Más allá de constituir un atractivo artificio literario, siempre me ha costado entender a fondo las razones últimas que justifican el fenómeno de la heteronimia. Sin embargo, el hecho de que lo cultiven autores de la talla de Rilke, Pessoa, Machado Álvaro Mutis, Félix Grande o el propio Montejo, entre otros muchos, avala la existencia de una tradición de este género muy rica en estilos y propuestas temáticas. Sin salirme del ámbito de nuestra lengua, son también dignos de mención, tanto por ser menos conocidos como por el calado de sus visiones, el peruano Alonso Ruiz Rosas (1959), con su singular libro La enfermedad de Venus[3], cuyas composiciones amorosas testimonian el romance de un autor anónimo con Carmela Docampo a finales de los años veinte del siglo pasado en la entonces pacata Arequipa. Al conjunto de veintiún poemas, de apretado y ambiguo simbolismo, Vicente Hidalgo, su supuesto descubridor, añade observaciones críticas y datos biográficos para hacer de sus exhaustivas elucubraciones una parodia del alarde erudito y subrayar la distancia que hay entre la formulación poética y la intensidad de la vida. O el cubano José Manuel Poveda (1888-1926), quien creó el personaje femenino Alma Rubens, cuyos poemas en prosa, escritos, según Poveda, originalmente en francés y traducidos por él mismo al castellano, fueron apareciendo en distintas revistas de la isla, entre 1912 y 1923, década en que también surgieron los principales heterónimos pessoanos. Tuve la fortuna de rescatar estas olvidadas joyas verbales en la colección Palimpsesto[4]. En ellas, el refinamiento expresivo y el suntuoso erotismo se alían contra el rancio provincianismo cubano de aquel momento.
En «Los emisarios de la escritura oblicua»,
ensayo de El taller blanco, Eugenio Montejo achaca esta rara necesidad
de ser otro al influjo del cine mudo, del psicoanálisis y de la teoría de la
relatividad que, junto a ciertas filosofías orientales, han socavado la firmeza
del yo. Si se tratara exclusivamente de un fenómeno provocado por dichos
descubrimientos contemporáneos, ¿cómo explicar la existencia de Tomé de
Burguillos, personaje con biografía y estilo propios, creado por Lope de Vega,
quien lo presentó en las justas poéticas de 1620 en honor a la beatificación de
San Isidro? Hasta 1634, un año antes de morir, no publicó el prolífico
dramaturgo estas variadas composiciones humorísticas de su alter ego,
bajo el título de Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos,
donde incluye la fábula burlesca «La Gatomaquia» y se parodia los tópicos
amorosos de la poesía de la época. Merece la pena leer estos párrafos, a modo
de prólogo, del «Advenimiento del señor lector» para darnos cuenta de que
estamos ante un auténtico heterónimo de Lope de Vega:
«Cuando se fue a Italia el
licenciado Tomé de Burguillos, le rogué y importuné que me dejase alguna cosa
de las muchas que había escrito […] y solo pude persuadirle a que me diese la
“Gatomaquia”. […] Animado con esto, inquirí y busqué entre los
amigos algunas rimas […] de suerte que se pudiese hacer, aunque pequeño, este
libro, que sale a la luz como si fuera expósito, por donde conocerá el señor
lector cuál es el ingenio, humor y condición de su dueño […] Y se sabrá también
que no es persona supuesta, como muchos presumen, pues tantos aquí le
conocieron y trataron, […] aunque él se recataba de que le viesen, más por el
deslucimiento de su vestido que por los defectos de su persona; y así mismo en
Salamanca, donde yo le conocí y tuve por condicípulo, siéndolo entrambos del
doctor Pichardo, el año que llevó la cátedra el doctor Vera. […] Parecía
filósofo antiguo en el desprecio de las cosas que el mundo estima».
Al comienzo de este volumen, en calidad
de secretario del rey, consta la «Aprobación de don Francisco de Quevedo
Villegas», quien declara que
«por mandato de los señores
del Supremo Consejo de Castilla he visto este libro cuyo título es Rimas del
licenciado Tomé de Burguillos […] El estilo es, no solo decente, sino raro,
en que la lengua castellana presume vitorias de la latina, bien parecido al que
solamente ha florecido sin espinas en los escritos de Frey Lope Félix de Vega
Carpio, cuyo nombre ha sido universalmente proverbio de todo lo bueno,
prerrogativa que no ha concedido la fama a otro nombre».
La perspicacia crítica de Quevedo, supiera o no el juego lopesco, ya vincula los versos de Tomé de Burguillos al autor de Arte nuevo de hacer comedias, quien era también un consumado narrador. Prosistas fueron, así mismo, Antonio Machado a través de Juan de Mairena o Fernando Pessoa en sus proyecciones de Bernardo Soares y Antonio Mora, teórico este del neopaganismo lírico de Ricardo Reis y Alberto Caeiro. Al margen de posibles conflictos de personalidad y de postulados filosóficos, sospecho que la razón de ser última de la heteronimia la determina una vocación narradora en ciernes. De ahí, la necesidad ineludible de crear un personaje con su fisonomía, sus circunstancias y su carácter. La realidad nos demuestra que, sin este fantasma literario, no hay estilo ni mundo distintos a los del autor que los inventa. Según me refirió varias veces en sus últimos años, Eugenio Montejo alentaba la idea de escribir una novela ambientada en Puerto Malo y protagonizada por Blas Coll y sus colígrafos, intención que confirma Óscar Marcano en un pulcro y pertinente ensayo[5], aparecido en la revista Palimpsesto. A la luz de su propósito novelesco, sin olvidar su relato «Las velas» firmado por Tomás Linden, se podría interpretar esta respuesta que el poeta venezolano dio a una de mis preguntas: «Creo que la opción de la escritura oblicua, como la he llamado, proporciona la ocasión de desembarazarse de la tiranía del yo y acceder a nuevas perspectivas creadoras. […] Al recurrir a un heterónimo, el poeta se vale, más que del yo, de lo que convendría llamar el poliyó»[6]. La relación de Montejo con sus yoes acaso debió ser la misma que cualquier novelista sostiene con sus personajes, en los que siempre hay algo de sí mismo en ellos.
Al comienzo de la charla que Montejo
impartió en Sevilla sobre Blas Coll y sus colígrafos, en octubre de 2006[7],
afirmó que «mi desvelo por el idioma está en la base de mi proyecto
heteronímico». Este escrupuloso cuidado, naturalmente, se halla en toda su
obra, aunque sus preocupaciones y conciencia teórica en torno al lenguaje las
desarrolle en cierta medida el viejo tipógrafo con el que comparte Montejo,
fuera de sus disparatadas extravagancias o exageraciones, una obsesiva
necesidad de ligereza y rigor expresivos. En esta línea identificativa, por
ejemplo, la concepción temporal del humilde pastor de pabras se lleva a la
práctica en muchos poemas firmados por Montejo. Anota Coll en su Cuaderno:
«La estructura lineal presente-pasado-futuro a que cada discurso se halla
forzosamente constreñido, es una pervivencia de la mente arcaica que traba el
verdadero conocimiento de la realidad. De allí se origina el falso espejismo de
la fragmentación espacio-temporal que gobierna, como las leyes de la
perspectiva en la pintura, la forma de todo discurso. Es hora de mentar lo
pasado en lo futuro, tal como la vida a diario nos lo impone y como ya tratan
de hacerlo ciertos aventajados novelistas».
Percepción flexible del tiempo que, de
algún modo, corresponde a los diversos mundos de los colígrafos, con los que
Montejo abarca las tres grandes tradiciones poéticas: la culta, la popular y la
experimental. La primera de ellas la representa el conjunto de sonetos
titulados El hacha de seda, atribuido a Tomás Linden, a quien Blas Coll,
como si se tratara de un consejo de Eugenio Montejo a cualquiera de nosotros,
le recomienda que «parta Vd siempre de un plan y un sentimiento. Sin plan
previo, se cae en el titubeo y la incerteza. Sin sentimiento resulta todo
bastante gratuito y superficial». En este afán de encontrar concomitancias
entre la poesía ortónima y heterónima de Montejo, hay poemas de este que
dialogan con sonetos del sueco de Patanemo. Así ocurre, por ejemplo, con «El
duende» y «El ángel», al abordar el viejo tema de la inspiración; o con los
titulados «Setiembre», donde en ambos poemas el mes otoñal se personifica
mediante una idéntica depuración lírica. Siempre recuerdo la emoción con que recibí
de parte de Eugenio, aún inédito, el precioso ramillete de sonetos de El
hacha de seda y la carta interminable en que yo se los comentaba uno a uno con
insólito atrevimiento, sin ahorrarme elogios ni reparos. El 31 de abril de
1994, le escribo: «Me comentaste en casa que la necesidad del soneto vino
dictada por el sentimiento de opresión vital que te embargó durante un tiempo y
que la estructura cerrada del soneto reproducía adecuadamente esta sensación
carcelera. Sin embargo, una vez leído, el soneto se adecúa, más bien, a la
búsqueda de armonía de Linden, a su destello de plenitud […] y a la íntima
evolución biográfica de Linden que, viniendo de la vanguardia, opta, como otros
muchos en su madurez, por la seguridad que le brinda el rigor de ciertas
formas, ya consolidadas».
El polo opuesto a esta tendencia clásica
en homenaje al Siglo de Oro, lo representan los experimentos reductores de Lino
Cervantes quien, a su modo, cumple a rajatablas el ideal monosilábico de su
maestro Blas Coll. Su procedimiento consiste en restar, paso a paso, sílabas a
un único verso de gran sugestión lírica, frecuentemente alejandrino, hasta
desposeerlo por completo de su sentido. El 18 de mayo de 2005, Eugenio Montejo
me escribe que «como podrás observar, Lino lleva al extremo las propuestas del
maestro, pues construye una forma que, como él mismo dice, concreta una
persecución del silencio sagrado». Y el 26 de este mismo mes, le respondo: «¿No
habría también en los coligramas de Cervantes una oscura afinidad o, al
contrario, una oculta parodia de la teoría de la deconstrucción, tan
deshumanizadora y criticada, sin paliativos, por Steiner? Sin embargo, nada más
humanos y entrañables que estos versos sueltos, hijos del fragmentarismo
moderno». Versos sueltos, tan cerca de la sensibilidad ortónima de Montejo
como, por ejemplo, estos dos chispazos, de gran belleza: «Sin maldecir al
viento mi vela alumbra y tiembla» o «Adiós, milenio oscuro: yo ya cambié de
música».
A mi juicio, una variante mucho más fructífera
de los juegos lingüísticos, donde lejos de diluirse la significación en meros
sonidos, estos potencian aquella, la expresa Chamario[8],
un puñado de poemas infantiles firmados por Eduardo Polo. La delicia de estos
divertimentos imaginativos reside en el hábil contraste que hay entre sus
estrofas cerradas de metro y rima y la vivificante libertad de sus hallazgos
lúdicos en el nivel fónico. Al respecto de estos juguetes poéticos, construidos
con elementos clásicos y experimentales, Montejo me escribe el 18 de junio de
2004: «Cuando se ha crecido en la época que siguió al vanguardismo extremado de
comienzos del siglo xx, nos
precavemos contra las invenciones mentales más o menos fáciles. En la escritura
del poema infantil ya es otra cosa, pues se entra en el idioma que los niños
suelen trastocar para oponerse a la rigidez verbal del mundo codificado de los
adultos. Con los años, he pensado que fue la invención de mi Blas Coll la que
me puso a salvo de la llamada antipoesía, un término que nunca ha sido de mi
agrado».
Si Eugenio Montejo, mediante los
malabarismos verbales de Eduardo Polo, nos recuerda ese componente aleatorio de
todo idioma en que cualquier vocablo podría sonar de otra manera a como suena
sin menoscabo de su sentido, las coplas de Guitarra del horizonte[9],
compuestas por Sergio Sandoval, se resuelven en una apretada síntesis
significativa, refractaria al mínimo cambio expresivo. Estas cuartetas
asonantadas depuran el espíritu poético de la tradición oral y algunas de ellas
resumen ciertas perspectivas montejianas concernientes, por ejemplo, a su
noción del tiempo:
La guitarra está en el
árbol,
no ha nacido todavía,
pero cuando sopla el viento
se escucha su melodía.
¿No estamos aquí en el estado
prenatal, a punto de llegar a ser, tan familiar a los versos de nuestro poeta?
En una carta del 14 de julio de 1997, al hilo de mi selección de coplas
flamencas anónimas, Poesía de la intemperie[10],
Eugenio me comenta que «lo que allí dices de la seguidilla gitana, en su
versión de tres versos, me confirma en la creencia de que es en la copla
popular, como argüía Sergio Sandoval en Guitarra del horizonte, donde
pueden encontrarse en nuestra lengua el equivalente del haiku japonés, y no en
las imitaciones directas de esta condensada forma oriental». Confieso que nunca
estuve convencido del todo de esta aseveración suya. Es cierto que el haiku y
la copla se asemejan en su sugerente brevedad, pero mientras el primero tiende
a la silenciosa fulguración de una imagen, la segunda, a la efusión emotiva e
incluso a la sentencia. Condicionados por sus respectivas tradiciones, tan
distintas, el haiku, pura iluminación, se desprende del yo; la copla, nacida
del sentimiento de una canción, parte de él. Hay, no obstante, poemitas en Nuevas
canciones de Antonio Machado que sí comparten, hasta cierto punto, esta
desnudez contemplativa de la naturaleza, tan afín al haiku:
En el aire claro,
los alamillos del soto,
sin hojas, liras de marzo.
En definitiva, las incipientes aspiraciones
narradoras de Eugenio Montejo ampliaron sus registros líricos, y el hecho de
que los colígrafos, salvo Lino Cervantes, opten por formas cerradas de la
tradición, revela el deseo del poeta (quien, a mi juicio, no las usó con su
propio nombre por un vago temor anacrónico a quedarse demasiado fuera de su
época) de no alejarse del todo de los orígenes poéticos de la lengua, cual si
fuera él también un humilde pastor de pabras.
[1] Eugenio
Montejo, Adiós al siglo xx, precedido de «El taller blanco».
Contiene una entrevista de Floriano Martins e ilustraciones de Pablo del Barco
(Col. Palimpsesto, Carmona, 1992).
[2] Años más
tardes, tras editar varios libros de poemas de Eugenio Montejo, Pre-textos
publicó El cuaderno de Blas Coll y dos colígrafos de Puerto Malo (con
prólogo de Miguel Gomes, Valencia, 2007). Las citas de Blas Coll y Lino
Cervantes están tomadas de este volumen.
[3] Alonso
Ruiz Rosas, La enfermedad de Venus (Ediciones Copé, Lima, 2000).
[4] José
Manuel Poveda, Poemetos de Alma Rubens y otros poemas (prólogo y
selección de Milena Rodríguez Gutiérrez, Col. Palimpsesto, Carmona, 2016).
[5] Óscar
Marcano, «Montejo narrativo», incluido en la revista Palimpsesto nº24
(monográfico dedicado a Eugenio Montejo al año de su muerte, Carmona, 2009).
[6]
Francisco José Cruz, «Entrevista a Eugenio Montejo», incluida por primera vez
en Hablar/Falar de Poesía, revista hispano/portuguesa nº 5 (Badajoz-Lisboa,
2002).
[7] Entre
máscaras. Conferencias de Félix Grande y Eugenio Montejo. Coloquio moderado
por Antonio Deltoro. III Encuentro Sevilla, Casa de los Poetas, 25 de
octubre de 2006. https://www.youtube.com/watch?v=EFfHWsIoNxk&feature=youtu.be
[8] Eduardo
Polo, Chamario (prefacio de Eugenio Montejo e ilustraciones de Arnal
Ballester. Ediciones Ekaré, Caracas, 2oo4). Existe una bellísima grabación
musical de estos poemas infantiles a cargo de El Taller de los Juglares,
dúo compuesto por Andrés Barrios y Bartolomé Díaz (Universidad
Metropolitana/Sonofolk, 2012).
[9] Sergio
Sandoval, Guitarra del horizonte (prefacio y selección de Eugenio
Montejo, Alfadil Ediciones, Caracas, 1991; edición aumentada y corregida, Col.
Palimpsesto, Carmona, 2009).
[10] Poesía
de la intemperie, selección de coplas flamencas (prólogo y selección de
Francisco José Cruz, con ilustraciones de Antonio Sosa, Col. Palimpsesto,
Carmona, 1995; edición aumentada y corregida, Col. Palimpsesto, 2010).
PRODAVINCI https://prodavinci.com/eugenio-montejo-humilde-pastor-de-pabras/?fbclid=IwAR1y-QE5iwVIEvJROAeoqK3FKGM0VB0DH-OeOsmjKZwMSgphcKJpekhFc-M
Texto recogido en Sibila 63, revista de Arte, Música y Literatura (enero de 2021) y en el espacio digital Prodavinci (13 de junio de 2021).