Allá por 1996,
recién iniciada mi correspondencia con el poeta Antonio Deltoro, recibí de su
parte un paquete con libros suyos y de algunos amigos, entre ellos, De lunes
todo el año de Fabio Morábito, de quien solo tenía noticias vagas. Pocas
noches después de este generoso regalo, a punto ya de acostarnos, Chari, mi
mujer, cogió dicho volumen con la mera intención de ojearlo y, de pie, en
nuestro cuarto de estudio, me leyó «Corteza», primer poema que oí de su autor,
cuya concentrada sobriedad nos atrajo de tal modo que nos incitó a leer al día
siguiente las demás piezas del conjunto. En él, Morábito, nacido en Alejandría,
criado en Milán –la tierra natal de sus padres– y trasladado en su adolescencia
a México, donde, desde entonces, vive y escribe en español, desgrana con
transparente y contenida intensidad su doble desarraigo geográfico y
lingüístico.
La entusiasta lectura de De lunes todo
el año nos animó a publicarle en 1997, dentro de nuestra colección Palimpsesto,
cuando aún su obra era desconocida casi por completo en España, El buscador
de sombras: doce poemas inéditos –integrados luego en Alguien de lava–,
más una entrevista que le hice a modo de epílogo. A partir de aquellos lejanos
días, la obra de Fabio Morábito resulta para mí, debido a sus genuinos enfoques
y limpieza expresiva, un estimulante modelo de inimitable rigor, al punto de
que en 1999 escribí un extenso artículo[1]
relacionándola con el mundo bucólico, a la luz de su ensayo Los pastores sin
ovejas.
En diciembre de 2002, aprovechando una gira literaria por Barcelona y Madrid, Fabio nos visitó en Carmona, ciudad de la provincia de Sevilla, donde residimos y, aunque pasamos juntos solo unas horas, conversamos en casa con la relajada soltura que nos daba nuestro ya largo trato epistolar. Este fue el primer encuentro cara a cara o mano a mano, al que siguieron otros en Sevilla, México y de nuevo Carmona, con motivo de diversos eventos poéticos. Ellos reafirmaron mi idea de un hombre cabal, coherente y auténtico, cuya cordialidad, dentro de un sincero interés por el prójimo, lo protege, sin embargo, de un exceso de confianza mal entendida. Esta suerte de reserva última se proyecta, a mi juicio, en la resistencia interior del árbol, expresada por los versos del poema ya aludido:
CORTEZADe niño me gustaba
desprenderla,
limpiar el tronco,
dejar al descubierto
la verde urgencia
de otra capa,
sentir abajo
de los dedos
la rectitud del árbol,
sentirlo atareado
allá en lo alto,
en otro mundo,
indiferente a mis mordiscos,
capaz de sostenerse
sin corteza,
capaz de reponerse
de cualquier ofensa.
Los tempranos cambios de lugar influyen desde niño en su retraimiento y atenúan su efusividad comunicativa, causa, quizá, del cauteloso trato con los suyos –germen a veces del remordimiento– y, en general, con sus semejantes. Confesional y recatada a la vez, esta poesía, de sutiles líneas divisorias entre realidades contiguas, es la de un solitario que busca pasar inadvertido para, desde la distancia justa, ver y oír a los demás. A la caza de detalles ordinarios, no insólitos, Morábito es el espía de las ventanas encendidas en la noche y de los ruidos domésticos detrás de las paredes. De este modo indirecto, se integra en la corriente de la vida, sin ser notado: "No quiero, pese a todo, / muros gruesos, / tan gruesos que no oiga / el silencio de los otros".[3]
Acorde con este perfil huidizo, Morábito evita las conclusiones rotundas y los argumentos acabados, en favor de las digresiones sinuosas, de «la palabra plástica, no rígida»[4], cualidad aprendida del oficio de su padre, quien trabajó en materiales plásticos. Esta actitud se acentúa en sus últimos libros, cuyos poemas, partiendo de una idea o situación concreta, proceden mediante merodeos e imprevistas vueltas de tuercas hasta asomarse, a veces, al callejón sin salida de lo absurdo. Tales desvíos temáticos se sostienen en calculadas repeticiones y en una rara habilidad para poner en contacto elementos muy disímiles entre sí, técnica surrealista que, sin embargo, Morábito aplica a una poesía racional y cotidiana, de tono narrativo. Estas asociaciones inesperadas, al principio inconexas, conforme discurre el poema, se van acercando hasta, entrelazándose, formar una red de sentidos, donde no queda un cabo suelto. Se diría que, en los casos más notorios, uno asiste al proceso mismo de su escritura. Son muy ilustrativas estas líneas de su texto «Surcos»:
Para huir del tedio del salón de clase acostumbraba en mis
primeros años escolares trazar en una hoja una carretera imaginaria, una línea
sinuosa que la cruzaba de un extremo a otro y a la que después yo añadía unas
desviaciones para que ganara complejidad. La recorría con el lápiz una y otra
vez, hasta que las líneas se convertían en surcos, luego abría nuevas
desviaciones que se convertían en nuevos surcos, y así hasta cubrir la hoja con
una red intrincada de caminos[5].
En resumidas cuentas, los versos apátridas de Fabio Morábito, al unir, con sui generis discreción, biografía y pensamiento, suponen tanto un incisivo interrogante de la existencia como un refugio ante ella.
[1] «Fabio Morábito, el
pastor entrañable» por Francisco José Cruz (en Deshora n.º 7, Medellín,
Colombia, abril de 2001)
[2] «Tres ciudades», en Lotes baldíos (FCE, México, 1985).
[3] «No quiero, pese a todo»
(en Alguien de lava, Era, México, 2002).
[4] «Mi padre siempre trabajó en lo mismo» (en Alguien de lava,
opus. cit.)
[5] El idioma materno (Sexto Piso, México, 2014)
[6] «Algunas preguntas a
Fabio Morábito para saber un poco menos» (entrevista de Francisco José Cruz, en
El buscador de sombras, col, Palimpsesto, Carmona, 1997).
https://latinamericanliteraturetoday.org/es/numero/22/
https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2022/06/los-versos-apatridas-de-fabio-morabito/