1 «SI LOS DELFINES…»
Hace algunos años, menos de diez y más de cinco, me ha dado por frecuentar las canciones anónimas que recoge la antología de la poesía española de la edad media y de la poesía tradicional de Dámaso Alonso. Quizás mi canción predilecta es esta:
Si los delfinesmueren de amores,¡triste de mí!,¿qué harán los hombresque tienen tiernoslos corazones?¡Triste de mí!,¿qué harán los hombres?
El que los delfines mueran de amores es una verdad poética en la que creo a pie juntillas y en la que seguramente muchos hombres y mujeres creían. No me interesa, por ahora, averiguar si tiene bases científicas. Tampoco dudo que los hombres mueran de amores, ni que las víctimas del amor sean blandas de corazón. De delfines conocen los marineros y los enamorados, frecuentadores de aguas peligrosas pero ricas en pesca.
La canción es de una sencillez muy refinada. Dice mucho del sentimiento y no abunda en la anécdota; dice muy poco de la personalidad del enamorado, de las circunstancias de su enamoramiento y de las causas de su mala fortuna amorosa y muchísimo de la belleza de un sentimiento que con pudor calla tantas cosas. Es anónima y repite, en sus ocho versos, dos veces, dos versos que funcionan como dos estribillos («¡Triste de mí!» y «¿Qué harán los hombres»), además repite dos de las palabras más usadas por el lenguaje poético: amores y corazones. Lo que la hace memorable es justamente su sencillez, en donde las repeticiones no son un lastre sino las aletas que nos llevan a calar muy hondo; nos seducen y nos convencen; nos las creemos porque van muy por el alma, hermanando, en penas de amor, a delfines y a hombres, además de que sentimos detrás de ellas («Triste de mí» y «Qué harán los hombres») el dolor de un enamorado de carne y hueso a punto de morir de amor: de alguna manera adivino su edad; me lo imagino en los primeros veinte y no adolescente o mayor y quejándose a la orilla del mar, de un mar contemporáneo a la conquista de América: es un mozo del siglo XVI.
Este poema tan humilde y al mismo tiempo tan fino es anónimo, seguramente no fue escrito por ningún poeta célebre, es una unidad mínima de poesía y nos dice que la poesía puede surgir en cualquier parte como esas flores silvestres delicadas y pequeñas, que nacen en medio de un pedregal o en el asfalto y que son las afirmaciones más sutiles de la vida.
La elegancia de esta canción se manifiesta ya con el «si» condicional, que es la primera palabra del verso primero. No es que se dude que los delfines mueran de amor; este «si» es una premisa para que imaginemos el dolor de un enamorado al compararlo con los delfines. Desde la antigüedad, los delfines se han relacionado con los hombres y siempre han tenido la fama de compasivos e inteligentes. En las mitologías, son hombres trasformados en peces por los dioses. En la griega acompañan a Poseidón, pero ¿se suicidan en las costas y mueren con los corazones rotos?
Nuestra canción, un lamento, tiene la forma de una endecha canaria, pero está dicha en primera persona; habla de la muerte sin patetismos (quizás el enamorado la desea), pero con lágrimas tan saladas como el mar de los delfines. Las endechas canarias se pueden transcribir en versos decasílabos o pentasílabos, nuestra canción, en la antología al menos, es pentasílaba, sin ir más lejos: ese «triste de mí» es un verso en clave mínima y es quizás por eso, un gran verso, imposible como verso, en otro metro: nos da, en su soledad, al enamorado tierno de corazón que compara hombres y delfines. «Triste de mí» es el tercer verso, parece, si olvida-mos, por un instante el «si» con el que comienza el poema, que el origen de esa voz de dolor sea por los delfines, pero no, es por los hombres y él mismo que tiene tierno el corazón. Ese «triste de mí», que es una interrupción lógica, potencia sen-timentalmente la segunda noticia: los hombres tienen tiernos los corazones. La primera es que los delfines mueren de amores.
No dudo que estos ocho versos de cinco sílabas sean lo que haya quedado de un todo mayor en el recuerdo de la lengua. Quizás, como en el romance del conde Arnaldos, la memoria haya hecho de alambique y filtro poéticos. Pero puede ser que su tamaño sea el ideal conseguido anónimamente por todos sus repetidores. No se puede reducir más este poema. Si prescindimos de las repeticiones quedaría:
Si los delfinesmueren de amores¿Qué harán los hombresque tienen tiernoslos corazones?
Queda telegráfico y aforístico, frío y huérfano de sentimiento; lo asesiné mutilándolo de versos que se podían pensar no esenciales; quitándole la resonancia cordial.
El enamorado sufre como los delfines de amor no correspondido, pero con mayor dolor. En la canción viene quejándose hace cuatro siglos y viene muriéndose de amor todavía como los delfines siguen encallando en las playas.
Esta canción es una pequeña obra maestra de sonoridades decibles, de consonantes y vocales combinadas de tal modo que no ofrecen dificultades a la lengua y penetran en el corazón; justo entre la exclamación «¡Triste de mí!» y la pregunta: «¿qué harán los hombres?»; entre la primera persona y el género humano en su conjunto, está el amor, con los delfines como fondo de belleza marina. Con los delfines del primer verso y la noticia del segundo, casi ya está escrito el poema; con esta verdad poética en el estado más puro de belleza casi cualquier poema sería magnífico, pero la conclusión diminutiva, íntima, de la segunda parte, está a su nivel: «¿qué harán los hombres / que tienen tiernos / los corazones».
El poema como la mayor parte de canciones recogidas en esta antología no tiene título y comienza por el primer verso de los delfines. Creo que en las canciones la falta de título es algo afortunado: la canción se deshace del título como de los versos ociosos en el olvido y entra ofreciendo un verso memorable, para ver si nos quedamos con ella. En esta antología hay otras, por ejemplo «Los comendadores» o «Endechas a la muerte de Guillén Peraza», cuyo título lo marca un acontecimiento y es puesto por los oyentes, o como «La serranilla de la Zarzuela», un lugar que se menciona en el poema, pero la mayoría, las más pequeñas y apegadas a un sentimiento universal no tienen título.
En esta época escribir sobre unas cuantas canciones ―algunas de hace cuatro siglos― es un llamado a no olvidar un tipo de belleza pequeña, o por lo menos, capaz de vivir en unos cuantos versos de arte menor, que en medio de la fealdad y la fanfarronería grandilocuentes, nos puede ayudar a vivir. Tal tipo de belleza que, concediendo a los amantes del espectáculo, llamé pequeña, es en realidad muy fuerte porque está muy arraigada; ya lo he dicho: es como una flor entre las peñas, que apenas necesita tierra, que sobrevive al rigor de las estaciones y que nos da testimonio de una belleza delicada, pero resistente. Curiosamente las canciones que parecen, e incluso lo son, muy leves ayudan a enfrentar épocas pesadas y tan densas como esta, de una manera mucho mejor que los himnos y monumentos.
¿En qué puede ayudar a vivir a un joven del siglo XXI conocer algunas canciones del siglo XV o XVI? A mí, joven del siglo XX y viejo de este, me rejuvenecen, me parece que despliegan sentimientos juveniles (en toda la sección dedicada a las canciones anónimas no hay ninguna de tema ni de tono senil). ¿Es posible una frescura así de despierta hoy en día, como la que estas canciones trasminan? Creo que sí, pero no abunda. No creo que hubiera menos peligros ni que fuera menos ominosa esa época que la nuestra, basta abrir por cualquier parte esta antología de Dámaso Alonso, dedicada a la poesía medieval y de tipo tradicional, para darse cuenta de que en cantidad de violencia y de conflicto era equivalente o mayor, pero algo había diferente, si leemos las canciones encontramos más frescura y vitalidad y menos dinamismo, banalidad y soberbia. Hay canciones que tratan de terribles venganzas, de muchachas cristianas vendidas a los moros, de mujeres mal casadas, de monjas lúbricas, etcétera, pero todas parece que afronten las desgracias, con lágrimas, pero sin pesantez ni solemnidad.
2 «TÓRTOLAS TURCAS»
A cuatro siglos de distancia, pero espiritual, métricamente y, quizás, incluso geográficamente muy cercano a la canción anónima de los delfines está este poema de tórtolas de Francisco José Cruz, poeta habitante de Carmona y contemporáneo. Su poesía, cercana a lo tradicional refinado, a lo popular inteligente, ignora lo frívolo y su gemelo, lo solemne. Es una poesía rigurosa, con una forma de decir seca, con la gracia muy cerca del hueso, gracia que a veces roza lo festivo, pero siempre se aleja de lo vulgar y lo pesado:
TÓRTOLAS TURCASTórtolas turcaspor todas partespor los tejadosy viejos parquesTórtolas turcasmañana y tardecon un zureoinalterableTórtolas turcasasí me traenla insomne ausenciade Miguel ÁngelTórtolas turcasque nunca oí antesde que él murieraay qué desastreTórtolas turcasvan por la sangrede sus hermanasy de su madreTórtolas turcasinfatigablescolonizandocampos ciudades
Este poema es hermano, y no deshonra a su familia, de las canciones anónimas del siglo XVI, pero tan auténtico como es, recoge un episodio de nuestra época. También está escrito en pentasílabos (rimados asonantemente los pares) y es una endecha esbozada: es una elegía que lamenta una catástrofe de tipo universal y una desgracia de tipo personal, sin alejarse para nada del doble suelo de la tradición y de la geografía, que en este poema son uno solo. Aunque tiene título, su título prácticamente no lo es y, además, podría pasar como anónima; su título es su primer verso y estribillo. Se asocian en esta canción el cambio climático, que fomenta la migración de las especies, que hace que aparezcan en zonas en las que eran hasta hace unos pocos años desconocidas, que es anuncio de una catástrofe, y la muerte de un ser querido y necesario. Como la canción de los delfines, en él conviven el lamento con una música seductora: quizás caracterice a la endecha el con-traste entre la velocidad y alegría del ritmo y el carácter fúnebre del poema. «Tórtolas turcas», como la canción de los delfines, parece muy sencilla, es muy natural y sonora y parte de una especie animal simpática al hombre, pero es melancólica y fúnebre.
El primer verso y el título: «Tórtolas turcas» es un pentasílabo; parece que estas dos palabras estaban predestinas en castellano a juntarse, para nombrar a las tórtolas procedentes de Turquía, pero también parece que quien las unió fue un poeta, o sea alguien que se dio cuenta de que hacían juntas un verso, que podía ser el primero de una canción que diera cauce a una tristeza. La lengua hablada dice inconscientemente versos admirables que se pierden si no está por allí el oído de un poeta, en estos casos el poeta es un descubridor y no un inventor. Las dos palabras comienzan con una «t» muy fuerte porque va seguida de una vocal obscura acentuada. La primera palabra (tórtolas) reitera el sonido y termina en una sílaba rotunda (las); la segunda (turcas) reitera el mismo sonido pero ahora más ululante (tur) y finaliza el verso en una sílaba más rotunda todavía (cas), en la que resuena el «cras» que hace el cuervo en el verso 1532 de El libro del buen amor (el cuervo visto como ave de carroña, mensajero de la muerte y este sonido «cras» son temas de un ensayo del Libro de quizás y de quien sabe de Eliseo Diego).
«Tórtolas turcas» suena exótico y sin embargo habla de una realidad no demasiado atractiva: una invasión de aves hasta hace poco desconocidas en Andalucía; que pueblan el aire, los árboles y tejados, que se presentan después de la muerte de un ser querido: un hijo y un hermano. No son, aunque lo suene, tórtolas de ficción literaria, tórtolas púrpuras, por ejemplo, son reales y trágicas. Y sin embargo en estas dos palabras unidas hay tanta poesía, como en ese verso de Góngora que se refería a los halcones de origen escandinavo como «los raudos torbellinos de Noruega». El cambio climático, que es un desastre, propicia a veces la belleza: pájaros de climas cálidos cantan en tierras nórdicas canciones tropicales; mariposas dejan sus territorios milenarios y se dirigen a territorios nuevos con la misma temperatura en invierno; las tórtolas zurean cantos asiáticos entre palomas aburridas y locales.
La repetición en la «t», durante casi todo el poema lo hace algo ominoso, hipnótico, marcial, amenazante. «Tórtolas turcas» (ojalá no me linchen unos y otros), también me recuerda a «infame turba de nocturnas aves» (por cuestiones acentuales y volátiles, pero además por ser esas tórtolas, pese a su belleza, aves de mal agüero). Con la diferencia, claro, que lo primero nombra a unas tórtolas, que contra su costumbre y la nuestra, vienen de Turquía y lo segundo es una creación mitológica y lingüística absoluta: las aves de Polifemo. Decía Borges respecto a otra invención lingüística; el título de un libro, La cuarta dimensión, que dio nombre al concepto: «No importa lo que quiso comunicar, lo memorable es el contacto genial de esas dos palabras antes no combinadas». Por lo menos en español de Andalucía, no creo que estas palabras juntas (tórtolas turcas) se hayan oído tanto. Así «Tórtolas turcas» también me recuerda, de una manera no forzada, ya lo he dicho, lo de «los raudos torbellinos de Noruega»; no obstante que «Tórtolas turcas» está en las antípodas del Góngora del Polifemo y Las soledades. Misterios de la lengua y del oído: son parientes la expresión recogida en Carmona, a principios del siglo en curso, y los versos inventados en Córdoba a principios del XVII. Creo que en este poema, como en todos los suyos, el oído de Francisco José Cruz tiene un sentido musical que no pierde «la música del significado». De esta música trata un ensayito de Eliseo Diego sobre otra canción anónima del siglo XVI:
En Ávila, mis ojos,dentro en Ávila.En Ávila del Ríomataron a mi amigo,dentro en Ávila.
Este ensayo de El libro de quizás y de quién sabe, junto al poema, lo he leído innumerables veces: no saben cómo quisiera que lo lean, hablando como hablamos de canciones y de endechas y del arte de «atender con toda la pureza».
Volviendo a Francisco José Cruz, a «la música del significado» y al «arte de atender con toda su pureza» que «Tórtolas turcas» supone, el poeta sevillano no hizo más que atender a un pentasílabo prodigioso y vincularlo sentimentalmente en una endecha, en una elegía, en un planto, en una canción en suma.
Aparentemente lo único moderno de este poema, además del asunto reciente de las tórtolas turcas, es la falta de signos de puntuación, aunque no se echan de menos ya que no hay ningún encabalgamiento.
En las dos primeras estrofas, el denso protagonismo de las aves asiáticas es absoluto. Están por todas partes y en toda la jornada diurna, hasta tal punto que me imagino que se debe bendecir la noche en la que las tórtolas callan. En la tercera aparece el fondo sentimental del poema: una ausencia con nombre: «la insomne ausencia de Miguel Ángel». En la cuarta, las tórtolas turcas dividen un antes y un después: su aparición coincide con la muerte del verdadero protagonista del poema; infatigables aves invasoras separan a los vivos de los muertos; Miguel Ángel no las alcanzó a oír y después de su muerte se hicieron omnipresentes: sus zureos fechan la desgracia. En la quinta, el canto de las tórtolas circula por la sangre de los deudos. En la sexta y final, las tórtolas turcas ―una invasión de aves, tiernas y poéticas en pequeñas dosis; ominosas en grandes números― se hacen terribles como en Los pájaros, la película de Hitchcock. «Tórtolas turcas» tiene un oído en la endecha y el otro en nuestra época: es una canción íntima y apocalíptica.
3. CONTAGIOS E INFLUENCIAS
Mucho tiempo después del descubrimiento de la canción de los delfines y casi simultáneamente al de «Tórtolas turcas», no recuerdo si antes o después, francamente, me vino esta canción cercana a la endecha, que es, a su manera, una ora-ción, íntima y apocalíptica:
CANCIÓNSuerte en la nochees mi deseoal despedirmede los que quiero…y que amanezcande buenos sueñosy que anochezcande días buenos.Suerte en la nochees mi deseo…y que amanezcanvivos y enteros.
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Publicado en Sibila. Revista de Arte, Música y Literatura n.º 54 (Sevilla, enero de 2018)