lunes, 6 de febrero de 2012

JULIO CORTÁZAR, LECTOR DE JOHN KEATS

El tiempo es un árbol, con ramas que se ignoran, pero si de súbito, iluminándolo, la tempestad de la poesía crece, el árbol se encuentra consigo mismo, las zonas más lejanas se tocan y se palpan, la rama de John roza mi rama, huelo sus hojas, me empapo en su lluvia, entreveo, antes que la bonanza se la lleve, el color de un fruto suspendido en el extremo.

Julio Cortázar

La editorial Alfaguara ha publicado el ensayo de Julio Cortázar, hasta ahora inédito, Imagen de John Keats, escrito entre 1951 y 1952. Mi lectura de este libro no sólo desea constituirse en una exposición esclarecedora del mismo, sino en su celebración por estar ante uno de estos ensayos que, debido a su extraordinaria envergadura de pensamiento y belleza formal, aparece de muy tarde en tarde en un mercado editorial saturado de oportunismo y mediocridades maquilladas de genialidad. Imagen de John Keats no es un libro inacabado ni una recopilación de fragmentos a la manera en que se organizan muchos libros póstumos de autores significativos de la cultura. Se trata de un libro perfectamente organizado y de estructura cerrada, cuya dimensión abarcadora hace muy difícil entender por qué Cortázar no lo publicó en vida. Tal vez, su posterior evolución hacia una escritura que tendía a borrar los límites entre géneros y su consiguiente desconfianza en el ensayo de estilo tradicional pudieran explicar que no justificar, a mi juicio la decisión de mantener a Imagen de John Keats al margen de la letra impresa. El libro supone un indudable revulsivo en el ámbito del pensamiento poético y una posibilidad espléndida de recuperar una visión dinámica y totalizadora de algunos aspectos intervinientes en el desarrollo de la poesía contemporánea. Y alivia al lector de las tópicas y parciales consideraciones sobre la creación poética de gran parte de la crítica actual.

Años antes de este ensayo sobre Keats, Cortázar en Teoría del túnel (1947) observaba con arriesgada y lúcida contundencia el fenómeno cultural que él llamaba en dichas páginas «crisis del libro». Esta crisis culminaba en el nuevo tipo de escritor que él llamó «rebelde». El escritor rebelde siempre, según Cortázar buscó liquidar la concepción tradicional de la literatura, en la que el lenguaje pesaba más en la escritura que el individuo que escribía y trató afanosamente de que la persona no quedase atrapada en la red férrea de las inercias verbales. En definitiva, el escritor rebelde buscaba una relación lo más inmediata posible con su lector, hasta el punto de cuestionar la eficacia del objeto libro como vehículo de su necesidad de manifestación humana. Esta conciencia de autenticidad y el esfuerzo por desanudar los apretados lazos de la retórica dotan a Imagen de John Keats de un carácter de inmediatez entre escritor y lector verdaderamente inusual en la tradición ensayística de nuestra lengua. Desde un tono antisolemne, Cortázar consigue sin paliativos el doble propósito de acercamiento a la vida y a la obra de John Keats, sin caer nunca en la rutina de la anécdota desinflada de temblor humano tan fácil en las consideraciones biográficas ni en el antiensayismo que Cortázar llevó a cabo, por ejemplo, en La vuelta al día en ochenta mundos. Por consiguiente, Imagen de John Keats no es una biografía ni un ensayo al uso, aunque abiertamente participe de ambos géneros. La variedad formal de esta prosa, siempre acorde con la riqueza de matices de los múltiples materiales conceptuales que Cortázar va acumulando en el desarrollo de su escritura, dan a este libro una dimensión de totalidad que adelanta el sentido de obra abierta conseguido en Rayuela.

Imagen de John Keats alterna sin transición de continuidad páginas de corte biográfico con otras del más depurado estilo ensayístico. Dichos cambios de tono y enfoque impregnan a este libro del ritmo discontinuo de la vida y lo salvan del posible peligro de monotonía que todo desarrollo minucioso entraña. Esta alternancia entre vida interior y escritura poética da a la prosa de Cortázar un efecto confidencial e irresistiblemente cálido. De modo que permite al lector reflexionar y recrearse, o sea, el lector pasea a la vez que medita. Cortázar descarta la puntualidad de los datos biográficos para darnos una imagen coherente de la vida de John Keats y se acerca a él con afecto, dándonos una idea cotidiana de su vida pero desde dentro, ya que imagina sus actitudes diarias, su manera de sentir las cosas en una prosa tierna y libre: esa libertad de imágenes, tan propia de Cortázar, para explicar sensaciones y así crear una atmósfera. Trata en todo momento de ponerse en la piel de John Keats a través de un tono cómplice, con lo que consigue hacer del inglés un contemporáneo del argentino o éste contemporáneo de aquél. La frontera en todo caso se borra:

Me interesa este diálogo con un poeta, porque no puedo sentir a Keats en el pasado. No me lo encuentro en la calle, ni espero oír su voz en el teléfono (y qué hermoso hubiera sido oír su voz, verlo venir pequeñito y un poco compadre, riéndose por lujo) pero a veces ando por ahí y me encuentro a poetas de mi tiempo, veo en una esquina siempre como huyendo de un gavilán a Eduardo Lozano, desemboco en Ricardo Molinari que me acepta un café […] Y John es uno entre ellos.

Cortázar logra una desmitificación de la imagen del poeta por vía afectiva, que no busca la degradación irónica, sino la grandeza humana. Es un seguimiento por la vida de Keats sin caer en abstracciones generalizadoras ni en rimbombantes conclusiones. Seguimiento y no fijación obsesiva al modo de quien clava mariposas en una cartulina. Se trata, pues, de registrar sensaciones e ideas que vayan sutilmente urdiendo el temblor de una vida. Rastreo minucioso, apoyado de continuo en párrafos epistolares, que Cortázar va uniendo con breves y orientadoras puntualizaciones para dar coherencia al conjunto y mostrar desde dentro, no desde la sequedad del dato biográfico, el transcurso de la vida interior de Keats. El tono de camaradería, lo respirable de la prosa y el antidogmatismo del argentino evitan el peligro de la asfixia y la rigidez de criterio acerca de las reacciones íntimas del inglés. Así, Cortázar consigue transmitirnos una imagen dinámica del mundo interior de John Keats, al dejar más terreno a sus cartas que a la prolijidad explicativa y razonadora. Interpreta a Keats mostrándolo y no fijando imposibles o posibles teorías sobre su personalidad. Se trata de que la vida de Keats vuelva a las páginas antes que escribir sobre su vida. De ahí el temblor y fluidez de esta escritura y su constante sensación de ligereza, que nada tiene que ver con lo frívolo.

Este paulatino alumbramiento es mutuo. Cortázar no sólo habla de Keats, sino de sí mismo, intercalando en las páginas, incluso de críticas, párrafos a modo de diario, que aluden al momento en que va escribiendo, reforzando de este modo la impresión de tiempo presente que el libro, en todo momento, busca transmitir. Al hablar de sí mismo, Cortázar logra, además de hablar de Keats, hablar con él. Es decir, el lector tiene de continuo la impresión de que Keats escucha a Cortázar y lo acompaña en las vicisitudes y observaciones que el argentino nos va refiriendo entre 1951 y 1952. Este diálogo de fondo desvía al libro del género biográfico. La abolición temporal establece un puente entre los distintos espacios físicos en que Keats y Cortázar se mueven. Así, un viaje de éste por Chile lo remite a otro que realizó Keats por Escocia. Sin embargo, no estamos ante un episodio meramente evocativo. La evocación marcaría ya distancia entre ambos amigos. El viaje a Chile se presenta sobre sucesivos apuntes de sensaciones. Un tercer plano en la narración es el plano actual, de 1951, referido al momento en que escribe Cortázar. Esta combinación de planos temporales descompone la linealidad histórica de los hechos y ayuda al argentino a sentirse más cerca del inglés. Dicha ruptura temporal se hace evidente cuando se refiere en pasado a su viaje por Chile y sitúa en tiempo futuro el de Keats:

No sé por qué este viaje al norte que va a emprender John Keats en el verano de 1818, me devuelve a esas andanzas por Chile.

Esta superposición espacio-temporal constituye una técnica central de la obra literaria de Cortázar y, al ser usada en este libro, alimenta, ya desde la estructura formal, el espíritu de contemporaneidad que la visión crítica del argentino encuentra, como veremos, en la poesía del inglés.

Estas inserciones de tipo personal alivian además la densidad de las páginas críticas y revelan, todavía de modo incipiente, su desconfianza al discurso ensayístico tradicional. El tono de la prosa consigue una mezcla de seriedad y desenfado. Vemos a Cortázar jugar cuando escribe, pero sabiendo él que está jugando:

Una hormiguita colorada, que vive en mi casa, viene otra vez a andar por la página […] Está caminando sobre ‘es el 10 de enero y anoche llovió…’ Me ayuda a detenerme en este debate que me llevaría más allá de Endimión.

Pero, detrás del desenfado está la seriedad disimulada, que no es engolamiento ni pedantería ni hueca trascendencia, sino la búsqueda del rigor y la profundidad. Este ir y venir del juego liberador y antiacadémico al rigor de la crítica al uso, establece en Cortázar una pugna entre los dos hombres que fue: el niño que juega con las palabras y el maduro erudito que sabe matizar con exhaustividad. El primero parece a veces avergonzarse del segundo. Esta dicotomía adquiere su dimensión más general en la lucha entre el Cortázar comprometido socialmente y aquel que no renuncia a las exigencias de la expresión creadora sin concesiones al panfleto literario.

El movimiento constante de esta escritura no sólo reúne las vidas literarias de Cortázar y Keats, sino que permite al primero acceder a la poesía del segundo por los caminos de la experiencia cotidiana y no sólo a través de la lectura. El entorno paisajístico que habita el argentino se contagia de los ámbitos poéticos de Keats. De modo que Cortázar, sin moverse de su tiempo y de su espacio, logra estar dentro con total naturalidad de aquellos poemas de Keats que imantan los espacios geográficos aludidos por el argentino. Por ejemplo, al referir su exaltación personal del verano de 1944 en Mendoza, se empapa de la atmósfera del poema Endimión antes de abordarlo críticamente. Esta fusión espacial completa el acercamiento humano entre ambos escritores, ya iniciado al superar la distancia en el tiempo, y consigue que Cortázar habite de manera física, desde la excitante realidad de sus sentidos inmediatos, la poesía de John Keats. Esta contigüidad de sensaciones abiertas unas en otras hace que Cortázar se acuerde de versos de otros poetas cuando comenta algunos de Keats y no por reconocida influencia, sino por la espontaneidad de la memoria en su zona más íntima. Las vivencias de Cortázar le llevan a darse cuenta de la fragmentariedad de toda obra al ser desligada de la atmósfera vital en que se desarrolló. De ahí que un poeta sea siempre más conocido en el futuro que en su época, porque se tiene de él una imagen de mayor totalidad:

Los poemas de John, cuando los lee uno al correr de la carta donde aparecen, ceden su tonalidad personal que tan obstinadamente retenía el poeta en su obra. De pronto se comprende que ese lirismo desgajado del ego está en la relación de la flor con el tallo. John corta la flor y la alcanza el elogio; sólo sus cartas, que son la planta entera, pueden mostrar la corriente vital que enciende ese color y ese perfume[1].

Este párrafo refleja bien la técnica de imbricación que Cortázar aplica a lo largo de todo el libro para relacionar vida y obra.

Sin embargo, una vez establecida la trama bioestética que insufla el decurso del libro, ya metido el lector en el cordial dinamismo de su cambiante atmósfera, las intercalaciones biográficas y lúdicas van cediendo terreno conforme pasan las páginas, conforme pasan los días, al desarrollo crítico de la poesía de Keats, sobre todo a partir del análisis de las odas, donde Cortázar demuestra una extraordinaria capacidad de penetración en su lectura que le permite no sólo precisar las claves creativas de Keats en cada momento de su trayectoria poética, sino sobre todo relacionar las distintas etapas de su obra entre sí y a éstas, a su vez, con anteriores y posteriores corrientes de creación. De este modo, como veremos, para Cortázar, la poesía de Keats es la bisagra que une aquellos aspectos poéticos dignos de ser aprovechados, anteriores al romanticismo, y aquéllos que anticipan claros rasgos definidores de la poesía contemporánea.

Al analizar la influencia de algunos prerrománticos ingleses en Keats, Cortázar piensa que la relación de éste con su pasado literario no es nostálgica. De ahí que, cuando se detiene en los dos autores, Milton y Shakespeare, más vívidos y estudiados por Keats, matice que «no son ‘modelos o normas’; son la poesía en el nivel que Keats busca imperiosamente alcanzar». Esta falta de nostalgia apunta hacia las dos grandes diferencias que la obra de Keats mantuvo ante el movimiento romántico: su carácter diurno y su progresivo apartamiento del aplastante yo confesional.

Desde el comienzo su mensaje es diurno, lúcido es decir: el que elige la claridad, y parece proponerse con Wordsworth y Shelley, en un tiempo oscurecido por la penetrante melancolía de Coleridge y Byron, una lírica solar, una afirmación vigilante del vivir humano, un romanticismo de visión directa[2].

En esta zona de claridad surgen las odas al otoño y al ruiseñor, que se desmarcan de la concepción melancólica que tanto la estación como el pájaro expresaron en la tradición lírica inglesa. Cortázar va situando, frase a frase, con mayor exactitud, la poesía de Keats, contrastándola con las de Byron, Shelley y Coleridge, y la coloca ante sus contemporáneos en un fecundo aislamiento poético, lejos del yo hiperbólico y subjetivo del romanticismo que lo rodeaba. «Keats fue un poeta sensualista y por serlo evitó los lastres románticos de la espiritualidad incontrolada». Y sigue indicándonos Cortázar:

El romántico mira con desconfianza instintiva lo que englobamos bajo el nombre de enajenación. El altruismo lírico le es extraño e inadmisible, y su obra consiste en un compromiso con la realidad, en la que ésta resulta poetizada en tanto se preste (tal como es o con un ‘maquillaje’ adecuado) a servir de escenario al poeta que la alude verbalmente.

Es fuera del antropomorfismo sentimental donde la poesía de Keats echa sus más duraderas raíces, que alcanzan tanto a cierta poesía anterior a ella como se alargan hasta el mismo tronco de la poesía de nuestro siglo. Para ello, Keats no proyectó sus estados de ánimo en las cosas, no las invadió con su ser, sino que les fue abriendo sitio con la expresión despejada que propicia la impersonalidad del poeta para poder ver la presencia de lo otro. El poeta, por tanto, no va en busca de las cosas, sino que las llama desde el espacio suficiente de la escritura y allí las deja estar. De este modo, según Cortázar, Keats, fundamentalmente en las odas, logra lo que el argentino llama la poética de la impersonalidad que, en ningún caso, tiene que ver con la frialdad o indiferencia afectiva, sino con la experiencia interior que vive la cercanía de todo, pero sin el protagonismo aplastante del yo. Observa Cortázar:

Cuando el peso de la entera axiología occidental debería haber inclinado a John hacia la afirmación del individuo, he aquí que le da la espalda, con la honradez del que se sabe en otra situación, y vertiginosamente propone al poeta como aquel que carece de toda individualidad, de todo carácter.

Esta capacidad de enajenación, de ser lo otro, de ponerse al servicio de «la realidad para eternizarla», es lo que distingue radicalmente a Keats de su tiempo y lo acerca al espíritu clásico, aunque lo aleja de éste la simbiosis entre poesía y didáctica o filosofía. Señala Keats que «el único medio de robustecer el intelecto es no llegar a ninguna conclusión sobre nada… dejar que la mente sea un camino abierto a todos los pensamientos». Esta actitud de disponibilidad sin condiciones, que caracteriza la visión poética de las odas, alcanza ya en la dedicada a la indolencia el abandono de los sentidos, abandono que para Cortázar no equivale a distracción, sino a la apertura atenta de éstos. Dispuesta así su sensibilidad, el papel del poeta es el de ser mediador entre las cosas. Este carácter mediador asumido por el poeta inglés distiende la atención entre contrarios y permite a Keats establecer una fecunda convivencia entre el sentir y el pensar. La distinción que acabo de apuntar sitúa a la poesía de Keats en la noción que sobre la poesía en general tiene Cortázar, en el sentido de que, para el argentino, la poesía no es un medio de conocimiento, sino conocimiento en sí.

Partiendo de las consideraciones sobre la impersonalidad en Keats, Cortázar desarrolla toda una teoría poética de la enajenación que podría leerse de manera independiente de la crítica que el argentino lleva a cabo sobre la obra del poeta inglés, aunque se perdería la iluminación que estas reflexiones genéricas aportan al esclarecimiento crítico de la poesía de Keats. Este juego intelectual que va de lo particular a lo general es un movimiento habitual en las reflexiones de Cortázar, que añaden intensidad a la reflexión, la enriquecen sin desviarse del motivo central de ésta y permite relacionar un poeta con otro, una actitud creativa con otra, introduciendo al lector en una especie de visión envolvente a la que de manera constante tienden los pensamientos de Cortázar. En la concepción poética del argentino, enajenación no significa extravío ni desequilibrio de la sensibilidad, sino extrema capacidad para ser la cosa que se canta mientras se canta. Es decir, ser esta cosa dentro del poema, vivirla en la escritura. Tampoco tiene que ver con ningún amago místico, sino con la necesidad de ser más. Esta necesidad revela en el poeta que la tiene, un sentimiento de pérdida que la enajenación poética aplaca en la ejecución verbal del poema:

Si el anonadamiento del poema, su éxtasis en la rosa y desde ella alcanzan en sí misma su objeto, la poesía no tendría existencia como poema: para esa experiencia habría mejores denominaciones: éxtasis panteísta, por ejemplo. Se es poeta en la medida en que el perder lleva consigo la ansiedad de tornarse (y tornar con) algo[3].

Este algo que se recupera a la salida del poema, después de su escritura, cuando se ha traspasado el último verso, es ya un conocimiento. Sin embargo, según Cortázar, el conocimiento poético no requiere de la comprobación como el científico ni está sujeto a posteriores rectificaciones y, por tanto, no es progresivo. La evolución en la poesía afecta a sus estructuras formales y no a sus contenidos, que son inmunes a cualquier tipo de comprobación. Esto es así porque el poeta no busca saber cosas, sino ser esas cosas para vivirlas y no explicarlas. Esta ambición de ser aúna al mago y al poeta, a pesar de que el primero y el segundo se mueve dentro de un mundo donde la razón y su sentido lógico han ahogado ya cualquier tentativa simbólica de explicación del mundo. El avance de lo racional a lo largo de la historia moderna ha terminado por desacreditar la función del mago. Pero el poeta ha conseguido sobrevivir a una realidad cada vez más desatendida de la visión analógica, debido a su carácter inofensivo y a que, aparentemente, su papel social ha quedado relegado a la mera exposición de la belleza o a ciertos atisbos catárticos de superficie. Sin embargo, el poeta, como el mago, busca, a través de la visión analógica, la posesión de la cosa desde el convencimiento de que el que nombra lleva en la palabra lo nombrado. Naturalmente, Cortázar no cae en la ingenuidad de pensar que el poeta es un mago, porque los medios en que ambos se desenvuelven son casi opuestos y la distancia histórica es ya insalvable, hasta el punto de que el mago sería incapaz de salir de sus coordenadas mentales y el poeta pasa con total adaptación de la visión analógica de la escritura de su poema al sentido común de la vida diaria. El poeta, como vemos, está obligado a doblar su existencia, ya que su realidad diaria no coincide con su realidad interior, mientras que el mago no encuentra falla alguna entre su entorno y su poder simbólico de comunicación. Esta diferencia sustancial entre el poeta y el mago no da derecho a concluir, según Cortázar, que la visión analógica del mago es ingenua por no ser capaz de salirse de ella. Así como el poeta no cree que el viento es un ciervo, tampoco lo creía el mago. La metáfora constituye, para el argentino, el recurso que permite construir, apoyándose en el concepto de Lévy-Bruhl, la participación de identidad: «la esencia de la participación consiste, precisamente, en borrar toda dualidad; a despecho del principio de contradicción, el sujeto es a la vez el mismo y el ser del cual participa…». La partícula comparativa ‘como’ para Cortázar es un intento de hacer inteligible dicha participación y, por tanto, podría considerarse la primera intromisión de lo racional en lo poético. El conocimiento intuitivo y prelógico que hermana al mago y al poeta y que es la herencia que el segundo recoge del primero, el poeta moderno de ninguna manera lo desperdicia. De este modo, el poder real que el mago ejercía sobre su entorno, el poeta lo traslada al plano ontológico. El verso, según Cortázar, con sus registros rítmicos, sonoros y plásticos, es para el poeta un instrumento incantatorio, como lo es para el mago la combinación de yerba u otro tipo de forma manipuladora. Por lo dicho, el poeta es «un mago metafísico» que expresa su capacidad de exploración de la realidad y su ansia de posesión desde la palabra. Es decir, la palabra, al nombrar la cosa, se transforma en la cosa. Así pues, «el poeta no es un primitivo, pero sí ese hombre que reconoce y acata las formas primitivas, formas que, bien mirado, sería mejor llamar primordiales, anteriores a la hegemonía racional». Por cuanto voy explicando, Cortázar se centra en el modelo de poeta más exigente. Sin embargo, como ya hemos visto, hay poetas que se conforman con el embellecimiento verbal y no sienten la angustia de que, además de decir, el lenguaje sea. Cortázar no alude, sin embargo, en su libro al modelo de poeta que, rebajando más aún la realidad, la refiere desde la ironía. Y, por tanto, lejos de sentir la angustia de la posesión, como el poeta enajenado, siente el desencanto de la descomposición y la imposibilidad de acceder a la visión analógica del mundo. Por los primeros años 50, el argentino no había madurado aún la significación de su compromiso social, y su sensibilidad creadora estaba atraída totalmente por el imán que adhiere la poesía al pensamiento. De esta tendencia metafísica no se desprenderá nunca Cortázar, a pesar de las urgencias de actuación personal que las vicisitudes históricas del continente, años más tarde, demandaron de él. en esta línea de depurada trascendencia en que el argentino va situando la vitalidad poética del inglés. Cortázar observa que el aspecto deleznable del mundo, rasgo decisivo de la poesía contemporánea, fue siempre rechazado por Keats, aunque, como algunas de sus cartas lo prueban, supo descubrir como espectador dicho rasgo en el arte moderno. La decisión de no seguir el camino de lo desagradable refuerza más si cabe su interés por la mitología, interés que Cortázar especifica a la perfección explicando el modo en que el inglés la usa y el grado de conocimiento, lejos de la erudición que Keats poseyó de ésta:

Si para Shelley o en nuestros días Valéry la mitología era ese cómodo sistema de referencias mentales cuyas personificaciones se despojan de contingencia temporal para conservar sólo sus motivaciones primarias a modo de transparentes símbolos, Keats asume esa mitología maravillosamente aprehendida en la inopia de diccionarios y epítomes sin otro fin que el de celebrarla líricamente, como por derecho propio. La asume desde dentro, entera y viviente, a veces como tema, a veces como concitación de poesía en torno a un tema. No usa la mitología: no la ha elegido como instrumento, como mediadora. Ni siquiera la posee ‘técnicamente’ como cualquier escritorzuelo del siglo clásico.

Es esta noción activa de lo mitológico la que le impide al poeta inglés mirar el pasado con nostalgia:

Para John, su mundo de Hampstead y Grecia son una misma realidad, la naturaleza y el hombre dándose en un plano alternativo de contemplación directa y de simbología mitológica […] Hombre de su día, no ve motivo para deplorar la digestión del tiempo: el mundo de siempre está al alcance de su mano.

Cortázar lleva a cabo un verdadero alarde de erudición mitológica para situar en el transcurso de la historia la oda «A una urna griega» y revelar así su auténtica dimensión poética. En este sentido, analiza la evolución escultórica de Grecia y cómo Keats recoge en su estructura formal una certera adecuación poética con la disposición de los elementos escultóricos que la obra describe. Así, la alternancia entre el fluir temporal y su fijación eterna, que refleja el período artístico griego en que la urna se inspira, está trasladada al verso con definitiva maestría. Cortázar sitúa esta oda entre el espíritu minucioso de los griegos afán de descripción que va más allá de un deliberado alarde lírico y busca más bien un sentido de totalidad o eternidad y el recato descriptivo de la poesía moderna. Estamos, pues, ante uno de los rasgos que, años más tarde, la poesía de nuestro siglo va a llevar hasta sus últimas consecuencias: aquel que junta en un mismo discurso elementos verbales y pictóricos. Esta oda resuelve, con extraordinaria eficacia equilibradora, la convivencia en el poema de dichos elementos, convivencia que no se da, a mi juicio, en las tentativas de vanguardia, ya que éstas inauguran o culminan, según los casos, aspectos decisivos de la poesía actual, pierden por lo general ese sentido orgánico del poema que es el que nos da la impresión de ser intocable y de profundidad humana. Los acercamientos verbales y pictóricos propiciados por las vanguardias, han reflejado más intenciones estéticas de necesario avance, que resultados satisfactorios. Cortázar, siguiendo en la línea defendida en Teoría del túnel, señala que:

… la poesía Keats lo supo harto bien está más capacitada que las artes plásticas para tomar en préstamo elementos estéticos esencialmente ajenos, ya que en última instancia el valor final de la concreción será el poético y sólo él.

Otro rasgo decisivo y, a mi juicio, más fecundo y permanente de la poesía moderna, es el acceso al silencio, a su extraordinaria capacidad de recato y sugerencia. Esta superación de lo contradictorio, que implica expresar algo sin expresarlo realmente, la encuentra Cortázar en el verso «Si oídas melodías son dulces, más lo son las no oídas» de «A una urna griega»:

Tal vez no se haya señalado suficientemente el progresivo ingreso en la poesía moderna de los ‘órdenes negativos’ que alcanzarán su más alto sentido en la poesía de Stéphane Mallarmé. Por medio siglo precede la imagen de Keats a la del poeta de Sainte.

La lectura de «A una urna griega» es, a mi juicio, el otro foco central del libro. El primero, como acabamos de ver, es el dedicado a la visión enajenante desarrollada en el capítulo X, «Poética». Parte de este ensayo, de manera casi literal, reaparece en su Obra Crítica bajo el título «Para una poética» (1954), donde relaciona la visión analógica del mago y del poeta. De manera inversa, su estudio sobre la oda en 1946 es incorporado a Imagen de John Keats. Ambos ensayos son el mejor ejemplo de la técnica fundamental que usa el argentino para construir el discurso de este libro, técnica que podría denominarse amplificación reflexiva. Dicha técnica permite a Cortázar, como ya he dicho, ir de lo particular a lo general y conectar de este modo la obra de Keats con la poesía anterior a él y posterior, así como expresar sus propias ideas sobre la creación poética. Según Alazraki, el estudio de la urna supone «el documento más importante para el estudio de la deuda de Cortázar con el romanticismo y con la mitología clásica. Allí figuran algunas de las claves para comprender el insistente uso de los mitos en su obra y su compromiso con la modernidad desde una de sus primeras embestidas»[4].

Esta técnica de amplificación reflexiva, como trato de hacer ver, permite a Cortázar analizar la evolución poética de Keats a la vez que expresar su propio pensamiento poético sin que el segundo estorbe jamás a la primera. En ningún momento, Cortázar aprovecha la obra de Keats para exponer sus ideas sobre la creación poética. Éstas surgen en el momento justo de la escritura para que su lectura sobre Keats no quede en segundo plano, sino más bien reforzada y clarificada por las reflexiones genéricas del argentino. Así, la minuciosa y matizada lectura que realiza del poema Endimión, lo lleva a una de las recurrencias de su pensamiento sobre el romanticismo y que, con mayor protagonismo, desarrolló en Teoría del túnel. Allí se ocupó de descubrir el fenómeno creativo que deslindó la narración de la poesía. El poema largo en el que la habilidad lírica se pone al servicio de un argumento, pierde su consistencia poética en favor de los movimientos internos de la conciencia, expresados a través del ritmo discontinuo de las imágenes que, poco después de Keats, creará el simbolismo. Este interés de Keats por el poema largo impide que su obra, de manera total, pueda considerarse contemporánea. Algo parecido ocurrirá más tarde con las escrituras de Hiperión, cuya carga filosófica, además de su extensión argumental, lastra las dos versiones inconclusas del poema. Por tanto, son las odas las que con contundencia acercan a Keats a la poesía contemporánea, no sólo en el plano de la ejecución misma del poema, sino desde aquel en que se estimula el pensamiento teórico sobre la creación poética. Así, refiere Cortázar, Keats se aparta del concepto, algo simplificado, de la inspiración arrebatada del romántico:

No se trata de ‘inspiración’ ni de ‘rapto’. La poesía debe ser natural como las hojas, pero toda hoja es una lenta y minuciosa creación del árbol.

Esta concepción de la naturalidad creativa, que nada tiene que ver con la espontaneidad, hace que el argentino descubra en el inglés otro rasgo que lo diferencia del romanticismo de lamentación y lo sitúa de nuevo en los umbrales de la poesía contemporánea. Este rasgo a que aludo se refiere a su concepción de la libertad,

…la libertad de hacer de la poesía una creación autónoma que, por serlo así, sirva la causa más central y recogida del mundo y del hombre. No reclama la mera libertad del grito y la efusión, sino la libertad del acto poético.

Este sentido de la libertad, desvincula a Keats del compromiso del poeta con su sociedad, compromiso difícilmente ineludible en los primeros años del siglo XIX. Cortázar, a través de párrafos de cartas del inglés, muestra sin resquicio a la duda que el único compromiso del poeta está en su propia creación y que sólo procediendo de esta forma, aparentemente egoísta, la escritura poética resulta eficaz en el terreno que únicamente puede serlo: en su capacidad de enriquecer el interior humano, poniéndolo en relación más abierta y plural con la vida. Este empeño por impedir que la poesía se contamine de discursos ajenos a ella, adelanta la exigente actitud creativa de Rilke o Juan Ramón en nuestro siglo, y le permite a Cortázar precisar que:

…la leyenda del ‘sensualismo’ de Keats nace sencillamente del escándalo que su permanencia lírica ocasiona entre los intelectuales ‘comprometidos’… extrapoéticamente.

Por debajo de esta exposición, advierto un tono cómplice con la actitud estética y ética de Keats. Todavía la conciencia comprometida del escritor con su tiempo, o, mejor dicho, con la historia inmediata de su tiempo no había aflorado en Cortázar y, mucho menos, el sentido de su participación activa en los avatares políticos del continente. A pesar de esto, el libro registra ya atisbos que son reflejos esporádicos, ni siquiera certidumbres aisladas del conflicto interno que, a partir de los años 60, mantuvo Cortázar consigo mismo, conflicto que se balanceaba entre su exigencia creativa y su necesidad de intervenir y pronunciarse en los foros sociales, aunque nunca debido a una vocación política, sino a su remordimiento moral. Este balbuciente vaivén entre la ética y la estética se refleja en el siguiente párrafo donde, sin transición de continuidad, Cortázar pasa del discurso estético sobre Keats a una alusión al presente inmediato en el que ocurre su escritura:

…el poeta nada puede hacer por las ‘luchas de los humanos corazones’… aparte de su poesía. Y que ésta accederá, por infrecuentes caminos aislados y remotos, a unos pocos corazones, siempre y cuando les hable de otra cosa. Por otra parte, no hay que ser ingenuo, a la hora en que escribo mi radio me está informando que en Corea acaban de desaparecer dos divisiones enteras de americanos, a quienes hace tres días su estúpido general había prometido enviar a casa para Navidad.

Este debate ético-estético no ha sido superado en su generalidad por muchos poetas de nuestro siglo y delata la falta de vuelo imaginativo que lastra parte de la poesía actual y lleva, incluso a justificar cierto conformismo creativo.

La trayectoria del anticonformismo de Keats es la que sigue el discurso analítico de este libro, y Cortázar, como siempre, con sugerente acierto resume así:

A una primera concepción trascendente de la poesía, se incorpora el sentimiento de obra, de que el homo faber es el centro, el arquitecto y el mantenedor de su propia esfera.

Esta frase no sólo supone la descripción de una síntesis evolutiva, sino que revela de nuevo un aspecto importante, por su constancia, del pensamiento del argentino. Ya en Teoría del túnel, rebatía el planteamiento de Weidé al hablar éste de la necesidad de recuperar la noción sagrada del mundo, donde el hombre volvería a estar supeditado a Dios. Cortázar descubre en la obra de Keats la independencia humana respecto a cualquier sentimiento de divinidad y defiende a ultranza una visión antropomórfica del mundo. Una poesía del hombre y para el hombre, que nada tiene que ver con lo anecdótico:

… es esta una autobiografía del espíritu, de un espíritu individual y distinto, no la presentación espuria de circunstancias temporales anejadas a un verso que penosamente las soporta.

La siguiente observación del argentino no sólo continúa precisando la depurada relación entre vida y poesía del inglés, vida y poesía que se enriquecen, que se influyen mutuamente, que se transforman la una en la otra, sino que leída hoy, desenmascara una tendencia poética actual de extraordinaria pobreza por su conformismo y su habilidad para rebajar la realidad hasta el punto del mayor hastío:

Sólo los débiles (más bien: los que se sospechan débiles) tienden a afirmar lo autobiográfico, a exaltarse compensatoriamente en el terreno donde su aptitud literaria los torna fuertes y sólidos.

Al contrario de estos poetas que recortan la realidad hasta desrealizarla, Keats, según Cortázar, la enriquece siempre poniéndola en contacto con la imaginación, pero sin que lo imaginario expulse del poema la nitidez de los elementos reales que éste convoca. La trayectoria de la visión poética de Keats, indicada antes, se corresponde con el paulatino proceso de acercamiento que esta poesía lleva a cabo entre imaginación y realidad, acercamiento que equilibra los planos de la vida y la escritura y en el que, a mi juicio, se funda la mejor poesía y desde donde deben partir las tentativas poéticas de este fin de siglo para salir del apabullante marasmo creativo que embota tanto a la experiencia vital como a la experiencia de la escritura:

Su poesía adolescente se había confiado a la imaginación, para sustituir los tristes panoramas inmediatos por los escenarios boticellianos donde la poesía podía buscar adhesión. Ahora la fantasía es invocada deliberadamente como dispensadora de imágenes a salvo de muerte. Vendrá todavía la etapa final, la de las Odas, donde imaginación y mundo tangible se fundirán en una sola realidad que la poesía alcanza.

El rastreo que el papel de la imaginación juega en la obra de Keats es seguido por Cortázar en distintas fases del libro, rastreo que parte del punto central que mueve toda la obra del argentino, tanto desde el plano teórico de sus ensayos como desde el práctico de su ejecución literaria: su interés por lo fantástico. La siguiente observación del argentino respecto del inglés no hace más que anticipar en varias décadas sus escritos teóricos sobre el cuento fantástico, donde Cortázar refiere su experiencia personal sobre de qué manera accede al prodigio y cómo fantasía y cotidianidad se interrelacionan:

Lo que en el fondo dura y durará siempre en el poeta, Keats u otros es el acceso al prodigio.

Para Cortázar, la poesía que Keats escribe tras las odas es nocturna y coincide con la decadencia personal del inglés y la enfermedad que lo llevó a la muerte. El último capítulo, «Vida póstuma», está de nuevo dedicado a la experiencia personal de Keats. En él se recupera el tono cómplice de la vida interior con que Cortázar ha ido intimando con Keats a lo largo de todo el libro. A través de sus últimas cartas a amigos y a las dos Fanny, hermana y amante, Cortázar va intuyendo y registrando los sentimientos de Keats hasta llegar a su muerte; sentimientos que revelan un paulatino distanciamiento personal de todo y de todos, que se refrenda en el viaje final a Roma. La humanidad de los párrafos epistolares, elegidos por Cortázar, y la intensidad introspectiva de la prosa del argentino conmueven al lector, sin privarlo en ningún momento de la lucidez de las situaciones y estados anímicos de Keats y sin caer jamás en el morbo cuando alude a su enfermedad. La escritura de Cortázar es una compañía, una necesidad de entender por dentro, no una escritura testificante ni oportunista. La intensidad no la da tanto la tensión emotiva como las delicadas certidumbres de sus observaciones. La mirada del argentino no busca la novedad ni la sorpresa del biógrafo al uso, ni siquiera la trama de una trayectoria enferma, sino entender la vida y poesía de Keats desde el sentimiento compartido y la convicción de que la poesía sigue dándonos la imagen más verdadera y perdurable de un hombre: la imagen de John Keats, no su retrato.

[1] En este caso, el concepto de fragmentariedad debe supeditarse al contexto dinámico de correspondencia entre vida y obra, y no relacionarlo de ningún modo con la impresión de fragmentariedad intrínseca que constituye cualquier texto, debido a la imposibilidad del lenguaje para albergar la experiencia inabarcable de las sensaciones y pensamientos humanos. Es dentro de mi primera observación donde hay que situar la cita de Cortázar y no en la problemática contemporánea, mucho más amplia, que plantea la relación entre el lenguaje y la realidad. De ninguna manera, Cortázar ni siquiera sugiere que un poema debe referir a modo de crónica cualquier suceso. Sus certeras reflexiones sobre la poética impersonal de Keats despejan cualquier duda sobre este asunto. En el libro no hay un solo rastro de ingenuidad crítica.

[2] La siguiente frase de Cortázar también distingue a Keats de sus contemporáneos, alejándolo de la oscura y reductora visión que de la mujer tenían éstos: «No entiende a la mujer como un ‘género’, al modo romántico habitual; sólo ve a ésta o a aquella mujer, y frente a cada una reaccionará según su confianza, su admiración o su temor».

[3] Cortázar ya advierte que no todos los poetas están en la órbita de la enajenación y que, por tanto, no pasan de una actitud admirativa de la cosa o se quedan en el mero deleite verbal de lo nombrado.

[4] Jaime Alazraki, prólogo a Julio Cortázar, Obra crítica / 2 (ed. Alfaguara, Madrid, 1994).

Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos nº 555 (Madrid, septiembre de 1996).