martes, 8 de enero de 2013

UN POETA ARISTOTÉLICO por Ernesto Herrera


La poesía de Francisco José Cruz cae en la zona del arte español que celebra la concretud de las cosas. Con sus diferencias en cuanto a la intensidad de la exposición de tema, su actitud no es diferente al universo perezgaldosiano presentado por Buñuel en una conocida escena de Nazarín: en su postrer momento, una mujer en lugar de invocar a Dios, invoca a su hombre.
      Desde el primer poema del volumen que tratamos, «El funambulista», encontramos este afán de pertenencia al lado físico de la realidad: «Por los altos cordeles de la ropa / el día hace equilibrio y lento pasa / de puntillas al lado que no vemos, / allí, / donde entonces el mundo se constata». Cruz es un realista, y como generalmente pasa con estos artistas, al no pretender trastocar nada, se vale de las técnicas tradicionales, lo cual no implica una crítica negativa. En el caso de «El funambulista», la base es la personificación, recurso que se reiterará a lo largo de Maneras de vivir; otro detalle es el uso de la rima, asonante en el poema al que nos referimos. Hablando con Antonio Deltoro y Fabio Morábito a propósito de los hacedores de coplas, Cruz hace observaciones que nos permiten entrar en su propio universo poético: «aquellos hombres, tal vez sin darse cuenta, tuvieron que exprimir al máximo las posibilidades expresivas de la copla, haciendo de su sobriedad algo único. Esta sabiduría creadora, basada en la pobreza de recursos, me ha enseñado a renunciar a lo prescindible y a recuperar en el poema lo necesario». En la poesía de Cruz, entonces, domina más la sencillez y contención popular que el lujo y el despilfarro barroco.
      Aunque sus tópicos vengan de ella, el poeta no es un celebrador de la cotidianidad. Como Aristóteles, el rechaza el mundo de los eidos platónicos y el proceso lógico que sigue su poesía es pasar del no ser al ser. En el poema «Lanza o remo» se ilustra muy bien esta idea: «Lanza y remo, porque el tiempo / es ubicuo cuando la historia muere. / Y perdidos los nombres de las cosas, / las cosas comienzan a vivir a su manera, / sin alma pero con cuerpo, / ya que en el reino material de las cosas / los inmortales son los cuerpos, / no las almas, / y por esto son siempre las cosas más reales / que nosotros».
      Continuando en el terreno aristotélico, para Cruz la causa material no es suficiente per se, ella necesita cumplirse en su nivel teleológico, en su causa final; leemos en «La mesa»: «Nunca ha echado de menos una rama / flexible, acogedora. Sin embargo, / siempre dispuesta, todo lo recibe / sin quejarse del peso ni del roce. / Necesita sentir encima cosas / como si fueran pájaros dormidos, / confiados al ser de la madera».
      Francisco José Cruz no pretende trascender el tiempo, su vida está aquí renovándose constantemente, por ello la muerte no se le aparece como problema. Ni la poesía ni la ciencia agotan el mundo, y él, poeta al fin, prefiere respetar su misterio.
  
Publicado en el suplemento cultural Laberinto del diario Milenio, México, 20 de noviembre de 2004.