se
desgarraba
[…]
Y dijo: «Hágase Dios». Y
Dios se hacía,
con su carne mortal, con su
esperanza
de eternidad –con la
esperanza mía–
Rafael Montesinos escribe a tumba
abierta, sin medias tintas, es un poeta de emociones extremas. Su visceralidad,
al margen de múltiples diferencias de mundo y tono, me recuerda a veces a la de
Miguel Hernández o Félix Grande, sobre todo en ciertos poemas amorosos, cuya
penetración estremece, como en «Infinito y amor»[8],
poema de extirpe quevediana, donde la unión amorosa va más allá de la carne y
el tiempo.
Creo que de su carácter agónico surge lo
mejor y lo peor de esta poesía, no exenta de cierta retórica proveniente de los
cancioneros medievales, la cual alcanzaría en el barroco su máxima expresión:
Al hombre que quise ser
le duele por vez primera
no poder retroceder
al niño que ser quisiera.[9]
Concluyo estas impresiones encontradas
sobre la poesía de Rafael Montesinos con estas sencillas soleares, en forma de
albada diurna, cuyo pícaro erotismo juvenil, lejos de lamentar un amor perdido,
rescata con candor el deseo de un adolescente enamorado:
Canción
perversa de junio
contigo, amor, en tu cama;
contigo, aunque no la
duermas.
Palabras te iré diciendo
que antes de salir de mí
resbalarán por tu cuerpo.
Las altas horas del sol
con su silencio serán
cómplices de nuestro ardor.
Déjame dormir la siesta
contigo, amor, en tu cama;
contigo, aunque no la
duermas.[10]
Francisco
José Cruz
Carmona, octubre de 2020
[1] La
verdad y otras dudas 1944-1966 de Rafael Montesinos (Ediciones Cultura Hispánica,
Madrid, 1967).
[2] Los
años irreparables de Rafael Montesinos (introducción y notas de Francisco
Alejo Fernández, Universidad de Sevilla, 3ª edición aumentada, 1999).
[3] Versos
del poema «Perdido por mi infancia», incluido en El libro de las cosas perdidas
(1946).
[4] Versos
del poema «Calle de la Sierpes», incluido en Las incredulidades (1948).
[5] Incluido
en País de la esperanza (1955).
[6] Incluido
en El libro de las cosas perdidas (1946).
[7] Incluido
en País de la esperanza (1955).
[8] Incluido
en País de la esperanza (1955).
[9] Versos
del poema «Paseo», incluido en Las incredulidades (1948).
[10]
Incluido en Canciones perversas para una niña tonta (1946).