La poesía de Francisco José Cruz en sus libros Maneras de vivir y, sobre todo, en A morir no se aprende, se pregunta –sin ningún ánimo de explicación
trascendental– sobre la doble
naturaleza del tiempo para los seres humanos: el hecho de pensarlo y de
vivirlo. En los libros antes mencionados Francisco José Cruz hace posible que
el paso del tiempo se nos vuelva visible tan sólo al contemplar con atención
los acontecimientos a partir de sus palabras. La concisión, claridad y
sonoridad de sus versos iluminan las escenas de manera que podemos fijarnos en
detalles significativos que no se pueden percibir a simple vista, y que hacen
evidente ese tiempo que está en todas las cosas, que la mayoría de las veces
por vivirlo no observamos. Las palabras le permiten demorar los momentos,
retenerlos y así recuperar las dimensiones que se pierden cuando sólo pasamos
por ellos. Quizá por eso en su poesía la muerte, más que un momento definitivo,
parece un extravío, un titubeo, una fisura por los que escapa a mirar lo que
pasa, ha pasado y pasará en una misma escena; esos detalles que parecen nimios
pero son sustanciales.
No aprendemos a
morir porque no vivimos el tiempo como el resto de los seres vivos, quienes
parecen conducidos por un trayecto aparentemente lineal pues sus probabilidades
están hasta cierto punto dadas de antemano. Nuestras conciencias, en cambio, al
hacer conjeturas, juegan con las probabilidades de una forma extralimitada
puesto que pueden predecir que una serie de acontecimientos conduce
necesariamente a un final momentáneo, y a la vez vivir el presente sin preverlo
ni predecirlo. Quizá en esto consista el sentido de aventura para nosotros: en
saber y a la vez no saber lo que va a pasar.
Nuestra gran
conquista como humanidad es, entonces, para Francisco José Cruz, la posibilidad
de detenernos con el lenguaje en los umbrales del presente, en las puertas que,
como lo dice en su poema «Maneras de jugar» del libro Maneras de vivir, «se abren y se cierran sin irse de su sitio».
Bajo estos umbrales se ve transcurrir el tiempo humano como una serie de
momentos que, sin una dirección definitiva, se bifurcan, se repiten,
retroceden.
Por ejemplo, en
su poema «Orfandad», de Maneras de vivir,
donde se habla de unos juguetes antiguos expuestos en un museo, el poeta
empieza por la línea: «Se quedaron sin niños los juguetes», para otorgarles el
presente que perdieron:
Se quedaron sin niños los juguetes
que están aquí al alcance de los ojos,
dentro de la vitrina.
Llevan ya varios siglos aburriéndose.
Mutilados y quietos, han perdido
su sitio en la alegría.
También en ese
mismo libro encontramos, en su poema «Lanza o remo», que el hecho de no saber
para qué servía un objeto milenario de la cultura Lambayeque es una suerte de
claridad oculta. A través de la cosa podemos percibir un presente que se volvió
ubicuo, como dice el poema, porque dudamos de ella y porque quienes la usaron
lo hicieron en un tiempo que no iba hacía nosotros; la finalidad del objeto no
era permanecer en la vitrina del museo:
Lanza y remo, porque el tiempo
es ubicuo cuando la historia muere.
Y perdidos los nombres de las cosas,
las cosas comienzan a vivir a su manera,
sin alma pero con cuerpo,
ya que en el reino material de las cosas
los inmortales son los cuerpos,
no las almas,
y por esto son siempre
las cosas más reales
que nosotros.
En A morir no se aprende, la poesía de
Francisco José Cruz se planta en la fijeza de las escenas y se detiene a mirar
esa multiplicidad de direcciones, repeticiones y titubeos que componen los
momentos. En este libro vemos, por ejemplo, un ciprés que sin saber que está
seco permanece erguido junto a los otros a un lado de la piscina, o a una
suicida que piensa en dejar lo que siempre deja cuando llega a su casa sobre el
pretil del río.
Los plantamos hace poco
pero uno ya no está verde:
Se ha secado de raíz
y aunque erguido permanece,
justo con la misma altura
de los otros dos, su suerte
ya está echada. Sin embargo,
el arbolito no advierte
(como el sol aún lo dora
y el viento a veces lo mueve)
que nunca dará una sombra que se alargue
por el césped
y llegue un día hasta el agua y en el
agua se refleje.
A la luz de
este sentido del tiempo, la vida cobra los verdaderos relieves que tiene para nuestra
conciencia: sus dudas, sus conjeturas, sus incertidumbres, sus miedos. Éstos
son la materia con la que avanzamos y están en los detalles que marcan
precisamente los contrapuntos de las distintas escenas de los poemas. Por
ejemplo, en A morir no se aprende, el
hecho de haber visto al jardinero quejarse de un dolor de garganta que parecía
inocuo, en el poema «No tenía importancia», hace que su muerte cobre otra
dimensión. O la molesta presencia del drogadicto al lado del hermano que se
está muriendo en el hospital, en el poema «Mientras agoniza», convierte la
agonía en algo más terrible, pues sucede en un escenario donde la vida sigue
sin ninguna piedad hacia quien muere:
Mi hermano, desde ayer,
no admite medicinas
ni digiere alimentos.
Ya no sé si me escucha:
casi no abre los ojos
cada vez más ajenos.
Las visitas lo besan,
me acompañan un rato
y se van. El enfermo
de la otra cama tiene,
durante todo el día,
el televisor puesto.
Con tal de que no monte
otro escándalo más
y no pierda los nervios,
aquí nadie se atreve,
como es un drogadicto,
a pedirle silencio.
Si está de buen humor,
baja un poco el volumen
y hasta se pone tierno
para hablarle a mi hermano,
como si lo escuchara,
sobre lo que está viendo.
Para
profundizar en cada tema, Francisco José Cruz adecua el lenguaje. Lo aplica con
detalle para lograr un alto grado de definición al describir las imágenes y
poder ver las huellas del presente real. No hay entonces adjetivos ni palabras
de más que puedan distraernos; la concreción del presente se refleja en la
sonoridad precisa de sus versos. Francisco José
Cruz escoge la medida de sus poemas, como un fotógrafo seleccionaría su lente.
Los poemas
parecen observar muy detenidamente cada acontecimiento desde el paso del
tiempo. Detenerlo de pronto para que lo veamos realmente y deje de ser la
simple anécdota. Sus palabras lo fijan, lo regresan a objetos en los que su
huella subsiste: una mesa, un juguete antiguo, una lanza o remo de tiempos
remotos, las llaves y el monedero, la cama que espera a algún enfermo, el
comedor que era la habitación donde dormían los padres o la mesa arrumbada.
Nosotros y la materia llevamos consigo hechos olvidados que evadimos, pues es
difícil mirar siempre de frente la vida real. En su poema «Cuarto de los
heridos (Museo de guerra)» de A morir no
se aprende, dice que los agujeros de bala en las paredes y los catres
soportan el peso muerto de la memoria. En ellos se siguen muriendo esos
heridos, pues éstos son el rastro de su muerte:
Agujeros de bala en las paredes
indefensas y sucias.
Catres
a ras de suelo soportan el peso
muerto de la memoria.
¿O muere,
después de tanto tiempo,
algo en ellos aún
que nadie advierte?
Es de ese peso
muerto de la memoria del que, entre otras cosas, nos habla Francisco José Cruz
en sus poemas; ese peso cotidiano de las acciones y contemplaciones que
cargamos a diario y que aunque por momentos nos parezca abrumador, nos resulta
liviano y olvidable al paso del tiempo.
Esta poesía
tiene, entre otras virtudes, la de ir un paso atrás de lo repetitivo y
rutinario. Entonces, el deambular diario de una mujer enloquecida que regresó a
la infancia es visto, en su poema «Niña perdida» de A morir no se aprende, como un regreso continuo a ese presente que
quedó atrapado en ella y en el que ella quedó atrapada:
Desde que regresó a la infancia
por la calle deambula absorta,
arrastrando los pies (el pelo
blanco, las manos ya temblonas).
Algo murmura mientras anda,
se ríe y de repente llora.
Hasta la puerta de mi casa
llega casi todas las tardes
y, con su voz de niña ausente
dice que la espera su madre.
Le digo que aquí ya no vive
y se extraña de equivocarse.
Nuestra
naturaleza nos dicta huir de los antiguos presentes porque quedarse en ellos es
la auténtica locura. Sin embargo, lo es también darles la espalda, no regresar
a ellos como lo que realmente fueron. En nuestros tiempos es la narrativa,
sobre todo, la que pretende recuperar los momentos presentes y cotidianos,
recreándolos, para volver reales a los personajes y así poder ver la realidad a
partir de la ficción. No obstante, en la ficción narrativa la realidad presente
cobra otro peso, se vuelve una atmósfera recreada que puede cobrar una gran
fuerza en nuestra imaginación y hacernos sentir que existe como algo continuo
que envuelve a los personajes. Eso pasa, por ejemplo, con la obra de Juan
Rulfo. Hay toda una serie de actos, de diálogos, cuya continuidad ficticia hace
creíbles a los personajes y lo que les ocurre, aunque el lenguaje de Juan Rulfo
no sea el que hablan en realidad el tipo de personas que describe. Francisco
José Cruz en A morir no se aprende,
sobre todo, opera exactamente al contrario y nos hace ver que en esa
continuidad que tratamos de imponer a lo que vemos hay una trampa que nos
impide ver los momentos en toda su magnitud. No parte de una idea o de una
imagen, parte de detalles, contrapuntos, simultaneidades y analogías que
amplían la temporalidad de una escena o de un momento de reflexión. Y muchas
veces los detalles hablan por sí mismos a través de las cosas: la jaula vacía
del pájaro, la camisa que reflexiona en el poema sobre su paso del padre al
hijo, el catálogo de ataúdes en los que la comodidad es una de las
características, o el barro que habla de las manos que lo moldean, en cuyos huesos
el tiempo ha infundido el instinto de salvarlo del caos.
La forma en que
Francisco José Cruz aborda los momentos presentes en su poesía va más allá de
una simple evocación, es también una nueva forma poética de narrar las
reflexiones, sensaciones e imaginaciones momentáneas, que son sustanciales,
pero que a la vez son casi imposibles de recrear sin que se conviertan en algo
anecdótico y sin importancia. Francisco José Cruz, al ponerlas en sus palabras,
logra redimensionar los momentos presentes, que recobren la sustancia vital que
pierden al ser mencionados en un lenguaje trillado. Estas reflexiones,
sensaciones e imaginaciones momentáneas son nuestra relación inmediata y
verdadera con el mundo, todo lo demás son conjeturas. Al fijarlas en sus poemas
Francisco José Cruz logra rescatar la vida humana, ponerla en su ambiente real,
que es esta relación inmediata con su mundo. En Maneras de vivir, hay varios poemas en los que se plantea
precisamente esta separación del animal y del hombre de ese hábitat, que en realidad
es su espacio-tiempo. Como el esturión en el acuario de su poema del libro Maneras de vivir, los seres humanos son
animales cautivos porque no vemos en la transparencia de nuestros actos más
simples todo lo sustancial que venimos cargando desde el origen. Los poemas nos
obligan a mirar de otra manera lo ya mirado, a bucear en la profundidad de
nuestro tiempo presente.
Publicado por primera
vez en Voz Otra, Revista Iberoamericana
de Poesía y Crítica (México, año 1, nº 3, 2006) e incluido también en el
libro Inmersiones de Alicia García
Bergua (Universidad Nacional Autónoma de México, Serie Diagonal, 2008).