La poesía latinoamericana actual, por hacer un primer arrimo más bien
modesto, se conjuga no tanto en la pluralidad, sino en la pertenencia a
familias poéticas. Diversos pero inscritos. Podemos encontrar la corriente
claustral del neobarroco, –neobarroso–, cuya
exploración de la forma y el signo se aparta de las preocupaciones estéticas de
ciertas vanguardias que no persiguen la destrucción de la sintaxis y los
estilos. Y qué decir de las propuestas que tienden más bien a la apropiación
del paisaje vital de las ciudades, o de la historia, o del contorno cultural.
Entre Marosa di Giorgio y Néstor Perlongher hay diferencias notables con poetas
como Óscar Han u Olga Orozco. El surrealismo sigue vivo y actuante como a
mediados del siglo pasado, sobre todo al sur del continente: Enrique Molina,
Aldo Pellegrini o Ludwig Séller son tan solo algunos de los nombres tutelares
de esta tendencia.
Cosa distinta sucede
allende el mar. Si pasamos la lupa por el territorio europeo de habla hispana,
el panorama es sensiblemente moderado en comparación con lo que sucede aquí. Pareciera
que las poéticas españolas apenas si se han movido desde aquella espléndida
generación de los años cincuentas. Están, por supuesto, las excepciones
notables de Antonio Gamoneda, Antonio Sánchez Robaina, Ana Rossetti y Francisco
José Cruz.
Sobre este último
poeta versa esta aproximación. De entrada es preciso apuntar la singularidad de
este autor sevillano. Y digo singular no por la poca atención que los
latinoamericanos tienen de su poesía, –lo cual en sí ilustra cierta mecánica del desencuentro que ya se ha
vuelto costumbre–, sino precisamente por la propuesta casi
insular de su estética. Cruz, ante el exceso de lirismo de sus coetáneos, ese
discurso poético un tanto monocorde y lacrimoso que hace de la experiencia
personal la vivencia toda del poema, opone una transparencia distanciada que se
acerca mucho a la poesía metafísica.
Es preciso, en
beneficio del conocimiento de este poeta, anotar ejemplos o parca muestra para
que el lector aprecie el trabajo de este hombre quien, por cierto, es uno de
los pocos españoles que mantiene un constante diálogo con poetas
latinoamericanos, –asunto
sobre el que volveremos más tarde–. Selecciono de entrada un poema cardinal para la comprensión de su
poesía, mismo que forma parte de su libro Maneras
de vivir, recientemente reeditado en México.
Tengo en el plato, ya partido,
un pedazo de carne
de venado que corre por detrás de las dunas
mientras yo lo mastico y lo digiero
tan despacio
que acaso también él se haya parado
en cualquier tronco absorto del camino.
El cuchillo raspando sobre el barro del plato
me chilla que ahora mismo
él escarba en la tierra.
Y el sabor de su carne le va dando
al deleite furtivo de mi lengua
la tensa fruición de la berrea,
que a la noche extenúa con su celo.
La salsa me revela
que acaban de abatirlo en un recodo
implacable del bosque.
Cuando dejan los buitres en la arena
solamente los huesos
esparcidos
sobre un charco de sangre,
el plato está vacío.
Se ha dicho de que
Francisco José Cruz es un poeta de lo material, de aquello que se conoce
mediante el palpo y los demás sentidos. Podemos aceptar esta primera entrada,
bajo la condición de no admitirla como totalidad pues ello limitaría las muchas
lecturas que cada uno de sus poemas propone. El venado sobre la mesa se apresta
a ser comido por el narrador, pero más que engullido, se tiene la impresión de
un cierta práctica ritual en donde devorar, absorber, ayuda al conocimiento del
otro. Mientras lo mastica, –despacio–, a la víctima es posible verla como era en
vida, absorta y en un recodo del camino. Pero más que imaginar el poeta
transubstancia esa vivencia, en el deleite furtivo de su lengua convive también
la brama del ciervo, y la salsa revela, en su más puro sentido de sacar a la
luz una verdad secreta, que el cazador acaba de abatirlo en el bosque, la
sangre es también lo que el paladar percibe como jugo o sustancia.
La vida y la muerte no
son experiencias separadas. El poema me recuerda una antigua práctica tribal en
la que el cazador, antes de que la presa muriera, – en extática agonía, por así decirlo–, le sorbía el último aliento. El animal abatido
no era una cosa utilitaria, destinada a servir de nutriente. Uno y otro, el que
mata y el matado, formaban parte de un diálogo constante, en donde no existen
seres informes.
No se trata de un
panteísmo más o menos emergente o puesto al día. Ninguna criatura es superior a
la otra en el intercambio de conocimiento. El tono casi ensayístico de su
poesía sirve también para anotar otros temas sobre los que reflexiona, la vida
y la muerte, sí, pero también el tiempo, la materia, la
memoria. Mas que anagnórisis hablamos de una agnición, que es el
descubrimiento de una persona, –en este caso poética–, cuya identidad se ignoraba.
Esa búsqueda lo lleva
a encontrar respuestas inquietantes. La muerte no es el fin, sino tal vez el
comienzo, como se infiere de este poema que da nombre al libro más reciente y
aún no publicado en México:
A morir no se aprende
Vivir no es una escuela,
ni siquiera un camino,
que ya hubiera borrado la intemperie.
El tiempo no nos lleva
de la mano: es el aire,
el que arrastra a capricho los papeles.
No se aprende a morir.
Siempre andamos perdidos
en medio de las cosas y la gente.
Perplejidad ante el discurrir de los hombres, de las cosas, de los
animales. Certeza de que nada está escrito y que estamos conectados con todos,
o todos es al final de cuentas más que un adjetivo, un sustantivo de lo inmemorial.
El tiempo no es lineal, aunque su paso sobre el cuerpo diga otra cosa, nos
dice, para rematar con una metáfora que mucho tiene de correspondencia por completar:
somos arrastrados, como los papeles, por el aire, –quién no ha visto el caprichoso diseño de una
hoja de papel o plástico danzar como una bayadera en la inmaterialidad del aire–. Pero el suyo no es un discurso, no trabaja
Francisco José Cruz sobre la rotundidad . Es el lector quien comete la búsqueda
de completar lo propuesto. En una entrevista realizada a inicios de siglo y
milenio, dijo el poeta sobre su trabajo: «El poema no es un espejo en el que
nos vemos, sino una ventana a través de la que vemos».
Antonio Deltoro, poeta
lector de este poeta, decía en un artículo no tan reciente que la poesía de
Francisco José Cruz diseña una cadena entre quienes viven, los que vivieron
antes, y quienes vendrán después. Me parece que es ése el sentido de este poema
en el que discurre la materia:
Habla el Barro
Una manos sin cuerpo,
anteriores al mundo,
parece que crearon estas manos de barro
que, cuidadosas, hacen con mi forma
una forma distinta de las suyas.
Estas manos no piensan: es el tiempo
el que infunde a sus huesos el instinto
de salvarme del caos.
Yo no hubiera durado sin ser algo concreto.
Estoy siendo una cosa:
esta masa de dedos indudables
ya se ha impuesto a la mía
y he dejado de ser lo que no era.
Me siento circular y hasta profundo,
después de que el calor de una memoria
me asignó este destino
de plato que ya tengo.
Y me plazco en el cuerpo que ahora estreno,
decidido a durar en este instante
cerrado de materia.
El asalto de la forma
es aquello que nos sostiene. Hay una circularidad de propósitos y resultados.
El mismo poema, ejemplo de concisión y ritmo, –endecasílabos, versos de siete y ocho sílabas y hasta alejandrinos
conviviendo en armonía nos hablan de esta indagación de los orígenes. El poema
me recuerda, por cierto, a otro escrito por un venezolano del cual Francisco José
Cruz se siente deudor, Eugenio Montejo: No
adivino mi origen, mi futuro/ aunque por sangre soy fiel a las palabras/ y puedo
jurar que cuanto escribo/ proviene como yo de algo muy lejos...(«Poeta
Expósito», de Trópico Absoluto).
En la entrevista de
referencia, Francisco José Cruz cita a otro poeta latinoamericano al que
admira, Virgilio Piñera, –es preciso resaltar que el sevillano ha escrito lúcidos ensayos sobre
lo que se hace y quienes lo hacen en este continente, tales como Eugenio
Montejo, Roberto Juarroz, y Antonio Porchia, por citar a algunos–, para intentar explicar la poesía y su postura
frente a ella: «Además de escribir lo que vivimos, escribimos también lo que no
vivimos», y añade que quizá sea el poema el único lugar en donde el ser y el no
ser se reconcilien.
Pertinente lección
frente a una poesía cada vez más chillona, minimalista en sentido inverso en el
mejor de los casos, pero poco exigente y saturada de vivencias desgarradas que
se quieren únicas, pero que terminan por convertirse en cliché.
Los libros de
Francisco José Cruz solo se pueden conseguir bajo pedido, a excepción hecha de Maneras de vivir, editado por Trilce,
Ediciones, en el 2004. Hay una insuficiente muestra de su poesía en el mas
reciente número de Vozotra.
Publicado en La Jornada Michoacán,
Vuelta de hoja, nº 58, 10 de abril de 2006.