Durante los últimos doce
años, he estado con Óscar Hahn bastantes veces, tanto en eventos públicos como
de manera privada y, naturalmente, hemos hablado de lo humano y lo divino con
creciente confianza, pese a su empedernida soledad y carácter retraído. Quizá,
por nuestra asidua convivencia, algo de su forma de ser se trasluzca en el tono
de sus audaces reflexiones, aunque aborde en ellas, fundamentalmente, aspectos
poéticos. Estas páginas, pues, no sólo plantean cuanto me atrae de la obra
magistral de Óscar Hahn, sino también aquellos asuntos que a él mismo, por
novedosos o poco advertidos, le interesaba desarrollar, permitiéndome con ello
conocer y admirar más, si cabe, la excelencia de su poesía integradora.
La publicación de esta entrevista, en la que laten
innumerables conversaciones personales, culmina, de algún modo, la rica
presencia de Óscar Hahn en diversos números de Palimpsesto y sus visitas a Carmona.
―En
diversas ocasiones, me has comentado que no te educaste en un ambiente
literario y que descubriste de pronto tu habilidad para escribir gracias a una
novia de adolescencia, quien te pidió, como prueba amorosa, que le hicieras un
acróstico. Más allá de este feliz reto, ¿qué personas o circunstancias
impulsaron decisivamente tu vocación poética?
―En mis inicios, nadie me impulsó directamente. Mi
madre era una lectora voraz de novelas y eso sin duda fue un factor, una
incitación a la lectura. Pero siempre he sido una persona introvertida, así que
no tenía demasiado contacto con otra gente. Pasaba mucho tiempo solo en mi dormitorio.
Me puse más sociable cuando entré a la universidad y tuve que compartir la
habitación con otros tres compañeros. Ahí escribí parte de mi primer libro, Esta rosa negra, a pesar de que ellos
conversaban en voz alta y escuchaban música a todo volumen. Por suerte, siempre
he tenido la capacidad de aislarme mentalmente. Después me decían, ¿y cómo
pudiste escribir esos poemas en medio de tanto ruido? Más que del contacto
directo con personas, yo prefería aprender de lo que otros poetas creaban. No
de sus opiniones o teorizaciones sino de los poemas mismos. Por eso para mí era
fundamental leer la gran poesía en lengua española y no sólo traducciones de
otros idiomas. Se aprecia el trabajo de los traductores, pero yo tenía claro
que si leía a Góngora leía a Góngora, pero si leía a Kavafis leía al traductor
de Kavafis. Más adelante, el estímulo de los poetas chilenos José Miguel Vicuña
y Pedro Lastra fue importante para mí.
―Siendo tu
poesía tan humana e incluso inquietante, no eres un «cronista en verso de tu
propia vida», como te refieres a Enrique Lihn en uno de tus ensayos. Muy pocos
poemas tuyos resultan confesionales: de una forma u otra, sin evitar la
anécdota concreta, tratan de no ser demasiado biográficos, salvo, por ejemplo, «Muerte
de mi madre», perteneciente a En un
abrir y cerrar de ojos (2006), o algunos
poemas amorosos. ¿Por qué esta suerte de precaución o distancia? ¿Pudor,
eficacia estética…?
―Es cierto, no soy un cronista de mi
propia vida, pero mi vida siempre está presente en mis poemas. Lo que pasa es
que no aparece en forma de crónica, sino de una manera más bien oblicua, que va
surgiendo sola, desde los laberintos de la memoria, sin que haya una intención
biográfica. ¿Pudor? Ninguno. Si hay un lugar en el que no tengo ni pudor ni
precauciones de ninguna especie ese lugar es la poesía. Por ejemplo, Mal de amor es un libro totalmente
fundado en mi experiencia personal y difícilmente podría ser llamado «pudoroso»
en ningún sentido de la palabra. Hay un malentendido en esto, creo yo. La forma
confesional es un «modo» literario como cualquier otro, pero no es la única
manera de hacer uso de los materiales que provienen de la experiencia vital del
poeta.
―Pasado ya
tantos años de tu encarcelamiento y condena a muerte en los primeros días del
golpe de estado de Pinochet, ¿en qué aspectos concretos, más allá de los
inasibles registros de la sensibilidad, ha podido marcar este hecho tu vida y
tu obra? ¿Cómo digieres hoy aquella experiencia extrema?
―Antes que nada una aclaración. Nunca hubo un
juicio ni una condena a muerte formal. Una noche, en la cárcel, apareció un
oficial del ejército y nos dijo: «Los que sean católicos que levanten la mano».
Por supuesto que creyentes y no creyentes la levantamos, pensando que era algo
favorable. Pero después el tipo dijo: «Ahora empiecen a rezar porque mañana los
vamos a fusilar». Pero no lo hicieron. Era más que nada una forma de tortura
psicológica. Esa experiencia traumática me trajo pesadillas noche a noche, por
alrededor de un año y afectó mi carácter radicalmente. Me convertí en una
persona llena de miedos. En la actualidad todo eso es como un mal sueño. Me
afectó internamente, pero nunca consiguió paralizarme ni hacerme autocompasivo.
―Has
vivido media vida en el exilio. ¿De qué modo tu larga estancia en Iowa, pequeña
ciudad universitaria y de inviernos helados, ha condicionado tu estilo y tu
visión de las cosas? ¿O no importa tanto dónde se esté como expresa tu poema «Viajando
conmigo» de Pena
de vida (2008)?
―No hay duda que los condicionó. Y eso se ve en
los temas de mi poesía. Si yo no hubiera vivido en Iowa, hay temas que jamás habrían
aparecido. Por partir de lo más obvio: el paisaje y el clima. Yo venía del
norte de Chile, que es seco, cálido y desértico y pasé directamente al otro
extremo: el frío, la nieve y las verdes llanuras. Y a otro idioma. Por estas
antítesis en mi vida, Enrique Lihn llegó a decir que yo era «un poeta de las
antípodas». Desde luego que la cultura norteamericana pop me influyó mucho: el
rock, el jazz, el cine y hasta la televisión, creo yo. Como la cultura chilena
es muy dependiente de estas manifestaciones, estuve en contacto con ellas antes
de irme a Estados Unidos. Pero una cosa es conocerlas a través de traducciones
o sin entender nada, y otra muy diferente tener la experiencia de todo eso
directamente, en el lenguaje original. Después descubrí, por ejemplo, que las
letras de los Rolling Stones o de Bob Dylan eran muy cercanas a la poesía
moderna, y que películas clásicas como Ciudadano
Kane o Casablanca contenían
parlamentos memorables. A pesar de todo esto, sigo pensando, como lo sugiere «Viajando
conmigo», que lo esencial que hay en uno, la substancia que define al individuo
como único e irrepetible en el universo, no cambia. Todo lo demás, incluido el
cuerpo, es una suma de accidentes.
―Tu obra,
pese a la brevedad de muchos poemas, leída en conjunto, da una impresión
abarcadora por su variedad de tonos, formas y enfoques. No en vano, llevas a
cabo una especie de relectura de todas las épocas poéticas, desde la medieval
hasta la contemporánea. ¿Qué necesidades desencadenaron este constante diálogo
con la tradición? ¿Se corre el riesgo de perder cierta identidad creadora? ¿Si
es así, a favor de qué?
―Siempre he pensado que todas las obras
literarias son contemporáneas, aunque hayan sido publicadas, digamos, en el
siglo XV o XVII o XX. ¿Por qué? Por la simple razón de que el lector del siglo
XXI no realiza un viaje fantástico hacia el pasado para leer esos libros: los
lee en su presente. De modo que un día determinado puede haber estado leyendo a
Manrique, a San Juan de la Cruz y a Huidobro paralelamente, con absoluta
naturalidad. Si pensamos en el momento de la lectura, esos autores son contemporáneos.
Como todos ellos confluyen juntos en mi mente, quedan homologados de inmediato;
por lo tanto para mí seguir la lección de la poesía medieval, barroca,
vanguardista o de la posmodernidad es lo mismo. Es decir, puedo dialogar con ellas
como si fueran actuales. Con respecto al riesgo que mencionas, Enrique Lihn lo
despejó muy bien. Dijo sobre uno de mis poemas: «Este es un poema gongorino,
pero no podría haber sido escrito por Góngora». A su vez Mario Vargas Llosa
afirmó una vez que mi poesía era «de lo más personal» que había leído en las
últimas décadas. Por lo menos en la opinión de estos escritores, no hay nada
que pudiera hacerme temer o pensar en una pérdida de identidad creadora.
―Has
transcrito y recreado poemas del Cancionero anónimo Flor de enamorados de 1562. En el prólogo a la edición de Palimpsesto (2007), te identificas plenamente con
ellos, al punto de considerarlos como borradores propios. No obstante, la
propuesta implica un cuestionamiento de la autoría: son y no son tuyos, entre
otras razones por su desusada retórica. Háblame de este proceso creativo y cómo
ves este libro dentro de tu obra.
―Encontré una edición facsimilar de Flor de enamorados en la biblioteca de
la Universidad de Iowa. Me llamó la atención y me puse a hojearlo. Contenía
poemas en catalán y en castellano antiguo. Yo no sé catalán, así que desistí de
leer los que estaban en ese idioma. Revisé los que estaban en castellano, pero
como tuve algunas dificultades para entenderlos, empecé a «traducirlos» al
castellano actual. Cuando ya había hecho mis propias versiones y quizás porque
los vi escritos de mi puño y letra, tuve la sensación de que eran como
borradores de poemas míos. Entonces, espontáneamente, me puse a modificarlos y
a adaptarlos a mi propio modo de ver la poesía. Después el hispanista Elias
Rivers me dijo que yo había hecho lo mismo que otros poetas habían venido
haciendo siglo tras siglo con la poesía de los cancioneros, es decir, recrearla
desde otra perspectiva.
―En casi
todos tus libros aparece algún soneto, además del publicado enteramente con
esta estructura, Estrellas
fijas en un cielo blanco (1989). Lejos de
considerarte un sonetista, esta noble forma, sin embargo, recoge bien la
diversidad a la que ya nos hemos referido: tienes sonetos herméticos, desnudos,
irónicos, procaces, metafísicos. ¿Qué te atrae de esta composición y con qué
propósito empezaste a usarla, cuando casi nadie de tu generación acudía a ella?
―En los años 60 un poeta chileno llamado Miguel
Arteche se había ganado un gran prestigio –merecido a mi modo de ver– como
eximio autor de sonetos. Yo había publicado Esta
rosa negra, que no contiene ningún soneto, y nunca había escrito uno. Alguien
estaba elogiando a Arteche, y yo, con la típica arrogancia juvenil, le dije: «No
creo que escribir sonetos sea gran cosa». A lo que el otro respondió: «Apuesto
a que no eres capaz de escribir uno». Me fui a mi casa muy fastidiado y lo
intenté, como para ponerme a prueba. Me entretuvo hacerlo y escribí varios,
pero no me gustaron y los tiré al canasto. Después me salió un soneto que se
llama «Gladiolos junto al mar». De ahí en adelante, a través del tiempo, fueron
surgiendo otros. Por supuesto que me dieron duro por usar esa estructura «obsoleta».
Es curioso, algunos críticos creen que he escrito muchísimos sonetos y no es
así. Hace un par de años un editor me propuso hacer un antología con mis mejores
sonetos. Me pidió que seleccionara «unos 50». Cuando le dije que sólo tenía 30
en total se quedó muy sorprendido. Hasta el momento son exactamente 31, en un
corpus de alrededor de 300 poemas que utilizan una gran variedad de formas. El
soneto presenta un desafío distinto al de otros poemas. Para mí es como un
pequeño laberinto cuya puerta de salida sólo se puede encontrar mediante la
alta concentración y la creatividad.
―A partir
de Mal
de amor (1981), casi todos tus poemas
están escritos en un verso limpio, despejado, cuyo fraseo contiene plena unidad
de sentido. Son versos agrupados normalmente en estrofas cortas, sin puntuar.
El paso de una a otra marca la evolución semántica del texto. Cuéntame cómo
llegaste a esta estructura y por qué la empleas con tanta frecuencia.
―Lo único que recuerdo vagamente es lo de la
limpidez que tú notas. Quería que esos poemas en particular fueran visualizados
sin interferencias tipográficas, para que en la página se vieran limpios y
tersos. Ahora, si me preguntas por qué buscaba eso, la verdad es que no sé. Es
pura intuición, supongo. En algún momento los signos de puntuación me empezaron
a molestar. Los veía como hormigas muertas en un vaso de leche.
―El
despojamiento de dicha forma parece adaptarse como anillo al dedo al
sentimiento de soledad que alienta en toda tu obra. ¿Viene este sentimiento
marcado por circunstancias personales, por tu carácter o lo consideras inherente
al ser humano?
―Las tres cosas, diría yo. Hay una influencia
recíproca entre las circunstancias personales y el carácter. Las circunstancias
moldean tu carácter, y tu carácter, a través de la conducta, puede modificar
las circunstancias, para bien o para mal. Ahora, hablar de «el ser humano» es
ya una abstracción. Pienso que la soledad, por naturaleza, es una vivencia del
individuo concreto, no de la especie. En el caso específico de Mal de amor el protagonista se
transforma en fantasma, justo en el momento en que pierde a la mujer, o sea,
cuando queda sumido en la soledad. A propósito, se me viene a la mente la frase
de Unamuno: «La muerte es la suprema soledad». El amor supone la presencia del
otro para consumarse; es, como dice San Juan de la Cruz, «eso que no se cura,
sino con la presencia y la figura». Si te despojan de esa presencia,
experimentas una especie de muerte, por lo que estaríamos ante otra forma de la
suprema soledad. Quizás por eso el amante del libro se transforma en fantasma
cuando es abandonado.
―En Arte de morir (1977), el tratamiento de la muerte recibe
un claro contagio de las maneras rítmicas, burlescas y desenfadadas medievales
que en tus libros posteriores se atenúa hasta casi desaparecer en pos de un estilo
más conversacional y de un tono meditativo y grave, sin abandonar la ironía. ¿A
qué obedece este cambio? ¿No sentiste del todo tuyos estos ensayos miméticos o
simplemente dicha fórmula se agotó pronto?
―Más que de agotamiento, yo hablaría de un
cambio de ciclo. Pasar de la muerte, que, obviamente no es una experiencia que
yo haya tenido, al amor, que es una experiencia vivida, hizo que también se
produjera un cambio en el modo de expresión. Al empezar a escribir los poemas
de Mal de amor tuve muy claro que
exigían otra forma. No hablo de algo meditado a priori. Simplemente los poemas
me salían de una manera distinta. Arte de
morir es un libro en el que la tradición medieval y la forma manierista se
funden y por lo tanto emplea muchas figuras retóricas y hasta carnavalescas. Esos
procedimientos son como una muralla que produce una separación entre el sujeto
y el tema de la muerte, justamente porque está hablando desde la vida, es
decir, desde este lado de la muralla. Mal
de amor, en cambio, necesitaba una expresión más transparente, menos densa,
porque entre el sujeto poético y el tema amoroso no había muralla de
separación: era algo que el sujeto estaba experimentando. En el fondo, el
sujeto era el tema. Me sentí cómodo con esta forma de expresión menos barroca y
más afín a mi manera de hablar, así que la seguí usando después, para formular
otros temas.
―Tus
poemas amorosos –salvo los que celebran la belleza física y la plenitud
erótica– son irónicos, desconfiados y desengañados. De ahí el frecuente estilo
epigramático. Esta actitud, ¿es reflejo de la fugacidad de la vida misma o más
bien proviene de tu temor a una excesiva intimidad?
―Ya lo dije, en mi poesía no hay temores a nada.
Si tengo que escribir o revelar cosas íntimas nunca me censuro. Cuando las
excluyo, no es por temor al qué dirán, sino porque no funcionan poéticamente
hablando. En esos poemas la ironía, la desconfianza y el desengaño provienen de
mi experiencia personal. No son un medio para incorporar otros temas como, por
ejemplo, la fragilidad de la existencia. Simplemente, son poemas de amor que
hablan del amor. Naturalmente, como siempre ocurre, el lector tiene derecho a
hacer sus propias lecturas, y es enriquecedor que sea así.
―Ciertos
poemas amorosos como «Sociedad de consumo», «Coronación», «Esperando tu email»,
«Corazón mío», «Partitura»… adoptan un aire juvenil, casi adolescente, como si,
al resistirse a la monótona y conformista relación adulta, negaran de este modo
el paso del tiempo. En consecuencia –si mi lectura no es errónea– advierto en
dichos poemas un amago cursi, que tú sabiamente regulas para producir tal o
cual efecto deliberado –como Mario Vargas Llosa utiliza el folletín sin que el
fin de sus novelas sea este género–. El halo cursi aparece en imágenes y
expresiones algo gastadas, extravagantes o exageradas y, sobre todo, determina
la perspectiva y el ambiente eróticos. De hecho, has estudiado el elemento
cursi en Herrera y Reissig. ¿En qué medida eres consciente de esto?
―Todos los poemas de amor, sean de Shakespeare,
de Bécquer o de Neruda, siempre están al borde de lo cursi. Lo importante, como
diría Borges, es la inminencia de algo que finalmente no se produce. Cuando los
poemas son deliberadamente cursis, la cursilería pasa a ser un procedimiento
literario como cualquier otro. En efecto, estudié lo cursi en Herrera y Reissig
como un rasgo positivo. García Lorca, el mismo Neruda y Octavo Paz defendieron
la validez literaria de un determinado uso de lo cursi. Con respecto a mi
propia poesía, claro, ese recurso aparece ocasionalmente. Yo no excluyo nada a
priori, por muy estigmatizado que esté, cuando se pone al servicio de la
eficacia del poema. Ahora, el «aire
juvenil» que tienen los poemas que citas, no creo que sea una manera de resistirse
al paso del tiempo. Es más bien una actitud acorde con la idea de que el amor
es siempre joven, no importa a qué edad uno se enamore.
―Has
hablado reiteradas veces de que tus poemas surgen de súbitas apariciones o
fogonazos no premeditados. Sin embargo, deduzco que tales apariciones deben
venir de un estadio muy larvario del proceso creador, si tenemos en cuenta la
calculadora precisión de tus poemas, en los que nada queda suelto y todo parece
sometido a un férreo control para provocar la sensación o el sentimiento
deseado. Más allá de este primer sobresalto instintivo, ¿qué papel juegan las
apariciones en tu escritura? ¿Marcan incluso el tema o son, fundamentalmente,
el pistoletazo de salida, por decirlo así, para una idea que ya tenías en mente
sin saber cómo llevarla a cabo?
―Siempre ha sido muy difícil para mí explicar
esto. No es fácil conseguir que las personas se desprendan de las ideas
heredadas. Es un poco lo que decía Michel Foucault cuando hablaba de que la
psiquis humana funciona adentro de una especie de cerco mental y cultural que
es la episteme vigente, lo que redunda en que, cuando alguien propone algo que
se sale del cerco, los demás no saben lidiar con eso. En otra entrevista
expliqué lo mejor que pude lo mismo que me estás preguntando, sin embargo, un
crítico que leyó mi respuesta dijo que yo todavía creía en la inspiración. O
sea, no entendió nada de nada. Aún más, cuando Nietzsche se refiere a la inspiración
habla del poeta como «portavoz o médium de las potencias superiores». Pues
bien, eso es radicalmente opuesto a lo que yo pienso. Lo que yo sostengo es que
nunca podría tener el problema de la página en blanco, por el simple hecho de
que jamás me instalo frente a la página, a menos que ya sepa las palabras
exactas que voy a escribir. A esas palabras o fogonazos no premeditados los
llamo «apariciones». A diferencia de la inspiración, que se supone viene de
afuera del sujeto (las musas, Dios u otra fuerza exterior), las apariciones
vienen desde adentro del sujeto, ya formuladas con palabras exactas y no como
en la escritura automática. Son uno o dos versos solamente y no todo el poema. Cuando
pongo esos versos en el papel, sin cambiarles ni una coma, ni siquiera sé cuál
es el tema. Por ejemplo, se me presenta la siguiente aparición: «Vimos los ríos
anaranjados pastar, los puentes preñados parir». Ignoro a qué se refiere. Escribo
esos versos en un papel o en el computador, los dejo ahí un tiempo y después
los releo. Puede ser que no pase nada o que atraigan a una serie de otros
versos, como una especie de reacción en cadena. Y así se va armando el poema
poco a poco. Los versos que acabo de citar terminaron gatillando «Visión de
Hiroshima». La pregunta sería entonces, ¿y de dónde vienen esas apariciones? La
respuesta no la sé, pero especulo que no vienen del inconsciente, sino de una
zona más profunda de la psiquis. Una vez que emergen, son teñidas por el
inconsciente personal y por el inconsciente colectivo. Si vinieran sólo del
inconsciente, todo el mundo sería poeta. Me gustaría puntualizar, eso sí, que
yo estoy hablando de mi propio proceso de creación poética. No es una receta
para los demás, ni mucho menos pretende ser representativo de lo que hacen o
piensan otros poetas.
―Dicho
control compositivo no impide tu indagación por el mundo del inconsciente y de
la locura. ¿Relacionas tu interés por lo irracional con tu extrema inquietud
ante la guerra y sus amenazas nucleares? Háblame de estos asuntos en tu poesía.
―Claro, no la impiden. Como sabes, hay un poema
mío que se llama «Autobiografía del inconsciente» y otros que los críticos han
asociado con la locura como «Sujeto en cuarto menguante». El tema de la guerra
puede ser un factor adicional, sin duda, porque también está relacionado con lo
irracional, aunque en otro sentido. Cuando tenía 7 años, o sea en 1945, escuché
hablar del lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima. Tanto me impactó que
por unos meses tuve pesadillas con explosiones nucleares. Diez años después el
tema de la guerra atómica y de la destrucción del mundo empezó a insinuarse en
mis primeros poemas. El más antiguo fue escrito a los 17 años y se llama «Reencarnación
de los carniceros». Ahí se inicia esta temática en mi poesía. Están las
visiones apocalípticas, pero también implican una denuncia ética. Porque si
ocurre la hecatombe, no sería un apocalipsis producido por Dios o por las
fuerzas ciegas de la naturaleza, sino por decisiones irracionales e
irresponsables del ser humano.
―Desde muy
temprano, has estudiado el cuento fantástico hispanoamericano. Se me ocurre que
tus poemas de corte fantástico pudieran proceder también de tu visión
apocalíptica. ¿De dónde viene en el fondo tu interés creciente por este género
y cómo habría que integrarlo en el transcurso de tu obra? ¿Este tipo de poemas
muestra tu cansancio de la realidad inmediata o, en verdad, sólo lo fantástico
paradójicamente se acerca al más hondo misterio de la condición humana?
―Habría que hacer una diferenciación. Las
visiones que hay en los poemas apocalípticos son fantásticas en un sentido
amplio. Más bien se ajustan al concepto de «imagen visionaria» de Carl Jung. La
dimensión fantástica propiamente tal, es decir, cercana al cuento fantástico,
se ve mejor en poemas que tienen una narratividad mayor, como «Una noche en el
Café Berlioz», en el que el protagonista puede ser un vampiro, o en «Designios»,
donde el futuro actúa sobre el pasado. Cierto, en todo esto hay una paradoja,
como tú sugieres, porque son poemas que buscan acceder no a la irrealidad, sino
a una realidad más honda que no puede ser alcanzada por el realismo a secas. No
hay un cansancio de la realidad inmediata, sino, al parecer, un intento de ir
más allá y de ampliar el concepto mismo de realidad.
―Has
escrito poemas que parten de una situación real hasta que, extrañándose poco a
poco, desembocan en una dimensión inverosímil como «Esperando el ascensor».
Otros poemas ya están desde el principio en un ámbito irreal, como, por
ejemplo, «Homo erectus». ¿Entrarían los dos en la misma categoría de lo
imaginario o existen diferencias cualitativas que quisieras resaltar?
―Tú describes muy bien lo que ocurre en «Esperando
el ascensor». En efecto, empieza con una situación amorosa de la vida diaria. Hay
un hombre y una mujer que se están besando. Al final se produce un vuelco hacia
otra dimensión. No me parece que «Homo erectus» pertenezca al mismo sistema
imaginario. Ese poema es más «filosófico», por así decirlo. En el fondo plantea
una interrogante acerca del sentido o sinsentido que tiene para la raza humana
estar en este mundo. Tiene una carga más simbólica.
―Tu poesía
aglutina toda clase de materiales con una gran coherencia interna, incluso
aquellos provenientes de ámbitos desdeñados por la cultura o el conocimiento.
En este caso, me refiero a ciertos fenómenos paranormales que contemplan poemas
como «Coincidencias» o «A las doce del día», los cuales adquieren en los versos
una dimensión casi metafísica. Se diría que nada, por aparentemente frívolo que
resulte, escapa a tu atención si forma parte de tus preocupaciones más íntimas.
Háblame de tu interés por estos fenómenos y cómo operan en tu obra.
―Lo que pasa es que, a priori, nada es ajeno a
la poesía. No lo es antes, pero, curiosamente, puede serlo después, cuando los
elementos que se llevan al poema no funcionan. Pero en este caso no es culpa de
los elementos, sino del poeta. Ahora bien, yo sé que los fenómenos paranormales
son usados en la televisión sin ninguna seriedad y como simple entretención. En
mi respuesta a tu pregunta sobre la presencia de la vida real en mi poesía te
dije lo que pensaba, y ésta es una buena ilustración, aunque parezca raro. Sucede
que en el caso de las coincidencias o sincronías como las llaman otros, yo he
tenido esa experiencia en mi vida personal, y no pocas veces. No es algo que
sólo haya visto en la tele. Entonces para mí es tan válido incluirlas en mis
poemas como las historias amorosas que he vivido. No veo por qué estas últimas
tendrían que incluirse y las otras no, por más insólitas que parezcan. En
cambio aquello de los extraterrestres que figura en «A las doce del día» no es
el resultado de una certeza sino de una interrogante sobre la vida en otros
planetas.
―En «San
Juan de la Cruz escucha a Miles Davis», poema dividido en dos partes, pones en
contacto alucinado al santo y al músico, cada uno en su tiempo, aunque unidos
por la común experiencia del calabozo y de la creación. Entre otras
interpretaciones, ¿pretendías abolir el tiempo a través de las vivencias
extrasensoriales? ¿Qué intención principal te movió a escribirlo?
―Digamos que fue mi fascinación con el problema
del tiempo. Recordemos otros detalles del poema. Es el año 1577, y hasta la
celda de San Juan en la cárcel de Toledo llega el sonido de la trompeta de un
músico de jazz del siglo XX: Miles Davis. El santo, confundido, busca una
explicación ligada a lo sobrenatural religioso: los acordes vendrían de la trompeta
del Arcángel San Gabriel. En la segunda parte es el año 1959 y Miles Davis está
preso en la ciudad de Nueva York. Cuando se le aparece el espectro de San Juan
en el calabozo, lo atribuye a una alucinación, producto de la droga. Ninguno de
los dos tiene consciencia de que el pasado y el futuro han confluido en un
mismo punto, aunque supuestamente son contradictorios e incompatibles. Es
decir, una preocupación real, filosófica, que yo tengo la traspaso al poema en
forma de situación poética.
―En tu
texto en prosa «Mi amigo Misha» evocas tu inesperado encuentro con Mircea
Eliade y la conversación que mantuvisteis sobre lo sagrado y lo profano. Por tu
poesía desfilan personajes bíblicos abordados de diversas maneras, desde la
apocalíptica «Adán postrero» hasta la puramente blasfema o sacrílega en «De la
naturaleza de Dios», pasando por la fantástica de «Silla mecedora». ¿Concibes
lo sagrado como parte del ámbito puramente fantástico, según expresa tu poema «Estrella
fugaz», o supone en tu fuero interno algo más?
―Tengo una relación muy conflictiva con la
religión. Hasta los 15 años era católico e iba a misa, pero después me fui
apartando de ella hasta separarme por completo. Supongo que la cultura
cristiana que tuve en mi adolescencia se quedó en mi psiquis y es la que me
proporciona los temas de algunos poemas. Cuando tuve la suerte de conversar con
Mircea Eliade, uno de los grandes pensadores y eruditos de la religión, nuestro
diálogo siempre tuvo un carácter más bien intelectual, casi abstracto. Yo estoy
hablando de la religión como vivencia interior, y ahí noto una carencia en mí. No
es que de verdad considere que la religión es una forma de literatura
fantástica. Puede serlo como parte del juego literario, pero en la vida real yo
más bien la veo como una necesidad interna de trascendencia, aunque en mi caso
particular es una necesidad sin cauce, sin rumbo y hasta sin contenido.
―En tus
últimos libros se advierte una paulatina resignación ante la vejez que las
ocurrentes piruetas imaginativas de muchos poemas tuyos fueron enmascarando. «Lolita»,
«Me veo envejecer en las estrellas» o los primeros poemas de Pena de vida, con su insólita desnudez, como «Niño malo»,
«Por aquí no pasa nadie»… son muestra de ellos. ¿Tiene que ver con lo que te
comento la creciente presencia de los fantasmas en tu poesía? ¿Qué expectativas,
terribles o esperanzadoras, suscitan los prefantasmas, entes anteriores a la
vida, y los fantasmas, posteriores a ella? ¿Hay diferencias entre ambos tipos?
―A ver, sobre lo primero que planteas, claro,
cuando uno pasa los 70 años, es inevitable que el deterioro del cuerpo y la
cercanía de su desaparición sean un tema acuciante. No me parece que tenga que
ver con los fantasmas. Los fantasmas andan como por su cuenta. Te explico.
Existe una frase bastante conocida que dice en una de sus versiones: «La vida
es un resplandor entre dos oscuridades». Se entiende que la segunda oscuridad
es la muerte. ¿Y la primera? Mi respuesta fue que tenía que ser un modo de
existencia anterior a la gestación del ser humano, acerca de la cual no sabemos
nada y que sin embargo ha suscitado muy poca reflexión a través de la historia.
Sobre la muerte, por el contrario, hay una enorme e interminable cantidad de
escritos. Los fantasmas son personajes que vienen de la muerte, o sea, de la
segunda oscuridad. Pero, como decía, también está la primera oscuridad. Pensé
que quizás había seres que venían de ahí y los llamé prefantasmas. Son
fantasmas anteriores a la vida, como dices tú.
―Uno de
tus procedimientos habituales de diálogo con la tradición es insertar versos
ajenos en un nuevo contexto o modificarlos mínimamente para darles otro
sentido. El montaje podría considerarse la máxima amplificación de este
recurso, donde todo un poema está cosido con versos robados, como ocurre en «Hotel
California», compuesto exclusivamente con los versos del «Nocturno» de José
Asunción Silva y los de la canción del mismo título que tu poema, cantada por
el grupo Eagles, canción que tú traduces, en la medida de lo posible, en el
ritmo tetrasilábico del poeta colombiano. ¿Qué te propones con el montaje y
cómo lo realizas técnicamente?
―Mira, cuando escuché «Hotel California» yo ya
conocía el «Nocturno» de Silva. Me lo sabía casi de memoria. La canción, traducida,
empieza: «En una oscura y desierta carretera», y sigue contando una historia
que a mí me pareció fantástica. La asocié, espontáneamente, con el poema de
Silva. Ya había incluido el «Nocturno» en mi curso sobre literatura fantástica.
Después agregué la canción. Se me ocurrió entonces mezclar los dos textos y
hacer un rap. Primero tuve que traducir la canción al castellano y adaptarla
más o menos al ritmo del poema de Silva. Te confieso que me costó muchísimo
hacer el montaje. ¿Qué me propongo? Algo así como el improbable encuentro de
dos mundos y de dos lenguajes en la pantalla del ordenador.
―A través
del montaje, técnica cinematográfica por excelencia, tramas toda una historia
con su tensión narrativa, su nudo y su desenlace. Pero empleas otros procedimientos
en tu escritura que también se acercan al cine, como el desarrollado en «Cena
íntima», breve poema de Mal de amor, donde el
amante espera infructuosamente en su casa la llegada de la amada, mirando hacia
afuera a través de la ventana. Lo primero que los lectores ven es lo que una
cámara imaginaria nos mostraría. Así, la aparición de un coche que aparca, se
expresa aludiendo a unas luces detenidas que son lo primero que se percibe.
Algunos poemas tuyos podrían rodarse. Háblame de tu interés por el cine en
relación con la poesía y cómo te ha influido el séptimo arte.
―Sin el cine, mi poesía no sería lo que es. Desde
joven, más que atender a los héroes o al argumento, me fijaba en cómo la
película estaba construida. En la arquitectura de mis poemas el montaje o «film
editing» es fundamental. Los visualizo como si fueran un cortometraje, en el
que diversas escenas forman secuencias que van apareciendo una tras otra. Cada
escena incluye indicaciones muy visuales, que contribuyen a la narración, como
las luces que tú mencionas. El resultado es un todo coherente. No me atrae que
las imágenes verbales vayan saliendo a borbotones, en un orden azaroso, como si
uno abriera un grifo de agua. Son poemas que se podrían filmar sin ningún
problema, usando el texto mismo como guión. Si el cineasta se ajusta
estrictamente al script que le proporciona el poema, todo puede salir muy bien,
y de hecho así ha sido, pero cuando se ha apartado de ese guión, las cosas no
han funcionado. Eso prueba que el montaje es parte esencial de esos poemas. Si
tú lo alteras, es como si modificaras el orden de las palabras en un verso.
―La
crítica, hasta donde conozco, al referirse a tu obra, destaca sobre todo tu
relectura de la tradición, dándole quizá menos importancia a tus incursiones
experimentales. ¿Cómo analizas esta cuestión y qué aspectos o recursos de las
vanguardias te siguen interesando y, por ende, no deberían olvidar los poetas
de hoy?
―Tienes razón. Sobre todo la crítica chilena
establecida tiene una idea muy sesgada sobre mi poesía. Es como si se hubieran
quedado fijos en mis dos primeros libros, Arte
de morir y Mal de amor. Si muchos
de ellos leyeran tus preguntas, ni siquiera sabrían de qué estás hablando. Esto
no sucede con los críticos jóvenes. En fin. Nunca me he propuesto experimentar
nada, como plan previo. Para mí, en poesía, el fin justifica los medios. Es
decir, si intuyo que para lograr un determinado fin debo usar instrumentos poco
convencionales, simplemente los uso, y ya. Es lo que ocurrió con el poema «Hotel
California». Necesitaba que tuviera la estructura de un rap y lo escribí como
un rap. Pero si hubiera necesitado que tuviera la forma de un soneto, no habría
vacilado en hacerlo como soneto. A mí no me interesa experimentar por experimentar.
Si la experimentación está al servicio de la eficacia del poema, adelante con
ella, y si no, a otra cosa, mariposa. La calidad poética no tiene nada que ver
con la experimentación. Hay poemas experimentales –y muchos– que son malísimos.
Lo mismo puede decirse sobre la poesía de cuño tradicional. Por lo demás, a mí
no me interesa romper con nada. Quiero sumar, no restar.
―En el
eclecticismo de tu obra parecen reunirse las diversas corrientes de la poesía
chilena. ¿Lo sientes tú también así? ¿Fue una opción deliberada por tu parte?
―Yo
no le daría un rol tan dominante a la poesía chilena. Si me permites alterar un
poco tu pregunta, yo diría «las diversas corrientes de la poesía en lengua
castellana». De este modo uno puede partir en la Edad Media, cuya presencia es
evidente en Arte de morir, como has
dicho, y seguir de etapa en etapa hasta llegar a la poesía actual. Pero también
habría que incorporar, excurso, a la poesía en lengua inglesa, francesa e
italiana, ya que puedo leerla en los idiomas originales, con alguna ayuda
colateral.
―De tu
primer libro, Esta
rosa negra (1961), a tu segundo, Arte
de morir (1977), median dieciséis años. ¿Por qué este largo tiempo entre uno y
otro, teniendo en cuenta que ya en Esta rosa negra hay poemas como «Reencarnación de los carniceros», «Fábula nocturna» o
«Cuadrilátero» que anticipan tu mundo más propio?
―Bueno, entre medio hubo un librito de 1967, Agua final, que después fue incorporado
a Arte de morir. Pero de todos modos
tienes razón. Son por lo menos 10 años de sequía. Y es bueno que haya sido así,
porque es una buena prueba de lo que te dije antes sobre las apariciones. Las
apariciones no se presentaron, y en ningún momento se me ocurrió sentarme
frente a la página en blanco tratando de llenarla a la fuerza. Fueron 10 años,
pudieron haber sido 20 y mi actitud habría sido la misma.
―Primero
en Chile y después en Estados Unidos, has desarrollado una larga carrera de
profesor universitario. ¿Ha influido de alguna manera tu labor docente en tu
idea de la literatura y, sobre todo, en tu práctica poética?
―Sin duda. Para empezar, el corpus poético que
uno maneja está determinado en gran medida por el programa educacional que debe
implementar, además de las elecciones personales. Ahora, el trato que tiene el
poeta-profesor con la poesía no es el mismo que tiene un poeta que se desempeña
en una esfera que no está relacionada con la literatura. (Pienso, por ejemplo, en
William Carlos Williams, que era médico). Me imagino que uno lee la poesía de
otra manera, ya que en esa lectura muchas veces hay un propósito utilitario, en
el sentido de que el objetivo es «enseñar» esos poemas a los alumnos. Como
todas las cosas de la vida, esta experiencia también influye en el poeta-profesor
cuando está escribiendo. Si en mi caso ocurre para bien o para mal, lo ignoro.
Desde luego, siempre está la posibilidad de caer en la llamada deformación
profesional. Pero en más de una ocasión la lucha contra esa deformación también
es un factor. Lo que sí está claro para mí es que hay un cambio en mi poesía
desde que dejé de ejercer la docencia. Un cambio no muy drástico, pero cambio
al fin y al cabo.
―¿En qué se notaría ese cambio, tras el
abandono de la docencia, refiriéndote sobre todo a tu último libro publicado
hasta la fecha, La primera oscuridad (2011)?
―En
la entrada paulatina de nuevos temas y en algunos aspectos formales. Aparecen
varios poemas que podrían corresponder al género de la ciencia-ficción. Me
refiero a «Mutantes», «Arqueología del quinto milenio» y «Cosmonautas». Además,
está el poema que da título al libro y en el que se establece por primera vez
como poema y no como ensayo, la «cosmogonía», por llamarla así, de los
prefantasmas. Los prefantasmas también se presentan como personajes concretos
en «Cosas que se escuchan» o «Sala de conciertos». Ahora, desde el punto de
vista formal, estos poemas tienden al «adelgazamiento». Los versos tienen cada
vez menos sílabas. Es como si el lenguaje empezara a perder cuerpo, como si se
estuviera fantasmagorizando.
―A estas
alturas de los tiempos del hombre, ¿qué aporta la poesía que otras artes, más
complejas y masivas, no nos den?
―La informática y las tecnologías digitales se
jactan de haber creado artefactos de comunicación antes impensables, pero el
ser humano nunca había estado más incomunicado. Por otra parte, la información,
las noticias y las imágenes que difunden los medios son altamente perecibles. El
caso del rescate de los mineros chilenos es emblemático. Hace un año era la
gran noticia mundial. Los mineros parecían rock
stars. Todos querían verlos y recibían cientos de ofertas de todo tipo. Un
año después, en Chile, su propio país, desaparecieron de los medios y han
pasado rápidamente al olvido. Casi todo es fungible en el mundo contemporáneo.
Los mensajes de Twitter «flores de un días son», como dice el tango. En cambio
la poesía permanece, a pesar de todo. Es una forma de resistencia contra las
frivolidades del mundo actual y, además, es el lugar donde se preserva el
legado de la especie. El problema de las artes masivas es que también corren el
riesgo de lo perecible. La poesía es más selectiva. Las personas que realmente
disfrutan de ella son pocas, pero son. Y esto no tiene nada que ver con raza o
estrato social. Alguna vez escribí por ahí que el arte y la poesía eran las señales
de que hay vida humana en este planeta.
Sanlúcar de
Barrameda-Santiago de Chile, agosto-diciembre de 2011.
Publicado en Palimpsesto 27 (Carmona, 2012) y recogida como epílogo en su Poesía Completa (Ediciones LOM, Santiago de Chile, 2012).