—Estos versos de Enfrentamientos, poema de tu segundo libro, recogen a mi juicio, el espíritu de toda tu poesía y declaran la toma de posición de tu escritura: «Carece de valor todo comentario / que no se haga desde el enfrentamiento. / La adulación acerca peligrosamente / y no deja espacio a la severidad / de la dicción, sin la que no hay distancias». Ya en el primer poema de este libro se lee: «De la provocación nace el poema». ¿Escribir es algo más que mantener a raya a la vida? ¿Habría lucidez sin amenaza?
Fran Cruz y Alejandro Valero en el Alcázar de la Puerta de Sevilla, Carmona, 5 de febrero de 2000. |
—Debo comenzar diciendo que me resulta difícil expresar razonadamente lo que son o lo que significan mis poemas. La poesía no explica ni se explica; es una forma de expresión que mezcla en el poema los aspectos racionales, irracionales y sentimentales de la persona, y esto propicia una interpretación por parte del lector. Este proceso es parecido al que ocurre en nuestro interior cuando decimos que meditamos: la parte racional no es la que impera, y por eso a menudo no sabemos expresar bien lo que pensamos, porque va mezclado con sentimientos, emociones y aspectos irracionales, o porque sencillamente no lo comprendemos bien. Y cuando no comprendemos algo, nuestro interior se pone en funcionamiento, a menudo de forma desordenada, para intentar averiguar de qué se trata. Así funciona la poesía, o al menos la que yo practico. Casi nunca escribo sabiendo lo que voy a decir, sino que me dejo llevar por lo que mi interior vierte hacia fuera, que es una amalgama de elementos a veces contradictorios. Los poemas son maneras de interpretar una realidad que se nos deshace en las manos constantemente. Si la realidad fuera solo racional sería comprensible.
En este sentido, he querido que la palabra enfrentamiento sea la clave de mi escritura, porque creo que esa es la posición del ser humano en el mundo. Es un término vital, poco literario, que resalta la lucha constante que entabla el hombre por comprender un mundo que no se deja comprender, pero que a la vez le provoca, le instiga con sus acontecimientos cotidianos, y el hombre se defiende provocando; en el caso concreto del poeta, provocando con sus poemas. Se trata de una provocación metafísica, dirigida no solo a un universo sordo e indiferente, sino también dirigida a los demás, a los lectores, para que no se dejen embaucar por la belleza exterior de la vida. El asombro y el deslumbramiento que nos produce la realidad tienen que estar contrarrestados por una inquietud crítica que ponga las cosas en su sitio, que ordene en el poema el caos del mundo o lo constate sin dejarse arrastrar por él.
Por otro lado, con la palabra enfrentamiento quiero dejar clara mi posición poética. Siempre ha habido una tendencia entre los poetas a identificar al ser humano con la naturaleza, y los poetas se han esforzado en encontrar las analogías de nuestra realidad con otra superior, de la que solo estaríamos temporalmente separados. El Romanticismo y el Simbolismo exacerbaron esta tendencia hasta extremos, desde mi punto de vista, exagerados. Los seres humanos formamos parte del mundo, y eso es inevitable, pero hay algo muy dentro de nosotros (probablemente nuestra conciencia, nuestro yo) que nos separa de la realidad, o bien para poder analizarla o bien para enfrentarnos a ella, o para ambas actitudes a la vez. Algunos buscan en la poesía o en el arte en general esa armonía que nos recuerda que pertenecemos a un todo superior. A mí esto me parece estupendo, pero creo que con la poesía debemos analizar nuestra realidad sin entregarnos a ella ciegamente. Al fin y al cabo, nuestra existencia terrestre es trágica, porque nos vemos rodeados por un mundo que deseamos transcender y a la vez nos damos cuenta de que solo podemos contentarnos con unas migajas de conocimiento. Sin embargo, los poetas por lo general siempre han creído contar, de forma autocomplaciente, con la herramienta que les descubre el más allá de las cosas. Esa existencia feliz del poeta agradecido a su arte y entregado a la realidad sin un sentimiento crítico, no es precisamente la mía.
Por todo esto, adopto una actitud distante a la hora de escribir, porque de esta manera impido que los conceptos y las cosas me embauquen con sus apariencias. Mi postura no puede dejar de ser escéptica ante una realidad que no me gusta, pero tengo el derecho a denunciarla para no resignarme a ella por implacable que sea. Y esta actitud distante no es irónica, sino apasionada e intensa, pues mi escepticismo no me impide sumergirme en los conceptos y en las cosas precisamente para desenmascararlos, para destruir los lugares comunes. Si la lucidez es eso, corresponde al lector considerar que sea convincente y que tenga una expresión poética bella y acertada.
—Una de las líneas temáticas recurrentes que siguen tus dos libros se encuentra en la observación e indagación implacables de las relaciones de pareja, sean o no amorosas. El uso de la tercera persona facilita la distancia adecuada para conseguir una visión fría y penetrante: poesía de la tensión, no de la pasión. En «Forcejeo», por ejemplo, se lee: «Los que se aman y los que se temen / tienen en común una distancia áspera / que no se puede superar al primer beso, / a la primera sospecha de violencia». Este tipo de poemas está planteado desde una rivalidad y desconfianza previa al posible acercamiento mutuo. El poema es una minuciosa cámara que sigue cualquier movimiento interno y externo de las evoluciones de los contendientes. ¿Sigue siendo el hombre, en su fondo sentimental, un primitivo? ¿Toda superación de esta desconfianza mutua es un engaño?
—Siempre he querido investigar con mis poemas el fondo de los seres humanos, lo que tenemos en común, que es casi todo, lo que nos separa de la realidad. Y para ello tengo que acudir al primitivo que llevamos dentro, porque lo que me interesa descubrir es lo que está ahí desde que el hombre es hombre, por debajo de las capas con que la civilización o la hipocresía nos han ido vistiendo, y solo mirando a lo más hondo se puede hallar algo. Quizá por ello apenas aparecen en mis poemas referencias conceptuales e históricas contemporáneas, porque busco una atmósfera atemporal y metafísica, teniendo en cuenta que para mí este último adjetivo tiene mucho que ver con lo vital y lo humano, no con especulaciones mentales alejadas del mundo. No me conformo más que con la esencia, que en el caso del hombre sí creo que sea posible palpar con la poesía. Y los estados extremos del ser humano son la soledad y el amor, por eso los trato con tanta frecuencia. Además, no hablo solo de mis propias experiencias de soledad y de amor, entre otras cosas porque nunca he querido ser protagonista de mis poemas, ni siquiera en forma de personaje poemático, sino que intento objetivar esos sentimientos, intento ponerme en el lugar del otro. El escritor no tiene que estar limitado por sus experiencias, sino que debe trascenderlas con la observación y el análisis.
En cuanto al amor, sé que es un tema muy manido, por eso he querido verlo desde una perspectiva distinta. Pero también es un asunto demasiado complejo como para despacharlo con la típica postura romántica, de ahí que no me conforme con las bellas palabras y las actitudes demasiado emotivas, con la parafernalia del amor, de la que hablo en un poema. Tampoco quiero adoptar una actitud simbolista, quizá la más extendida, que ve en los asuntos del amor una armoniosa representación de un mundo ideal. Mi acercamiento al amor es un intento por investigar, utilizando un título de Ángel González, «las actitudes sentimentales que habitualmente comporta», situándome dentro de la cotidianidad de la experiencia amorosa. Me interesa el amor como laboratorio de la convivencia entre dos personas, entre dos conciencias cuyo enfrentamiento con la existencia se refleja en esa relación amorosa. Por tanto, es normal que se produzca la desconfianza entre los amantes, si por ello entendemos esa distancia inevitable que existe entre dos personas que poseen mundos distintos y que quieren abrir un camino para el encuentro mutuo. Además, considero que el concepto de amor no se completa con la relación amorosa satisfactoria, sino que también abarca lo que llamamos desamor, donde el enfrentamiento es más evidente y donde sigue existiendo una relación entre la pareja. En cuanto a estos aspectos tan poco racionales no sabría decir más de manera comprensible: para eso están mis poemas, que lo desarrollan mejor porque lo hacen de una manera poética.
—Tanto en sus relaciones humanas como contemplados en su individualidad, los hombres de tu poesía siempre viven solos. Soledad irreductible que, a veces, exhibe una autosuficiencia ilusoria y, otras, delata una incapacidad de salir de sí misma. Pero, ante todo, la soledad de tu poesía es un mecanismo de defensa, una manera más de reclusión para negar la vida. «El maniquí» es bien significativo a este respecto: el maniquí es el indiferente, el inconmovible, el muerto que vive dentro de nosotros: «Su fe nos fortalece y nos libera / de este vivir en ansiedad constante». ¿Se podría afirmar que la soledad en tu poesía es, sobre todo, un esfuerzo, un logro, más que una condición intrínseca del hombre?
—La soledad es el producto de nuestra conciencia enfrentada con el mundo. A mayor conciencia de mi relación con la realidad, mayor soledad. Pero para mí la soledad no es deseable, de ahí que el amor y la amistad tengan tanto trabajo que realizar en este sentido. La soledad me parece el mayor fracaso humano, sobre todo cuando no es deseada, porque creo que estamos en el mundo para tocarnos y comunicarnos. Por eso siempre me ha parecido absurda la postura que adoptan muchos poetas que se regodean en ella y que la consideran necesaria para su existencia. De este rechazo surgió mi poema «Contra Rilke», porque la soledad es de donde partimos, pero no adonde aspiramos; se requiere un esfuerzo añadido por parte del ser humano para romper las barreras que bloquean ese acercamiento entre las personas. En mis poemas he retratado de forma esporádica al solitario autosuficiente que todos somos alguna vez para evitarnos problemas y para descargar el fardo de la ansiedad que supone vivir y relacionarse con los demás, pero los verdaderos protagonistas de mis poemas son los solitarios por imposición, los parias, los olvidados, los débiles, los enfermos, los que, en definitiva, sufren la soledad, no los que la miman y se encierran en ella por propia voluntad.
De todas formas, reconozco que la lectura de mis poemas puede dar a entender ciertas contradicciones no solo en el asunto de la soledad, sino en casi todos los que trato. La soledad y el amor (también la amistad) son situaciones y sentimientos que a veces deben convivir, de ahí que sus movimientos sean contradictorios. Aunque la conciencia de la realidad aumente nuestra soledad, hay que luchar contra esta por muy paradójico que parezca. Yo, además, no hago nada para disimular esas contradicciones, simplemente las constato; es más, me gusta crear cierta confusión en torno a ellas, y es después el lector quien tiene que considerarlas en su magnitud, pues no se puede esperar que el poeta tenga las respuestas adecuadas.
—El poema «La convaleciente» insiste en la renuncia a la vida, esta vez a costa de la enfermedad. Háblame del sentido de la derrota en tu escritura.
—No creo que en ninguno de mis poemas se renuncie a la vida, aunque cada uno es libre de interpretarlos como quiera, de manera que incluso la interpretación racional que yo haga puede ser menos acertada que otras. Que la realidad no me guste no quiere decir que me rinda ante ella; más bien sucede lo contrario, pues es esa realidad la que provoca mi reacción en forma de poemas. Sin embargo, es verdad que la vida nos parece tan imponente, tan avasalladora que con frecuencia nos encontramos incapacitados para vivirla activamente: hay veces que la vemos alejada de nosotros, como si la contempláramos desde la ventana en forma de procesión majestuosa que va pasando y pasando y alejándose cada vez más. La fortaleza humana es casi siempre ficticia, y en todo caso dura poco, pero no se puede negar que tiene buena prensa. Por eso en el poema «La convaleciente» reivindico de alguna manera la debilidad, la brevedad, el sufrimiento, porque estos aspectos nos acercan más a nuestra condición humana, y porque de todo ello surge un sentimiento de inocencia y desamparo que a mí personalmente me emociona; por tanto, la derrota existencial dignifica a sus víctimas, pues las hace más humanas y las fortalece moralmente. De todas formas, tengo la sensación de que la vida en general es en sí misma una derrota, porque la condición humana no da para muchas alegrías; por eso, la palabra derrota no tiene mucho sentido en mi visión del mundo, pues su contraria carece de eficacia. Sin embargo, al ser conscientes de nuestra propia condición, los seres humanos podemos vivir más unidos y llevar una vida más acorde con nuestras capacidades, más realista, sin plantearnos metas ilusorias.
—La vida supone un incordio, por lo tanto hay que zafarse de ella, defenderse de ella, e incluso salirse de ella a través del sueño. En «La siesta» se lee: «Lo natural es dormir y sosegarse [...] / Apaciguar la fiebre de las ideas, / la marea de los conceptos, rechazarlas». Según la dinámica de tu obra, ¿se podría deducir, al leerla, que el conocimiento no es connatural al hombre? ¿Cuál debería ser la función del pensamiento?
—La vida cansa porque se requiere mucha energía para intentar comprender cada una de las situaciones vitales en las que nos vemos envueltos. El conocimiento, por lo tanto, nos abruma como seres humanos, pero no podemos dejar de preguntarnos por las cosas mientras estemos despiertos, de ahí que muchos pretendan huir por medio de alucinógenos, y otros nos conformemos con el sueño, el descanso. Si el conocimiento nos separa de los animales, también nuestra condición animal nos impulsa al abandono de todo intento de conocimiento, al deseo de llevar una vida ignorante que posiblemente sea menos exigente. Lo más natural para nosotros, como seres de naturaleza, sería abandonarnos a una existencia animal e irracional, pero tenemos el estigma del conocimiento, aunque este no nos permita comprender el misterio de la vida. Por tanto, nuestro pensamiento es insuficiente, pero es lo único que tenemos, junto a los sentimientos, para movernos por el mundo e intentar comprender pequeñas cosas.
—«Desdibujada y desigual, inconsistente, / atormentada por la edad, herida / por sus intransigencias, la poesía / ha dejado sus últimos reductos / su filiación humana, su insignificancia, / para morir en brazos de la Historia / [...] La vida se ha salido con la suya: / no casaba con tanta incertidumbre, / [...]La humanidad se libra de su lado oculto./ Pero otras perversiones la sustentan» («El lector de poesía»). La poesía es vista no solo como cúmulo de errores y extravagancias, sino como ficticio motor de inquietudes falsas: más que tratar de revelar inútilmente el misterio, lo crea. El poema es así una intromisión incómoda en la vida, no parte de ella. ¿Recurre el hombre a la poesía por ser incapaz de vivir sin el sentimiento de incertidumbre y de misterio, y por esto los crea y los convoca en el poema? Si la vida se libra de la poesía, ¿renuncia a la lucidez? ¿Son los versos citados una invitación a recuperar una dimensión animal que la poesía ha disimulado? ¿Se sigue escribiendo poesía por mera inercia?
—Con la poesía llevo una relación un tanto contradictoria, mezcla de amor y de odio, pero prefiero esta relación a la que, según veo, mantienen muchos poetas, que poseen un sentimiento acrítico de autocomplacencia. No resulta frecuente leer a un poeta que critique la labor de la creación poética, que reconozca las carencias de la poesía, y ese es un ejercicio muy saludable que todos debemos realizar de vez en cuando. Por el contrario, existe entre los poetas un fervor por la poesía y su poder de conocimiento que no dudo en denominar religioso. Esta seguridad que los poetas tienen en sí mismos y en su arte ya resulta sospechosa de por sí, pero si la comparamos con el escaso eco que la poesía despierta en el resto de los humanos, el espectáculo resulta bochornoso. Los poetas se han dedicado demasiado tiempo a mirarse el ombligo y parece que todavía no se han dado cuenta de que casi nadie les hace caso ni los echa en falta. Naturalmente, todos sabemos que la poesía se lee poco, pero no parece que eso le importe a nadie, y menos a los poetas, que siguen empeñados en conquistar una posteridad que, como nos descuidemos, no va a leer poesía.
Parece entonces que el mundo de la poesía se va conformando con ser una secta, de las que tanto abundan hoy en día, y sus miembros adoptan las actitudes pertinentes. Su religión es la verdadera, pues casi todos ellos han creído encontrar en la poesía la piedra filosofal y el conocimiento certero de la existencia terrena y también de la ultraterrena. Por tanto, todos los que no leen poesía no saben lo que se están perdiendo, y la culpa de que no la lean no es de los poetas, sino de ellos mismos. Es decir, estamos ante un claro ejemplo de dogmatismo. Pero a la hora de la verdad, el lector que se acerca a la poesía ¿qué se encuentra habitualmente cuando abre un libro de poemas que parece que le quita las ganas de volver a abrir otro? Habría que analizarlo fríamente, pero nadie está por la labor, ni críticos ni editores ni poetas, con tal de seguir viviendo en una burbuja.
Debido a esto, entre otras cosas, he escrito algunos poemas contra la poesía. El mismo título de mi último libro, Contra Rilke y otros poemas, puede suponer una provocación para todo el que considera la poesía como algo inapelable. Sería como decir «Contra Dios» a cualquier secta. Naturalmente, si en alguno de esos poemas critico a toda la tradición poética es solo por mor de la simplificación y porque considero que el arte es la libertad absoluta, y hasta tal punto el arte es libertad, que con él se puede construir y destruir todo. Baluartes más altos han caído a lo largo de la Historia. Además, en mi búsqueda del primitivo que llevamos dentro es lógico que también quiera partir de cero en cuanto al conocimiento y a las tradiciones. A veces me figuro mis poemas situados en una edad muy pretérita donde los hombres contemplaban las cosas con una mirada en la que se mezclaban la sorpresa, la ignorancia y el temor ante el misterio de la vida, edad anterior a todas las filosofías, a todas las ciencias y a todas las artes.
De modo que lo que nos queda de la poesía a las puertas del tercer milenio es una acumulación de obras maravillosas que solo leemos unos pocos. Se puede aducir que la sociedad actual es cada vez más inculta, que le repele todo aquello que le recuerda sus responsabilidades metafísicas, sus temores internos, sus inseguridades vitales, y esto puede ser cierto. El poema, como tú dices, se ha convertido en una intromisión incómoda en la vida de muchas personas que han renunciado a la lucidez. ¿Pero de verdad alguien se cree que los poetas no han contribuido a este descalabro? Por eso considero que la poesía ha muerto, porque aunque se sigan escribiendo obras valiosas, su incidencia en la sociedad nunca ha sido tan escasa como ahora, y las expectativas son descorazonadoras. Esta preocupación por el estado actual de la poesía y por su función en la sociedad es lo que echo en falta en los poetas y en los críticos literarios, porque de nada vale preocuparse por el arte de la poesía cuando la tierra se abre bajo los pies.
En definitiva, da la sensación de que el mundo de la poesía está eternamente «esperando que las cosas dejen de venir mal dadas», como escribió Gil de Biedma refiriéndose al Gobierno, y mientras tanto se sigue escribiendo poesía por mera inercia, como tú apuntas, o para satisfacer algún ego despistado que aún se cree que los poetas son alguien, o como terapia personal para soportar la existencia, o por muchos otros motivos. Desde luego, todos tenemos derecho a escribir lo que sea y por la razón que sea, pero también hay que ser realista y ver si nuestro esfuerzo sirve para algo, o si todo se reduce a una mera satisfacción personal.
—«No la soledad como testigo, / ni la revelación como tarea» («Contra Rilke»). Para ti la poesía no es una vía de conocimiento y mucho menos un modo de intuir lo trascendente. Sin embargo, recurres a algunas actitudes y contenidos de cierta línea romántica (rotundidad expresiva, verso largo, temblor metafísico, impulso imaginativo, entronque de la imagen con el pensamiento; temas como la soledad, el desamparo, el sueño, el amor, la ruina...) que tu poesía desmitifica o aprovecha según su mundo discursivo. Apoyarse en la tradición para negarla es un modo que tiene el poeta de hoy para sentirse dentro de ella. Dime de qué manera se orienta tu poesía hacia la tradición.
—Respeto mucho todas las tradiciones poéticas y siempre he leído poesía de todas las tendencias y de todas las épocas. Que yo critique ciertos aspectos de algunas tradiciones no las invalida (¡faltaría más!) ni siquiera para mí como lector. Todas las tradiciones han cumplido sus fines y han surgido por motivos históricos y artísticos concretos y justificados. Mi crítica, además, está sujeta a la crítica de los demás, pues sería una aberración intelectual pensar que yo llevo la razón, aunque algo tan evidente como esto desde el punto de vista racional no resulta común en el mundillo de la poesía, ya que muchos poetas y críticos dan la vida por sus ideas y tiran a matar a todo el que no escribe como ellos consideran que se debe escribir. Se puede criticar al otro pero no se debe renunciar a la incertidumbre de nuestros propios fundamentos. Solo esto nos permite tener una cierta objetividad ante los demás y ante nosotros mismos.
También creo que la poesía no se debe sacrificar a la supuesta tradición de un país, como si estuviéramos limitados a escribir según lo que los críticos consideran que son las líneas maestras de nuestra tradición poética. En este sentido, ha habido estos últimos años una tendencia a normalizar la poesía española con un tipo de realismo, junto a una cruzada contra las vanguardias que habría sonrojado a cualquiera hace solo unos años, pero parece que ya no hay pudor. Con todos mis respetos para el realismo, tendencia que yo también practico en alguna de sus modalidades, no soy partidario de idiosincrasias en el campo del arte. Mi tradición no se centra solo en la lengua española, porque la poesía en otros idiomas también ha influido mucho en mi escritura, sobre todo la de lengua inglesa. Como ya dije antes, la poesía es libertad, no conoce fronteras, y todo intento de encorsetarla me parece antinatural y empobrecedor.
Esta mezcla de tradiciones que confluyen en mis poemas es el producto de mis variadas lecturas. Tengo tendencia a escribir de forma discursiva y realista, con un toque lírico y cierto hermetismo, pero todos esos rasgos que apuntas están presentes en mis versos. La temática es clásica, aunque me gusta utilizarla desde puntos de vista distintos a los habituales. Sin embargo, la vanguardia del presente siglo nos ha ofrecido otras perspectivas que no podemos soslayar. La poesía hermética, por ejemplo, me atrae de manera especial, y no podemos olvidar que el surrealismo cambió el contenido y el ritmo del poema. He heredado, sobre todo, un lenguaje expresionista que encaja muy bien con mi visión del mundo. Se dice que actualmente coexisten muchas tendencias en el campo del arte en general, pero al menos en el campo de la poesía no se tiende hacia la comprensión mutua, sino más bien a la disputa de unas contra otras. Yo abogo por el conocimiento y el acercamiento de las distintas tendencias para extraer de ellas lo que todavía nos parezca válido.
—¿En qué aspectos técnicos o temáticos ha influido tu frecuente labor traductora en tu modo de escribir?
—Cuando comencé a traducir poesía ya llevaba algunos años escribiendo y leyendo poesía, por tanto, la influencia que ha ejercido la traducción en mi escritura no es fundamental, aunque sí ha tenido mucho que ver con el acabado de los poemas que he escrito estos últimos años, que son los que he publicado.
También la traducción me ha enseñado a ver otros poemas desde dentro, pues el hecho de tener que interpretarlos y reescribirlos en castellano me ha llevado a sus entrañas, y de esta manera he aprendido a comprender otras formas de escritura. Y como he traducido poetas de varias tendencias, clásicos y modernos, he convivido con todos ellos aprendiendo a apreciar lo otro, lo distinto.
La traducción, por otro lado, me ha permitido ser un poeta diferente que escribe de otra manera, es decir, la labor creativa que conlleva toda traducción de poesía me ha producido la sensación de ser el autor de obras heterónimas, como si hubiera usurpado la personalidad de otros poetas y hubiera escrito desde otros postulados distintos a los míos. Y esa sensación es intensa y agradable.
—Tu libro Enfrentamientos se basa en obras artísticas de Francis Bacon, María Blanchard y Van Gogh. Sin embargo, no hay pincelada culturalista alguna en él. Háblame de tu interés por estos tres autores y, sobre todo, de la influencia que sus obras han tenido en el aire de retrato que adoptan muchos de tus poemas en que la reflexión se apoya de continuo en la descripción de rasgos.
—Antes de comenzar a escribir, a los quince años, llevaba varios años dibujando y pintando, por eso hay siempre en mis poemas un gusto por el arte pictórico que no quiero disimular. Abandoné mi primera afición, pero me ha quedado una pasión por el arte de la pintura que he querido compartir en mis poemas. Como tú bien dices, no hay ninguna pincelada culturalista en estos poemas, porque no utilizo los cuadros como referencia sino como base de los poemas: no realizo descripciones de los cuadros, sino que me sirven en sí mismos, de ellos parto para configurar mis poemas. Tanto es así, que en el caso de Bacon ni siquiera utilizo obras suyas concretas (los títulos me los he inventado extrayéndolos de su universo pictórico); lo que hago es aprovecharme de su visión del mundo, que comparto en muchos aspectos, para expresar la mía.
Y es que estos tres pintores han manifestado en sus obras gran parte de lo que yo he querido expresar, si bien la escritura tiene otros resortes que me han permitido personalizar esa interpretación del mundo. Ellos han descrito una realidad atravesada por la tragedia, se han puesto al lado de los que sufren, y nos han ofrecido una imagen de los hombres a la vez implacable e inocente, porque la inocencia es también lo que queda después de la tragedia. Además, me gusta el carácter provocador de estos cuadros, que parecen querer decir: «Mirad, el mundo es también así, no solo como queréis verlo vosotros: hay soledad, confusión y dolor, y nada será bello y justo mientras siga existiendo todo esto».
De Francis Bacon me atrae la mirada expresionista y la atención que presta a los cuerpos humanos, desfigurados por la realidad y por la mirada. La suya es una pintura figurativa que está al borde de la abstracción, de la disolución, de la nada. María Blanchard es el dolor en su pureza, es decir, el dolor transfigurado por la inocencia, el dolor como sabiduría. Van Gogh representa la agresión dirigida a la realidad, la disconformidad con una existencia insuficiente. Los tres artistas se fijan en el cuerpo humano de la forma más inmediata y precisa, y lo retratan en su finitud más imperiosa, en su debilidad, como un límite impuesto por la realidad. Vienen a decirnos que somos solo cuerpos perdidos en un vacío existencial. Bacon o la deformación del cuerpo. Blanchard o el desamparo existencial. Van Gogh o la agresividad de la vida.
Las descripciones de rasgos físicos que abundan en mis poemas quieren fijar la mirada del lector en lo más concreto que tenemos, nuestro cuerpo, para de ahí saltar a una meditación metafísica, porque no concibo la meditación sino sobre cosas concretas: la mía no es una metafísica fundada solamente en conceptos, sino en objetos y cuerpos. Mis poemas son realistas en este sentido, porque no hablan solo de una realidad abstracta sino corporal y cósica. Busco la desnudez de los rostros expresivos y de los cuerpos solitarios, no faltos de ropa, sino faltos de amor o de sentido.
—Cualquiera de tus poemas sopesa cada palabra y, al sopesarla, adquiere una potencia expresiva enorme, que a la vez amplía y concreta su sentido. Pero no es la brillantez del verso lo que busca tu escritura sino la urdimbre entre ellos, la irradiación final que desarrolla el poema. De ahí que se evite el soniquete rítmico al alternar metro y sobre todo al trastocar la posición de los acentos en cada verso, de manera que la recurrencia al alejandrino, por ejemplo, al deshacer los hemistiquios, elimina la sensación de melodía pegadiza. Háblame de tu concepción rítmica en la poesía.
—Cuando comencé a escribir los poemas de mi primer libro publicado noté que necesitaba un ritmo distinto al clásico. No podía expresar mi disensión existencial con una cadencia melodiosa, y los poemas me pedían la distorsión de un metro irregular y entrecortado. Pero no lo hice a propósito; simplemente, me dejé llevar por el ritmo interior que requerían esos poemas. De ahí que deformara el endecasílabo o el alejandrino que hasta entonces había utilizado junto a otros ritmos más personales. No tengo nada contra los ritmos clásicos, aunque me aburre el uso abusivo que de ellos se hace con frecuencia. De hecho, no he abandonado su uso, porque en mis traducciones de poetas clásicos los utilizo constantemente, y disfruto bastante con ellos.
Pero todo escritor debe adaptar el ritmo de su prosa o de sus versos a las características de sus obras concretas. Yo he hecho lo propio, pero nunca he querido abolir el ritmo clásico por completo, por eso he transformado los endecasílabos y alejandrinos en versos cercanos: suelen ser versos de nueve a catorce sílabas que por su habitual disposición en estrofas parecen versos clásicos; así he intentado que se notara más esa ruptura, al sugerir aquello que se rompe.
—En tus dos libros hay una misma composición rítmica pero no estrófica. Casi todos los poemas de tu segundo libro, a diferencia del primero, poseen el mismo número de versos en cada estrofa, variando este número según el poema. Esta simetría estrófica a veces no es percibida a golpe de oído ni a primera vista, debido al gran número de versos de sus estrofas, que pueden dar la impresión de irregularidad sin ser así. ¿A qué se debe el cambio de construcción estrófica de un libro a otro?
—La construcción estrófica regular con versos de medida irregular que utilizo en muchos de mis poemas la he ido adoptando poco a poco, supongo que por influencia de los poetas en lengua inglesa, que la utilizan con mucha frecuencia. En la poesía española apenas si aparece, pues las estrofas regulares siguen todavía asociadas a los versos de ritmo clásico. La peculiaridad de estas, por así llamarlas, estrofas arrítmicas es que permiten mayor libertad formal que las clásicas, pero no dejan que se pierda una cierta regularidad general y exterior que, aunque no resulta muy perceptible al oído, mantiene una ordenación visible que yo persigo. Porque para mí la poesía tiene mucho de visual: la disposición de los versos en la página no tiene por qué ser aleatoria, puede responder al ritmo del verso, pero también puede crearla un deseo plástico y visual, de manera que un verso puede ser más largo o más corto por cuestiones estéticas. El poema no se agota en su recitado: tenemos que verlo en la página igual que contemplamos un cuadro. A mí esto me resulta imprescindible: ver y leer un poema para comprenderlo.
¿Y por qué utilizo estas estrofas regulares y arrítmicas? Creo que se debe a que no quiero alejarme mucho del clasicismo, pues las estrofas clásicas se han utilizado desde hace muchos siglos y han dado resultados notables. No creo que haya que romper con la tradición, sobre todo si tenemos en cuenta que la vanguardia forma parte de ella. Pero el motivo principal supongo que tiene que ver con mi visión del mundo y de la creación poética, y es que la falta de coherencia y de armonía que encuentro en la realidad trato de reflejarla con versos arrítmicos, pero a la vez intento suplirla con una cierta ordenación clásica de las estrofas. Los primeros poemas que escribí de mi primer libro todavía no tenían esta configuración, pero conforme avanzaba la escritura del libro fui adoptando este tipo de estrofas, y lo que escribo últimamente sigue por ese camino.
—En tu libro de cuentos en verso para niños El rey Tarugo, mantienes un rigor formal más férreo incluso que en Contra Rilke y otros poemas. Cada capítulo de cada cuento se compone de cinco pareados endecasílabos consonánticos. La novedad más llamativa, en el plano formal, en comparación con tus dos libros de poemas, es el uso nada forzado de la rima. La naturalidad de su empleo, teniendo en cuenta la dificultad añadida del consonante, me hace preguntarte por qué no usas la rima en tu otra poesía y sí en la infantil ¿Es la rima en la poesía para niños solo una referencia nemotécnica, un elemento más de divertimento? ¿Qué comparten tu poesía adulta y la infantil? ¿Resultaría posible mantener el estilo y los enfoques de la poesía adulta, hasta donde fuera posible, en la escritura para niños? ¿Qué te anima a escribir poesía para niños?
—Los versos de El rey Tarugo han supuesto para mí una reconciliación con el placer de la escritura, pues al escribirlos he podido descansar de la tensión a la que someto a mis otros poemas. También he dado salida a una veta de humor que andaba dentro de mí un poco escondida. Pero es un humor un tanto ácido y nihilista, lo que entronca estos versos con mi escritura habitual. No me interesa el humor insustancial, sino el que provoca una meditación sobre la realidad, el que trastoca los esquemas establecidos y pone todo patas arriba, el que no considera que los niños son tontos. Esa búsqueda de la lucidez también la llevo a cabo en mis libros de poemas.
Además de esto, con El rey Tarugo me he permitido el lujo de utilizar el verso clásico, con rima consonante y todo, y es que a veces tengo ganas de desarrollar lo que no me sirve en otros contextos. Si no utilizo la rima en mis poemas para adultos es porque también tendría que emplear el verso clásico, y todo ello daría una impresión de robustez, contraria a la que quiero dar. Aquí uso la rima sobre todo porque sé que a los niños les encanta y porque con ella me resulta más fácil el humor. Pero como le tengo mucho respeto a este recurso estilístico, he intentado buscar rimas difíciles como, por ejemplo, zancadillas y hurtadillas antes que recurrir a la manera fácil de rimar utilizando formas verbales regulares. Al ser raras, estas rimas provocan más humor. También he utilizado expresiones coloquiales y vulgares para que el relato tenga mayor inmediatez y realismo.
Por otro lado, no creo que el estilo de la poesía para adultos se pueda mantener en la poesía para niños. ¡Ya resulta complicado mantenerlo para los adultos! Los niños no tienen la misma visión del mundo que nosotros, afortunadamente para ellos; viven en una realidad distinta a la nuestra, aunque a veces la sufren del mismo modo. Además, a los niños actualmente se les está acostumbrando a una escritura y a unos contenidos rebajados en intensidad, como si no fueran capaces de asimilar parte de la realidad de los adultos, de manera que se los aísla en su mundo infantil, del que solo pueden salir a los dieciséis años. Esto me ha movido a escribir para niños, y he utilizado el mundo de los adultos como referencia humorística, porque sé que los niños se fijan mucho en nosotros, pero no se atreven a criticarnos pues nos ven muy grandes, así que yo he hecho la labor de reducir nuestro tamaño y de desmitificar el mundo adulto con un poco de humor.
—Tus poemas obligan a estar despiertos, no por innecesaria complejidad, sino porque la tensión a que se somete el pensamiento se corrobora con una expresión que apura el significado de cada palabra en pos de precisar matices sicológicos, conceptuales y emotivos que se escaparían sin esa tensa persecución verbal. Sin embargo, dicha concentración expresiva no rehuye la responsabilidad última de comunicarse con el lector. Tu poesía se aleja tanto del maremágnum ininteligible como de la simplicidad de lo consabido. Sin olvidar que la realidad del poema es creada, en última instancia, por él mismo, ¿qué sentido tiene la comunicación en tu obra teniendo en cuenta que el conocimiento a través de la poesía resulta un espejismo?
—No quiero resucitar el debate que se dio en España hace varias décadas entre poesía como conocimiento y como comunicación, y que arrastra sus secuelas desde entonces. Esta disyuntiva de conceptos ni siquiera me la planteo cuando escribo, aunque a posteriori puede resultar interesante reflexionar sobre el asunto. Ya has indicado tú mismo en tus esclarecedoras preguntas lo que yo he corroborado: no creo que con la poesía podamos conocer el misterio de la vida y de las cosas, que es lo que realmente nos preocupa a todos en lo más hondo. Pero sí podemos expresar nuestra situación en el mundo y podemos darnos cabezazos contra la realidad para arañar algunas intuiciones, que es lo que yo hago en mis poemas. En todo caso, y si me apuras, soy de los que creen que lo importante de un poema es su expresión poética, es decir, su sintaxis, su léxico, su manejo de los recursos estilísticos; en definitiva, su estilo, su ritmo. Y alguna cosa más. Puedo pasarme horas leyendo poesía que no entiendo si me atrae su forma de decir: no hace falta que me comunique nada. Pero es verdad que a la postre se echa un poco de menos la comunicación, el sentido, el poema que te llega no solo por su estilo, sino porque te dice algo. Con todo, muchos poetas han negado siempre que conocimiento y comunicación supongan una disyuntiva y lo han demostrado en la práctica. Por mi parte, no tengo nada que añadir al debate de forma teórica.
No obstante, es verdad —y de eso tú te has dado cuenta— que hay una tensión interna en mis poemas entre una tendencia hacia el hermetismo y un deseo de decir cosas, de expresar ideas y sentimientos sin ambages. Es la forma en que me salen los poemas, y no me disgusta porque tensión e intensidad son dos de los rasgos que siempre he perseguido. No me he atrevido casi nunca —a pesar de que me atrae mucho— a pasarme al bando del hermetismo, que tiene poetas que yo amo, ya sea porque no me he visto con fuerzas para dar el paso definitivo, ya sea porque en el fondo siempre he tenido el prurito de no perder al lector, el temor de que el lector se aburra, de ahí que intente dar a mis poemas un contenido denso o sorpresivo, o que procure que haya tensión en la lectura que el lector hace del poema. No hay que olvidar que el poeta es también lector de poesía.
Así que me encuentro habitualmente en una situación intermedia en la que mantengo un estado de cierta confusión en el poema que difumina los conceptos y los sentimientos aparentemente claros. Por eso muchas veces pueden aparecer en mis poemas ciertas contradicciones. Algunas de esas contradicciones poco a poco voy viendo que son solo superficiales; las otras, las verdaderas, están ahí como testimonio de nuestra inseguridad existencial, de la ambivalencia de nuestras actitudes, de la fuerza expresiva de la poesía.
—En «A un poeta futuro» se lee: «Hay demasiada ironía en las palabras, / como si la verdad necesitara ingenio / y no bastara un susurro en el oído / [...] Quizá tengamos que buscar por otro lado, / más expuestos a los golpes y a las dudas, / sin dar por hecho nada, sin exigir un credo». ¿En qué sentido limita la ironía al poema, teniendo en cuenta el uso abusivo y chato que hace de ella cierta poesía urbana de las últimas décadas?
—La ironía pasa por ser el colmo de la modernidad, de manera que casi todos los discursos que nos rodean en nuestra vida diaria llevan su sello inconfundible, ya sea para impresionarnos, para divertirnos o simplemente para engañarnos. Es la ironía entendida como ingenio, como juego verbal e intelectual que se agota en su propia gracia. Pero la ironía es un arma de doble filo porque por un lado se utiliza para atacar a la ingenuidad, pero por otro lado genera una nueva ingenuidad de signo contrario: la superficialidad de lo barroco, de las actitudes que no profundizan en lo que atacan y que no defienden nada, o defienden la nada, la inanidad. Quizá exagere un poco, desde luego, pero no quiero criticar tanto la ironía en sí como el abuso que se hace de ella («Demasiada ironía en las palabras»), aunque ese abuso quizá vaya implícito en su esencia misma. Puede resultar saludable un poco de ironía de vez en cuando, pero su extensión produce aburrimiento y provoca el rechazo por hartazgo.
Además, la expresión irónica sugiere un cierto desprecio hacia lo que se critica y una supuesta fortaleza y seguridad del que la expresa. Pero, como digo en los versos que has seleccionado, debemos estar expuestos a las dudas, no debemos dar nada por hecho, porque además ya se encarga el tiempo de desmentirnos a todos. Y la ironía que yo creo verdadera es la que subyace tras las actitudes y los discursos de buena parte de la modernidad. Pero es una ironía implícita en el discurso, no explícita en el estilo; es, en el fondo, la ruptura con un entramado mental, emocional y social que se nos da como establecido. John Keats hizo muy buen uso de la ironía en sus «Odas» cuando a la nostalgia del ideal platónico de la poesía contraponía la realidad del tiempo y de la muerte: la construcción ficticia de una realidad hecha a imagen de nuestros ideales se derrumba al hacernos conscientes de nuestra condición humana. Esta es la tragedia de la existencia. Y parece que parte de nuestra poesía actual sigue anclada en aquel ideal platónico, mientras que otra parte, como tú sugieres, intenta contrarrestarlo con una ironía rebajada a mero ingenio.
Carmona-Collado Mediano, junio-septiembre de 1999