En una significativa página comenta Juan Ramón
Jiménez un breve pero decisivo recuerdo de sus inicios de poeta. Transcurrían
los años del magisterio de Rubén Darío, cuyo formidable influjo copaba los
ambientes literarios de España e Hispanoamérica. El joven Juan Ramón acababa de
publicar en un periódico de Moguer un poema de manifiesto rasgo dariano, en que
era patente cierta acentuación sonora, tal vez un tanto ajena a la composición
del poema. Cuenta Juan Ramón que un viejo maestro del pueblo con quien se
encontró entonces, le felicitó por la publicación de su poema. Sin embargo, a
modo de íntima prevención, le dijo de seguida: «Pero no olvide que Vd. va por
dentro». Las palabras del maestro, seguramente un hombre devoto de su
tradición, obraron su efecto en el poeta. Lo indujeron a situarse ante sí
mismo, a identificar su propia voz y, una vez despejado el comienzo, a
encaminarse hacia su propio horizonte.
Traigo a colación esta
remembranza al acercarme ahora a la compilación de poemas de Francisco José
Cruz que aparece bajo el sello de las ediciones El otro@el mismo, pues me parece que el propósito que allí se
revela concuerda con los del autor de estos poemas. Cruz es un poeta sevillano,
conocedor cultivado de la tradición lírica andaluza, la popular y la culta, por
cierto una de las más ricas de Europa, y que ha servido de venero asimismo de
la lírica moderna de Occidente, al decir de Hugo Friedrich. Ha estudiado y
antologado los cantares flamencos, sabe valorar las aportaciones de Bécquer, de
Ferrán, así como las de otros continuadores pertenecientes a distintas
escuelas, para no mencionar a los grandes autores del pasado.
Puede decirse que un
signo peculiar de esa tradición se concreta en el brillo y los aderezos de la
forma, el empleo del ingenio en procura de la gracia. No obstante, sin desmedro
de otras opciones, Cruz ha elegido su propia vía, una vía austera, en que cede
la palabra a las cosas y a los hechos, una vía, en fin, mediante la cual –según afirma en la entrevista que acompaña a esta
publicación– «procuro que sea el
lector el que ponga los sentimientos ante lo que se le muestre».
«Ir por dentro»,
aferrado al envés de su propia voz, le recomendaba aquel maestro al joven Juan Ramón,
algo que, si seguimos el itinerario de los libros de Cruz, y en especial los
aquí reunidos, se nos revela en cordial sintonía con su búsqueda lírica, más
allá de las peculiares diferenciaciones de cada caso.
Uno de los rasgos que
individualizan su palabra poética viene dado por la confrontación constante en
el plano real o imaginario entre la ausencia y la presencia, binomio este que
se concreta con todo su peso en la oposición de vida y muerte, memoria y
olvido, fugacidad y permanencia, mediante un juego de oposiciones que no pocas
veces procura unir en uno solo la tensión de los opuestos. El diálogo expreso
de la voz que habla en sus poemas, o el diálogo de las cosas a las que la voz
les es cedida, se materializa pues entre aquellos que aún están con nosotros y
aquellos que ya se han ido o no sabemos dónde se encuentran, pese a que la
tejedora memoria afectiva del poema se incline a mezclar ambas nociones. El
estar o no estar de los seres y las cosas resulta entonces el esencial asunto
de su poesía, un asunto que encuentra hondas raíces no sólo en los líricos que
le preceden, sino que se manifiesta con una fatalidad peculiar en el cante
flamenco.
La voz que asume la
relación de sus poemas es fruto, en cambio, como hemos insinuado, de un despojo
austero, que limita los elementos líricos a lo indispensable, con ahorro de
cualquier adorno del que pueda prescindirse. Voz adusta y sin halagos, cuyo
progresivo despojamiento podemos advertir desde sus creaciones del comienzo
hasta las más recientes.
Un poema que expresa con
manifiesta evidencia el juego de oposiciones entre la presencia y la ausencia
es, por ejemplo, «Mis padres», del libro Maneras
de vivir, que compulsa ambas nociones a propósito de la inverificable
presencia de los padres:
Están aquí conmigo.
No sé cómo probarlo. Me acompañan.
Estos dos primeros versos tratan de
proporcionarle hechos al lector, no conjeturas. El poeta afirma que «están aquí
conmigo», aunque no pueda aducir prueba alguna. Tras esta aseveración prosigue
el poema:
Están aquí conmigo,
apoyando su ausencia
común en estas líneas y aferrados,
como pueden, a los rasgos filiales,
de mi insomne genética.
La voz se adentra en la fusión de los
contrarios, de modo que los padres se encuentran «apoyando su ausencia / común
en estas líneas». Apoyan su ausencia, es decir, son ausentes que, sin embargo «están
aquí conmigo», y toman por apoyo las líneas que la memoria graba o escribe para
afianzar su certidumbre. Los dos versos siguientes refuerzan aún más la
realidad de su compañía puesto que, «Están aquí, tratando de apuntarme / algo
que yo no he escrito todavía». Con la fusión de los opuestos, adviene también
la fusión de los tiempos, de modo que los padres, convertidos en veladores del
insomne escriba, pueden anticipar los contenidos de su escritura, digamos que
pueden aportar las respuestas antes que las preguntas se concreten. El poema
consta de cinco versos más que merecen citarse por entero:
Están aquí, sin siquiera el atisbo
ambiguo de sus sombras.
Pero velan por mí,
a pesar de que yo los niegue ante mí mismo
y me empeñe en creer que son menos que nada.
La carencia de atisbo remite a la falta de
indicios de su realidad, ya señalada antes, que coincide paradójicamente con la
certeza de su compañía. En los dos versos finales el poeta confronta la
conciencia racional de su negación secundado por la conciencia afectiva, que es
la que prevalece en último término. Vemos, pues, que la voz que habla en el
poema lo hace desde dentro y a la vez guiada por una innegable necesidad
expresiva, si bien no nos atreveríamos a afirmar que en este caso deba el
lector «poner los sentimientos», pues creemos que éste bien puede encontrarlos
aquí, imantados al temblor de las palabras.
Ya sabemos que raramente
un poema se rige por el tiempo lineal, pues, como observa Derek Walcott en un
ensayo sobre Robert Frost, el poeta es siempre enemigo del tiempo, en todo
caso, según aclara este autor de seguida, es el vencedor del tiempo, no su
siervo. Bajo tal óptica deben ser leídos los poemas de Francisco José Cruz. En «El
funambulista», por ejemplo, la imagen del volatinero, del funambulista, viene a
ser propiamente la del día que imperceptiblemente transcurre: «por los altos cordeles de la ropa / el día
hace equilibrio y lento pasa». Provisto del acopio de sus horas, por encima
de los hombres y las casas, mediante un frágil y cuidadoso equilibrio, «pasa /
de puntillas al lado que no vemos». El poema se encuentra recorrido por la
conjetura de que el funámbulo pueda venirse a tierra: «Si perdiese un instante el equilibrio / y cayese hasta el suelo con su
masa / de nubes y de pájaros monótonos»,
algo que, de llegar a ocurrir, según los versos finales: «a lo peor probamos la sospecha / de que el cuerpo del día es un
fantasma». Se trata de un poema
cuyo poder simbólico se abre a distintas interpretaciones. Sin embargo, su
colocación en la página inicial del libro Maneras
de vivir hace que bajo la imagen
del funambulista pueda representarse no sólo el día, sino el poema mismo, y no
alguno en particular, sino cada uno de los que componen el libro con su
equilibrado avance de tensiones, precisiones e indispensables laconismos para
atravesar el vacío de la página. De este modo, a cada nueva sílaba, como a cada
nuevo paso del volatinero sobre la cuerda tensa, se desafía el peligro de la
caída. No es, ya lo anotamos, la única lectura que pueda darse a esos versos,
pero sí una de las más sugestivas.
En la esencial oposición
que la presencia y la ausencia manifiestan en la poesía de Cruz se halla
comprendida asimismo, con su carácter ineluctable, la de la vida y la muerte,
tal como empieza a manifestarse gradualmente en los poemas de Maneras de vivir, y luego predomina de
modo más determinante en los de A morir
no se aprende, así como en los poemas inéditos de El espanto seguro que se han añadido a esta recopilación. La
muerte, no como un tema invocado en correspondencia con alguna afinidad
literaria, sino como una realidad concreta, registrada a partir de pérdidas
sucesivas de los seres más cercanos al poeta, y de igual modo, la muerte
reflejada sobre los objetos y los acontecimientos, en una especie de dibujo
oblicuo que registra el dolor en forma proyectiva.
Un modo de ponerse a la
altura de tanto dolor se concreta en la objetivación de los hechos, en la
decisión de consignarlos y recrearlos sin patetismos ni añadidos innecesarios.
A las fatales pruebas de la existencia responde el poeta con una palabra
escrita desde el ser más que desde el saber, pues como anotó alguna vez Karl
Jasper, «es a la hora del fracaso cuando debe hacerse la prueba del ser», es en
su propio naufragio –dicho sea para mencionar un concepto luminoso de Ortega y
Gasset– donde el hombre construye los signos que ha de dejar en la tierra. Y es
esto lo que a nuestro parecer intenta Francisco José Cruz, un poeta aferrado a
su tradición, a la voz humilde y desnuda del canto flamenco que sabe asimilar
el fatum trágico y la pena tanto desde su fuerza como desde su carencia. «Esta
sabiduría creadora –comenta el autor en la
entrevista consignada en este libro– basada en la pobreza de
los recursos, me ha enseñado a renunciar a lo prescindible y a recuperar en el
poema lo necesario». En el mismo texto ha citado antes estos versos que
proceden del canto anónimo: «Qué quieres
que tenga / que m’ han dicho qu’a tu cuerpo / se lo va a comé la tierra».
El poema “A morir no se
aprende”, que cierra el libro del mismo título, recalca la convicción de que en
última cuenta resulta insuficiente el aprendizaje para encarar la muerte: «No se aprende a morir. / Siempre andamos
perdidos / en medio de las cosas y la gente». Ciertamente, la interiorización de la impermanencia, de saber
aprestarse para ver partir a los seres que nos serán siempre indispensables, y
de aprestarse a partir cada cual a su vez, es un aprendizaje que consume la vida
entera. Estos versos parecen recalcar, sin embargo, que si nunca se aprende del
todo a morir, al menos podemos aprender a escribir sobre la muerte, a
aproximarnos a ella con las palabras que sintamos más apropiadas, aquellas que
dicte en su momento la necesidad expresiva, que es la horma verdadera de todo
poema. Y es aquí donde el arte de Francisco José Cruz apela a un registro
ceñido y despojado, el registro de la voz interiorizada, la voz que «va por
dentro». No se manifiesta en estos libros ninguna aproximación a cualquiera de
las tendencias que en los últimos años han polarizado la poesía española dentro
de una discusión no del todo fértil. Cruz se atiene a su situación y a los
elementos que han conformado su paisaje espiritual y su vida.
El despojo asumido por
esta poesía tiene que ver con el léxico y los giros del lenguaje, ante los
cuales opta por lo más elemental y necesario, pero al mismo tiempo el verso
parece desceñirse de sus acentos y desembocar en un tono cercano a la
conversación cotidiana. Tal ocurre cuando la voz que habla en sus versos
refiere ciertos hechos que no se dejan enumerar sin aflicción, una
circunstancia en que el poema mal podría admitir ningún rasgo de
grandilocuencia ni distraerse con alardes técnicos de ninguna especie. Los elementos
que se enumeran bastan en su cruda presencia para que la palabra se contamine
de un acento tan descarnado como verdadero: «Nueve días semiinconsciente / mi hermano se estuvo muriendo / en una
cama de hospital». La tensión
está en los hechos que se refieren, los mismos que las palabras acogen con
simplicidad y estremecido pudor.
Ya en su vejez, el poeta
Boris Pasternak atribuía el haber llegado a la senectud, el haber sobrevivido a
tantas tribulaciones sociales y personales, al hecho de no invocar expresamente
nunca la muerte en sus palabras –la muerte, digamos, como
pretexto retórico, más que como percance real–.
Un tributo a la superstición por parte del célebre poeta ruso, que lo había
incorporado casi como un artículo de fe. Sabemos que las supersticiones no
faltan en el alma de los gitanos, las mismas que sin duda se manifiestan en la
psicología andaluza. Francisco José Cruz se muestra sensible a algunos rasgos
supersticiosos y hasta los incorpora como motivos de sus composiciones: «No me atrevo a intentar ciertos poemas / por el temor a que, tarde o temprano, / sus presagios se cumplan». El poema añade que no desea, según
leemos entre los versos siguientes, «poner
el miedo en órbita», para no despertar «al ogro atolondrado del futuro». En
verdad, a la luz de los hechos fatales de los cuales proceden sus recientes
poemas, llamar «ogro atolondrado» al fabricador de acontecimientos nefastos es
una fina cortesía. Se trata más bien de un «ogro maléfico», cuyo acercamiento
no conviene intentar sin prevenciones mediadoras, aunque éstas posean signos
supersticiosos, que permitan tenerlo a raya.
Vemos, pues, cómo en los
poemas de sus últimos libros puede tener cabida la superstición, que es una
forma de recalcar la desprotección ante el futuro, pero no son admisibles la
brillantez metafórica, el adorno verbal ni los juegos del ingenio. El dolor
desnudo encarado mediante una pulcritud espiritual y una honradez ante sí mismo
que se aferra a la objetividad de los hechos y, en general, a cierto estoicismo
parecido al que el poeta Umberto Saba denominó «una serena desesperación».
Francisco José Cruz es
un lector bastante enterado de la poesía escrita durante el último siglo en
Hispanoamérica, tal como lo corrobora la difusión en la revista que dirige
desde hace ya casi veinte años,
Palimpsesto, de muchos poetas hispanoamericanos de renombre. Y quizá ese
diálogo no haya ocurrido en vano, y el poeta de Hasta el último hueso encuentre de este lado del Atlántico otras
raíces y otra filiación para establecer sus simpatías y deslindar sus
diferencias.
Junio de
2007
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Publicado originalmente como prefacio en Hasta el último hueso. Poemas reunidos
1998-2007 de Francisco José Cruz (Ed. El otro el mismo, Mérida, Venezuela,
2007) e incluido en El taller blanco y
otros ensayos de Eugenio Montejo (Biblioteca Sibila-Fundación BBVA,
Sevilla, 2012).