viernes, 15 de julio de 2011

JANET FRAME, EL CANDOR DE LA LUCIDEZ.

Las maneras de abordar, pasado un tiempo suficiente, la propia vida y de escribirla son casi infinitas. Esbozar sólo algunas supondría un alarde de banalidad por mi parte. No voy a reflexionar sobre las variantes del género memorístico o autobiográfico. Mi intención es, sencillamente, compartir el íntimo entusiasmo de una lectura. Soy un lector, no un crítico y, a diferencia de éste, las necesidades de un lector tienen poco que ver con programas establecidos. Es verdad que el lector responsable no es un simple curioso que espera que el azar le vaya poniendo libros en las manos con los que saciarse. Sus ganas de lectura, siendo insaciables, se apartan tanto del azar como de la rigidez sistemática. La lectura es una afición que llega a convertirse en una necesidad primordial en la vida de un hombre. Cuando esto ocurre, no sólo buscamos deliberadamente libros sobre la materia que más nos toca, sino que el hábito de leer nos predispone a encontrar otros que desconocíamos y cuya necesidad de leerlos ya estaba en nosotros.

Así llegó hasta mí Un ángel en mi mesa de la neozelandesa, nacida en 1924, Janet Frame. Un ángel en mi mesa, volumen publicado en 1991 por Seix Barral, reúne los tres libros autobiográficos de la autora: La tierra del es, Un ángel en mi mesa y El mensajero de la ciudad espejo. Los tres libros se suceden en el tiempo y corresponden a distintas etapas de la vida de Frame. La linealidad narrativa facilita la inclusión en un solo volumen de la autobiografía, ya que cada uno de los libros no hace más que completar a los otros, retomando la vida de la autora en el punto en que el anterior la dejó.

Janet Frame no recuerda su vida, sino que la reconstruye. Si simplemente recordara juntaría fragmentos de pasado que se pegarían sobre la página y cuya junturas percibiríamos por mucha carga de nitidez que aportara el recuerdo. Al leer Un ángel en mi mesa tengo la viva impresión de que Janet Frame, antes de salvar del olvido unos trozos de memoria, ha buscado con ahínco, no ya interpretar ciertos años de su vida, sino darles un sentido. Darles el sentido que, tal vez, no encontró mientras los vivía. Por esto, nos ofrece la urdimbre de una existencia, no un conjunto coherente de anécdotas y reflexiones sobre las mismas. Janet Frame no escribe al vuelo de recuerdos: lo hace tras calibrar su importancia, perfilar su relieve y encajarlos dentro de la intención de su discurso: dar una visión. No quiero insinuar siquiera que escamotee al lector cuanto no desee contar. Se trata de narrar aquello que ayude a crear una dimensión determinada de una vida. Frame sigue las huellas indeleble que dejaron las circunstancias de los años en su sentimiento y, al moldearlas con precisión microscópica en la escritura, vemos sentimos los sentimientos de entonces y los de ahora al reconstruirlos. Esto hace de la autobiografía una historia sentimental de un pensamiento. Janet Frame cuenta con habilidad de novelista, repartiendo los detalles decisivos en puntos estratégicos de la narración, no para impresionar o conmover con sensiblerías, sino precisamente para lo contrario. Una vida plagada de renuncias, ridículos y absurdos hasta el borde del aniquilamiento se presta sin dificultades, a la compasión, a la autocompasión o a la admiración de igual modo pacata. Sin embargo, estamos ante un libro donde lucidez y emoción se contagian la una a la otra hasta verlo todo con los ojos de la serenidad de espíritu. De esta manera, Un ángel en mi mesa es la historia de una vida interior: cuanto nos cuenta ilumina su manera de vivirlo. Sus viajes a Francia, Inglaterra y España sobre todo la estancia en Ibiza, la relación con su familia, la muerte de los suyos, su educación, el kafkiano internamiento en un manicomio son el telón de fondo sobre el que evoluciona el desarrollo de una sensibilidad y de una conducta solitaria y paciente. Un ángel en mi mesa es también la historia de una soledad fecunda que, gracias al terco empeño por leer y escribir, echa raíces en los otros. El ejercicio de la escritura saca a flote una vida a punto del naufragio. Cuando, a lo largo de muchas páginas, uno se va haciendo a la idea de que cierta pasividad congénita la incapacita para reaccionar ante hechos decisivos de su vida, esa misma pasividad la rescata en el último momento, dejándola liviana, disponible para recibir la vida, sin prejuicios ni frivolidades. Esta especie de comprensión a fondo, que le viene de su dejarse llevar, como si su espacio interior y exterior no coincidieran, no es un don gratuito sino una conquista. Un ángel en mi mesa relata este proceso a través del cual un mundo interior se fortalece reconociéndose débil. Debilidad que es conciencia de intemperie, de indefensión; y de esta conciencia nace el candor de la lucidez que impregna todo el libro. En Janet Frame, ligereza y fortaleza son lo mismo. Su flexibilidad de miras es la que la sostiene siempre en el mismo espacio de intimidad, a pesar de todo lo que cuenta de sí misma y de los demás, porque ella no abre su corazón para revelar secretos, sino para dar sentido a esos secretos. Por esto, cuanto revela lleva consigo un halo de pudor, de respeto profundo a todo por avieso o tremendo que sea, que cualquier situación referida pierde el brillo de lo banal.

El relato de la autobiografía termina en torno a los cuarenta años de la autora. Uno se queda con las ganas de seguir el rastro de una vida esencial por voluntad propia, pero también comprende que no siga. A partir de esa edad, el sentido de su vida está hallado y uno intuye que los años siguientes transcurren dentro de ese hallazgo. Son los años en que alcanza su madurez de escritora. Un ángel en mi mesa no sólo es una autobiografía sino una obra literaria de primer orden, una de esas obras que ayuda a reorientar el oficio de escritor en un mundo lleno de precipitaciones e intereses literarios. Sin llamar la atención, Un ángel en mi mesa es una llamada de atención, una propuesta de hondura y modestia, y un modelo de belleza esencial que aúna eso que suele llamarse buen gusto con la delicada penetración intelectual, evitando a la vez el tono decadente, la extravagancia y la frialdad de análisis. De esta forma, todo lo vivido por dentro queda transferido a su visión de la creación literaria del mundo: esa realidad que, siendo la misma que la que tocamos a diario, está hecha de reflejos cambiantes, se hace y se deshace al ritmo de las aguas que la reflejan. En su caso, son las aguas del Mediterráneo de Ibiza. Allí veía Janet Frame reflejada la parte de la ciudad que no había visitado aún. Esta visión diaria le dio su idea sobre la creación, de la que el escritor es “el mensajero de la ciudad espejo”. Leer y escribir supone habitarla. Sólo así es posible que la ciudad exista. Por consiguiente, Janet Frame vive sobre todo en los libros que lee y desde esta realidad intangible interpreta la otra: la tangible. Esta conciencia de flujo, del lenguaje como un juego equivoco le permite decir lo justo para que lo mucho que calla también se deje sentir. Precisión y sigilo para que una vida, aunque el tiempo pase, quede decantada en el lenguaje, permeando otras vidas. El escritor es el mensajero que nos trae noticias de la ciudad espejo y al volver es otro, como nosotros al leer sus palabras.

Publicado en Palimpsesto nº 14 (Carmona, 1998).